IX. Enfrentamiento con la manada

La Far Star aterrizó al pie de una pequeña elevación, una colina en el terreno, generalmente llano. Casi sin pensarlo, Trevize había dado por supuesto que era mejor que la nave no resultase visible desde varios kilómetros a la redonda.

—La temperatura exterior es de 24 grados centígrados —dijo—; la velocidad del viento, de unos once kilómetros por hora, y soplando desde el Oeste; y el cielo está nublado en parte. El ordenador no sabe lo suficiente sobre la circulación del aire para poder predecir el tiempo. Sin embargo, como la humedad es de un cuarenta por ciento aproximadamente, parece que no va a llover. En conjunto, creo que hemos elegido una latitud o una estación del año muy agradable, lo cual es una satisfacción después del frío que pasamos en Comporellon.

—Supongo —dijo Pelorat—, que a medida que el planeta se vaya reformando, el tiempo se hará más crudo.

—Estoy segura de ello —ratificó Bliss.

—Podéis estar tan seguros como queráis —exclamó Trevize—. Se necesitarán miles de años para eso. Ahora todavía es un planeta agradable y seguirá así mientras nosotros vivamos y mucho tiempo después.

Se estaba ciñendo un ancho cinturón mientras hablaban, y Bliss dijo vivamente:

—¿Qué es eso, Trevize?

—Algo que me enseñaron en la Rota —dijo Trevize—. No voy a entrar desarmado en un mundo desconocido.

—¿De verdad piensas llevar armas?

—Desde luego. A mi derecha —y dio una palmada en una funda que contenía una pesada arma de grueso cañón— llevo mi blaster, y a mi izquierda, mi látigo neurónico.

Este último era un arma más pequeña, de cañón delgado y sin abertura.

—Dos variedades de asesinato —dijo Bliss con disgusto.

—Sólo una. El blaster mata. El látigo neurónico, no, Sólo estimula los nervios y duele tanto que, según me han dicho, uno preferiría estar muerto. Por fortuna, nunca he sufrido sus efectos.

—¿Por qué los llevas?

—Ya te lo he dicho. Este es un mundo hostil.

—Es un mundo vacío, Trevize.

—¿Seguro? Al parecer, no hay sociedad tecnológica, pero ¿y si hubiese primitivos postecnológicos? Lo peor que pueden poseer son cachiporras o piedras, pero también estas pueden matar.

Bliss estaba furiosa, pero bajó la voz para mostrarse razonable.

—No detecto ninguna actividad neurónica humana, Trevize. Eso elimina a los primitivos de cualquier tipo, postecnológicos o lo que sean.

—Entonces, no necesitaré hacer uso de mis armas —dijo Trevize—. Sin embargo, ¿qué hay de malo en llevarlas? Sólo aumentarán mi peso un poco, pero como la fuerza de la gravedad en la superficie es un noventa y uno por ciento de la de Términus, no lo notaré. Escucha, la nave está desarmada como tal, pero tiene una cantidad razonable de armas cortas. Sugiero que también vosotros dos…

—No —dijo Bliss inmediatamente—. No haré nada que pueda inducir a matar,…, o incluso a infligir dolor.

—No es cuestión de matar, sino de evitar que nos maten, Si es que entiendes lo que quiero decir…

—Yo puedo protegerme a mi manera.

—¿Janov?

—En Comporellon no llevamos armas —dijo Pelorat.

—Vamos, Janov, aquel era un factor conocido, un mundo asociado a la Fundación. Además, nos detuvieron nada más llegar. Si hubiésemos llevado armas, nos las habrían quitado. ¿Quieres un blaster?

Pelorat sacudió la cabeza.

—Nunca he estado en la Flota, viejo amigo. No sabría cómo emplear esas armas y, en caso de emergencia, no reaccionaria a tiempo. Sólo echaría a correr…, y me matarían.

—No te matarán, Pel —dijo Bliss con energía—. Gaia te tiene bajo «mi-nuestra-su» protección, y también a ese engreído héroe naval.

—Bien —repuso Trevize—. No me opongo a que me protejan, pero no soy engreído. Sólo estoy tomando precauciones, y si nunca tengo que valerme de estas cosas, te prometo que me sentiré doblemente satisfecho. Sin embargo, debo llevarlas. —Acarició las dos armas y añadió—: Ahora, salgamos a ese mundo que tal vez no ha sentido el peso de seres humanos sobre su superficie desde hace miles de años.

—Tengo la impresión de que debe ser bastante tarde —dijo Pelorat—, pero la altura del sol indica que falta poco para el mediodía.

—Supongo que tu impresión se debe al color anaranjado del sol, que parece propio del ocaso —observó Trevize, contemplando el tranquilo panorama—. Si estamos todavía aquí cuando se ponga, y si las formaciones nubosas son las adecuadas, veremos un rojo más fuerte de lo acostumbrado. No sé si lo encontraréis hermoso o deprimente. A propósito, tal vez era aún más fuerte en Comporellon, pero allí casi siempre estuvimos dentro de casa.

Se volvió despacio, observando los alrededores en todas direcciones.

Además de la rareza casi fantástica de la luz, el olor característico de aquel mundo…, o de aquella parte de él, flotaba en el aire. Parecía moho, pero no resultaba desagradable en modo alguno.

Los árboles próximos eran de mediana altura y parecían viejos, de corteza nudosa y con los troncos un poco oblicuos, aunque él no habría sabido decir si aquello se debía al viento dominante o a alguna anomalía del suelo. ¿Eran los árboles los que daban un ambiente amenazador a aquel mundo, o era otra cosa…, algo más inmaterial?

—¿En qué piensas, Trevize? —preguntó Bliss—. Supongo que no habrás realizado un viaje tan largo para gozar de esta vista.

—En realidad, tal vez debiera hacer eso ahora —dijo Trevize—. Convendría que Janov explorase este lugar. He visto unas minas en aquella dirección y él es el único capacitado para juzgar el valor de los vestigios que pueda haber. Supongo que entenderá los escritos o los filmes en galáctico antiguo, cosa de la que yo soy incapaz. Y también supongo, Bliss, que querrás ir con él para protegerle. En cuanto a mí, me quedaré aquí, haciendo guardia.

—¿Para defendernos de qué? ¿De indígenas primitivos, armados con piedras y garrotes?

—Tal vez —dijo, y la sonrisa que tenía en los labios se desvaneció—. Aunque parezca extraño, Bliss me siento un poco intranquilo en este lugar. No sé por qué.

—Vamos, Bliss —llamó Pelorat—. He sido coleccionista de cuentos antiguos durante toda mi vida, pero nunca he tenido en las manos documentos de esas épocas. Imagínate si encontrásemos…

Trevize les observó mientras se alejaban e iba disminuyendo el sonido de la voz de Pelorat al caminar este en dirección a las ruinas. Bliss se contoneaba a su lado.

Trevize escuchó con aire distraído y después se volvió para continuar su estudio del lugar. ¿Qué podía haber allí que le hiciese sentir aquella aprensión?

En realidad, nunca había pisado un mundo sin población humana, pero había visto muchos desde el espacio. Por lo general eran mundos pequeños, demasiado pequeños para contener agua o aire, pero habían sido útiles para señalar los lugares de reunión durante las maniobras de las naves espaciales o como ejercicio de reparaciones urgentes simuladas (no había habido guerra en los años que llevaban vividos ni durante un siglo antes de su nacimiento, pero seguían realizándose maniobras y simulacros). Entonces, había naves en órbita alrededor de aquellos planetas, o incluso alguna se había posado en ellos, pero él nunca tuvo ocasión de desembarcar.

¿Se debía aquella impresión a que ahora se hallaba en un mundo vacío? ¿Habría sentido lo mismo si hubiese estado en uno de los muchos mundos pequeños y sin aire que había visto en sus días de estudiante e incluso después?

Sacudió la cabeza. Estaba seguro de que eso no le preocuparía. Habría llevado un traje espacial, como en las innumerables veces en las que salía de su nave en el espacio. Era una situación normal para él y el contacto con unas simples piedras no hubiese alterado aquella normalidad. ¡Seguro!

Desde luego, ahora no llevaba su traje espacial.

Se encontraba allí, de pie, en un mundo habitable, tan cómodo como se habría sentido en Términus y mucho más de lo que estaba en Comporellon. Notaba la caricia del viento en las mejillas, el calor del sol en su espalda, y oía el murmullo de la vegetación. Todo le resultaba familiar, salvo que ahí no había seres humanos…, o había dejado de haberlos. ¿Seria eso? ¿Sería eso lo que hacía que aquel mundo pareciese fantástico? ¿Sería porque se trataba de un mundo no sólo deshabitado, sino abandonado? Jamás había pisado un mundo abandonado; ni oído hablar de alguno que hubiese sido abandonado; nunca había pensado que un mundo pudiera abandonarse. Todos los que él había conocido hasta entonces, y que habían sido poblados por seres humanos, seguían habitados.

Miró al cielo. Otros seres no habían abandonado aquel mundo. Un pájaro ocasional volaba cruzando su campo visual, pareciéndole más natural que el cielo de color de pizarra entre las tranquilas nubes anaranjadas. (Trevize estaba seguro de que, si permanecía unos pocos días en aquel planeta, se acostumbraría a sus colores y el cielo y las nubes acabarían por hacérsele familiares.

Oía gorjeos de pájaros en los árboles y el ruido más apagado de los insectos. Bliss había hablado de mariposas, y allí estaban, en cantidades sorprendentes y de los más variados colores.

También oía, de vez en cuando, susurros entre las matas de hierba que crecían al pie de los árboles, pero no podía saber con exactitud qué los causaba.

En todo caso, la evidente presencia de vida a su alrededor no era la causante de sus temores. Como Bliss había dicho, jamás hubo animales peligrosos en los mundos primitivos. Los cuentos de hadas de su infancia y las fantasías heroicas de su adolescencia transcurrían, invariablemente, en un mundo legendario que debía proceder de los vagos mitos de la Tierra. Los hiperdramas estaban llenos de monstruos: leones, unicornios, dragones, ballenas, brontosaurios, osos. Aparecían docenas de ellos cuyos nombres no podía recordar; algunos seguramente míticos, suponiendo que no lo fuesen todos ellos. Había animales más pequeños que mordían y picaban, e incluso plantas dolorosas al tacto, pero todo eso era pura ficción. Una vez le contaron que las primitivas abejas podían picar, pero, en verdad, las abejas que él conocía no eran dañinas en modo alguno.

Caminó lentamente hacia la derecha, siguiendo el borde de la colina.

La hierba, alta y exuberante, crecía en matorrales aislados. Pasó entre los árboles, que también crecían en grupitos.

Entonces, bostezó. Desde luego, no ocurría nada interesante, y se preguntó si no sería mejor que regresara a la nave y echase una siesta.

No, eso era inconcebible. Tenía que permanecer de guardia.

Tal vez debería hacerlo como los centinelas, marcando el paso, dando media vuelta y realizando complicadas maniobras con una vara eléctrica de desfile: un arma que ningún guerrero había utilizado desde hacía tres siglos, pero que todavía resultaba imprescindible en los ejercicios, por razones que nadie podía explicar.

Sonrió al pensar en ello y después se preguntó si no debería reunirse con Pelorat y Bliss en las minas. ¿Por qué? ¿Qué ganarían con ello? ¿Y si él viese algo que hubiese pasado inadvertido a Pelorat? Bueno, habría tiempo sobrado para hacerlo después de que aquel regresase. Si había algo que pudiese encontrarse con facilidad, tenía que dejar que Pelorat hiciese el descubrimiento.

—¿Podrían hallarse los dos en dificultades? ¡Tonterías! ¿Qué clase de dificultades podían encontrar?

Y si las tuviesen, gritarían.

Se detuvo a escuchar. No oyó nada.

Y, entonces, volvió a sentir el irresistible impulso de hacer de centinela y anduvo arriba y abajo, con fuertes pisadas, imaginándose con la vara eléctrica sobre el hombro, dando media vuelta y levantando aquella verticalmente delante de él para pasársela al otro hombro. Y fue al dar aquella media vuelta cuando se encontró de nuevo de cara a la nave (ahora bastante alejada).

Y entonces sí que se quedó realmente inmóvil, y no en una imitación de las posturas de un centinela.

No se hallaba solo.

Hasta entonces, no había visto criatura viviente alguna, aparte de las plantas, los insectos y algún pájaro ocasional. No había visto ni oído nada que se acercase; pero, ahora, un animal se interponía entre él y la nave.

La sorpresa producida por aquel inesperado suceso le impidió, de momento, interpretar lo que veía. Únicamente después de un buen intervalo supo qué era lo que tenía delante.

Un perro.

Trevize no era amante de los perros. Nunca los había tenido, ni tampoco se había mostrado cariñoso con ellos cuando se encontraba con alguno. Tampoco esa vez sintió simpatía por aquel. Pensó, con bastante impaciencia, que no existía ningún planeta en el que esos animales no hubiesen acompañado a los hombres. Había innumerables variedades y a Trevize siempre le había dado la impresión de que cada mundo poseía, al menos, una raza característica. Sin embargo, todas las razas de perros tenían una peculiaridad común: tanto si eran empleados como animales de compañía, en los espectáculos o en alguna forma de trabajo útil, se les enseñaba a querer y confiar en los seres humanos.

Un amor y una confianza que Trevize nunca había apreciado. En una época pasada, vivió con una mujer que tenía un perro. Aquel animal, que Trevize toleraba por amor de la mujer, concibió por él una profunda adoración, siguiéndole a todas partes, apoyándose contra él cuando descansaba (pesaba veinte kilos), cubriéndole de saliva y de pelos en los momentos más inesperados, y sentándose delante de la puerta y aullando siempre que él y la mujer trataban de hacer el amor.

Trevize había sacado de aquella experiencia la firme convicción de que, por alguna razón sólo inteligible para la mente canina y su capacidad de analizar los olores, estaba predestinado para la devoción perruna.

Por consiguiente, una vez superada la sorpresa inicial, observó al perro sin gran preocupación. Era grande, flaco, ágil, y con las patas muy largas. Lo estaba mirando sin dar señal alguna de adoración. Tenía la boca entreabierta en lo que se habría podido interpretar como una sonrisa de bienvenida, pero los dientes que mostraba eran grandes y amenazadores. Trevize decidió que se hallaría más tranquilo sin la presencia de aquel perro.

Entonces, pensó que aquel can no había visto nunca un ser humano y que lo mismo les había ocurrido a las incontables generaciones caninas que lo habían precedido. Quizá la súbita aparición de un ser humano le hubiese sorprendido y asombrado tanto como su propia presencia había sorprendido y asombrado a Trevize. Este había reconocido rápidamente al perro como el animal que era, pero el can no tenía esta ventaja. Todavía estaría intrigado y, tal vez, alarmado.

Desde luego, no convenía dejar que un animal tan grande y con aquellos dientes continuase en estado de alarma. Era necesario establecer de inmediato una relación amistosa con él.

Se acercó al perro muy despacio (sin movimientos bruscos, desde luego). Alargó una mano, dispuesto a permitir que el animal la oliese, y le dirigió palabras apaciguadoras, como «perrito guapo», algo que encontró sumamente fastidioso.

El perro, con la mirada fija en Trevize, retrocedió un par de pasos, como desconfiando, y después, arrugando el labio superior, lanzó un áspero gruñido. Aunque Trevize nunca había visto a un perro comportarse de ese modo, sólo pudo interpretar la acción como amenazadora.

Por consiguiente, se detuvo y permaneció inmóvil. Por el rabillo del ojo advirtió movimiento en uno de los lados, y volvió la cabeza lentamente. Otros dos perros avanzaban hacia él desde aquella dirección. Parecían tan mortalmente amenazadores como el primero.

¿Mortalmente? Ese adverbio se le acababa de ocurrir, y era indiscutible que resultaba el acertado.

De pronto, su corazón latió con más fuerza. Tenía cerrado el camino hasta la nave. No podía comenzar a correr sin rumbo fijo, pues los perros, con sus largas patas, lo alcanzarían a los pocos metros. Si permanecía donde estaba y usaba su blaster, mataría a uno de los animales, pero los otros dos se lanzarían sobre él. A lo lejos, en la distancia, pudo ver que se aproximaban más. ¿Se comunicarían entre ellos de algún modo? ¿Cazarían en manadas?

Poco a poco, se fue desviando hacia la izquierda, en la dirección en que no había animales…, aún. Poco a poco. Muy poco a poco.

Los perros lo siguieron. Tuvo la seguridad de que lo único que le salvaba de un ataque instantáneo era el hecho de que los perros nunca habían visto ni olido algo como él. No tenían establecida una pauta de comportamiento que pudiesen seguir en esa ocasión.

Desde luego, si echaba a correr, esa acción representaría algo familiar para los perros. Sabrían lo que tenían que hacer si un ser del tamaño de Trevize mostraba miedo y corría. Ellos lo imitarían. Y a más velocidad.

Trevize se fue acercando a un árbol. Sentía el curioso deseo de trepar a un lugar donde los perros no pudiesen seguirle. Estos gruñían sordamente y cada vez se le acercaban más. Los tres tenían la mirada clavada en él, sin siquiera pestañear. Dos más se unieron a ellos y Trevize pudo ver que a lo lejos, otros se acercaban. En algún momento, cuando estuviese bastante cerca del árbol, tendría que decidirse. No debía esperar demasiado, ni echar a correr antes de tiempo. Ambas cosas podrían resultarle fatales.

¡Ahora!

Probablemente estableció una plusmarca de aceleración personal, aunque la meta se hallase muy cerca. Sintió el chasquido de unas mandíbulas al cerrarse sobre uno de sus talones y, por un instante, aquellas le sujetaron con fuerza antes de que los dientes resbalasen sobre el duro ceramoide.

No era ducho en trepar a árboles. No lo había hecho desde que tenía diez años y recordó que, entonces, ya le costaba un gran esfuerzo. Pero, en este caso, el tronco no era vertical por completo y la corteza, nudosa, ofrecía asideros. Más aún, la necesidad lo impulsaba, y es notable lo que uno puede hacer cuando la necesidad es tan grande.

Trevize se encontró sentado en una horqueta, a unos diez metros del suelo. De momento, no era ajeno por completo al hecho de que se había arañado una mano y que manaba sangre de ella. Cinco perros se sentaron al pie del árbol, mirando hacia arriba, con la lengua colgando, todos ellos esperando con paciencia.

Y ahora, ¿qué?

Trevize no estaba en condiciones de pensar sobre la situación con lógica. Más bien experimentaba destellos de ideas en extraña y desordenada secuencia, las cuales, si las hubiese ordenado, habría podido expresar de esta manera:

Bliss había sostenido que cuando un planeta era colonizado, los seres humanos establecían una economía desequilibrada, que sólo con un continuo esfuerzo podían impedir que se desintegrase. Por ejemplo, ningún colonizador había llevado consigo grandes predadores, pero sí algunos pequeños: insectos, parásitos, incluso pequeños halcones, musarañas, y otros por el estilo.

¿Y qué decir de los temibles animales legendarios y de los mencionados vagamente en relatos literarios: tigres, osos pardos, orcas, cocodrilos? ¿Quién los trasladaría de un mundo a otro, si eso tuviese alguna utilidad? ¿Y en qué podía residir tal utilidad?

Lo cual significaba que los seres humanos eran los únicos grandes predadores y a ellos correspondía expurgar aquellas plantas y animales que, por sí solos, proliferarían excesivamente.

Y si los seres humanos desaparecían de algún modo, otros predadores debían ocupar su sitio. Pero ¿cuáles? Los de mayor tamaño que los humanos toleraban eran los perros y los gatos, domesticados y viviendo de la largueza humana.

¿Y si no quedaban seres humanos para darles de comer? Tenían que buscar su alimento para sobrevivir y, en verdad, para la supervivencia de las especies por ellos atacadas, cuyo número había que regular para que la superpoblación no causase daños cien veces superiores a los ocasionados por los predadores.

Así se multiplicarían los perros, en todas sus variedades, con los más fuertes atacando a los grandes herbívoros indefensos y los pequeños a los pájaros y a los roedores. Los gatos cazarían de noche, mientras los perros lo harían de día; los primeros en solitario y los segundos en manadas.

Y tal vez la evolución produjese más variedades, a fin de rellenar los huecos adicionales del medio ambiente. ¿Acabarían algunos perros por adquirir características natatorias que les permitiesen alimentarse de peces, y algunos gatos, la capacidad de volar para poder cazar los pájaros más torpes lo mismo en el aire que en el suelo?

Todo eso acudió a ráfagas a la mente de Trevize, mientras hacía un esfuerzo más sistemático para pensar lo que debía hacer.

El número de perros iba en constante aumento. Contó veintitrés alrededor del árbol, y había más acercándose. ¿Cuántos serían en total?

Pero ¿qué importaba eso? La manada era bastante numerosa ya. Sacó su blaster de la funda, pero el roce de la culata en la palma de su mano no le dio la sensación de seguridad que hubiese deseado. ¿Cuándo había insertado una unidad de energía en él por última vez? ¿Cuántas cargas podía disparar? Seguramente, menos de veintitrés.

—¿Y qué sería de Pelorat y Bliss? Si aparecían, ¿se volverían los perros contra ellos? ¿Estaban a salvo si no acudían? Si los perros olían la presencia de dos seres humanos en las minas, ¿qué les impediría atacarles allí? Seguro que no había puertas ni barreras que los detuviera.

¿Podría hacerlo Bliss, o incluso ponerlos en fuga? ¿Tendría fuerza suficiente para concentrar sus poderes a través del hiperespacio hasta conseguir el grado necesario de intensidad? ¿Por cuánto tiempo sería capaz de mantenerlos a raya?

—¿Debía él gritar para pedir ayuda? ¿Acudirían ellos corriendo si le oían gritar, y huirían los perros bajo la mirada de Bliss? (¿Sería una mirada o bastaría una acción mental invisible para los que no tuviesen la misma facultad?). O bien, si ellos aparecían, ¿serían despedazados ante los ojos de Trevize, que no tendría más remedio que observarlo, impotente, desde la relativa seguridad de su refugio en el árbol?

No, tenía que emplear su blaster. Si podía matar un perro y asustar a los demás momentáneamente, bajaría del árbol, gritaría llamando a Pelorat y a Bliss, mataría un segundo perro si estos daban señales de volver a la carga, y los tres podrían meterse a toda prisa en la nave. Fijó la intensidad del rayo de microonda en la marca de tres cuartos.

Eso debería bastar para matar un perro y producir un fuerte estampido.

El ruido serviría para espantar a los perros, y, de esa forma, él ahorraría un poco de energía.

Con sumo cuidado, apunté a un perro que había en medio de la manada, un perro que (al menos en su imaginación) parecía más maligno que los otros, tal vez porque permanecía quieto y, por tanto, daba la sensación de estar dispuesto a lanzarse fríamente sobre su presa. Ahora, el perro miraba el arma con fijeza, como si se burlara de lo que Trevize podía hacer.

Este pensó que nunca había disparado un blaster contra un ser humano, ni había visto hacerlo a nadie. Sólo lo había hecho durante la instrucción, contra muñecos de cuero y plástico llenos de agua, la cual se calentaba casi de inmediato hasta llegar al grado de ebullición y rasgando la cubierta al estallar.

Pero ¿quién, fuera del caso de una guerra, dispararía contra un ser humano? ¿Y qué ser humano sería capaz de disparar un blaster? Sólo allí, en un mundo convertido en patológico por la desaparición de los seres humanos.

Con esa rara capacidad del cerebro de advertir situaciones que no vienen al caso, Trevize se dio cuenta de que el sol se había ocultado detrás de una nube…, y entonces disparó.

Hubo un tenue resplandor en la atmósfera, a lo largo de una línea recta que iba desde el cañón del blaster hasta el perro; un vago destello que habría pasado inadvertido si el sol hubiese seguido brillando.

El perro debió sentir la primera oleada de calor, pues hizo un ligero movimiento como si fuese a saltar. Y, entonces, estalló cuando una parte de su sangre y del contenido celular se evaporaron.

La explosión hizo un ruido decepcionante por lo débil, pues la piel del perro no era tan resistente como la de los muñecos con los que él había practicado. Carne, piel, sangre y pedazos de hueso salieron despedidos en todas direcciones, y Trevize sintió que el estómago se le revolvía.

Los perros se echaron atrás, bombardeados algunos de ellos con desagradables fragmentos cálidos. Pero aquella vacilación fue momentánea. De repente, se apretujaron de nuevo, para devorar lo que les era dado de balde. Trevize sintió que sus náuseas aumentaban. No los había espantado; los estaba alimentando. En todo caso, jamás se irían de allí.

Antes al contrario, el olor a sangre y a carne caliente atraería a más perros, y, tal vez, también a otros predadores más pequeños.

—Trevize, ¿qué…? —gritó una voz.

Él volvió la cabeza. Bliss y Pelorat habían salido de las minas. Ella se había detenido en seco, tendiendo un brazo para que Pelorat no continuase andando. Miró a los perros con fijeza. La situación resultaba evidente. No hacía falta preguntar.

—Traté de alejarlos de aquí —grito Trevize—, sin comprometeros a Janov y a ti. ¿Puedes detenerlos?

—A duras penas —dijo Bliss, sin gritar, de modo que a Trevize le costó trabajo oírle aunque los gruñidos de los perros habían cesado, como sí alguien hubiese echado sobre ellos una manta que absorbiese el sonido. Después, prosiguió—: Son demasiados, y no estoy familiarizada con su actividad neurótica. En Gaia no tenemos esas bestias salvajes.

—En Términus tampoco. Ni en ningún planeta civilizado —gritó Trevize—. Mataré a todos los que pueda y tú intenta contener a los demás.

Si elimino a algunos, tendrás menos trabajo.

—No, Trevize. Matándoles, atraerías a otros. Quédate detrás de mí, Pel. No puedes protegerme. Tu otra arma, Trevize.

—¿El látigo neurónico?

—Sí. Eso produce dolor. Baja su potencia. ¡Baja su potencia!

—¿Tienes miedo de hacerles daño? —gritó Trevize, con irritación—. ¿Es momento de considerar el derecho sagrado a la vida?

—Es por Pel. Y por mí. Haz lo que te digo. Poca potencia, y dispara contra uno de ellos. No puedo seguir conteniéndolos mucho más tiempo.

Los perros se habían alejado del árbol, rodeando a Bliss y a Pelorat, que se hallaban de espaldas contra una pared en ruinas. Los animales que se encontraban más cerca hacían vacilantes intentos para acercarse, aullando un poco, como si quisiesen resolver el enigma de estar sujetos cuando no había nada que los retuviese. Algunos trataron inútilmente de encaramarse a la pared para atacarles por detrás.

La mano de Trevize temblaba al ajustar el látigo neurótico a baja potencia. Este gastaba mucha menos energía que el blaster y un solo cartucho podía producir centenares de latigazos, pero ni siquiera recordaba cuándo había cargado el arma por última vez.

Apuntar con ella era lo de menos. Como disponía de energía suficiente, podía barrer la masa de perros con el látigo. Era el método tradicional que solía emplearse para contener a las turbas que daban signos de volverse peligrosas.

Sin embargo, siguió la indicación de Bliss. Apuntó a uno de los perros y disparó. El perro cayó, agitando las patas, y lanzó fuertes y estridentes gemidos.

Los otros se apartaron de él, con las orejas gachas. Después, gimiendo a su vez, dieron media vuelta y comenzaron a alejarse; primero, despacio; después, más rápidamente; y, por último, a toda velocidad. El perro que había sido alcanzado de lleno se levantó trabajosamente y se alejó cojeando y gimiendo, a gran distancia de los demás.

Los aullidos se extinguieron a lo lejos.

—Será mejor que subamos a la nave —dijo Bliss—. Volverán. Y si no, vendrán otros.

Trevize pensó que nunca había abierto tan deprisa la puerta de entrada de la nave. Y era posible que nunca volviese a hacerlo.

La noche había caído antes de que Trevize sintiese algo que se pareciera a la normalidad. El pequeño parche de piel sintética aplicado sobre el arañazo de su mano había mitigado el dolor físico, pero tenía un arañazo en su psique que no resultaba tan fácil de curar.

No era la simple exposición al peligro. Podía reaccionar a este tan bien como cualquier persona valerosa. Era la dirección totalmente imprevista de la que le había llegado el peligro; de su sentimiento del ridículo. ¿Cómo quedaría él si la gente se enteraba de que había sido obligado a refugiarse en un árbol por unos perros gruñidores? Casi sonaría como si hubiese sido puesto en fuga por el aleteo de unos canarios irritados.

Permaneció escuchando durante horas, esperando un nuevo ataque de los perros, sus aullidos, sus patas arañando el casco de la nave.

En comparación con él, Pelorat aparecía muy tranquilo.

—Yo no dudé un instante, viejo amigo, de que Bliss resolvería la situación, pero debo decir que disparaste el arma muy bien.

Trevize se encogió de hombros. No estaba de humor para discutir sobre ese asunto.

Pelorat llevaba en la mano su biblioteca (el disco macizo donde había almacenado todo lo que había aprendido durante su vida sobre mitos y leyendas), y con ella se retiró a su dormitorio, donde disponía de un pequeño aparato lector.

Parecía satisfecho de sí mismo. Trevize lo advirtió, pero no quiso preguntarle nada. Ya habría tiempo para ello, cuando su mente no estuviese tan absorta en los perros.

—Supongo que te pillaron por sorpresa —dijo Bliss con cierta indecisión cuando estuvieron solos.

—Completamente —repuso Trevize, malhumorado—. ¿Quién me iba a decir a mí que al ver un perro, un perro, correría para salvar la vida?

—Después de veinte mil años sin contacto con el hombre, los perros han dejado de serlo. Esos animales deben ser los grandes predadores dominantes.

Trevize asintió con la cabeza.

—Así lo pensé cuando me encontraba sentado en la rama de aquel árbol como presunta presa. En verdad, tenías razón cuando hablaste de una ecología desequilibrada.

—Desequilibrada, sí, desde el punto de vista humano, pero considerando la eficacia con que los perros parecen llevar tus asuntos, me pregunto si Pel estaría en lo cierto al decir que la ecología podía equilibrarse por sí sola, al ser llenados diversos huecos del medio ambiente por variaciones en evolución de las relativamente pocas especies que fueron transportadas antaño a un mundo determinado.

—Es extraño —dijo Trevize—, pero a mí se me ocurrió la misma idea.

—Siempre, por supuesto, que el desequilibrio no sea tan grande que el proceso de solución requiera demasiado tiempo, En tal caso, el planeta podría hacerse imposible antes de que consiguiese aquello.

Trevize gruñó, y Bliss lo miró, reflexiva.

—¿Cómo se te ocurrió armarte?

—De poco me sirvió —dijo Trevize—. Fueron tus facultades las que…

—No del todo. Necesitaba tu arma. En tan poco tiempo, con sólo un contacto hiperespacial con el resto de Gaia, con tantas mentes individuales de naturaleza desconocida, nada habría podido hacer sin tu látigo neurónico.

—El blaster resultó inútil. Lo probé.

—Con un blaster, sólo desaparece un perro. Los otros pueden sorprenderse, pero no espantarse.

—Peor aún —dijo Trevize—. Se comieron los restos. Fue como un cebo para inducirles a quedarse.

—Sí, ya veo que este pudo ser el efecto. El látigo neurótico es diferente. Inflige dolor, y el perro alcanzado se lamenta, de manera que los otros lo entienden, y entonces, por reflejo condicionado, si no por otras razones, se espantan a su vez. Como los perros estaban predispuestos a la huida, sólo tuve que influir un poco en sus mentes para que se marchasen.

—Sí, pero tú comprendiste que el látigo era el arma más eficaz en este caso, algo en lo que yo no pensé.

—Yo estoy acostumbrada a explorar las mentes, y tú no. Por eso insistí en la baja potencia y en que apuntases a un solo perro. No quería un dolor tan agudo que matase al perro y le hiciese callar. Ni quería que el dolor se dispersase tanto que produjese unos simples gemidos. Quería un dolor fuerte, concentrado en un solo punto.

—Y lo conseguiste, Bliss —reconoció Trevize—. La cosa funcionó a la perfección. Te estoy muy agradecido.

—Sientes amargura porque te parece que representaste un papel ridículo. Sin embargo, repito, nada habría podido hacer yo sin tu arma.

Lo que me intriga es el hecho de que pensaras en armarte cuando yo te había asegurado la no presencia de seres humanos en este planeta, algo de lo que sigo estando convencida. ¿Previste los perros?

—No, En absoluto —reconoció Trevize—. Al menos, no de un modo consciente. Y no suelo ir armado. Ni siquiera se me ocurrió llevar un arma en Comporellon. Pero tampoco quiero caer en la trampa de imaginarme que fue por arte de magia. Supongo que, cuando empezamos a hablar antes de ecologías desequilibradas, tuve la impresión inconsciente de animales que se habían vuelto peligrosos debido a la ausencia de seres humanos. Esto parece claro, visto retrospectivamente, pero es posible que tuviese una ligera inspiración. Sólo eso.

—No lo tomes a broma —pidió Bliss—. Yo participé en la misma conversación sobre ecologías desequilibradas y no tuve esa previsión tuya. Y es esta previsión especial que tú posees lo que se valora en Gaia. Pero también comprendo que debe resultar irritante para ti tener unas dotes de previsión cuya naturaleza desconoces; actuar con decisión, pero sin un motivo aparente.

—En Términus suelen llamarlo «corazonada».

—En Gaia decimos «saber sin pensar». Y a ti no te gusta saber sin pensar, ¿verdad?

—Me preocupa, sí. No me agrada dejarme llevar por las corazonadas.

Presumo que detrás de estas hay una razón, pero el hecho de no saber qué es me produce la sensación de que no controlo mi mente: una especie de locura leve.

—Y cuando te decidiste en favor de Gaia y Galaxia, también fue debido a una corazonada, y ahora buscas la razón.

—He dicho eso doce veces al menos.

—Yo me he negado a aceptar tu declaración como verdad absoluta.

Te pido disculpas. No volveré a contradecirte en esto. Espero, sin embargo, que podré seguir alegando cosas en favor de Gaia.

—Siempre que reconozcas, a tu vez, que yo puedo no aceptarlas —dijo Trevize.

—Entonces, ¿has pensado que este Mundo Desconocido está volviendo a una especie de estado salvaje, y tal vez a una desolación e inhabitabilidad definitivas, debido a la desaparición de la única especie capaz de actuar como inteligencia directora? Si este mundo fuese Gaia o, mejor aún, parte de Galaxia, esto no habría ocurrido. La inteligencia directora seguiría existiendo en forma de Galaxia como conjunto, y la ecología, por desequilibrada que estuviese debido no importa a qué causa, tendería a equilibrarse de nuevo.

—¿Quieres decir que los perros dejarían de comer?

—Claro que comerían, igual que lo hacen los seres humanos. Sin embargo, lo harían con un propósito, en orden a equilibrar la ecología bajo una dirección deliberada, y no como resultado de circunstancias casuales.

—La pérdida de la libertad individual puede carecer de importancia para los perros —dijo Trevize—, pero no para los seres humanos. ¿Y qué pasaría si todos los seres humanos dejasen de existir en todas partes y no solamente en uno o varios planetas? ¿Qué ocurriría si Galaxia se quedase sin un solo ser humano? ¿Seguiría siendo una inteligencia directora? ¿Serían capaces todas las otras formas de vida y la materia inanimada de forjar una inteligencia común adecuada?

—Semejante situación —dijo Bliss tras una leve vacilación— no se ha dado nunca. Y no parece probable que vaya a ocurrir en el futuro.

—¿Pero no te resulta evidente que la mente humana es cualitativamente diferente de todo lo demás, y que, si desapareciese, la suma de todas las otras conciencias nunca podría sustituirla? Luego, ¿no es cierto que los seres humanos son un caso especial y como tal deben ser tratados? No pueden confundirse entre ellos y, mucho menos, con objetos no humanos.

—Sin embargo, tú decidiste en favor de Galaxia.

—Por una razón esencial que no soy capaz de descubrir.

—¿No podría ser esta razón esencial un atisbo de los efectos de las ecologías desequilibradas? ¿Que pensaras que todos los mundos de la galaxia se hallan sobre el filo de una navaja, con inestabilidad en ambos lados, y que sólo Galaxia puede evitar desastres como los que se producen en este planeta, por no hablar de los continuos desastres interhumanos de la guerra y los fracasos administrativos?

—No. Yo pensaba en las ecologías desequilibradas cuando tomé mi decisión.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Puedo no saber qué es lo que preveo, pero si después me es sugerido algo, reconoceré si es o no es en realidad lo que había previsto.

Según parece, pude prever animales peligrosos en este mundo.

—Bueno —dijo llanamente Bliss—, esos peligrosos animales habrían podido matarnos de no haber sido por una combinación de nuestras facultades: tu previsión y mi fuerza mental. Seamos, pues, amigos.

Trevize asintió con la cabeza.

—Como quieras.

Había en su voz una frialdad que hizo que Bliss arquease las cejas, pero Pelorat entró en aquel momento, moviendo la cabeza como si fuese a arrancársela de cuajo.

—Creo que lo hemos conseguido —dijo.

En general, Trevize no confiaba en las victorias fáciles; sin embargo era humano creer contra el propio criterio. Sintió que los músculos del pecho y de la garganta se le agarrotaban, pero consiguió hablar.

—¿La ubicación de la Tierra? —preguntó—. ¿La has descubierto Janov?

Pelorat miró a Trevize con atención durante un momento.

—Bueno, no —respondió con visible confusión—. No es exactamente esto. En realidad, Golan, no lo es en absoluto. Me había olvidado de ello. Ha sido otra cosa lo que he descubierto en las ruinas. Aunque, tal vez no sea realmente importante.

Trevize lanzó un profundo suspiro.

—No importa, Janov —dijo—. Todo hallazgo es importante. ¿Qué es lo que ibas a decirnos?

—Bien —se animó Pelorat—, la cuestión es que casi nada sobrevivió, ¿comprendes? Veinte mil años de tormentas y de vientos no pueden dejar gran cosa. Por si esto fuera poco, la vida vegetal es gradualmente destructora, y la vida animal… Pero dejemos esto. El caso es que «casi nada» no significa lo mismo que «nada».

»Parte de esas minas debe corresponder a un edificio público, pues había algunas piedras, o bloques de hormigón, que tenían letras esculpidas. Eran casi invisibles, ¿sabes?, pero tomé varias fotografías con una de las cámaras que tenemos a bordo de la nave, una de esas que permiten hacer ampliaciones por medio del ordenador… No te pedí permiso para tomarla, Golan, pero me pareció importante y…

Trevize agitó una mano con impaciencia.

—¡Continúa!

—Pude descifrar parte de la inscripción, que era muy arcaica. Incluso con la ampliación y con mi habilidad para leer la lengua arcaica, sólo he podido entender una breve frase. Esas letras eran más grandes y algo más claras que las demás. Debieron de esculpirlas más profundamente porque identificaban este mundo. Decían así: Planeta Aurora, por lo que supongo que el mundo en el que nos hallamos se llama, o se llamaba, Aurora.

—De alguna forma tenía que llamarse —dijo Trevize.

—Sí, pero raras veces se eligen los nombres al azar. Acabo de buscar minuciosamente en mi biblioteca y he encontrado dos antiguas leyendas, procedentes de dos planetas muy separados entre sí, de modo que hay que suponer, lógicamente, que tienen un origen independiente. Pero eso no importa. En ambas leyendas, Aurora es un nombre con el que se designa el amanecer. Podemos suponer que Aurora pudo haber significado realmente el amanecer en algún lenguaje pregaláctico.

»Se da el caso de que las palabras que designan el amanecer o despertar del día son empleadas a menudo como nombre de estaciones espaciales o de otras estructuras que resultan ser las primeras en su clase.

Si este mundo es llamado Amanecer en cualquier lenguaje, también puede ser el primero de su clase.

—¿Estás sugiriendo que este planeta es la Tierra y que Aurora es un nombre alternativo para él porque representa el amanecer de la vida y del hombre? —preguntó Trevize.

—No puedo ir tan lejos, Golan —reconoció Pelorat.

—A fin de cuentas —dijo Trevize, con un poco de amargura—, aquí no hay superficie radiactiva, ni satélite gigante, ni gigante gaseoso con grandes anillos.

—Exacto, Pero Deniador, el de Comporellon, parecía pensar que este era uno de los mundos que antaño fue habitado por la primera ola de colonizadores, los Espaciales. Si fuese así, el nombre de Aurora podría indicar que había sido el primero de los mundos colonizados por ellos. Y quizás ahora nos encontrásemos en el mundo humano más antiguo de la Galaxia, después de la propia Tierra. ¿No te parece emocionante?

—Al menos es interesante, Janov; pero ¿no crees que esto es deducir muchas cosas de un simple nombre, Aurora?

—Hay más —dijo Pelorat con entusiasmo—. Por lo que he podido ver en mi archivo, no hay, en la actualidad, un mundo en la Galaxia que se llame «Aurora», y estoy convencido de que tu ordenador lo confirmará.

Como he dicho, hay muchos planetas y otros objetos denominados «Amanecer» en diversos lugares, pero ninguno lleva el nombre de «Aurora».

—¿Por qué habrían de llevarlo? Es una palabra pregaláctica; difícilmente podría ser popular.

—Pero los nombres permanecen, aunque pierdan su sentido. Si este fue el primer mundo colonizado, debió de ser famoso, e, incluso, durante un tiempo, el planeta dominante de la Galaxia. Entonces, habría tenido que haber otros mundos que se hiciesen llamar «Nueva Aurora», o «Aurora Menor», o algo parecido. Y otros…

—Quizá no fue el primer mundo colonizado —le interrumpió Trevize—. Tal vez nunca tuvo importancia.

—En mi opinión, hay otra razón mejor, querido amigo.

—¿Cuál es, Janov?

—Si la primera ola de colonizadores fue alcanzada por una segunda ola a la que ahora pertenecen todos los mundos de la Galaxia, como Deniador dijo, es muy posible que hubiese un período de hostilidades entre ambas. La segunda ola, al constituirse los mundos que ahora existen, no emplearía los nombres dados a ninguno de ellos por la primera ola. Del hecho de que el nombre de «Aurora» no haya sido nunca repetido podemos deducir que hubo dos olas de colonizadores, y que este es un mundo de la primera ola.

Trevize sonrió.

—Me estoy haciendo una idea de cómo trabajáis los mitólogos, Janov.

Construís una bella superestructura, que puede ser como un castillo en el aire. Las leyendas nos dicen que los colonizadores de la primera ola iban acompañados de numerosos robots, y que se suponían que estos habían de ser su perdición. Por consiguiente, si encontrásemos un robot en este mundo, estaría dispuesto a aceptar toda esta teoría de la primera ola; pero no podemos esperar que después de veinte mil…

Pelorat, que había estado como boqueando, consiguió recobrar la voz.

—Pero, Golan, ¿no te he dicho…? No, claro que no; no…, no te lo he dicho. Estoy tan excitado que no puedo ordenar mis ideas como es debido. Había un robot.

Trevize se frotó la frente, casi como si le doliese la cabeza.

—¿Un robot? —preguntó—. ¿Había un robot?

—Sí —dijo Pelorat, asintiendo enérgicamente con la cabeza.

—¿Cómo lo sabes?

—Bueno…, era un robot. ¿Cómo podía dejar de reconocerlo con sólo verlo?

—¿Habías visto alguno antes de ahora?

—No, pero es un objeto metálico que parece un ser humano. Tiene cabeza, brazos, piernas, tronco. Desde luego, casi todo el metal está oxidado y, cuando avancé en su dirección, supongo que las vibraciones producidas por mis pasos lo estropearon todavía más, de modo que cuando alargué un brazo para tocarlo…

—¿Por qué tenías que tocarlo?

—Bueno, supongo que por el hecho de no poder dar crédito a mis ojos. Fue una reacción automática. En cuanto lo toqué, se derrumbó. Pero…

—¿Qué?

—Antes de acabar de caer del todo, sus ojos parecieron brillar muy débilmente, e hizo un ruido como si tratase de decir algo.

—¿Quieres decir que todavía funcionaba?

—Apenas podría llamarlo así, Golan. Entonces, se desplomó.

Trevize se volvió a Bliss.

—¿Confirmas todo esto, Bliss?

—Era un robot, y lo vimos —afirmó ella.

—¿Y todavía funcionaba?

—Mientras se derrumbaba, capté una débil actividad neurónica —dijo Bliss con voz apagada.

—¿Cómo pudo haber una actividad neurótica? Un robot no posee un cerebro orgánico compuesto de células.

—Me imagino que tiene su equivalente mecánico —dijo Bliss— y eso fue lo que debí detectar.

—¿Detectaste una mentalidad robótica y no humana?

Bliss frunció los labios.

—Era demasiado débil para saber nada de ella con exactitud, salvo que estaba allí.

Trevize miró a Bliss y después a Pelorat.

—Esto lo cambia todo —dijo con acento exasperado.