VIII. El mundo prohibido

—Golan —dijo Pelorat—. ¿Te importa que mire?

—En absoluto, Janov —respondió Trevize.

—¿Y que te haga preguntas?

—Adelante.

—¿Qué estás haciendo?

Trevize apartó su mirada de la pantalla.

—Tengo que medir la distancia de cada astro que parece estar cerca del Mundo Prohibido en la pantalla, a fin de poder determinar lo cerca que se halla en realidad. Debemos conocer sus campos de gravitación, y para esto necesito saber masa y distancia. Sin este conocimiento, no se puede estar seguro de un Salto limpio.

—¿Cómo lo haces?

—Cada astro que veo tiene sus coordenadas en los bancos de datos del ordenador, y estas pueden ser reconvertidas en coordenadas en el sistema comporelliano. Esto puede ser ligeramente corregido, a su vez, por la actual situación de la Far Star en el espacio en relación con el Sol de Comporellon y así me da la distancia de cada cual. Todas aquellas enanas rojas parecen encontrarse muy cerca del Mundo Prohibido en la pantalla, pero algunas pueden estar mucho más cerca y otras mucho más lejos. Necesitamos su posición tridimensional, ¿comprendes?

Pelorat asintió con la cabeza.

—¿Y ya tienes las coordenadas del Mundo Prohibido? —preguntó.

—Sí, pero con esto no basta. Necesito saber las distancias de los otros astros con el menor margen de error posible. La intensidad gravitativa en las cercanías del Mundo Prohibido es tan pequeña que un ligero error no tiene consecuencias perceptibles. El sol alrededor del cual gira, o puede girar, el Mundo Prohibido posee un campo de gravitación enormemente intenso en las proximidades del planeta y debo conocer su distancia con una exactitud tal vez mil veces mayor que en las otras estrellas. Para conseguirla, las coordenadas no bastan.

—¿Y qué haces entonces?

—Mido la separación aparente del Mundo Prohibido, o mejor dicho de su estrella, de tres estrellas próximas tan opacas que se requiere una ampliación considerable para que puedan distinguirse. Presumiblemente, estas tres están muy lejos. Entonces, mantenemos una de esas tres estrellas centrada en la pantalla y saltamos una décima de parsec en una dirección que forme ángulo recto con la línea de visión del Mundo Prohibido. Podemos hacerlo con bastante seguridad aunque desconozcamos las distancias de estrellas relativamente lejanas.

La estrella de referencia, que está centrada, seguirá estándolo después del Salto. Las otras dos estrellas oscuras no cambian sensiblemente sus posiciones, si las tres son realmente muy lejanas. En cambio, el Mundo Prohibido se halla lo bastante cerca como para cambiar su posición aparente en una desviación paraláctica. Partiendo de la importancia de esta desviación, podemos determinar su distancia. Si quiero estar más seguro, elijo otras tres estrellas y pruebo otra vez.

—¿Cuánto tiempo se necesita para todo esto? —preguntó Pelorat.

—No mucho. El ordenador realiza el trabajo difícil. Yo sólo le digo lo que debe hacer. Lo que sí requiere tiempo es que tengo que estudiar los resultados para asegurarme de que parecen ser los correctos y de que en mis instrucciones no ha habido ningún fallo. Si yo fuese uno de esos hombres temerarios que confían plenamente en ellos mismos y en el ordenador, todo podría llevarse a cabo en pocos minutos.

—Es realmente asombroso —dijo Pelorat—. ¡Pensar en lo mucho que el ordenador hace por nosotros!

—Yo lo pienso continuamente.

—¿Qué podrías hacer sin él?

—¿Y qué podría hacer sin una nave gravítica? ¿Qué podría hacer sin mi adiestramiento astronáutico? ¿Qué podría hacer sin veinte mil años de tecnología hiperespacial detrás de mí? El hecho es que yo soy yo, aquí, ahora. Imaginemos que podremos proyectamos otros veinte mil años en el futuro. ¿Qué maravillas tecnológicas nos esperaran? ¿O no podría ser que, dentro de veinte mil años, la Humanidad no existiera ya?

—No lo creo —dijo Pelorat—. No creo que hubiese dejado de existir.

Aunque no nos convirtiésemos en parte de Galaxia, tendríamos la psicohistoria para guiamos.

Trevize se volvió en su sillón, retirando las manos del tablero.

—Calculemos las distancias —dijo— y comprobemos los resultados varias veces. No tenemos prisa. —Después, miró a Pelorat con curiosidad y dijo—: ¡La psicohistoria! Mira, Janov, este tema salió a relucir dos veces en Comporellon, y, en ambos, fue calificado de superstición.

Yo lo dije la primera vez, y, después, Deniador lo repitió también. A fin de cuentas, ¿cómo puedes definir la psicohistoria sino como una superstición de la Fundación? ¿No es una creencia sin pruebas o evidencia? ¿Qué opinas tú, Janov? Esto corresponde más a tu campo que al mío.

—¿Por qué dices que no hay pruebas, Golan? —preguntó Pelorat—. El simulacro de Hari Seldon ha aparecido muchas veces en la Bóveda del Tiempo y presentó hechos que se cumplieron después. Él no podía saber, en su tiempo, que esos acontecimientos iban a transcurrir si no hubiese podido predecirlo por medio de la psicohistoria.

Trevize asintió con la cabeza.

—Eso suena imponente. Se equivocó en lo del Mulo, pero aun así, resulta imponente. Sin embargo, huele desagradablemente a magia. Cualquier prestidigitador puede hacer trucos.

—Ningún prestidigitador es capaz de predecir cosas que sucederán al cabo de varios siglos, en el futuro.

—Ningún prestidigitador podría realizar, de verdad, lo que simula.

—Vamos, Golan. Soy incapaz de imaginar algún truco que me permita predecir lo que sucederá dentro de cinco siglos.

—Ni se te ocurre ninguno que le sirva a un prestidigitador para leer el contenido de un mensaje oculto en un satélite no tripulado en órbita. Y, sin embargo, yo he visto hacerlo a un prestidigitador. ¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que la Cápsula del Tiempo, junto con el simulacro de Hari Seldon, puede haber sido montada por el Gobierno?

Pelorat pareció indignarse ante tal idea.

—Nunca harían una cosa así.

Trevize lanzó un gruñido burlón.

—Y serían descubiertos si lo intentasen —dijo Pelorat.

—No estoy tan seguro de esto. Pero la cuestión es que no sabemos en absoluto cómo funciona la psicohistoria.

—Yo desconozco cómo funciona este ordenador, pero sí sé que funciona.

—Porque otros saben cómo funciona. ¿Qué pasaría si nadie lo supiese? Pues que si, por algún motivo, dejase de funcionar, nada podríamos hacer para repararlo. Y si a la psicohistoria le ocurriese eso…

—Los de la Segunda Fundación conocen el funcionamiento de la psicohistoria.

—¿Cómo lo sabes, Janov?

—Es lo que se dice.

—Se puede decir cualquier cosa… ¡Ah! Ya tenemos la distancia de la estrella del Mundo Prohibido y, espero, con mucha exactitud. Estudiemos las cifras.

Las contempló fijamente durante un buen rato, moviendo los labios de vez en cuando, como si estuviese haciendo algún cálculo mental.

—¿Qué está haciendo Bliss? —preguntó por último sin levantar la vista.

—Está durmiendo, viejo amigo —respondió Pelorat. Y después, como defendiéndola—: Necesita dormir, Golan. Para mantenerse como parte de Gaia en el hiperespacio tiene que consumir energía.

—Supongo que sí —dijo Trevize, y volvió a su ordenador. Colocó las manos sobre el tablero—. Daremos varios Saltos y comprobaremos las cifras cada vez. —Entonces, murmuró, retiró las manos de nuevo—: Hablo en serio, Janov. ¿Qué sabes tú acerca de la psicohistoria?

Pelorat pareció sorprendido.

—Nada. Ser historiador, como yo lo soy, en cierta manera, es muy diferente de ser psicohistoriador. Desde luego, conozco las dos premisas fundamentales de la psicohistoria, pero eso lo sabe todo el mundo.

—Incluso yo. La primera es que el número de seres humanos involucrados debe ser lo bastante grande para dar validez al tratamiento estadístico. Pero ¿qué es «lo bastante grande»?

—El último cálculo de la población galáctica —dijo Pelorat— está cifrada en diez mil billones aproximadamente, y es probable que peque por defecto. Desde luego, se trata de una cifra bastante grande.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque la psicohistoria funciona, Golan. Por mucho que apeles a la lógica, funciona.

—Y la segunda —continuó enumerando Trevize— es que los seres humanos ignoren la psicohistoria, para que el conocimiento de la misma no altere sus reacciones. Pero ellos están enterados de la psicohistoria.

—De su mera existencia nada más, viejo. Y eso no es lo que cuenta. La segunda premisa indica que los seres humanos no deben conocer las predicciones de la psicohistoria, y así es…, salvo que los de la Segunda Fundación las conociesen; pero estos son casos especiales.

—¿Y se ha desarrollado la ciencia de la psicohistoria sólo a base de estas dos exigencias? Resulta difícil de creer.

—No sólo a base de ellas —dijo Pelorat—. Hay que contar también con las matemáticas avanzadas y los métodos estadísticos perfeccionados. Se dice, sí quieres conocer la tradición, que Hari Seldon inventó la psicohistoria tomando como modelo la teoría cinética de los gases.

Cada átomo o molécula de un gas se mueve al azar, de manera que no podemos saber la posición ni la velocidad de ninguno de ellos. Sin embargo, empleando la estadística, podemos deducir, con gran precisión, las reglas que rigen su comportamiento conjunto. De la misma manera, Seldon pretendió deducir el comportamiento conjunto de las sociedades humanas, aunque sus deducciones no podrían aplicarse al comportamiento de los seres humanos individuales.

—Quizá, pero los seres humanos no son átomos.

—Cierto —dijo Pelorat—. El ser humano tiene conciencia y su comportamiento es lo bastante complicado como para hacer que parezca dotado de libre albedrío. En cuanto a la forma en que Seldon desarrolló todo esto, no tengo la menor idea, y estoy seguro de que no lo comprendería si alguien que lo supiese tratase de explicármelo… Pero lo hizo.

—Así, todo depende de tratar con personas que sean tan numerosas como ignorantes —dijo Trevize—. ¿No te parecen unos cimientos muy poco seguros para edificar una enorme estructura matemática sobre ellos? Si aquellas exigencias no se cumplen en realidad, todo se derrumba.

—Pero si el Plan no se ha derrumbado…

—O si las exigencias no son exactamente falsas o inadecuadas, sino simplemente más flojas de lo que debieran ser, la psicohistoria podría funcionar bien durante siglos, y, entonces, al producirse alguna crisis particular, se derrumbaría, como le ocurrió temporalmente en los tiempos del Mulo. ¿Y si hubiese una tercera premisa?

—¿Cuál? —preguntó Pelorat, frunciendo ligeramente el ceño.

—No lo sé —dijo Trevize—. Un argumento puede parecer completamente lógico y elegante y contener, sin embargo, suposiciones no expresadas. Tal vez la tercera premisa es una suposición tan dada por sabida que a nadie se le ha ocurrido mencionarla nunca.

—Una suposición tan dada por sabida resulta, por lo general, bastante válida, o no seria considerada como tal.

—Si conocieses la Historia científica tan bien como la tradicional, Janov —gruñó Trevize—, sabrías lo equivocado que estás en esto. Pero veo que ahora nos hallamos en las cercanías del sol del Mundo Prohibido.

Y era cierto. Centrado en la pantalla, se veía una estrella brillante, tan brillante que su luz inundó la pantalla de tal forma que todas las demás estrellas desaparecieron.

Los artículos para el aseo y la higiene personales eran sólidos a bordo de la Far Star, y el empleo del agua se reducía siempre al mínimo razonable para no recargar las operaciones de reciclaje. Trevize se lo había recordado seriamente a Pelorat y a Bliss.

Aun así, Bliss presentaba un aspecto pulcro en todo instante, con sus negros y largos cabellos siempre lustrosos, y sus uñas, brillantes.

—¡Conque estáis aquí! —dijo cuando entraba en la cabina-piloto.

Trevize levantó la cabeza.

—No debes sorprenderte —dijo—. Difícilmente habríamos podido abandonar la nave, y con treinta segundos de búsqueda habrías tenido bastante para descubrirnos dentro, aunque no pudieses detectar nuestra presencia con tu mente.

—La frase fue una forma de saludo como otra cualquiera —dijo Bliss— que, como sabéis, no debía tomarse al pie de la letra. ¿Dónde estamos? Y no me digáis «En la cabina-piloto».

—Querida Bliss —repuso Pelorat extendiendo un brazo—, nos encontramos en las regiones exteriores del sistema planetario del más próximo de los tres Mundos Prohibidos.

Ella se colocó a su lado y apoyó ligeramente una mano en su hombro, mientras él le rodeaba la cintura con un brazo. Bliss dijo:

—No puede ser muy Prohibido. Nada nos ha detenido.

—Sólo es Prohibido porque Comporellon y los otros mundos de la segunda ola de colonización rompieron, de forma voluntaria, todo lazo con los mundos de la primera ola, los Espaciales —dijo Trevize—. Si nosotros no nos sentimos ligados por aquel acuerdo voluntario, ¿qué puede detenernos?

—Los Espaciales, si es que queda alguno, pudieron romper, también voluntariamente, los lazos que los unían con los mundos de la segunda ola. El hecho de que a nosotros no nos importe introducirnos entre ellos no significa que a ellos tampoco les importe.

—Cierto —dijo Trevize—, si es que existen. Pero, hasta ahora, no sabemos si hay algún planeta en el que puedan vivir. Lo único que vemos son los acostumbrados gigantes gaseosos. Dos de ellos, y no particularmente grandes.

—Esto no quiere decir que no exista el mundo Espacial. Cualquier planeta habitable estaría mucho más cerca del sol y sería mucho más pequeño y difícil de detectar a esta distancia entre el resplandor solar. Tendremos que hacer un microsalto hacia el interior para detectar ese planeta.

Parecía bastante satisfecho de hablar como un curtido viajero del espacio.

—Si es así —dijo Bliss—, ¿por qué no nos acercamos más?

—Todavía no —repuso Trevize—. Estoy haciendo que el ordenador compruebe a la mayor distancia posible si hay alguna señal de estructura artificial. Avanzaremos por etapas, una docena si es necesario, y haremos una comprobación en cada una de ellas. No quiero ser atrapado esta vez como lo fuimos la primera que nos acercamos a Gaia. ¿Te acuerdas, Janov?

—No seria malo para nosotros caer en trampas como aquella todos los días. La de Gaia me trajo a Bliss —dijo Pelorat, mirándola con cariño.

—¿Esperas, Janov, que te tratan cada día una nueva Bliss? —rio Trevize.

Pelorat pareció dolido.

—Mi buen amigo, o como quiera que Pel te llame —dijo Bliss, con un deje de irritación—, podrías avanzar con más rapidez. Mientras yo esté contigo, no te atraparán.

—¿El poder de Gaia?

—Por supuesto, para detectar la presencia de otras mentes.

—¿Estás segura de que eres lo bastante fuerte, Bliss? Tengo entendido que debes dormir bastante para recobrar la energía que gastas manteniendo el contacto con el cuerpo principal de Gaia. ¿Hasta dónde puedo confiar en tu capacidad acaso limitada, a esta distancia de la fuente de origen?

Bliss enrojeció.

—La fuerza de la conexión es grande.

—No te ofendas —pidió Trevize—. Sólo te he preguntado. ¿No consideras un inconveniente el ser Gaia? Yo no soy Gaia. Soy un individuo cabal e independiente. Esto significa que puedo alejarme cuanto quiera de mi mundo y de mi gente, y seguir siendo Golan Trevize. Sigo teniendo mis poderes, tal como son, y seguiré con ellos dondequiera que vaya.

Aunque me encontrase solo tú el espacio, a pársecs de distancia de cualquier ser humano, y, por no importa qué razón, fuese incapaz de comunicar con alguien de alguna forma, o incluso de ver el brillo de una sola estrella en el cielo, sería y seguiría siendo Golan Trevize. Tal vez no pudiese sobrevivir, tal vez tuviese que morir, pero moriría siendo Golan Trevize.

—Solo en el espacio y lejos de todos —dijo Bliss—, no podrías pedir ayuda a tus compañeros, ni ampararte en su talento y sus diversos conocimientos. Solo, como individuo aislado, serías mucho más incapaz que formando parte de una sociedad integrada. Lo sabes muy bien.

—Sin embargo —repuso Trevize—, mi incapacidad sería distinta de la tuya Entre tú y Gaia existe un lazo mucho más fuerte que el que hay entre mi sociedad y yo, y ese lazo tuyo se estira a través del hiperespacio y requiere energía para su mantenimiento, de manera que puedes jadear mentalmente con el esfuerzo y sentir más que yo la disminución de tu entidad.

El semblante de Bliss se endureció y, por un momento, no pareció joven o, mejor, pareció no tener edad, ser más Gaia que Bliss, como para refutar el argumento de Trevize.

—Aunque todo fuese como tú dices, Golan Trevize (que es, fue y será, que tal vez no puede ser menos, pero que, ciertamente, no puede ser más), aunque todo fuese como tú dices, repito, ¿crees que no hay que pagar un precio por lo que has ganado? ¿No es mejor ser una criatura de sangre caliente, como tú, que una criatura de sangre fría, como un pez o algo por el estilo?

—Las tortugas son de sangre fría —dijo Pelorat—. En Términus no las hay, pero en otros mundos, sí. Son unas criaturas acorazadas, de movimientos muy lentos pero de gran longevidad.

—Entonces, ¿no es mejor ser una persona que una tortuga; moverse más deprisa, sea cual fuere la temperatura? ¿No es mejor tener actividades altamente energéticas, músculos rápidamente contráctiles, activas fibras nerviosas, mentalidad intensa y persistente, que tener que arrastrarse con lentitud, percibir poco a poco y poseer una conciencia confusa del medio circundante inmediato? ¿No lo es?

—De acuerdo —dijo Trevize—. Lo es. ¿Y qué?

—Bueno, ¿no sabes que hay que pagar por tener sangre caliente?

Para mantener tu temperatura por encima de la del ambiente, tienes que gastar mucha más energía que una tortuga. Debes comer casi constantemente para que puedas reponer la energía en tu cuerpo con la misma rapidez con que la gastas. Te morirías de hambre mucho antes que una tortuga. Entonces, ¿preferirías ser una tortuga y vivir más tiempo y más despacio? ¿O prefieres pagar el precio y moverte más rápido, sentir más rápido, ser un organismo pensante?

—¿Es esta una verdadera analogía, Bliss?

—No, Trevize, pues la situación es más favorable con Gaia. Nosotros no gastamos grandes cantidades de energía cuando estamos juntos. Sólo cuando una parte de Gaia se encuentra a distancias hiperespaciales del resto, el gasto de energía se eleva. Y recuerda que no has votado simplemente por una Gaia más grande, o por un mundo individual más grande. Votaste por Galaxia, por un vasto complejo de mundos. En cualquier parte de ella, serás parte suya y estarás rodeado de cerca por partes de algo que se extiende como cada átomo interestelar hasta el agujero negro central. Entonces, se requerirán pequeñas cantidades de energía para permanecer en el conjunto. Ninguna parte se hallará a gran distancia de las otras. Tú has decidido todo esto, Trevize. ¿Cómo puedes dudar del acierto de tu elección?

Él había agachado la cabeza, en honda reflexión. Por último, la levantó.

—Puede que haya elegido bien —dijo—, pero debo convencerme de ello. La decisión que he tomado es la más importante de la historia de la Humanidad, y no es suficiente con que sea buena. Yo debo saber que lo es.

—Después de lo que te he dicho, ¿qué más necesitas?

—No lo sé, pero lo encontraré en la Tierra —dijo esto con absoluta convicción.

—Golan —dijo Pelorat—, la estrella muestra un disco.

Era verdad. El ordenador, realizando su trabajo, y sin preocuparse en absoluto de lo que pudiese discutirse a su alrededor, se había ido acercando por etapas a la estrella hasta alcanzar la distancia que Trevize le había fijado.

Todavía estaba bastante alejada del plano planetario, y el ordenador dividió la pantalla para mostrar cada uno de los tres pequeños planetas que formaban aquel. El más interior tenía la temperatura adecuada en su superficie para que el agua se mantuviese en estado líquido, y una atmósfera de oxígeno. Trevize esperó a que su órbita fuese calculada, y la primera estimación aproximada le pareció razonable. Dejó que el ordenador prosiguiese su tarea, pues cuanto más tiempo se observase el movimiento planetario, más exacto sería el cálculo de sus elementos orbitales.

Después dijo pausadamente:

—Tenemos a la vista un planeta habitable. Es probable que sea habitable.

—¡Oh! —exclamó Pelorat, con todo el entusiasmo que su solemne expresión le permitía.

—Sin embargo —dijo Trevize—, temo que no hay ningún satélite gigante. En realidad, no ha sido detectado ningún satélite de clase alguna hasta ahora. Por consiguiente, no es la Tierra. Al menos, si nos fundamos en la tradición.

—No te inquietes por eso, Golan —dijo Pelorat—. Sospeché que no íbamos a encontrar la Tierra aquí cuando vi que ningún gigante gaseoso tenía un sistema de anillos desacostumbrado.

—Está bien —dijo Trevize—. El primer paso que hemos de dar es averiguar qué clase de vida puede haber en él. Dado que tiene una atmósfera de oxígeno, podemos estar completamente seguros de que hay vida vegetal, pero,…

—Y también animal —le interrumpió Bliss bruscamente—. Y en cantidad.

—¿Qué? —dijo Trevize, volviéndose a ella.

—Puedo sentirlo. Como algo muy débil debido a esta distancia. Pero resulta indiscutible el hecho de que ese planeta no sólo es habitable, sino que está habitado.

La Far Star se hallaba en órbita polar alrededor del Mundo Prohibido, a una distancia lo bastante grande para que el período orbital durase poco más de seis días. Al parecer, Trevize no tenía prisa en abandonar aquella órbita.

—Ya que en el planeta hay seres vivos —explicó— y ya que, según Deniador, antaño estuvo habitado por humanos tecnológicamente avanzados y que representan una primera ola de colonizadores, los llamados Espaciales, pueden seguir siendo tecnológicamente avanzados y sentir muy poca simpatía por nosotros, los de la segunda ola que les sustituyó.

Me gustaría que se mostrasen, para saber un poco más de ellos antes de arriesgarnos a un aterrizaje.

—Puede que no hayan advertido nuestra presencia aquí —dijo Pelorat.

—Nosotros lo sabríamos, si estuviésemos en su lugar. Presumo pues que, si existen, es probable que traten de establecer contacto con nosotros. Incluso que quieran venir a apresarnos.

—Pero si nos dan caza y son tecnológicamente avanzados, podemos ser incapaces de…

—No lo creo —dijo Trevize—. El progreso tecnológico no lo comprende necesariamente todo. Puede ser que se encuentren mucho más adelantados que nosotros en algunos aspectos, pero resulta claro que no llevan a cabo viajes interestelares. Somos nosotros, no ellos, quienes hemos colonizado la galaxia, y no he visto, en toda la historia del Imperio, algo que indique que hayan salido de sus mundos manifestándose. Si no han viajado por el espacio, ¿cómo podemos suponer que han conseguido serios progresos en astronáutica? Y si no los han hecho, es imposible que tengan algo parecido a una nave gravítica. Podemos ir prácticamente desarmados, pero aunque nos persiguiesen con un acorazado, no podrían alcanzarnos. No, no estamos indefensos.

—Pueden haber progresado mentalmente. Podría ser que el Mulo fuese un Espacial…

Trevize se encogió de hombros, con clara irritación.

—El Mulo puede ser cualquier cosa. Los gaianos lo describieron como un gaiano aberrante. También es considerado como un mutante ocasional.

—También se ha especulado —dijo Pelorat—, aunque desde luego no debe tomarse en serio, con que era un artefacto mecánico. Dicho en otras palabras, un robot, mas no se empleaba este término.

—Si hay algo que parezca mentalmente peligroso, tendremos que confiar en que Bliss lo neutralice. Puede hacerlo… A propósito, ¿está durmiendo?

—Antes, un rato —dijo Pelorat—, pero se estaba levantando cuando vine aquí.

—Levantándose, ¿eh? Bueno, tendrá que estar completamente despierta si empieza a ocurrir algo. Cuida tú de esto, Janov.

—Sí, Golan —dijo Pelorat sencillamente.

Trevize volvió su atención al ordenador.

—Hay algo que me preocupa mucho: las estaciones de entrada. Generalmente, son señal segura de que un planeta está habitado por seres humanos poseedores de una elevada tecnología. Pero estas…

—¿Qué tienen de extraño?

—Varias cosas. En primer lugar, son muy antiguas. Pueden tener miles de años. En segundo lugar, no hay radiaciones, salvo termales.

—¿Qué son termales?

La radiación termal es emitida por cualquier objeto más caliente que lo que le rodea. Es una sintonía conocida y consiste en una ancha franja de radiación que sigue una pauta fija dependiente de la temperatura. Eso es lo que están radiando las estaciones de entrada. Si hay aparatos fabricados por humanos en funcionamiento a bordo de las estaciones, tiene que filtrarse alguna radiación no termal, no casual. Como sólo existen radiaciones termales, podemos presumir que las estaciones están vacías, tal vez desde hace miles de años, o bien que, si están ocupadas, será por gente con una tecnología tan avanzada en este sentido que no hay filtraciones de radiación.

—Tal vez —dijo Pelorat— el planeta tenga una civilización muy alta, pero las estaciones de entrada se hallan vacías porque los colonizadores hemos dejado al planeta en paz durante tanto tiempo que ya no temen que los visitemos.

—Quizá sí. O tal vez se trate de una trampa.

Bliss entró en ese momento, y Trevize, que la vio por el rabillo del ojo, dijo bruscamente:

—Sí, aquí estamos.

—Ya lo veo —repuso ella—, y sin cambiar de órbita. Me he dado cuenta.

—Golan toma precauciones, querida —se apresuró a explicar Pelorat—. Las estaciones de entrada parecen abandonadas y no estamos seguros de lo que eso puede significar.

—No tenéis de qué preocuparos —dijo Bliss, con indiferencia—. No hay señales detectables de vida inteligente en el planeta que estamos sobrevolando.

Trevize le dirigió una mirada de asombro.

—¿Qué estás diciendo? Antes…

—Antes dije que había vida animal en el planeta, y la hay, pero ¿en qué lugar de la galaxia te enseñaron que la vida animal implica necesariamente vida humana?

—¿Por qué no dijiste eso cuando detectamos vida animal por primera vez?

—Porque a aquella distancia, me resultaba imposible saberlo. Apenas podía detectar el rumor inconfundible de la actividad animal, pero su intensidad era tan débil que no habría podido distinguir una mariposa de un ser humano.

—¿Y ahora?

—Ahora estamos mucho más cerca, y aunque quizás imaginasteis que dormía, no era así…, o al menos, dormí muy poco. Estuve escuchando, a pesar de que esta palabra no sea la apropiada, con toda la atención posible, por si podía captar alguna señal de actividad mental lo bastante compleja para indicar la presencia de seres inteligentes.

—¿Y no captaste ninguna?

—Supongo —repuso Bliss, con súbita prudencia— que, si no detecto nada a esta distancia, es imposible que haya más de unos pocos cientos de seres humanos en el planeta. Si nos acercamos un poco, podré juzgarlo con más exactitud.

—Bueno, esto cambia las cosas —dijo Trevize, un poco confuso.

—Creo que sí —admitió Bliss, que parecía claramente soñolienta y, por ende, irritable—. Puedes olvidarte de analizar la radiación, y de inferir, y deducir, y de todo lo demás que has estado haciendo. Mis sentidos gaianos funcionan con mucha más eficacia y seguridad. Tal vez ahora comprendas lo que quiero decir cuando afirmo que es mejor ser gaiano que Aislado.

Trevize esperó antes de responder, esforzándose visiblemente en dominar su mal humor. Cuando habló, lo hizo en un tono cortés y casi formal:

—Te agradezco la información. Sin embargo, debes comprender, para usar una analogía, que la idea de mejorar mi sentido del olfato sería motivo insuficiente para que me decidiese a abandonar mi condición humana y convertirme en un sabueso.

Ahora, pudieron ver el Mundo Prohibido, cuando pasaron por debajo de la capa de nubes y comenzaron a navegar en la atmósfera. Parecía curiosamente apolillado.

Las regiones polares estaban heladas, como cabría esperar, pero no eran extensas. Las partes montañosas aparecían áridas, con ocasionales glaciares, pero tampoco de gran extensión. Eran pequeñas zonas desiertas muy desparramadas.

Aparte de eso, el planeta se veía, en potencia, hermoso. Sus zonas continentales eran muy grandes, pero sinuosas, de manera que había largas playas y ricas llanuras costeras muy extensas; frondosos bosques tropicales y también los propios de los climas templados, todos ellos bordeados de prados, y, sin embargo, el aspecto apolillado de su naturaleza resultaba evidente.

Desperdigados entre los bosques había sectores casi áridos, y partes de los prados eran poco herbosas.

—¿Alguna plaga vegetal? —se preguntó, extrañado, Pelorat.

—No —respondió Bliss pausadamente—. Algo peor que eso, y más permanente.

—Yo he visto muchos planetas —comento Trevize—, pero ninguno como este.

—Yo, sin embargo, muy pocos —dijo Bliss—, pero comparto los pensamientos de Gaia y sé que esto es lo que cabe esperar de un mundo en el que la Humanidad ha desaparecido.

—¿Por qué? —preguntó Trevize.

—Piénsalo —respondió Bliss con aspereza—. Ningún mundo habitado disfruta un verdadero equilibrio ecológico. La Tierra tiene que haberlo tenido en su origen, pues si fue el mundo en que la Humanidad evolucionó, tuvo que haber largos períodos en los que esta no existió ni tampoco especie alguna capaz de desarrollar una tecnología avanzada y de modificar el medio ambiente. En tal caso, debió imperar un equilibrio natural y, desde luego, cambiante. Sin embargo, en todos los otros mundos habitados, los seres humanos han transformado cuidadosamente sus nuevos medios y establecido vida vegetal y animal, pero el sistema ecológico que introducen está expuesto al desequilibrio, ya que sólo posee un número limitado de especies, únicamente aquellas que los seres humanos desean, o que no pueden dejar de…

—¿Sabes lo que me recuerda esto? —dijo Pelorat—. Perdona la interrupción, Bliss, pero esto viene tan al caso que no puedo resistir la tentación de comentártelo antes de que se me olvide. Existe un antiguo mito sobre la creación, un mito según el cual la vida fue creada en un planeta y sólo la tuvieron un número limitado de especies, las útiles o agradables para la Humanidad. Entonces, los primeros seres humanos hicieron alguna tontería (no importa lo que fuese, viejo amigo, porque los antiguos mitos suelen ser simbólicos e inducen a confusión si se interpretan literalmente) y el suelo del planeta fue maldito. «También te dará cardos y espinas» fue la maldición, aunque el pasaje suena mejor en el galáctico arcaico en que fue escrito. Pero la cuestión estriba en si se trató realmente de una maldición. Plantas que no les gustan a los seres humanos y son rechazadas por estos, como las espinas y los cardos, pueden convertirse en necesarias para el equilibrio ecológico.

Bliss sonrió.

—Es sorprendente, Pel, que todo te recuerde alguna leyenda, y lo instructivas que estas resultan a veces. Los seres humanos, al reformar un mundo, eliminan las espinas y los cardos, sean estos lo que fueren, y entonces tienen que trabajar para que el mundo funcione. No se trata de un organismo que se mantiene por sí mismo, como Gaia. Más bien, es una agrupación heterogénea de Aislados, pero no lo bastante heterogénea para que el equilibrio ecológico se mantenga por tiempo indefinido. Si la Humanidad desaparece, el sistema ecológico del mundo, al carecer de unas manos que lo guíen, empieza inevitablemente a desintegrarse de forma inevitable. El planeta se autorreforma.

—Si ocurre algo así, no sucede rápidamente —dijo Trevize, escéptico—. Este planeta puede haber estado libre de seres humanos desde hace veinte mil años, pero, sin embargo, la mayor parte de él parece estar todavía en plena actividad.

—Eso depende, en primer lugar, de cómo fue establecido en su día el equilibrio ecológico —repuso Bliss—. Si empezó bien, puede durar mucho tiempo aunque no haya seres humanos. A fin de cuentas, veinte mil años, a pesar de ser un período muy largo desde el punto de vista humano, es breve comparado con el tiempo de vida de un planeta.

—Supongo que, si el planeta ha degenerado, podemos estar seguros de que no hay seres humanos —dijo Pelorat mientras observaba la vista planetaria con suma atención.

—Sigo sin detectar actividad mental a ese nivel —repuso Bliss—, por lo que también presumo que no los hay. En cambio, existe el continuo zumbido de grados más bajos de conciencia, pero lo bastante altos para corresponder a aves y mamíferos. A pesar de todo, no estoy segura de que estos indicios basten para demostrar que los seres humanos han desaparecido por completo. Un planeta puede deteriorarse, aunque existan seres humanos en él, si la sociedad es anormal y no comprende la importancia de preservar el medio ambiente.

—Semejante sociedad sería destruida rápidamente —adujo Pelorat—. Me parece imposible que los seres humanos no comprendan la importancia de conservar los factores que los mantienen vivos.

—Yo no tengo tanta fe en la razón humana, Pel —dijo Bliss—. Creo perfectamente concebible que, cuando una sociedad planetaria está compuesta por Aislados nada más, las preocupaciones locales, e incluso individuales, pueden prevalecer fácilmente sobre los intereses planetarios.

—A mí me parece tan inconcebible como a Pelorat —intervino Trevize—. En realidad, dado que existen millones de planetas habitados por el hombre y ninguno de ellos se ha deteriorado por completo, el miedo que te produce el aislacionismo puede ser exagerado, Bliss.

La nave pasó del hemisferio iluminado al oscuro. El efecto fue el correspondiente a un rápido crepúsculo seguido de una oscuridad total, salvo por la luz de las estrellas cuando el cielo está despejado. La nave mantuvo su altitud teniendo minuciosamente en cuenta la presión atmosférica y la intensidad de la gravitación. Aquella altura era demasiado grande para tropezar con algún macizo montañoso elevado, pues el planeta pasaba por una fase en que no se habían producido surgimientos de montañas recientemente. Sin embargo, el ordenador tanteaba la ruta con sus dedos de microondas, por si acaso.

Trevize contempló la aterciopelada noche y dijo reflexivamente:

—Me parece que la prueba más convincente de que el planeta está deshabitado es la ausencia de toda luz visible en el lado oscuro. Ninguna sociedad tecnológica soportaría esa oscuridad. En cuanto volvamos al hemisferio iluminado, descenderemos más.

—¿Qué ganaremos con eso? —preguntó Pelorat—. Ahí abajo no hay nada.

—¿Quién ha dicho que no hay nada?

—Bliss. Y tú también.

—No, Janov. Yo he dicho que no hay radiación de origen tecnológico y Bliss nos ha informado de que no hay señales de actividad mental humana; pero eso no significa que no haya nada. Aunque no haya seres humanos en el planeta, seguro que habrá vestigios de alguna clase.

Busco información, Janov, y los restos de una tecnología pueden serme útiles.

—¿Después de veinte mil años? —Pelorat elevó el tono de su voz—. ¿Qué crees que puede conservarse después de veinte mil años? No habrá películas, ni documentos, ni papeles impresos; el metal se habrá oxidado, la madera podrido y el plástico granulado. Incluso las piedras se habrán erosionado y deshecho.

—Tal vez no sean veinte mil años —dijo pacientemente Trevize—. Mencioné ese tiempo como el periodo más largo en que puede haber estado deshabitado el planeta, pues, según la leyenda comporelliana, este mundo floreció en aquel tiempo. Pero supongamos que los últimos seres humanos murieron o desaparecieron o huyeron de aquí hace mil años.

Llegaron al otro extremo del hemisferio oscuro y amaneció y brilló el sol casi de forma instantánea.

La Far Star descendió y redujo su marcha hasta que los detalles de la superficie del planeta resultaron claramente visibles. Ahora aparecieron con toda claridad las pequeñas islas que salpicaban las costas continentales. La mayor parte de ellas estaban cubiertas de verde vegetación.

—Me parece que tendríamos que estudiar las zonas deterioradas en particular. Yo diría que los lugares en que hubo más concentración de seres humanos tuvieron que ser aquellos de peor equilibrio ecológico. Esas zonas podrían ser el núcleo del creciente deterioro. ¿Qué dices tú, Bliss?

—Es posible. En todo caso, a falta de un conocimiento definido, podemos muy bien observar los lugares donde la visibilidad es más fácil. Los herbazales y los bosques habrán hecho desaparecer casi todos los vestigios de habitación humana; por consiguiente, buscar en ellos podría convertirse en una pérdida de tiempo.

—Pienso que un mundo podría establecer un equilibrio eventual con lo que tiene —dijo Pelorat—, haciendo que nuevas especies evolucionaran. Y las zonas malas podrían colonizarse de nuevo sobre otra base.

—Es posible, Pel —dijo Bliss—. Esto dependería, en primer lugar, de lo desequilibrado que el mundo estuviese; y para que un planeta cicatrice de sus heridas y consiga un nuevo equilibrio a través de la evolución, serían necesarios más de veinte mil años. Se necesitarían millones.

La Far Star no giraba ya alrededor del planeta. Volaba lentamente sobre una franja de quinientos kilómetros de anchura de brezos y aulagas, con ocasionales arboledas.

—¿Qué os parece eso? —preguntó Trevize de pronto, señalando con el dedo.

La nave se detuvo y quedó flotando, inmóvil, en el aire. Se oyó un grave pero continuo zumbido al acelerarse los motores gravíticos para neutralizar el campo de gravitación del planeta casi por entero.

No había mucho que ver en el lugar que Trevize señalaba. Unos montículos de tierra y hierba dispersa era cuanto había.

—Yo no veo nada de particular —observó Pelorat.

—Allí hay algo ordenado en líneas rectas. Unas líneas paralelas, y pueden distinguirse otras más débiles que forman ángulo recto con aquellas. ¿Lo veis? ¿Lo veis? Eso no puede darse en ninguna formación natural. Es arquitectura humana, restos de cimientos y paredes tan claros como si estas se encontrasen todavía en pie.

—Supongamos que sea así —dijo Pelorat—. No son más que ruinas. Si queremos llevar a cabo una investigación arqueológica, tendremos que cavar y excavar. Los profesionales tardarían años en hacerlo como es debido.

—Sí, pero nosotros no tenemos tiempo de hacerlo como es debido. Eso puede ser el débil perfil de una antigua ciudad, y tal vez quede algo de ella en pie. Sigamos aquellas líneas y veamos a dónde nos conducen.

Cerca de uno de los bordes de la zona, en un lugar donde los árboles eran un poco más espesos, vieron unas paredes que aún se sostenían en pie…, al menos en parte.

—No está mal para empezar —dijo Trevize—. Aterrizaremos aquí.