Trevize parecía perdido en sus pensamientos durante la cena, y Bliss, concentrada en el alimento.
Pelorat, que era el único que daba muestras de tener ganas de hablar, observó que, si el mundo en que se hallaban era «Aurora» y este era el primer planeta que había sido colonizado, tenía que hallarse bastante cerca de la Tierra.
—Tal vez sería conveniente registrar el vecindario estelar inmediato —dijo—. Sólo supondría pasar entre unos pocos cientos de estrellas como máximo.
Trevize murmuró que semejante búsqueda al azar debía ser el último recurso y que quería tener la mayor información posible acerca de la Tierra antes de intentar acercarse a ella aunque la encontrase. No dijo más, y Pelorat, claramente desilusionado, se sumió también en el silencio.
Después de la cena, y como Trevize continuase sin decir nada, Pelorat insinuó:
—¿Vamos a quedarnos aquí, Golan?
—Al menos esta noche —respondió Trevize—. Necesito pensar un poco más.
—¿Nos hallamos a salvo?
—A menos que haya algo peor que aquellos perros en el lugar —dijo Trevize—, estaremos completamente seguros en la nave.
—¿Cuánto tardaríamos en elevarnos, si hubiese algo peor que los perros? —preguntó Pelorat.
—El ordenador está en alerta de lanzamiento. Creo que podríamos levantar el vuelo en dos o tres minutos. Y si ocurriese algo inesperado, nos avisaría con toda seguridad. Por consiguiente, sugiero que durmamos un poco. Mañana por la mañana tomaré una decisión sobre nuestra próxima maniobra.
Esto era fácil de decir, pensó Trevize, contemplando la oscuridad.
Estaba acurrucado, a medio vestir, en el suelo del cuarto del ordenador.
Era incómodo, pero sabía que tampoco podría conciliar el sueño en su cama, y en aquel lugar podría actuar inmediatamente si el ordenador daba la señal de alarma. Entonces oyó pasos y se incorporó automáticamente, dando de cabeza contra el borde de la mesa; no lo bastante fuerte para lesionarse, pero sí para tener que frotarse el cuero cabelludo y hacer una mueca.
—¿Janov? —preguntó, con voz apagada.
—No. Soy Bliss.
Trevize alargó una mano sobre el borde de la mesa para establecer un contacto relativo con el ordenador, y una luz suave mostró a Bliss envuelta en una ligera bata de color de rosa.
—¿Qué pasa? —preguntó Trevize.
—Miré en tu habitación y no estabas allí. Tu actividad neurónica era, empero, inconfundible, y la seguí. Como estabas despierto, he entrado.
—Sí, pero ¿qué quieres?
Ella se sentó, apoyándose contra la pared, y dobló las rodillas para apoyar la barbilla en ellas.
—No tengas miedo —dijo ella—. No pienso atentar contra lo que queda de tu virginidad.
—Lo suponía —repuso Trevize sarcástico—. ¿Por qué no estás durmiendo? Lo necesitas más que nosotros.
—El episodio con los perros ha sido agotador, puedes creerlo —dijo ella, con voz baja y sincera.
—Lo creo.
—Pero tenía que hablar contigo a solas.
—¿Acerca de qué?
—Cuando Pel te habló del robot, dijiste que eso lo cambiaba todo. ¿Qué significa eso?
—¿No lo ves? —replicó Trevize—. Tenemos tres series de coordenadas; tres Mundos Prohibidos. Quiero visitar los tres para así entender lo máximo posible acerca de la Tierra antes de tratar de llegar a ella.
Se acercó un poco más a Bliss para poder hablar en voz más baja, pero después se apartó vivamente.
—Mira, no quiero que Janov venga y nos encuentre aquí. No sé lo que podría pensar —dijo.
—No es probable. Está durmiendo y he fomentado un poco su sueño.
Si se despierta, lo sabré. Prosigue. Has dicho que querías visitar los tres mundos. ¿Qué ha cambiado?
—No pensaba gastar tiempo innecesariamente en cualquier mundo.
Si este, Aurora, no ha sido habitado por seres humanos en veinte mil años, es muy dudoso que se haya conservado alguna información valiosa. No quiero perder, semanas, o meses, escarbando inútilmente la superficie del planeta, luchando contra perros y gatos y toros y otros animales que se hayan vuelto salvajes y peligrosos, con la única esperanza de encontrar alguna pequeña referencia entre el polvo, la herrumbre y las minas. Podría ser que en uno o en los otros dos Mundos Prohibidos hubiese seres humanos y bibliotecas intactas. Por eso, mi intención era salir de este mundo enseguida. Ahora estaríamos en el espacio, durmiendo y a salvo.
—¿Pero…?
—Pero si en este planeta hay robots que todavía funcionan, pueden tener información importante que podamos utilizar. Serían más fáciles de manejar que los hombres, ya que, según he oído decir, tienen que acatar las órdenes que se les dan y no pueden dañar a los seres humanos.
—Por consiguiente, has cambiado de idea y ahora emplearás algún tiempo en este mundo buscando robots.
—No deseo hacerlo, Bliss. Me parece que los robots no pueden durar veinte mil años sin mantenimiento. Sin embargo, como vosotros visteis uno que conservaba un ápice de actividad, está claro que no puedo confiar en mis sensatas previsiones sobre los robots. No debo dejarme llevar por mi ignorancia. Los robots pueden ser más resistentes de lo que me imagino, o poseer cierta capacidad de autoconservación.
—Escúchame, Trevize, y considera, por favor, que esto es confidencial.
—¿Confidencial? —preguntó él, levantando sorprendido la voz—. ¿A quién hemos de ocultarlo?
—A Pel, por supuesto. Mira, no tienes que cambiar tus planes. Tenías razón. En este mundo no hay robots que funcionen aún. No detecto nada.
—Detectaste aquel, y uno vale por…
—No lo detecté. Estaba estropeado; no funcionaba desde hacía mucho tiempo.
—Pero tú dijiste…
—Sé lo que dije. Pel se imaginó que veía un movimiento y oía un sonido. Es un romántico. Se ha pasado toda su vida recogiendo datos, pero esa es una manera muy difícil de destacar en el mundo de los eruditos. Le encantaría hacer un descubrimiento importante. El haber encontrado la palabra «Aurora» le produjo más satisfacción de lo que puedes imaginar. Quería encontrar algo más.
—¿Me estás diciendo que su afán de hacer un descubrimiento era tan fuerte que llegó a autoconvencerse de que había encontrado un robot que funcionaba, cuando no era así?
—Lo que encontró fue un montón de chatarra tan inconsciente como la piedra en que se apoyaba.
—Pero tú confirmaste su relato.
—No podía desilusionarle. Significa demasiado para mí.
Trevize la miró fijamente durante un minuto.
—¿Te importaría explicarme por qué significa tanto para ti? Quiero saberlo. De verdad, quiero saberlo. A ti debe parecerte un hombre viejo, sin nada romántico en su persona. Es un Aislado, y tú los desprecias. Eres joven y hermosa, y tiene que haber otras partes de Gaia que posean cuerpos de jóvenes vigorosos y bellos. Podrías mantener relaciones físicas con ellos que resonarían en toda Gaia y producirían arrebatos de éxtasis. ¿Qué ves en Janov?
Ella lo miró con aire solemne.
—¿Acaso tú no lo quieres?
Trevize se encogió de hombros.
—Le tengo aprecio. Supongo que podría decir que lo quiero, en un sentido no sexual, por supuesto.
—No hace mucho tiempo que lo conoces, Trevize. ¿Por qué sientes cariño por él, en ese sentido no sexual que dices?
Trevize sonrió sin darse cuenta.
—¡Es un tipo tan extraño! Creo, sinceramente, que no ha pensado en sí mismo en toda su vida. Le ordenaron que me acompañase, y lo hizo sin protestar. Quería que yo fuese a Trantor, pero cuando dije que quería ir a Gaia, no se opuso. Y ahora ha venido conmigo en esta búsqueda de la Tierra, aunque debe saber que es peligroso. Estoy absolutamente convencido de que, si tuviese que sacrificar su vida por mí…, o por cualquiera, lo haría de buen grado.
—¿Darías tú la vida por él, Trevize?
—Tal vez lo hiciese, si no tuviese tiempo de pensarlo. De lo contrario, vacilaría y quizá me rajaría. No soy tan bueno como él. Y precisamente por eso, tengo este terrible afán de protegerle y de cuidar que siga siendo bueno. No quiero que Galaxia le enseña a no ser bueno. ¿Lo comprendes? Y tengo que protegerle de ti en especial. No puedo soportar la idea de que le des de lado cuando las tonterías que ahora pueden servirle de diversión dejen de interesarte.
—Sí, ya me imaginaba que pensabas algo así. ¿No crees que puedo ver en Pel lo mismo que tú ves en él, e incluso más, ya que puedo establecer contacto directo con su mente? ¿Acaso actúo como si quisiera perjudicarle? ¿Habría confirmado su fantasía de ver un robot en funcionamiento si no pudiera soportar hacerle daño? Trevize estoy acostumbrada a lo que tu llamarías bondad, porque cualquier parte de Gaia esta dispuesta a sacrificarse por el todo. Nosotros no conocemos ni comprendemos otra forma de actuar. Pero no damos nada al hacerlo así, porque cada parte es el todo, aunque no espero que lo comprendas. Pel es algo diferente.
Bliss ya no miraba a Trevize era como si estuviese hablando consigo misma.
—Él es un Aislado. No es desinteresado por formar parte de un conjunto mas grande, sino porque él es así ¿Me comprendes? Tiene todo que perder y nada que ganar, y, Sin embargo, es como es. Hace que me avergüence de mi forma de ser porque no tengo nada que perder mientras que él es como es, sin tener nada que ganar.
Se volvió a mirar a Trevize, solemnemente.
—Sabes que le comprendo mucho más de lo que tú podrías comprenderle. ¿Y crees que moriría hacerle el menor daño?
—Bliss, hoy me has dicho: «Seamos amigos», y yo te he dicho: «Como quieras». Fue una descortesía de mi parte, pues estaba pensando en lo que podrías hacerle a Janov. Ahora, soy yo quien te dice: seamos amigos, Bliss. Podrás seguir pregonando las excelencias de Galaxia y yo podré seguir negándome a aceptar tus argumentos. Pero, aun así, y a pesar de todo, seamos amigos.
Y le tendió la mano.
—Desde luego, Trevize —dijo ella, y sellaron su acuerdo con un fuerte apretón de manos.
Trevize sonrió para sus adentros. Para sus adentros, pues sus labios permanecieron inmóviles.
Cuando había trabajado con el ordenador para encontrar el astro (Si existía) de la Primera serie de coordenadas, tanto Pelorat como Bliss habían observado con atención y le habían hecho preguntas. Ahora, permanecían en su habitación, durmiendo, o al menos descansando, y dejando todo el trabajo en manos de Trevize.
En cierto modo, resultaba halagador para él, pues parecía que habían aceptado el hecho de que Trevize sabía lo que estaba haciendo y no necesitaba que nadie supervisase o lo animase en su labor. Lo cierto era que Trevize había adquirido, con el primer episodio, experiencia suficiente para confiar más en el ordenador y pensar que este no necesitaba supervisión alguna o, al menos, que le supervisasen tanto.
Entonces, apareció otra estrella luminosa y que no figuraba en el mapa galáctico. Esta segunda estrella era más brillante que aquella alrededor de la cual giraba «Aurora», y lo más significativo era que aparecía registrada en el ordenador.
Trevize se asombró de las peculiaridades de la antigua tradición.
Siglos enteros podían ser expulsados o borrados por completo del pensamiento consciente; civilizaciones enteras ser relegadas al olvido. Sin embargo, de aquellos siglos, de todas aquellas civilizaciones podían quedar uno o dos hechos reales y que no habían sido deformados…, como esas coordenadas.
Había observado esto a Pelorat hacía algún tiempo, y este le había dicho que eso era, precisamente, lo que hacía tan remunerador el estudio de los mitos y de las leyendas. «La cuestión está —había dicho Pelorat— en deducir o decidir qué elementos particulares de una leyenda representan una verdad plena subyacente. Esto no resulta fácil, y es probable que diferentes mitólogos escojan elementos diferentes, según, por lo general, lo que convenga a sus interpretaciones particulares».
En todo caso, la estrella estaba donde las coordenadas de Deniador habían indicado. En ese momento, Trevize se habría jugado una considerable suma de dinero a que la tercera estrella se encontraría también en su sitio. Y de ser así, se hallaba dispuesto a presumir que la leyenda no se equivocaba cuando decía que había cincuenta Mundos Prohibidos (a pesar de que el número redondo resultara sospechoso) y se preguntaba dónde estarían los otros cuarenta y siete.
Un planeta habitable, un Mundo Prohibido, giraba alrededor de la estrella, y, esa vez, su presencia no sorprendió a Trevize en absoluto. Había estado completamente seguro de que se encontraría allí. Puso la Far Star en órbita lenta a su alrededor.
La capa de nubes era tan poco densa que permitía una vista bastante buena de la superficie desde el espacio. Era un planeta en el que el agua abundaba, como en casi todos los mundos habitables. Había un océano continuo tropical, y dos océanos polares. En la latitud media de un hemisferio, podía verse un continente más o menos sinuoso que circundaba el mundo, con bahías en ambos lados que producían ocasionales istmos estrechos. En el otro hemisferio, la superficie sólida estaba dividida en tres grandes partes, todas ellas más anchas de Norte a Sur que el otro continente.
Trevize hubiese querido saber algo más de climatología para poder predecir, por lo que veía, cuáles serían las temperaturas y las estaciones allí. Por un momento, acarició la idea de plantear el problema al ordenador. Pero no era el clima lo que interesaba ahora.
Importaba mucho más que el ordenador no detectara radiaciones que pudiesen ser de origen tecnológico. Su telescopio le decía que el planeta no estaba en decadencia y no vio señales de desiertos en él. El suelo mostraba diversos tonos de verde, pero no había indicios de zonas urbanas a la luz del día, ni luces en la mitad oscura.
¿Estaría ese planeta lleno de vida, pero no de vida humana?
Llamó a la puerta del otro dormitorio.
—¿Bliss? —dijo a media voz, y llamó de nuevo.
Oyó un ruido y la voz de Bliss que decía:
—¿Qué?
—¿Puedes venir? Necesito tu ayuda.
—Espera un momento; tengo que ponerme un poco presentable.
Cuando al fin apareció, se mostró tan presentable como Trevize la había visto en otras ocasiones. Sin embargo, él estaba un poco molesto por la espera, ya que su apariencia le importaba poco. Pero ahora eran amigos, y disimuló su irritación.
—¿En qué puedo servirte, Trevize? —preguntó ella, sonriendo, con expresión amable.
Trevize señaló la pantalla.
—Como puedes ver, estamos volando sobre la superficie de lo que parece un mundo perfectamente saludable, con una sólida capa de vegetación en las zonas terrestres. Pero no hay luces por la noche, ni radiación tecnológica. Por favor, escucha y dime si existe vida animal. Hubo un momento en que creí ver manadas de animales pastando, pero no estoy seguro. Tal vez sólo vi lo que tanto ansiaba ver.
Bliss «escuchó». Al cabo de un rato, su semblante se iluminó.
—¡Oh, sí! —exclamó—. Una rica vida animal.
—¿Mamíferos?
—Tienen que serlo.
—¿Humanos?
Ella pareció concentrarse más. Transcurrió un minuto; después, otro, y por fin se relajó.
—No puedo decirlo con certeza. De vez en cuando, me ha parecido detectar un soplo de inteligencia lo bastante intenso para ser considerado humano. Pero era tan débil y tan ocasional que tal vez también yo percibía únicamente lo que ansiaba percibir. Mira…
Se interrumpió, reflexionando, y Trevize la apremió:
—¿Qué?
—El caso es que me parece detectar algo más —dijo ella—. No es algo con lo que esté familiarizada, pero creo que sólo pueden ser…
Su semblante se puso tenso al empezar ella a «escuchar» de nuevo, todavía con mayor intensidad.
—¿Qué? —insistió Trevize.
Bliss se relajó.
—Creo que sólo pueden ser robots.
—¡Robots!
—Sí, y si los detecto, tendría que detectar también seres humanos. Pero no es así.
—¡Robots! —repitió Trevize, frunciendo el ceño.
—Sí —dijo Bliss—, y yo diría que son muy numerosos.
Pelorat dijo también «¡Robots!», casi en el mismo tono que Trevize, cuando se lo comunicaron. Después, sonrió ligeramente.
—Tenías razón, Golan, e hice mal en dudar de ti.
—No recuerdo que hayas dudado de mí, Janov.
—Bueno, viejo amigo, pensé que no tenía que expresarlo. Pero, en el fondo de mi corazón, creí que era un error abandonar «Aurora» mientras hubiese una posibilidad de interrogar a un robot superviviente. Pero está claro que tú sabías que aquí habría una reserva más rica de Robots.
—No lo creas, Janov. Yo no lo sabía. Ha sido una casualidad. Bliss me dice que los campos mentales de los robots parecen implicar que están en pleno funcionamiento, y a mí me parece que eso no podría ocurrir sin seres humanos que cuidasen de su mantenimiento. Sin embargo, ella no detecta ningún ser humano; por eso seguimos observando. Pelorat estudió, pensativo, la pantalla.
—Parece que todo son bosques, ¿verdad?
—Casi todo. Pero hay manchas más claras que bien podrían ser prados. La cuestión es que no veo ciudades, ni luces por la noche, ni se percibe ninguna radiación que no sea térmica.
—Por consiguiente, no hay seres humanos, ¿eh?
—Es lo que yo me pregunto. Bliss está en la cocina, tratando de concentrarse. Yo he montado un primer meridiano arbitrario para el planeta, lo cual significa que ahora está dividido en longitud y latitud en el ordenador. Bliss tiene un pequeño aparato en el que pulsa un botón cuando descubre lo que parece una concentración desacostumbrada de actividad mental robótica (supongo que no se puede decir «actividad neurónica» en relación con los robots) o cualquier vibración de pensamiento humano. El aparato está conectado con el ordenador, y este registra entonces todas las latitudes y longitudes, y nosotros dejaremos que elija entre ellas y nos señale un buen lugar para aterrizar.
Pelorat pareció inquieto.
—¿Es prudente dejar la elección al ordenador?
—¿Por qué no, Janov? Es un ordenador muy competente. Además, cuando no se tiene ninguna base para considerar la propia elección, ¿qué hay de malo en que la haga el ordenador?
El semblante de Pelorat se iluminó.
—Hay algo especial en lo que acabas de decir, Golan. Algunas de las leyendas más antiguas hablan de gente que para hacer una elección echaba unos pequeños cubos al suelo.
—¿Sí? ¿Y cómo lo hacían?
—Cada cara del cubo tenía escrita una palabra: sí, no, tal vez, espera, etcétera. La cara que quedaba arriba al ser arrojado el cubo daba el consejo que se debía seguir. Otras veces, hacían rodar una bola alrededor de un disco dividido en compartimentos en los que constaba las diferentes opciones. Había que tomar la decisión escrita en el compartimento donde la bola caía. Algunos mitólogos creen que estas actividades representaban juegos de azar más que loterías, pero, en mi opinión, ambas cosas son casi iguales.
—En cierto modo —dijo Trevize—, nosotros estamos jugando a un juego de azar para elegir nuestro lugar de aterrizaje.
Bliss salió de la cocina a tiempo para oír el último comentario.
—No se trata de ningún juego de azar. Yo he presionado varios «tal vez» y después un «sí» seguro, y aterrizaremos en el «sí».
—¿Qué te hizo decir «sí»? —preguntó Trevize.
—Capté una ráfaga de pensamiento humano. Definitivo. Inconfundible.
Había estado lloviendo, pues la hierba aparecía mojada. En el cielo, las nubes se desplazaban y daban muestras de abrir claros.
La Far Star había aterrizado con suavidad cerca de una pequeña arboleda (para el caso de que hubiese perros salvajes, pensó Trevize, medio en serio). Todos los alrededores parecían tierras de pastos, y cuando habían descendido a un nivel donde la panorámica era mejor, Trevize pudo observar lo que parecían huertos y campos de cereales y, esta vez, un inconfundible rebaño de animales, que pastaban.
En cambio, no había edificios. Nada artificial, salvo que la regularidad de los árboles del huerto y los rectos linderos que separaban los campos eran por sí solos tan artificiales como lo habría sido una estación receptora de microondas.
Pero ¿podían todas estas cosas artificiales haber sido producidas por robots, sin ayuda de seres humanos?
Trevize se estaba sujetando las fundas de sus armas. En esta ocasión sabía que ambas funcionaban y que estaban cargadas. Por un momento, captó la mirada de Bliss y se detuvo.
—Adelante —dijo ella—. No creo que necesites usarlas, pero lo mismo pensé la otra vez, ¿verdad?
—¿No preferirías ir armado, Janov? —preguntó Trevize.
Pelorat se estremeció.
—No, gracias. Con tus defensas físicas y las defensas psíquicas de Bliss, me siento completamente a salvo. Supongo que es cobardía por mi parte esconderme en vuestras sombras protectoras, pero no puedo sentirme realmente avergonzado cuando mi sentimiento dominante es el de gratitud por no hallarme en una situación que pueda obligarme a emplear la fuerza.
—Lo comprendo —dijo Trevize—. Pero no te alejes de nosotros. Si Bliss y yo nos separamos, quédate con uno de los dos y no te separes espoleado por tu curiosidad.
—No te preocupes, Trevize —indicó Bliss—. Yo cuidaré de esto.
Trevize fue el primero en salir de la nave. El viento era fuerte y un poco frío después de la lluvia, pero se alegró de ello. Probablemente había sido incómodamente cálido y húmedo antes de llover.
Aspiró el aire, sorprendido. El olor del planeta era delicioso. Sabía que cada mundo tenía su olor característico, un olor siempre extraño y, por lo general, desagradable, tal vez debido a que era extraño. ¿Podía lo extraño resultar agradable también? ¿O sólo se debía a la casualidad de haber llegado al planeta precisamente después de la lluvia y en una estación particular del año? De cualquier forma…
—Vamos —gritó—. Esto es muy agradable.
Pelorat salió.
—Agradable es realmente la palabra adecuada. ¿Crees que siempre olerá así?
—Eso no importa. Dentro de una hora, nos habremos acostumbrado al aroma, y nuestros receptores nasales estarán ya tan saturados que no oleremos nada.
—¡Una lástima! —exclamó Pelorat.
—La hierba está mojada —dijo Bliss, en tono de ligera desaprobación.
—¿Por qué no? A fin de cuentas, ¡también llueve en Gaia! —dijo Trevize.
Y mientras hablaba un rayo de sol amarillo cayó momentáneamente sobre ellos a través de una pequeña abertura de las nubes. Pronto recibirían más.
—Si —reconoció Bliss—, pero nosotros sabemos cuándo va a llover y nos preparamos para ello.
—Una lástima —dijo Trevize—, pues así os perdéis la emoción de lo inesperado.
—Tienes razón, Trataré de no comportarme como una provinciana.
Pelorat miró a su alrededor.
—Parece que aquí no hay nada —murmuró, contrariado.
—Sólo lo parece —dijo Bliss—. Se están acercando desde detrás de aquella elevación. —Miró a Trevize—. ¿Crees que deberíamos salir a su encuentro?
Él hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No. Hemos recorrido muchos pársecs para encontramos con ellos.
Deja que hagan el resto del camino. Los esperaremos aquí.
Sólo Bliss pudo percibir aquel acercamiento hasta que una figura apareció en lo alto del montículo. Después, una segunda y una tercera hicieron su aparición.
—Creo que esto es todo, de momento —dijo Bliss.
Trevize observó con curiosidad. Aunque nunca había visto robots, no dudó un instante de que lo eran. Tenían la forma esquemática e impresionista de seres humanos, pero no un aspecto metálico visible. La superficie robótica era opaca y daba la impresión de blandura, como si estuviese cubierta de felpa.
Pero ¿cómo podía saber si aquella suavidad era ilusoria? Trevize sintió el súbito deseo de tocar aquellas figuras que se acercaban, impasibles. Si ese era realmente un Mundo Prohibido y las naves espaciales nunca se acercaban a él (lo cual debía, ser el caso, ya que su sol no figuraba en el mapa galáctico), entonces, la Far Star y sus tripulantes debían representar algo que los robots no habían experimentado jamás.
Sin embargo, reaccionaban con firme decisión, como si realizasen un ejercicio rutinario.
—Aquí podemos obtener una información que no conseguiríamos en ningún otro lugar de la Galaxia —dijo Trevize en voz baja—. Les preguntaremos sobre la situación de la Tierra en relación con este planeta y, si la conocen, nos lo dirán. ¡Quién sabe cuánto tiempo llevan funcionando esos ingenios mecánicos! Es posible que nos contesten a base de sus recuerdos personales.
—También es posible que su fabricación sea reciente y no sepan nada —indicó Bliss.
—O bien que lo sepan, pero no quieran comunicárnosla —dijo Pelorat.
—Supongo que no pueden negarse, a menos que hayan recibido órdenes de que no nos lo digan —observó Trevize—, ¿y por qué habían de darles esta orden, si nadie de este planeta podía esperar nuestra llegada?
Los robots se detuvieron a una distancia de unos tres metros. No dijeron nada y permanecieron inmóviles.
Trevize, con la mano en su blaster, dijo a Bliss, sin apartar los ojos de los robots:
—¿Puedes saber si son hostiles?
—Tienes que darte cuenta, Trevize, que no tengo la menor experiencia de sus procesos mentales; pero no detecto nada que parezca reflejar hostilidad.
Trevize soltó la culata de su arma, pero mantuvo la mano cerca de ella. Después, levantó la otra mano, con la palma vuelta hacia los robots, en lo que esperaba que fuese reconocido como un ademán de paz.
—Os saludo —dijo, hablando muy despacio—. Venimos a este mundo como amigos.
El robot del centro inclinó la cabeza en una especie de saludo incompleto que también podía ser tomado como signo de paz por un optimista, y replicó.
Trevize se quedó boquiabierto por el asombro. En un mundo de comunicación galáctica, no se pensaba que algo pudiese fallar en una necesidad tan fundamental. Pero se daba el caso de que el robot no hablaba el idioma galáctico ni nada que se le pareciese. De hecho, Trevize no comprendió una sola palabra.
La sorpresa de Pelorat fue tan grande como la de Trevize, pero en ella había un evidente matiz de satisfacción.
—¿No es extraño? —preguntó.
Trevize se volvió hacia él.
—No es extraño, es un galimatías —replicó con cierta aspereza.
—No se trata de ningún galimatías —dijo Pelorat—. Está hablando en galáctico, pero muy antiguo. He captado unas pocas palabras. Probablemente lo comprendería con más facilidad si lo viese escrito. Es la pronunciación la que lo enreda todo.
—Bueno, ¿qué ha dicho?
—Me parece que ha dicho que no te había comprendido.
—Yo no sé lo que ha dicho —dijo Bliss—, pero percibo una perplejidad en él que concuerda con lo que dice Pel. Eso, si puedo confiar en mi análisis de la emoción robótica, si es que esta existe.
Hablando muy despacio y con dificultad, Pelorat dijo algo, y los tres robots agacharon la cabeza al unísono.
—¿Qué significa esto? —dijo Trevize.
—Les he dicho que no sabía hablar bien, pero que lo intentaría —respondió Pelorat—. Les he pedido un poco de tiempo. Viejo amigo, esto es terriblemente interesante.
—Terriblemente fastidioso —murmuró Trevize.
—Mira —dijo Pelorat—, todos los planetas habitables de la Galaxia elaboran su propia variedad de galáctico, de manera que hay millones de dialectos que a veces resultan casi incomprensibles, pero todos consiguen entenderse gracias al conocimiento del galáctico común. Presumiendo que este mundo ha estado aislado durante veinte mil años, es natural que la lengua se haya ido diferenciando de las del resto de la Galaxia hasta llegar a convertirse en un idioma completamente distinto.
Esto puede ser debido a que el planeta tiene un sistema social que depende de robots que sólo pueden comprender el lenguaje para el que fueron programados. En vez de reprogramarse, el lenguaje ha permanecido inmutable, y ahora nos encontramos con lo que no es más que una forma arcaica de galáctico.
—Esta es una muestra de cómo una sociedad robotizada puede permanecer estática e ir degenerando después —dijo Trevize.
—Pero, mi querido amigo —protestó Pelorat—, el hecho de conservar un lenguaje casi sin cambios no implica degeneración. Tiene sus ventajas. Documentos conservados durante siglos y milenios retienen su significado y dan mayor longevidad y autoridad a los datos históricos. En el resto de la galaxia, el lenguaje empleado en los edictos imperiales del tiempo de Hari Seldon empieza a parecer extraño.
—¿Y conoces tú este galáctico arcaico?
—No digas si lo conozco, Golan. El caso es que, al estudiar los mitos y leyendas antiguos, he comprendido el truco. El vocabulario no es del todo diferente, pero se declina y conjuga de un modo distinto, y hay expresiones idiomáticas que nosotros no usamos ya. Además, como ya he dicho, la pronunciación ha cambiado totalmente. Puedo actuar como intérprete, aunque no como intérprete excelente.
Trevize lanzó un trémulo suspiro.
—Un poco de suerte es mejor que ninguna. Adelante, Janov Pelorat se volvió a los robots, esperó un momento y después miró de nuevo a Trevize.
—¿Qué quieres que les diga?
—Vayamos al grano. Pregúntales dónde está la Tierra.
Pelorat pronunció las palabras muy despacio, acompañadas de exagerados ademanes.
Los robots se miraron y emitieron algunos sonidos. Después, el de en medio habló a Pelorat, el cual replicó y separó las manos como si estuviese estirando una cinta de goma. El robot respondió separando sus palabras con el mismo cuidado con que Pelorat lo había hecho.
—Me parece que no consigo hacerles comprender lo que quiero decir con la palabra «Tierra». Sospecho que piensan que me refiero a alguna región de su planeta y dicen que no saben que tal región exista.
—¿Han dicho el nombre de este planeta, Janov?
—Por lo que he creído entender, el nombre que le dan es «Solaría».
—¿Lo habías encontrado alguna vez en tus leyendas?
—No; como tampoco el de «Aurora».
—Bueno, pregúntales si hay algún lugar llamado Tierra en el cielo, entre las estrellas. Señala hacia arriba.
Hubo otro intercambio de palabras y, por último, Pelorat se volvió y dijo:
—Lo único que puedo sacarles, Golan, es que no hay lugares en el cielo.
—Pregunta a esos robots la edad que tienen; o mejor, cuánto tiempo llevan funcionando —dijo Bliss.
—No sé cómo decir «funcionando» —se apenó Pelorat, meneando la cabeza—. En realidad, no sé si sabré decir «qué edad». No soy un buen intérprete.
—Haz todo lo que puedas, querido Pel —dijo Bliss.
—Llevan veintiséis años funcionando —dijo Pelorat, después de intercambiar algunas frases.
—Veintiséis años —murmuró Trevize, contrariado—. Apenas son más viejos que tú, Bliss.
Bliss replicó, con súbito orgullo:
—Se da el caso de que…
—Ya lo sé. Tú eres Gaia, que tiene miles de años. Sea como fuere, estos robots no pueden hablar de la Tierra por experiencia personal, y es natural que en sus bancos de memoria no haya nada que no necesiten para su funcionamiento. Por consiguiente, no saben nada de astronomía.
—Tal vez puede haber robots más antiguos en otros lugares del planeta —dijo Pelorat.
—Lo dudo —repuso Trevize—, pero pregúntaselo, si es que puedes encontrar palabras para ello, Janov.
Esta vez, la conversación fue más extensa, y Pelorat la interrumpió al fin, con el rostro enrojecido y un claro aire de frustración.
—Golan —dijo—, no comprendo parte de lo que tratan de comunicarme, pero deduzco que los robots más viejos son empleados en labores manuales y tampoco saben nada. Si este robot fuese humano, diría que ha hablado de los más viejos con desprecio. Estos tres, según dicen, pertenecen al grupo de robots domésticos, y no se les permite envejecer antes de ser sustituidos. Son los únicos que realmente saben cosas… Esto lo dicen ellos, no yo.
—No sabe mucho —gruñó Trevize—. Al menos de las cosas que nos interesan.
—Ahora lamento que nos marchásemos tan deprisa de «Aurora» —dijo Pelorat—. Si hubiésemos encontrado allí un robot superviviente, lo cual es casi seguro, pues el primero que hallé tenía una chispa de vida todavía, habría sabido de la Tierra por recuerdo personal.
—Siempre que su memoria estuviese intacta, Janov —dijo Trevize—. Pero podemos volver allí cuando queramos y, si hemos de hacerlo, lo haremos, con perros o sin ellos. Ahora bien, si estos robots tienen veinte y pico de años nada más, deben existir quienes los fabrican, y supongo que estos tienen que ser humanos. —Se volvió a Bliss—. ¿Estás Segura de haber percibido…?
Pero ella levantó una mano para interrumpirle, y una expresión tensa y concentrada se pintó en su semblante.
—Ahora viene —dijo, en voz baja.
Trevize volvió la cabeza hacia el montículo y vio, saliendo de detrás de él y avanzando después en dirección a ellos, la inconfundible figura de un ser humano. Su tez era pálida, y los cabellos rubios y largos estaban ligeramente erizados en los lados de la cabeza. Su rostro, aunque grave, parecía pertenecer a alguien muy joven en apariencia. Los brazos y las piernas desnudos no se veían particularmente musculosos.
Los robots se apartaron para permitirle el paso y él avanzó hasta colocarse en medio de ellos.
Después, habló con voz clara y agradable, y sus palabras, aunque pronunciadas en tono arcaico, correspondían al galáctico común y fueron de fácil comprensión.
—Os saludo, viajeros del espacio —dijo—, ¿qué queréis de mis robots?
Trevize no se cubrió de gloria.
—¿Hablas galáctico? —preguntó tontamente.
—¿Por qué no había de hacerlo, si no soy mudo? —dijo el solariano, con una agria sonrisa.
—Pero esos… —Y Trevize señaló a los robots.
—Estos son robots. Hablan nuestra lengua, lo mismo que yo. Pero yo soy de «Solaria» y oigo las comunicaciones hiperespaciales de los mundos lejanos; por eso he aprendido vuestra manera de hablar, como la aprendieron mis antepasados. Ellos dejaron descripciones del lenguaje, pero yo escucho constantemente palabras nuevas y expresiones que cambian con los años, como si vosotros, los colonizadores, pudieseis estabilizar los mundos pero no las palabras. ¿Por qué te ha sorprendido que comprendiese tu lenguaje?
—No hubiese debido ocurrir así —repuso Trevize—. Te pido disculpas. Pero, después de hablar con los robots, no pensé que oiría galáctico en este planeta.
Estudió al solariano. Vestía una fina bata blanca recogida holgadamente sobre el hombro, con grandes aberturas para los brazos. Iba abierta por delante, dejando al descubierto el pecho desnudo y un taparrabos. Salvo por un par de ligeras sandalias, no llevaba nada más.
Trevize pensó que no podía estar seguro de si el solariano era varón o hembra. El pecho parecía varonil pero carecía en absoluto de vello, y el fino taparrabo no mostraba ninguna protuberancia.
—Podría ser otro robot, pero muy parecido a un ser humano… —dijo en voz baja, volviéndose a Bliss.
—Su mente es la de un ser humano, no la de un robot —respondió Bliss, sin mover apenas los labios.
—Todavía no has respondido a mi pregunta —dijo el solariano—. Disculpo tu impertinencia y la atribuyo a tu sorpresa. Ahora, te preguntaré de nuevo, y procura no fallar por segunda vez. ¿Qué queréis de mis robots?
—Somos viajeros y buscamos información para llegar a nuestro destino —explicó Trevize—. Pedimos información que nos fuese de utilidad a tus robots, pero ellos no sabían nada.
—¿Cuál es la información que buscáis? Tal vez yo pueda ayudaros.
—Queremos saber la situación de la Tierra. ¿Podrías decirnos cuál es? El solariano arqueó las cejas.
—Yo había pensado que el primer objeto de vuestra curiosidad habría sido yo mismo. Os informaré de esto aunque no me lo hayáis pedido. Soy Sarton Bander, y os halláis en la finca de Bander que se extiende en todas direcciones hasta donde podéis alcanzar con la mirada y mucho más allá. No puedo decir que seáis bienvenidos aquí, pues, al entrar, habéis cometido un abuso de confianza. Sois los primeros colonizadores que aterrizan en «Solaria» en muchos miles de años, y ahora resulta que sólo lo habéis hecho para preguntar cuál es el mejor camino para llegar a otro planeta. En los viejos tiempos, vosotros y vuestra nave habríais sido destruidos sin previo aviso.
—Seria un tratamiento bárbaro hacia una gente que no trae malas intenciones y no ofrece el menor peligro —dijo prudentemente Trevize.
—De acuerdo, pero cuando unos miembros de una sociedad en expansión llegan a otra que es inofensiva y estática, el mero contacto supone un peligro en potencia. Mientras temíamos que nos causasen daño, estábamos dispuestos a destruir inmediatamente a los que llegasen. Como ya no tenemos motivos para temer a nadie, nos hallamos, como podéis ver, dispuestos a hablar.
—Agradezco la información que nos has ofrecido con tanta liberalidad; sin embargo, no has contestado la pregunta que te hice. La repetiré. ¿Puedes decirnos la situación del planeta Tierra?
—Supongo que con la palabra Tierra quieres designar el mundo en que tuvieron su origen la especie humana y las diferentes especies de plantas y animales. —E hizo un gracioso ademán, como abarcando todo lo que les rodeaba.
—Sí, así es, señor.
Una rara expresión de contrariedad apareció en el semblante del solariano.
—Por favor, llámame Bander si quieres usar una forma de tratamiento. No me designes con ninguna palabra que tenga un sentido de género. Yo no soy varón ni hembra. Soy un todo.
Trevize asintió con la cabeza (él había acertado).
—Como quieras, Bander. Entonces, ¿cuál es la situación de la Tierra, del planeta de origen de todos nosotros?
—No lo sé —dijo Bander—. Ni me interesa tampoco. Si lo supiese, o si pudiese averiguarlo, no os serviría de nada, pues la Tierra ya no existe como mundo. ¡Ah…! —prosiguió, estirando los brazos—. Se está bien al sol. Subo muy pocas veces a la superficie, y nunca cuando el sol no brilla. Envié a mis robots a recibiros cuando el sol se ocultaba todavía detrás de las nubes. Sólo los seguí cuando el cielo se despejó.
—¿Por qué dejó la Tierra de existir como mundo? —insistió Trevize, apercibiéndose para escuchar una vez más el cuento de la radiactividad.
Sin embargo, Bander hizo caso omiso de la pregunta o, más bien, la desdeñó tranquilamente.
—La historia es demasiado larga —dijo—. Me habéis dicho que no veníais con malas intenciones.
—Es cierto.
—Entonces, ¿por qué llevas armas?
—Por simple precaución. No sabía lo que podríamos encontrar aquí.
—No importa. Tus pequeñas armas no representan ningún peligro para mí. Sin embargo, siento curiosidad. Desde luego, he oído hablar mucho de vuestras armas, y vuestra Historia bárbara parece haber dependido de ellas por entero. Aun así, nunca he visto ninguna. ¿Puedo ver las tuyas?
Trevize dio un paso atrás.
—Siento decirte que no, Bander.
Bander pareció divertido.
—Sólo te lo he preguntado por cortesía. No tenía necesidad de hacerlo.
Alargó una mano y el blaster emergió de la funda derecha, mientras el látigo neurónico lo hacía de la izquierda. Trevize fue a agarrar sus armas, pero sintió que sus brazos eran retenidos hacia atrás como por fuertes lazos elásticos. Tanto Pelorat como Bliss se dispusieron a avanzar, pero fueron retenidos de manera parecida.
—No tratéis de intervenir —dijo Bander—. No podéis hacerlo. —Las armas volaron hacia sus manos y él las observó con atención—. Esta —dijo, refiriéndose al blaster— parece ser una emisora de rayos de microondas que producen calor, haciendo estallar cualquier cuerpo que contenga fluidos. La otra es más sutil, y debo confesar que, a primera vista, no veo para qué puede servir. Sin embargo, como no traéis malas intenciones, no necesitáis las armas. Puedo descargar, y es lo que haré, el contenido energético de las unidades de ambas armas. Así, se volverán inofensivas, a menos que se usen como cachiporras, y servirían de poco usadas con ese fin.
El solariano soltó las armas que, volando de nuevo por el aire, volvieron hacia Trevize y se introdujeron en sus respectivas fundas.
Trevize, dueño ya de sus movimientos, sacó el blaster, pero vio que sería inútil emplearlo. El contacto se había aflojado y estaba claro que la unidad energética había sido descargada. Lo propio podía decirse del látigo neurónico.
Miró a Bander, el cual dijo, sonriendo:
—Nada puedes hacer, forastero. Si quisiera, podría destruir vuestra nave y, desde luego, a vosotros.