Trevize se sentía deprimido. Las pocas victorias alcanzadas desde que habían empezado la búsqueda nunca podían considerarlas definitivas; sólo habían servido para evitar la derrota temporalmente. Ahora, había retrasado el Salto al tercero de los mundos Espaciales hasta que había contagiado su inquietud a los otros. Cuando, al fin, decidió que debía decir al ordenador que condujese la nave a través del hiperespacio, Pelorat se hallaba de pie, en el umbral de la puerta de la cabina-piloto, con aire solemne, y Bliss estaba exactamente detrás de él y hacia un lado. Incluso Fallom se encontraba allí, mirando a Trevize con fijeza, mientras asía con fuerza una mano de Bliss.
Trevize había levantado la mirada y dicho con bastante brusquedad:
—¡Un buen grupo familiar!
Pero sólo había sido fruto de su propio malestar.
Pasó las instrucciones al ordenador para que diese el Salto de manera que volviese a entrar en el espacio a la mayor distancia posible de la estrella en cuestión. Se dijo a sí mismo que eso se debía a que estaba aprendiendo a ser precavido como resultado de lo ocurrido en los dos primeros mundos Espaciales, pero, en realidad, no lo creía. En el fondo, sabía que esperaba llegar al espacio a una distancia de la estrella lo bastante grande para no estar seguro de sí tenía o no un planeta habitable en su sistema. Eso le daría unos días más de viaje en el espacio antes de poder averiguarlo, y (tal vez) tener que soportar la derrota más amarga.
Y así, observado por el «grupo familiar», respiró hondo, contuvo el aliento y lo exhaló en un silbido, mientras daba la instrucción final. El campo de estrellas cambió silenciosamente y la pantalla pareció vaciarse, porque habían pasado a una región en que los astros estaban algo más desperdigados. Y allí, casi en el centro, estaba la estrella más resplandeciente.
Trevize esbozó una amplia sonrisa, pues aquello era, sin duda, una victoria. A fin de cuentas, la tercera serie de coordenadas podía contener algún error y no haber aparecido la correspondiente estrella de tipo G. Miró a los otros tres.
—Allí está —dijo—. La estrella número tres.
—¿Estás seguro? —preguntó Bliss a media voz.
—¡Observad! —exclamó Trevize—. Proyectaré la vista equicentrada sobre el mapa galáctico del ordenador y, si aquella estrella brillante desaparece, si no figura en el mapa, será la que buscamos.
El ordenador respondió a su mandato y la estrella se apagó sin haber menguado previamente de intensidad. Fue como si nunca hubiese existido, mientras que el resto del campo estrellado permanecía inmutable con sublime indiferencia.
—La tenemos —dijo Trevize.
Sin embargo, hizo que la Far Star avanzase a poco más de la mitad de la velocidad que hubiese podido alcanzar con facilidad. Subsistía la cuestión de la presencia, o la ausencia, de un planeta habitable, y no tenía prisa en solventarla. Incluso después de tres días de aproximación, nada podía decirse acerca de aquello, en cualquier sentido.
O tal vez sí. Girando alrededor de la estrella había un gran gigante gaseoso. Estaba muy lejos de aquella y brillaba con un palidísimo fulgor amarillo en el lado iluminado, el cual podía ver, desde su posición, como una gruesa media luna.
A Trevize no le gustó su aspecto, pero trató de disimularlo.
—Allí hay un gigante gaseoso —dijo, en el tono práctico de un guía—. Es bastante espectacular. Tiene un par de finos anillos y dos satélites de buen tamaño que pueden distinguirse de momento.
—La mayoría de los sistemas tienen gigantes gaseosos, ¿no es cierto?
—Sí, pero ese es bastante grande. A juzgar por la distancia de sus satélites y por sus períodos de revolución, el gigante gaseoso tiene casi dos mil veces la masa de un planeta habitable.
—¿Qué importa eso? —dijo Bliss—. Los gigantes gaseosos son gigantes gaseosos, y no importa el tamaño que tengan, ¿verdad? Siempre están presentes a grandes distancias de la estrella alrededor de la cual giran, y ninguno de ellos es habitable, gracias a su tamaño y su distancia. Tenemos que mirar más cerca de la estrella si queremos encontrar un planeta habitable.
Trevize vaciló; después, decidió poner las cartas sobre la mesa.
—La cuestión es que los gigantes gaseosos tienden a barrer un volumen de espacio planetario —dijo—. El material que no absorben en sus propias estructuras se junta en cuerpos bastante grandes que constituyen su sistema de satélites. Estos evitan otras concentraciones incluso a distancias considerables, de manera que cuanto más grande sea el gigante gaseoso, mayor es la probabilidad de que sea el único planeta importante de una estrella particular. Entonces, sólo quedan el gigante gaseoso y los asteroides.
—¿Quieres decir que ahí no hay ningún planeta habitable?
—Cuanto más grande es el gigante gaseoso, menor es la probabilidad de que exista un planeta habitable, y ese gigante es tan enorme que casi parece una estrella enana.
—¿Podemos verlo? —dijo Pelorat.
Los tres contemplaron ahora la pantalla (Fallom se encontraba en la habitación de Bliss con los libros).
La panorámica fue ampliada hasta que la media luna llenó la pantalla. Cruzando aquella media luna, a cierta distancia sobre el centro, podía observarse una fina raya oscura, la sombra del sistema de anillos que se veía, a poca distancia más allá de la superficie planetaria, como una curva brillante que se extendía un poco en el lado oscuro antes de sumergirse en la sombra.
—El eje de rotación del planeta —dijo Trevize— está inclinado unos treinta y cinco grados con respecto a su plano de revolución, y su anillo se encuentra, naturalmente, en el plano ecuatorial planetario, de manera que la luz de la estrella llega desde abajo en este punto de su órbita y proyecta la sombra del anillo muy por encima del ecuador.
Pelorat observaba absorto.
—Son unos anillos muy finos.
—En realidad, de un tamaño superior al normal —dijo Trevize.
—Según la leyenda, los anillos que circundan un gigante gaseoso en el sistema planetario de la Tierra son mucho más anchos, más brillantes y más complicados que este. Los anillos hacen, en comparación con aquellos, que el gigante gaseoso parezca más pequeño.
—No me sorprende —dijo Trevize—. Cuándo un cuento se transmite de una persona a otra durante miles de años, ¿supones que se reduce?
—Es un bello espectáculo —murmuró Bliss—. Si observáis la media luna, parece que oscile y se retuerza ante los ojos.
—Tormentas atmosféricas —dijo Trevize—. Generalmente, se ven con más claridad si se elige una longitud de onda de luz adecuada. Dejad que haga la prueba.
Puso las manos sobre el tablero y mandó al ordenador que recorriese el espectro y se detuviese en la longitud de onda apropiada.
La débilmente iluminada media luna pasó por un torbellino de colores que, al cambiar con tanta rapidez, casi deslumbraba a quienes trataban de seguirlo. Por último, se estabilizó en un rojo anaranjado y, dentro de la media luna, aparecieron unas claras espirales que se enroscaban y desenroscaban al moverse.
—Increíble —murmuró Pelorat.
—Estupendo —dijo Bliss.
Completamente creíble, pensó Trevize con amargura, y nada estupendo. Ni Pelorat ni Bliss, atónitos por tanta belleza, pensaron que el planeta que tanto admiraban reducía las probabilidades de resolver el misterio que él trataba de aclarar. Pero ¿por qué habían de preocuparse? Ambos estaban convencidos de que la decisión de Trevize había sido la correcta y lo acompañaban en su búsqueda de la certidumbre sin que interviniese ningún factor emocional. No podía culparles por ello:
—El lado en sombra parece oscuro —dijo—, pero si nuestros ojos fuesen sensibles un poco más allá del límite acostumbrado de la onda larga, lo veríamos de un rojo mate y fuerte. El planeta emite radiación infrarroja al espacio en grandes cantidades, porque tiene la masa suficiente para estar casi en un color al rojo. Es más que un gigante gaseoso; es una subestrella. —Hizo una larga pausa y prosiguió—: Y ahora, apartemos ese objeto de nuestra mente y busquemos el planeta habitable que pueda existir.
—Tal vez existe —dijo, sonriendo, Pelorat—. No te rindas, viejo amigo.
—No lo he hecho —repuso él, aunque sin demasiada convicción—. La formación de los planetas es demasiado complicada para someterla a reglas exactas. Sólo hablamos de probabilidades. Con ese monstruo en el espacio, las probabilidades descienden, pero no hasta cero.
—¿Por qué no lo miras de otra manera? —dijo Bliss—. Si las dos primeras series de coordenadas te dieron, cada una de ellas, un planeta Espacial habitable, la tercera serie, que te ha dado ya una estrella adecuada, también debería darte un planeta habitable. ¿Por qué hablar de probabilidades?
—Espero que tengas razón —respondió Trevize, sin sentirse en modo alguno consolado—. Ahora, saldremos del plano planetario y nos dirigiremos hacia la estrella.
El ordenador inició la maniobra casi en cuanto Trevize hubo anunciado su intención. Este se retrepó en la silla del piloto y pensó, una vez más, que el único inconveniente de pilotar una nave gravítica con un ordenador tan perfeccionado era que nunca, nunca, seria capaz de pilotar cualquier otro tipo de nave.
¿Acaso podría volver a hacer él mismo los cálculos? ¿Acaso podría prestar atención a la aceleración y limitarla a un nivel razonable? Lo más probable sería que soltase toda la energía y que todos los que estuviesen a bordo se estrellasen contra alguna pared interior.
Entonces, seguiría pilotando esa nave siempre, u otra exactamente igual, si podía soportar el cambio.
Y como no quería pensar en la cuestión del planeta habitable, de si existiría o no, reflexionó sobre el hecho de que había ordenado a la nave que se moviese por encima del plano, en vez de por debajo. Si no existía alguna razón concreta que aconsejase ir por debajo de un plano, los pilotos preferían siempre hacerlo por arriba. ¿Por qué?
Y a propósito, ¿por qué tanto empeño en considerar que una dirección era por arriba y la otra por abajo? En la simetría del espacio, tal aspecto era puro convencionalismo.
De todos modos, siempre estaba seguro, al observar un planeta, de la dirección en que giraba sobre su eje y de aquella en la que se trasladaba alrededor de su estrella. Cuando ambas eran las de las agujas del reloj, los brazos levantados señalaban hacia el Norte, y los pies, hacia el Sur. Y en toda la Galaxia, se consideraba que el Norte estaba arriba y el Sur abajo.
Era un puro convencionalismo que se remontaba a los oscuros tiempos primitivos, pero que todos seguían rajatabla. Si uno miraba un mapa conocido en el que el Sur estuviese arriba, no lo reconocía. Tenía que volverlo del revés para que tuviese sentido. Y como siempre ocurría igual, cuando uno se dirigía al Norte, iba hacia «arriba».
Trevize pensó en una batalla entablada por Bel Riose, el general imperial que, tres siglos atrás, había dirigido su escuadra por debajo del plano planetario en un momento crucial y sorprendido a la escuadra enemiga, que no esperaba aquel ataque. Hubo quejas en el sentido de que había sido una maniobra min…, quejas de los vencidos, desde luego.
Un convencionalismo tan observado y tan antiguo tuvo que tener su origen en la Tierra…, y esa idea hizo que la mente de Trevize volvióse de repente a la cuestión del planeta habitable.
Pelorat y Bliss seguían observando el gigante gaseoso que giraba despacio en la pantalla, como en un lento salto mortal hacia atrás. La porción iluminada por el sol fue aumentando y, como Trevize mantenía el espectro fijo en la longitud de onda roja anaranjada, la tormenta de la superficie se hizo todavía más violenta y más hipnótica.
Entonces, Fallom entró tambaleándose y Bliss decidió que le convenía dormir un poco, lo mismo que a ella.
Pelorat se quedó.
—Tengo que prescindir del gigante gaseoso, Janov —dijo Trevize—. Quiero que el ordenador se concentre en la búsqueda de un objeto gravitatorio de las dimensiones adecuadas.
—Desde luego, viejo amigo.
Pero la cosa era más complicada. El ordenador no sólo tenía que buscar un objeto de las dimensiones adecuadas, sino que se hallase también a la distancia adecuada. Tenían que pasar varios días aún antes de que pudiese estar seguro.
Trevize entró en su habitación, grave y solemne, mejor diríamos sombrío, y se sobresaltó de modo perceptible.
Bliss le estaba esperando y Fallom se encontraba junto a ella, vestido con su taparrabos y su bata oliendo inconfundiblemente a lavado y a planchado. La criatura tenía mucho mejor aspecto que con las acortadas camisas de dormir de Bliss.
—No quise molestarte mientras trabajabas con el ordenador, pero ahora escucha —dijo Bliss—. Adelante, Fallom.
Fallom dijo, con su voz aguda y musical:
—Te saludo, protector Trevize. Me satisface mucho acompañarte en este viaje a través del espacio. También agradezco la amabilidad de mis amigos, Bliss y Pel.
Fallom terminó y esbozó una agradable sonrisa, y, una vez más, Trevize pensó: «¿Creo que es un chico o una chica, o ambas cosas a la vez, o ninguna de ellas?». Después, asintió con la cabeza.
—Lo has aprendido muy bien. Y lo has pronunciado casi a la perfección.
—No lo ha aprendido —dijo Bliss con entusiasmo—. Fallom compuso estas frases a solas y me preguntó si podría recitártelas. Yo no sabía siquiera lo que diría hasta que lo oí de sus labios.
Trevize sonrió forzadamente.
—Si es así, está mucho mejor.
Advirtió que Bliss evitaba los pronombres siempre que podía. Ella se volvió a Fallom.
—Ya te dije que a Trevize le gustaría. Ahora, ve con Pel y podréis leer un poco más, si os apetece.
Fallom salió corriendo.
—Es realmente asombrosa la rapidez con que Fallom aprende el galáctico —dijo ella—. Los solarianos tienen una facilidad especial para los idiomas. Recuerda cómo hablaba Bander el galáctico, sólo por haberlo oído en las comunicaciones hiperespaciales. Sus cerebros deben ser notables por algo más que la transducción de energía.
Trevize gruñó.
—¡No me digas que todavía no te gusta Fallom! —le espetó Bliss.
—Ni me gusta ni me disgusta. Esa criatura me pone nervioso, eso es todo. En primer lugar, me produce muy mala impresión tratar con un hermafrodita.
—Vamos, Trevize, eso es ridículo —dijo Bliss—. Fallom es una criatura perfectamente aceptable. Piensa en lo desagradables que resultaríamos tú y yo, o cualquier hombre o mujer en general, en una sociedad de hermafroditas. Cada persona es la mitad de un conjunto y, en orden a la reproducción, tiene que haber una unión grosera y temporal.
—¿Pones reparos a esto, Bliss?
—No finjas interpretarlo mal. Estoy tratando de mirarnos desde el punto de vista de los hermafroditas. A ellos debe parecerles sumamente repelente, cuando para nosotros es algo natural. De la misma manera, Fallom te parece repelente, pero esta es una reacción miope y provinciana.
—Francamente —dijo Trevize—, es una lata no saber qué pronombre hay que emplear con esa criatura. Esto hace que vaciles siempre al pensar o al conversar con ella.
—Pero eso ocurre por culpa de nuestro lenguaje y no de Fallom —repuso Bliss—. Ningún idioma humano ha tenido en cuenta el hermafroditismo. Y me alegro de que hayas suscitado esta cuestión, porque también he pensado mucho al respecto. Decírmelo, como se empeña en hacer Bander, no es ninguna solución. Es un pronombre empleado para designar objetos para los cuales el sexo es irrelevante, y no existe ningún pronombre para objetos que son sexualmente activos en ambos sentidos. Entonces, ¿por qué no elegir arbitrariamente uno de los pronombres? Yo veo a Fallom como una niña. Tiene la voz aguda de las hembras y es capaz de tener hijos, característica vital de la femineidad. Pelorat está de acuerdo. ¿Por qué no lo estás tú también? Dejemos que sea «ella».
Trevize se encogió de hombros.
—Muy bien. Parecerá un poco raro que ella tenga testículos, pero sea como tú quieres.
Bliss suspiró.
—La mala costumbre de tomarlo todo en son de broma es clásica en ti mas como sé que te hallas bajo una fuerte tensión, te lo perdono. Pero emplea el pronombre femenino para Fallom, por favor.
—Lo haré. —Trevize vaciló; pero no pudo contenerse y dijo—: Cada día pareces más la madre adoptiva de Fallom. ¿Es que quieres tener un hijo y crees que Janov no puede dártelo?
Bliss abrió mucho los ojos.
—¡Él no está aquí para eso! ¿Has pensado que le empleo como medio para tener un hijo? En todo caso, ahora no estoy para tener hijos. Y cuando llegue el momento, tendrá que ser un gaiano, algo que Pel no podría proporcionarme.
—¿Quieres decir que tendrás que rechazar a Janov?
—En absoluto, sólo será una separación temporal. Incluso podría tener a mi hijo por inseminación artificial.
—Presumo que sólo lo tendrás cuando Gaia decida que es necesario, cuando se produzca un vacío por la muerte de un fragmento humano gaiano ya existente.
—Es una manera muy cruda de decirlo, pero bastante acertada. Gaia tiene que estar bien proporcionada en todas sus partes y relaciones.
—Lo mismo que los solarianos.
Bliss apretó los labios y su semblante palideció un poco.
—De ninguna manera. Los solarianos producen más de lo que necesitan y destruyen el excedente. Nosotros producimos sólo lo que necesitamos y nunca tenemos que destruir nada. Es como cuando tú sustituyes las capas externas de tu piel, que se están gastando, elaborando otras nuevas sin una célula de más.
—Sé lo que quieres decir —dijo Trevize—. Pero espero que tengas en cuenta los sentimientos de Janov.
—¿En relación con un posible hijo? Nunca hemos discutido ese tema, ni lo discutiremos.
—No, no me refiero a eso. Me choca que cada vez te muestres más interesada por Fallom. Janov puede sentirse postergado.
—No está postergado, y Fallom le interesa tanto como a mí. Ella es otro punto de mutuo compromiso que nos une todavía más. ¿No serás tú el que se siente postergado?
—¿Yo? —dijo él, sinceramente sorprendido.
—Sí, tú. Yo no comprendo a los Aislados más de lo que tú comprendes a Gaia, pero tengo la impresión de que te gusta ser el punto central de atención en esta nave, y puedes sentirte desplazado por Fallom.
—Acabas de decir una tontería.
—No más que tu sugerencia de que estoy descuidando a Pel.
—Entonces, firmemos una tregua. Yo trataré de ver a Fallom como una niña y no me preocupare demasiado de cómo corresponder a los sentimientos de Janov.
Bliss sonrió.
—Gracias. Entonces, todo está bien.
Trevize se volvió, pero Bliss dijo:
—¡Espera!
Trevize la miró y dijo, en tono un poco cansado:
—¿Qué?
—Veo claramente, Trevize, que estás triste y deprimido. No voy a sondear tu mente, pero tal vez quieras explicarme qué es lo que anda mal. Ayer dijiste que había un planeta apropiado en este sistema solar y parecías muy satisfecho. Supongo que todavía está allí. El descubrimiento no fue una equivocación, ¿verdad?
—Hay un planeta adecuado en el sistema y sigue estando allí —dijo Trevize.
—¿Tiene las dimensiones debidas?
Trevize asintió con la cabeza.
—Si es adecuado, es que las tiene. Y también está a la distancia conveniente de la estrella.
—Entonces, ¿qué es lo que anda mal?
—Ahora estamos lo bastante cerca para analizar la atmósfera. Resulta que no tiene ninguna digna de tal nombre.
—¿No tiene atmósfera?
—Ninguna digna de darle ese nombre. Es un planeta inhabitable, y no hay otro alrededor del Sol que tenga las condiciones mínimas de habitabilidad. El resultado de nuestro tercer intento es igual a cero.
Pelorat, con aire grave, no quería interrumpir el desconsolado silencio de Trevize. Observaba a este desde la puerta de la cabina-piloto, esperando, por lo visto, que Trevize iniciase una conversación. Pero este no lo hacía. Parecía haberse encerrado en un obstinado silencio.
Por fin, Pelorat no pudo soportarlo más y dijo, con voz bastante tímida:
—¿Qué hacemos ahora?
Trevize levantó la cabeza, miró a Pelorat un momento, se volvió y dijo:
—Estamos apuntando hacia el planeta.
—Pero si no hay atmósfera…
—El ordenador dice que no hay atmósfera. Hasta ahora siempre me había dicho lo que yo quería oír y yo lo había aceptado. Ahora me ha dicho algo que yo no quiero oír, y voy a comprobarlo. Si el ordenador puede equivocarse alguna vez, espero que sea esta.
—¿Crees que se equivoca?
—No, no lo creo.
—¿Puedes imaginarte alguna razón de que esté equivocado?
—No, no puedo.
—Entonces, ¿por qué te preocupas, Golan?
Y Trevize se volvió al fin de cara a Pelorat, contraído el rostro casi desesperadamente.
—¿No ves, Janov, que es lo único que puedo hacer? Nos llevamos un chasco en los dos primeros mundos, en lo tocante a la situación de la Tierra, y lo propio parece que va a ocurrir en el tercero. ¿Qué puedo hacer ahora? Acaso ir de un mundo a otro, echarle un vistazo y decir: «Discúlpenme, ¿dónde está la Tierra?». La Tierra ha borrado su pista demasiado bien. No ha dejado huellas en parte alguna. Empiezo a creer que lo ha dispuesto de manera que seamos incapaces de seguir una pista aunque esta exista.
Pelorat asintió con la cabeza y dijo:
—También yo he estado pensando en eso. ¿Te importa que lo discutamos? Sé que te sientes desgraciado, viejo amigo, y que no tienes ganas de hablar; por consiguiente, si quieres que te deje solo, lo haré.
—Adelante, habla —contestó Trevize, con una voz que parecía un gruñido—. Te escucharé. ¿Acaso puedo hacer algo mejor?
—Realmente, no parece que tengas ganas de que hable, pero quizá nos haga bien a los dos —dijo Pelorat—. Por favor, interrúmpeme cuando creas que no puedes aguantarlo más. A mí me parece, Golan, que la Tierra no tiene que tomar sólo medidas pasivas y negativas para ocultarse. No tiene que borrar simplemente sus huellas. ¿No podría establecer pistas falsas y trabajar activamente para esconderse de esa manera?
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, en varios lugares nos han hablado de la radiactividad de la Tierra, y ese aspecto podría estar encaminado a hacer que se desista de todo intento de localizarla. Si fuese realmente radiactiva, sería inabordable por completo. Ni siquiera seríamos capaces de poner el pie en ella. Ni los robots exploradores, si los tuviésemos, podrían sobrevivir a la radiación. Entonces, ¿por qué buscarla? Y si no es radiactiva, permanece inviolada, salvo en el caso de algún acercamiento accidental, e incluso entonces, podría tener otros medios de ocultarse.
Trevize sonrió forzadamente.
—Aunque parezca extraño, Janov, también yo he pensado así. Incluso se me ocurrió que aquel improbable satélite gigante hubiese sido inventado e incorporado a las leyendas del planeta. En cuanto al gigante gaseoso, con su monstruoso sistema de anillos, es igualmente improbable y puede ser también simulado. Tal vez todo haya sido planeado para que busquemos algo que no existe, de manera que si cruzásemos el sistema planetario correcto y viésemos la Tierra, prescindiésemos de ella porque carece de un satélite grande o de un pariente con tres anillos o de una corteza radiactiva. Al no reconocerla, no soñaríamos siquiera en examinarla. Y todavía me imagino algo peor.
Pelorat pareció abrumado.
—¿Puede haber algo peor?
—Sí, cuando tu mente desvaría en medio de la noche y empieza a registrar el vasto reino de la fantasía buscando algo que puede hacer más profunda tu desesperación. ¿Y si la capacidad de la Tierra para ocultarse es definitiva? ¿Y si nuestras mentes pueden ser cegadas? ¿Y si podemos pasar junto a la Tierra, con su satélite gigante y con su lejano gigante gaseoso con anillos, y no ver nada de ello? ¿Y si lo hemos hecho ya?
—Pero si tú crees esto, ¿por qué vamos a…?
—No digo que lo crea. Estoy hablando de fantasías locas. Seguiremos mirando.
Pelorat vaciló y después dijo:
—¿Durante cuánto tiempo, Trevize? Llegará un momento en que tendremos que renunciar.
—¡Nunca! —repuso enérgicamente Trevize—. Si tengo que pasar el resto de mi vida yendo de un planeta a otro y preguntando: «Por favor, señor, ¿dónde está la Tierra?», lo haré. En cualquier momento, si lo deseáis, puedo llevaros a Bliss y a ti, e incluso a Fallom, a Gaia, y continuar yo solo.
—¡Oh, no! Sabes que yo no te dejaré, Golan, y tampoco lo hará Bliss. Saltaremos contigo de un planeta a otro, si hemos de hacerlo. Pero ¿por qué?
—Porque yo debo encontrar la Tierra, y porque la encontraré. No sé cómo, pero la encontraré. Ahora, mira, estoy tratando de alcanzar una posición desde la que pueda estudiar el lado iluminado del planeta sin que su Sol esté demasiado cerca; por consiguiente, déjame tranquilo un rato.
Pelorat calló, pero no se marchó. Siguió observando mientras Trevize estudiaba la imagen del planeta, iluminado en más de la mitad, en la pantalla. Pelorat no veía gran cosa, pero sabía que Trevize, en conexión con el ordenador, lo observaba en mejores condiciones.
—Hay una neblina —murmuró Trevize.
—Entonces tiene que haber una atmósfera —exclamó Pelorat.
—Pero puede no ser importante. No lo bastante para que haya vida en él, pero sí para que sople un débil viento que levante polvo. Es una característica muy conocida de planetas con atmósferas tenues. Incluso puede haber pequeños casquetes polares. Ya sabes, un poco de agua convertida en hielo en los polos. Este mundo es demasiado cálido para que haya bióxido de carbono en estado sólido. Tendré que pasar el mapa por el radar. Si lo hago así, podré trabajar con más facilidad en el lado oscuro.
—¿De veras?
—Sí. Hubiese debido probarlo primero, pero con un planeta virtualmente sin aire y, por ende, sin nubes, parecía natural hacer el intento con luz visible.
Trevize guardó silencio durante largo rato, mientras la pantalla se poblaba de reflejos de radar que producían casi la abstracción de un planeta, algo que un artista del período cleoniano habría podido producir. Después, dijo enfáticamente, prolongando el sonido:
—Bien…
Y calló de nuevo.
—¿Qué significa este «bien»? —estalló Pelorat al fin.
Trevize lo miró brevemente.
—No puedo ver ningún cráter.
—¿Ningún cráter? ¿Es eso bueno?
—Inesperado por completo —dijo Trevize, sonriendo—. Y muy bueno. En realidad, puede ser magnífico.
Fallom se hablaba con la nariz pegada al ojo de buey de la nave, desde la cual podía ver un pequeño segmento del universo tal como aparecía a simple vista, sin ser ampliado por el ordenador.
Bliss, que había estado tratando de explicarle qué era aquello, suspiró y dijo a Pelorat en voz baja:
—No sé hasta qué punto lo comprende, querido Pel. Para ella, la mansión de su padre y una pequeña parte de la finca en que se levantaba aquella era todo el universo. No creo que hubiese salido nunca de noche y visto las estrellas.
—¿De veras lo crees así?
—Si. No me atreví a mostrarle ninguna parte del universo hasta que conoció el vocabulario suficiente para comprenderme un poco, y ha sido un acierto que tú puedas hablar con ella en su propia lengua.
—Lo malo es que no la domino —dijo Pelorat en son de disculpa—. Y el universo es bastante difícil de comprender cuando se ve de pronto por primera vez. Ella me dijo que, si esas pequeñas luces son mundos gigantescos, como Solaria (desde luego, son mucho mayores), no pueden estar flotando en la nada. Dice que deberían caer.
—Y tiene razón, juzgando por sus conocimientos. Las preguntas que hace son sensatas, y, poco a poco, irá comprendiendo. Al menos, tiene curiosidad y no se espanta.
—El caso es, Bliss, que yo también siento curiosidad. Fíjate en cómo cambió Golan al descubrir que no hay cráteres en el mundo al que nos dirigimos. Yo no tengo la menor idea de lo que eso significa. ¿Y tú?
—Ninguna. Sin embargo, él entiende mucho más que nosotros de planetologia. Sólo podemos presumir que sabe lo que está haciendo.
—Ojalá yo lo supiese.
—Bueno, pregúntaselo.
Pelorat hizo una mueca.
—Siempre tengo miedo de importunarle. Estoy seguro de que piensa que yo debería saber todas estas cosas sin necesidad de que él me las diga.
—Eso es una tontería, Pel —dijo Bliss—. Él no vacila en preguntarte acerca de cualquier aspecto de las leyendas y mitos de la Galaxia que considera que pueden serle de utilidad. Siempre estás dispuesto a contestarle y explicárselo; ¿por qué no habría de estarlo él? Ve y pregúntaselo. Si le molesta, tendrá una ocasión de practicar la sociabilidad y ese acto será bueno para él.
—¿Quieres venir conmigo?
—No, por supuesto que no. Voy a quedarme con Fallom y seguir tratando de meterle en la cabeza el concepto del universo. Ya me contarás después lo que él te haya contestado.
Pelorat entró tímidamente en la cabina-piloto. Le encantó observar que Trevize estaba silbando y se hallaba de un claro buen humor.
—¡Golan! —dijo, lo más animadamente que pudo.
Trevize levantó la cabeza.
—¡Janov! Siempre entras de puntillas como si pensaras que es un delito distraerme. Cierra la puerta y siéntate. ¡Siéntate! Mira esto. Señaló el planeta en la pantalla y prosiguió:
—Sólo he encontrado dos o tres cráteres, todos ellos pequeñísimos.
—¿Importa eso mucho, Golan?
—¿Si importa? ¡Claro que importa! ¿Cómo puedes preguntar algo así?
Pelorat hizo un ademán de impotencia.
—Todo esto es un misterio para mí. Yo me especialicé en Historia en la Universidad. También estudié sociología y psicología, y lenguas y literatura, sobre todo antiguas, y mitología en los cursos para graduados. Nunca supe nada de planetología, ni de ciencias físicas.
—Eso no es ningún crimen, Janov. Ya quisiera yo saber todo lo que tú sabes. El dominio que tienes de las lenguas antiguas y de la mitología nos ha servido de mucho. Lo sabes muy bien. Cuando se trate de planetología, yo me encargaré de ello. Mira, Janov —prosiguió—, los planetas se forman al juntarse masas más pequeñas. Los últimos objetos que caen sobre ellos producen cráteres. Es decir, pueden producirlos. Si el planeta es lo bastante grande para ser un gigante gaseoso, es esencialmente líquido bajo una atmósfera gaseosa, y aquellas colisiones finales no dejan huellas.
»Los planetas más pequeños, que son sólidos, bien de hielo o de rocas, tienen cráteres visibles, y estos continúan indefinidamente así, a menos que exista algún factor que los elimine. Hay tres tipos de factores.
»Primero, un mundo puede tener una superficie helada cubriendo un océano líquido. En ese caso, cualquier objeto que caiga rompe la capa de hielo y hace saltar el agua. Después de pasar el objeto, aquella vuelve a helarse y cierra la herida, por así decirlo. Semejante planeta o satélite tendría que ser muy frío y, por tanto, no lo que nosotros consideramos un mundo habitable.
»Segundo, si un planeta es intensamente activo, en sentido volcánico, el perpetuo flujo de lava o de cenizas llena y borra todos los cráteres que se forman. Sin embargo, también es muy improbable que un planeta o satélite sea habitable en estas condiciones.
»Esto nos lleva a los mundos habitables, como tercer caso posible. Estos mundos pueden tener casquetes polares de hielo, pero la mayor parte del océano ha de ser líquida. Puede haber volcanes activos en ellos, pero tienen que ser pocos y alejados los unos de los otros. Estos planetas no pueden cicatrizar los cráteres ni llenarlos. Sin embargo, hay efectos de erosión. El viento y la lluvia erosionan los cráteres, y si hay vida en el planeta, las acciones de los seres vivos son fuertemente erosivas. ¿Comprendes?
Pelorat reflexionó.
—Es a ti a quien no comprendo, Golan. El planeta al que nos estamos acercando…
—Mañana aterrizaremos en él —dijo alegremente Trevize.
—Ese planeta no tiene un océano.
—Sólo unos pequeños casquetes polares.
—Ni mucha atmósfera.
—Una centésima parte de la densidad de la atmósfera de Términus.
—Ni vida.
—Nada que yo pueda detectar.
—Entonces, ¿qué pudo erosionar y borrar los cráteres?
—Un océano, una atmósfera, y la vida —dijo Trevize—. Mira, si ese planeta hubiese estado sin aire y sin agua desde el principio, todos los cráteres que se formaron existirían todavía y toda la superficie estaría llena de ellos. La ausencia de cráteres demuestra que tuvo que haber aire y agua al principio, y puede que incluso una atmósfera y un océano importantes en un pasado próximo. Además, hay grandes cuencas visibles de ese mundo, donde un día debieron estar los mares y los océanos, por no hablar de las señales de ríos que ahora aparecen secos. Vemos pues que hubo erosión y que esta cesó hace tan poco tiempo que desde entonces se han producido muy pocos nuevos cráteres.
Pelorat pareció dudarlo.
—Yo no soy planetólogo, pero me parece que, si un planeta es lo bastante grande para tener una atmósfera densa durante miles de millones de años, quizá no va a perderla de súbito, ¿verdad?
—Supongo que no —dijo Trevize—. Pero en ese mundo es indudable que hubo vida antes de que su atmósfera se desvaneciese, y vida humana probablemente. Sospecho que fue un mundo formado al estilo de la Tierra, como casi todos los planetas habitados de la Galaxia. Lo malo es que no sabernos, en realidad, cuál era su condición antes de que la vida humana apareciese, ni qué se hizo para acomodarlo a los seres humanos, ni en qué condiciones desapareció la vida. Pudo haber una catástrofe que absorbiese la atmósfera y pusiese fin a la vida humana.
O tal vez se produjo algún extraño desequilibrio en el planeta controlado por los seres humanos mientras estuvieron en él, que le hizo entrar en un ciclo vicioso de reducción atmosférica cuando aquellos se hubieron marchado. Quizás encontremos la respuesta cuando aterricemos, o tal vez no la encontraremos nunca. Eso no importa.
—Sin duda tampoco importa que hubiese vida en él en otro tiempo, si ahora ya no la hay. ¿Qué diferencia existe entre un planeta que siempre ha sido inhabitable y otro que es inhabitable ahora?
—Si sólo es inhabitable ahora, habrá ruinas de los habitantes de otros tiempos.
—En Aurora había ruinas.
—Exacto, pero Aurora había pasado por veinte mil años de lluvias y nieve, de heladas y deshielos, de vientos y de cambios de temperatura.
Y también había vida, no lo olvides. Podía no haber allí seres humanos, pero el planeta estaba lleno de vida. Las ruinas pueden erosionarse lo mismo que los cráteres. Incluso más deprisa. Y en veinte mil años, no quedó nada que pudiese resultarnos de utilidad. Sin embargo, en este planeta ha habido un período de tiempo, tal vez veinte mil años, tal vez menos, sin viento ni tormentas ni vida. Confieso que ha habido cambios de temperatura, pero esto es todo. Las ruinas estarán bien conservadas.
—A menos —murmuró Pelorat con aire de duda— que no haya minas. ¿Es posible que nunca hubiese vida en el planeta, o vida humana al menos, y que la pérdida de la atmósfera se debiese a algún fenómeno con el que los seres humanos nada tuviesen que ver?
—No, no —dijo Trevize—. No te muestres pesimista, porque no te servirá de nada. Incluso desde aquí, he descubierto los restos de lo que estoy seguro debió ser una ciudad. Por consiguiente, aterrizaremos mañana.
—Fallom está convencida de que vamos a llevarla de nuevo con Jemby, su robot —dijo Bliss con acento de preocupación.
—¡Hum! —murmuró Trevize, estudiando la superficie del mundo que se deslizaba debajo de la nave. Entonces, levantó la cabeza, como si hubiese tardado un poco en oír la observación—. Bueno, era el único padre a quien conocía, ¿no?
—Sí, desde luego; pero ella piensa que hemos vuelto a Solaria.
—¿Se parece eso a Solaria?
—¿Cómo puede ella saberlo?
—Dile que no es Solaria. Mira, te daré uno o dos libros de películas de consulta, con ilustraciones gráficas. Primero, le muestras planos de varios mundos habitados diferentes y le explicas que hay millones de ellos. Tendrás tiempo para hacerlo. No sé cuánto estaremos Janov y yo rondando por ahí, después de que elijamos un lugar adecuado y aterricemos.
—¿Janov y tú?
—Si. Fallom no puede venir con nosotros, aunque yo quisiera que lo hiciese, cosa que sólo desearía si estuviese loco. Este mundo requiere trajes espaciales, Bliss. No hay aire respirable. Y no tenemos ningún traje espacial de la talla de Fallom. Por consiguiente, tú y ella os quedaréis en la nave.
—¿Por qué yo?
Trevize esbozó una fría sonrisa.
—Confieso que me sentiría más seguro si vinieses con nosotros —dijo él—, pero no vamos a dejar a Fallom sola en la nave. Podría causar algún daño sin proponérselo. Janov tiene que acompañarme porque le necesito para descifrar las inscripciones arcaicas que tal vez encontremos. Esto significa que tendrás que quedarte con Fallom. Pensaba que no te importaría.
Bliss pareció insegura.
—Mira —continuó Trevize—, tú quisiste que Fallom viniese, en contra de mis deseos. Estoy convencido que sólo nos traerá dificultades. Su presencia originará molestias, y tendrás que adaptarte a eso. A ella la tenemos aquí, luego tú también debes quedarte aquí. Así están las cosas.
Bliss suspiró.
—Supongo que sí.
—Bien. ¿Dónde está Janov?
—Con Fallom.
—Muy bien. Ve y encárgate de ella. Quiero hablar con él.
Trevize estaba estudiando la superficie del planeta cuando Pelorat entró, carraspeando para anunciar su presencia.
—¿Anda algo mal, Golan? —preguntó.
—No exactamente, Janov. Sólo me siento inseguro. Ese es un mundo muy peculiar, y no sé lo que debió pasar en él. Los mares tuvieron que ser extensos, a juzgar por las cuencas que dejaron, pero eran poco profundos. Si nos basamos en las huellas que quedaron, fue un mundo de desalinización y de canales…, o tal vez el agua de los mares no era muy salada. En este último caso, ello explicaría la ausencia de extensas capas de sal en las cuencas. O también podría ser que, cuando el océano desapareció, el contenido salino se perdió con él…, lo cual hace que parezca una obra humana.
—Disculpa mi ignorancia de estas cosas, Golan —dijo Pelorat en tono vacilante—, pero ¿tiene esto mucha importancia para lo que andamos buscando?
—Supongo que no, mas me es imposible dominar mi curiosidad. Si supiese cómo se reformó este planeta para hacerlo habitable a los humanos, y cómo era antes de eso, tal vez comprendería qué le ocurrió después de ser abandonado…, o quizás un poco antes. Y si supiésemos lo que le ocurrió, podríamos prepararnos contra sorpresas desagradables.
—¿Qué clase de sorpresas? Es un mundo muerto, ¿no?
—Bastante muerto. Hay muy poca agua, una atmósfera tenue e irrespirable, y Bliss no detecta señales de actividad mental.
—Creo que eso resuelve la cuestión.
—La ausencia de actividad mental no implica, necesariamente, falta de vida.
—Puede que implique falta de vida peligrosa.
—No lo sé. Pero no era esto lo que quería consultarte. Hay dos ciudades que podrían ser objeto de nuestra primera inspección. Parecen muy bien conservadas; todas las ciudades lo están. Lo que destruyó el aire y los océanos no afectó a las ciudades, al menos da esa sensación. De todos modos, esas dos son particularmente grandes. Sin embargo, en la más grande parece haber pocos espacios vacíos. Hay puertos espaciales en las afueras, pero nada en la propia ciudad. La otra tiene un espacio vacío, por lo que será más fácil aterrizar en su centro, aunque no hay ningún puerto espacial propiamente dicho… Pero ¿qué importa eso?
Pelorat hizo una mueca.
—¿Quieres que tome yo la decisión, Golan?
—No; yo lo haré; sólo quiero que me des tu opinión.
—Valgan lo que valieren, es probable que la ciudad grande fuese un centro comercial o fabril. La más pequeña y con un espacio despejado fue, quizás, un centro administrativo. Esta última es la que nos interesa. ¿Tiene edificios monumentales?
—¿Qué quieres decir con edificios monumentales?
Pelorat sonrió apretando los labios.
—No sé. Las modas cambian de un planeta a otro y de una época a otra. Pero siempre parecen grandes, inútiles y caras. Como la mansión donde estuvimos en Comporellon.
Trevize sonrió a su vez.
—Es difícil decirlo cuando se mira directamente hacia abajo, y cuando podemos verlo de lado, al acercamos o alejarlos, la visión resulta confusa. Pero ¿por qué prefieres el centro administrativo?
—Porque ahí es más probable que encontremos el museo planetario, la biblioteca, los archivos, la Universidad…
—Está bien. Iremos allí, a la ciudad más pequeña. Y tal vez encontraremos algo. Hemos fallado dos veces, pero quizás encontremos algo esta vez.
—A lo mejor seremos triplemente afortunados.
Trevize arqueó las cejas.
—¿De dónde sacaste esa frase?
—Es muy antigua —contestó Pelorat—. La encontré en una vieja leyenda. Supongo que significa el triunfo al tercer intento.
—Esto suena bien —dijo Trevize—. Muy bien…, triplemente afortunados, Janov.