VI. La naturaleza de la Tierra

Trevize se sentía casi como drogado, y se preguntaba cuánto tiempo había transcurrido.

Junto a él, Mitza Lizalor, ministra de Transportes, yacía tumbada de bruces, vuelta la cabeza a un lado, abierta la boca y roncando a pierna suelta. Trevize se alegró de ello. Confió en que, cuando se despertase, observara que había estado durmiendo.

Él se moría de ganas de descansar, pero sabía que era importante no hacerlo. Ella no debía despertarse y verle dormido. Tenía que darse cuenta de que, mientras había estado sumida en la inconsciencia, él había aguantado. Ella esperaría esa resistencia de un hombre inmoral, criado en la Fundación y, en aquel momento, era mejor no defraudarla.

En cierto modo, se encontraba satisfecho de su actuación. Había previsto, correctamente, que Lizalor, dados su vigor y su corpulencia, su poder político, su desdén por los comporellianos con quienes se había acostado, su mezcla de horror y fascinación por las historias (¿qué historias habría oído?, se preguntó Trevize) sobré las hazañas sexuales de los decadentes de Términus, querría que alguien la dominase. Y tal vez había esperado incluso que él lo hiciera, sin ser capaz de expresar su deseos y sin esperanzas.

Él había actuado en esta creencia y, por fortuna, no se había equivocado. Trevize, el hombre que estaba siempre en lo cierto, rio para sus adentros). Había complacido a la mujer, y dirigiendo, al mismo tiempo las acciones de manera que tendiesen a agotarla a ella, dejándole a él relativamente descansado.

No había sido fácil. Mitza tenía un cuerpo maravilloso (cuarenta y seis años según ella, pero una atleta de veinticinco no se habría avergonzado de tener un cuerpo como el suyo) y una energía enorme, superada solo por el imprudente brío con que la había derrochado.

Ciertamente, si fuese capaz de amansarla y enseñarle moderación; si la práctica (¿sobreviviría él mismo a esa práctica?) mejorase el sentido de la mujer de sus propias capacidades y, sobre todo, de las de él, podría ser agradable que…

Los ronquidos cesaron de pronto y ella se movió. Trevize apoyó una mano sobre el hombro femenino que tenía más cerca y le dio unas ligeras palmaditas. Ella abrió los ojos. Trevize estaba apoyado sobre un codo y se esforzó en parecer descansado y lleno de vida.

—Me alegro de que hayas descansado —dijo—. Lo necesitabas.

Ella sonrió, todavía soñolienta, y Trevize temió por un momento que sugiriese una repetición de sus actividades; pero sólo se dio la vuelta para ponerse boca arriba.

—Te juzgué correctamente desde el principio —murmuró, con voz satisfecha—. Sexualmente, eres un rey.

—Hubiese tenido que ser más moderado —repuso Trevize, y trató de parecer modesto.

—Tonterías. Lo hiciste muy bien. Temía que hubieses agotado tus fuerzas con esa joven, aunque me aseguraste que nada habías tenido nada que ver con ella. Es verdad, ¿eh?

—¿A ti qué te parece? ¿He actuado como un varón saciado, siquiera a medias?

—No, claro que no. —Y rio estrepitosamente.

—¿Piensas todavía en las Sondas Psíquicas?

—¿Estás loco? —rio ella de nuevo—. ¿Cómo querría perderte ahora?

—Sin embargo, sería mejor que me perdieses por un tiempo…

—¿Qué? —dijo ella, frunciendo el ceño.

—Si me quedase aquí de un modo permanente, mi…, querida mía ¿cuánto tiempo tardaría la gente en empezar a observamos y a murmurar? En cambio, si siguiese adelante con mi misión, tendría que regresar periódicamente para informarte, y, entonces, sería natural que permaneciésemos juntos durante un tiempo… Y mi misión es importante.

Ella reflexionó rascándose distraídamente la cadera derecha.

—Creo que tienes razón —dijo después—. Me fastidia esta idea…, Creo que estás en lo cierto.

—Y no debes pensar que no volveré —añadió Trevize—. No soy tan insensato como para olvidar lo que estará esperándome aquí.

Ella sonrió, le acarició la mejilla y dijo, mirándole a los ojos:

—¿Te ha resultado agradable, amor mío?

—Mucho más que agradable, querida.

—Sin embargo, tú eres de la Fundación. Un hombre de Términus en la flor de la juventud. Debes estar acostumbrado a toda clase de mujeres, llenas de habilidad…

—Nunca conocí a ninguna, a ninguna, que pudiese compararse contigo ni remotamente —dijo Trevize, con una energía que nada le costó, pues, a fin de cuentas, decía la verdad.

—Bueno, si tú lo dices… —murmuró amablemente Lizalor—. Sin embargo, genio y figura hasta la sepultura, ¿sabes?, y no puedo confiar en la palabra de un hombre sin que me dé alguna garantía. Tú y tu amigo Pelorat podréis salir para desempeñar vuestra misión, en cuanto me digas cuál es y yo la haya aprobado, pero la joven se quedará aquí.

Será bien tratada, no temas, pero supongo que el doctor Pelorat estaría ansioso de verla y cuidará de que regreséis a menudo a Comporellon, suponiendo que tu entusiasmo por esta misión te tiente a prolongar demasiado tus ausencias.

—Pero eso es imposible, Lizalor.

—¿De veras? —dijo mientras el recelo se pintaba al punto en sus ojos—. ¿Por qué es imposible? ¿Para qué necesitas a esa mujer?

—No para acostarme con ella. Te lo he dicho, y es la pura verdad. Pertenece a Pelorat y no me interesa sexualmente. Además, estoy seguro de que se le partiría el espinazo si intentase lo que tú has realizado con tanta facilidad.

Lizalor iba a sonreír, pero se contuvo y dijo severamente:

—Entonces, ¿por qué te importa si se queda o no en Comporellon?

—Porque es esencial para nuestra misión. Debe venir con nosotros.

—Bueno, ¿y de qué misión se trata? Ya va siendo hora de que me lo digas.

Trevize vaciló sólo un instante. Tendría que decirle la verdad. No se le ocurría ninguna mentira que pudiese resultar convincente.

—Escucha —dijo—. Comporellon puede ser un mundo viejo, incluso estar incluido entre los más viejos, pero no es el más viejo. La vida humana no tuvo su origen aquí. Los primeros seres humanos vinieron desde otro mundo, y tal vez la vida humana tampoco nació en aquel, sino que llegó de otro distinto, y de otro. Dicho en pocas palabras, estos sondeos en los tiempos pasados tienen que acabar: debemos encontrar el primer mundo, el mundo de origen de la especie humana. Estoy buscando la Tierra.

Se sobresaltó al ver el súbito cambio que se produjo en Mitza Lizalor.

Esta abrió mucho los ojos, su respiración se volvió agitada y todos los músculos de su cuerpo parecieron ponerse rígidos sobre la cama.

Levantó los brazos con rigidez, los dedos índice y medio de cada mano, clavados.

—Lo has nombrado —susurró ella, con voz ronca.

No dijo nada más; ni lo miró. Bajó los brazos lentamente, sacó las piernas de la cama y se sentó, dándole la espalda. Trevize permaneció inmóvil donde se encontraba.

Recordó las palabras de Munn Li Compor, cuando estaban los dos en el desierto centro turístico de Sayshell. Le parecía estar oyendo lo que dijo de su propio planeta ancestral, el mismo en el que Trevize se encontraba ahora: «Son muy supersticiosos acerca de esto. Cada vez que mencionan la palabra, levantan las dos manos y cruzan los dedos para evitar el maleficio».

—Pero era inútil recordarlo a posteriori.

—¿Cómo hubiese debido decirlo, Mitza? —murmuró.

Ella sacudió la cabeza ligeramente. Después se levantó y se dirigió a una puerta. La cerró a su espalda y, al cabo de un momento, se oyó ruido de agua.

Trevize no tuvo más remedio que esperar, preguntándose si debería unirse con ella en la ducha, pero decidiendo que no sería conveniente hacerlo. Y, en cierto modo, merced a la impresión de que la ducha le era negada, al instante, experimentó la necesidad de tomar una. Ella salió al fin, en silencio, y empezó a coger su ropa.

—¿Te importaría si…? —comenzó Trevize.

Ella no le respondió y él interpretó su silencio como señal de aquiescencia. Al dirigirse al cuarto de baño, procuró adoptar un aire desenvuelto y varonil, aun cuando se sentía extraño, como en los días en que su madre, ofendida por alguna travesura de él, lo castigaba con su silencio, haciendo que se estremeciese debido a la inquietud.

Ya en el pequeño recinto de lisas paredes, miró a su alrededor. Allí no había nada.

Abrió la puerta de nuevo y sacó la cabeza.

—Escucha —dijo—, ¿qué debo hacer para abrir la ducha?

Ella dejó el desodorante (al menos Trevize pensó que esa era su función), se dirigió al cuarto de la ducha y señaló hacia la pared. Trevize siguió la dirección del dedo y observó una mancha redonda y débilmente rosada, como si el diseñador no hubiese querido estropear la lisa blancura sólo por darle un toque funcional.

Trevize se encogió de hombros, se acercó a la pared y tocó la mancha.

Sin duda eso era lo que se debía hacer, pues, al cabo de un momento, sintió una rociada de agua procedente de todas las direcciones. Con la respiración entrecortada, tocó de nuevo aquel punto y la ducha cesó.

Abrió la puerta, sabiendo que su prestigio había descendido varios grados, porque temblaba tan fuerte que le costaba articular las palabras.

—¿Qué hay que hacer para que salga agua caliente? —gimió.

Ahora ella lo miró y, por lo visto, su aspecto pudo más que su irritación (o su miedo, o cualquier otra emoción penosa), pues rio entre dientes y después soltó una carcajada.

—¿Qué agua caliente? —preguntó—. ¿Crees que vamos a malgastar la energía para calentar el agua con que nos lavamos? Esa agua está templada, ha perdido su frialdad. ¿Qué más quieres? ¡Qué blanduchos sois los terminianos! ¡Vuelve ahí dentro y dúchate!

Trevize vaciló, pero no por mucho tiempo, ya que estaba claro que no tenía alternativa.

De muy mala gana tocó de nuevo aquel punto rosado y esta vez tensó su cuerpo para recibir la helada rociada. ¿Agua tibia? Vio que se formaba espuma sobre su cuerpo y lo frotó con rapidez, pensando que era el ciclo de lavado y presumiendo que no duraría mucho.

Entonces empezó el ciclo de aclarado. ¡Oh, el agua estaba templada!

Bueno, tal vez no templada, pero menos fría, dándole esa impresión a su cuerpo completamente helado. Entonces, cuando se disponía a tocar la mancha rosada para cerrar la ducha y se preguntaba cómo había podido secarse Lizalor si allí no había ninguna toalla o cosa que se le pareciese, el agua dejó de manar. Fue seguida de una corriente de aire tan fuerte que sin duda le habría derribado de no haberlo recibido de varias direcciones al mismo tiempo.

El aire era caliente, casi demasiado. Trevize sabía que para calentar el aire se requería menos energía que para hacerlo con el agua. El aire caliente hizo que su piel quedase seca y, a los pocos minutos, Trevize salió de la ducha como si nunca se hubiese mojado en su vida.

Lizalor parecía haberse recobrado completamente.

—¿Te sientes bien? —preguntó.

—Muy bien —respondió Trevize. En realidad, se encontraba asombrosamente relajado—. Lo único que tenía que hacer era prepararme para esa temperatura. Tú no me advertiste…

—Gallina —dijo Lizalor, con ligero desdén.

Trevize empleó el desodorante y después empezó a vestirse, advirtiendo que ella se había cambiado de ropa interior, cosa que él no podía hacer.

—¿Cómo hubiese debido llamar a…, a aquel mundo? —preguntó.

—Nosotros le llamamos el Más Viejo.

—¿Cómo iba yo a saber que el nombre que le di estaba prohibido? ¿Acaso me lo habías dicho?

—¿Me lo habías preguntado?

—¿Cómo iba yo a saberlo?

—Bien, ahora ya lo sabes.

—Puedo olvidarlo.

—Será mejor que eso no ocurra.

—¿Qué importancia tiene? —preguntó Trevize, sintiendo que empezaba a irritarse—. No es más que una palabra, un sonido.

—Hay palabras que no deben pronunciarse —dijo Lizalor severamente—. ¿Empleas tú todas las que conoces en cualquier circunstancia?

—Algunas palabras son vulgares; otras, inadecuadas; y algunas pueden resultar ofensivas en determinados casos. ¿A qué grupo pertenece la palabra que empleé?

—Es una palabra triste —dijo Lizalor—, solemne. Representa un mundo que fue antepasado de todos nosotros y que ya no existe. Esto es trágico, y lo sentimos porque aquel mundo se hallaba cerca de nosotros. Preferimos no hablar de él o, si debemos hacerlo, no pronunciar su nombre.

—¿Y por qué cruzaste los dedos? ¿Cómo mitiga eso la ofensa o la tristeza?

Lizalor se ruborizó.

—Fue una reacción automática, y no te doy las gracias por haberla provocado. Hay personas que creen que esa palabra, e incluso su idea, trae mala suerte…, y así tratan de protegerse de ella.

—¿Crees tú también que ese gesto evita la mala suerte?

—No… Bueno, sí, en cierto modo. Si no lo hago, me siento inquieta.

—No lo miró. Después, como ansiosa de cambiar de tema, dijo rápidamente: —¿Y qué tiene que ver esa mujer de negros cabellos con tu misión de alcanzar… el mundo que mencionaste?

—Di el Mas Viejo. ¿O prefieres no decir siquiera esto?

—Prefiero no hablar de él en absoluto. Pero te he hecho una pregunta.

—Creo que su pueblo llegó a su mundo actual como emigrante del Más Viejo.

—Lo mismo que nosotros —dijo Lizalor, con orgullo.

—Además, su pueblo tiene ciertas tradiciones que, según ella, son la clave para comprender el Más Viejo, pero sólo si llegamos a él y podemos estudiar sus anales.

—Mientes.

—Tal vez, mas debemos comprobarlo.

—Si tienes a esa mujer, con su conocimiento problemático, y quieres llegar al Mas Viejo con ella, ¿por qué has venido a Comporellon?

—Para descubrir la situación de ese mundo. Una vez tuve un amigo que, como yo mismo, era de la Fundación. Sin embargo, sus antepasados eran comporellianos y me aseguró que una parte importante de la Historia del Más Viejo se conservaba en Comporellon.

—¿Ah, sí? ¿Y te contó algo de esa Historia?

—Sí —dijo Trevize, apelando de nuevo a la verdad—. Dijo que el Más Viejo era un mundo muerto, completamente radiactivo. No sabía por qué, pero pensaba que podía ser como resultado de varias explosiones nucleares. Tal vez en una guerra.

—¡No! —exclamó Lizalor con energía.

—¿Quieres decir que no hubo guerra, o que el Más Viejo no es radiactivo?

—Lo es, pero no hubo guerra.

—Entonces, ¿cómo se volvió radiactivo? Al principio no era posible, ya que la vida humana empezó allí. De haberlo sido, no habría habido nunca vida en él.

Lizalor pareció vacilar. Estaba rígida y respiraba profundamente, casi jadeando.

—Fue un castigo —dijo—. Era un mundo que usaba robots. ¿Sabes lo que son robots?

—Sí.

—Tenían robots y fueron castigados por eso. Todos los mundos que los han empleado han sido castigados y han dejado de existir.

—¿Quién los castigó, Lizalor?

—El Que Castiga… Las fuerzas de la Historia… No lo sé. —Desvió la mirada, intranquila, y después dijo en voz más baja—: Pregúntalo a otros.

—Me gustaría hacerlo, pero ¿a quién voy a preguntar? ¿Hay personas en Comporellon que hayan estudiado Historia primitiva?

—Por supuesto. No son muy populares entre nosotros, los comporellianos corrientes, pero la Fundación, tu Fundación, insiste en la libertad intelectual, según la llaman.

—Una insistencia justa, en mi opinión —dijo Trevize.

—Todo lo que se impone desde fuera es malo —repuso Lizalor.

Trevize se encogió de hombros. De nada serviría discutir la cuestión.

—Mi amigo, el doctor Pelorat —dijo—, es historiador y estudia los tiempos primitivos. Estoy seguro de que le gustaría conocer a sus colegas de Comporellon. ¿Podrías tú facilitarle los nombres, Lizalor?

Ella asintió con la cabeza.

—Hay un historiador llamado Vasil Deniador, que reside en la Universidad de la ciudad. No da clases, pero puede deciros lo que vosotros queréis saber.

—¿Por qué no da clases?

—No lo tiene prohibido; sólo ocurre que los estudiantes no eligen su curso.

—Supongo —dijo Trevize, tratando de evitar un tono sarcástico— que se recomienda a los estudiantes que no lo elijan.

—¿Por qué tendrían que hacerlo? Ese hombre es un escéptico. También aquí los tenemos, ¿sabes? Son individuos que oponen sus mentes a los sistemas generales del conocimiento y que son lo bastante engreídos para pensar que sólo a ellos les asiste la razón y que la mayoría está equivocada.

—¿Y no podría ser así en algunos casos?

—¡Nunca! —gritó Lizalor, con una firmeza que dejó bien claro que toda ulterior discusión en aquel sentido sería inútil—. Y a pesar de todo su escepticismo, se verá obligado a deciros exactamente lo mismo que cualquier comporelliano os diría.

—¿Y es?

—Que si buscáis el Más Vieja no lo encontraréis.

En las habitaciones privadas que les habían sido asignadas, Pelorat escuchó a Trevize con atención, inexpresivo el largo y solemne semblante.

—¿Vasil Deniador? —dijo después—. No recuerdo haber oído hablar de él, pero es posible que encuentre escritos suyos en mi biblioteca de la nave.

—¿Estás seguro de que su nombre te resulta desconocido? ¡Piensa! —pidió Trevize.

—De momento no lo recuerdo —dijo Pelorat prudentemente—, pero, a fin de cuentas, mi querido amigo, puede haber cientos de estimables eruditos a los que yo no conozca…, o no recuerde.

—En todo caso, no puede ser muy eminente, o habrías oído hablar de él.

—El estudio de la Tierra…

—Acostúmbrate a decir el Más Viejo, Janov. De otra manera, complicarías las cosas.

—El estudio del Más Viejo —repitió Pelorat— no es una especialidad remuneradora en el mundo del conocimiento; por consiguiente, los eruditos de primera, incluso en el campo de la Historia primitiva, no tienden a dedicarse a ella. O, dicho de otra manera, los que lo han hecho no adquieren la suficiente celebridad, en un mundo falto de interés, para que les consideren eminentes, aunque lo sean. Yo estoy seguro de no serlo en la estimación de nadie.

—En la mía, Pel —dijo Bliss, con gran afecto.

—Sí, en la tuya sí, querida —repuso Pelorat, sonriendo ligeramente— pero no estás juzgando mi capacidad de erudito.

Era casi de noche, según el reloj, y Trevize se sintió un poco impaciente, como siempre que Bliss y Pelorat intercambiaban palabras de afecto.

—Trataré de concertar una entrevista con Deniador para mañana —dijo—, pero si sabe tan poco del asunto como la ministra, no ganaremos gran cosa.

—Puede que nos conduzca a alguien que nos sea más útil —adujo Pelorat.

—Lo dudo. La actitud de este mundo en lo tocante a la Tierra…, pero será mejor que también yo practique el eufemismo. La actitud de este mundo en lo tocante al Más Viejo es tonta y supersticiosa…

Bien, el día ha sido muy duro y deberíamos pensar en cenar, si es que podemos resistir su sosa cocina, y después en dormir un poco. ¿Habéis aprendido el funcionamiento de la ducha?

—Mi querido compañero —dijo Pelorat—, hemos sido tratados con suma amabilidad. Nos han dado toda clase de instrucciones, aunque la mayoría de ellas no las necesitábamos.

—Escucha, Trevize —dijo Bliss—, ¿qué hay de la nave?

—¿Qué quieres saber?

—¿Va a confiscarla el Gobierno comporelliano?

—No. Creo que no.

—¡Oh! Muy satisfactorio. ¿Por qué?

—Porque he persuadido a la ministra de que no lo hiciese y ha cambiado de idea.

—¡Asombroso! —exclamó Pelorat—. No parece una mujer fácil de persuadir.

—No sé —dijo Bliss—. Dada su mentalidad, estaba claro que se sentía atraída por Trevize.

Este miró a Bliss con súbita irritación.

—¿Hiciste eso, Bliss?

—¿A qué te refieres, Trevize?

—Quiero decir forzar su…

—En absoluto. Sin embargo, cuando advertí que se sentía atraída por ti, no pude resistir la tentación de provocar un par de inhibiciones en ella. No tuvo importancia, podrían haberse producido de todas maneras, y me pareció interesante asegurarme de su buena voluntad para contigo.

—¿Buena voluntad? ¡Fue más que eso! Se ablandó, sí, pero después del coito.

—No querrás decir, viejo… —dijo Pelorat.

—¿Por qué no? —le interrumpió Trevize, malhumorado—. Puede haber dejado atrás su primera juventud, pero conocía bien el arte. No es una principiante, te lo aseguro. Ni voy a dármelas de caballero y mentir a ese respecto. La idea fue suya, gracias al juego de Bliss con sus inhibiciones, y yo no me hallaba en condiciones de rehusar, aunque esa hubiese sido mi intención, que no lo era. Vamos, Janov, no me vengas con puritanismos. Hacía meses que yo no había tenido uva oportunidad. En cambio, tú… —E hizo un vago ademán en dirección a Bliss.

—Créeme, Golan —dijo Pelorat, confuso—. Si has interpretado mi expresión como puritana, te equivocas. No he puesto ninguna objeción.

—Pero ella sí es una puritana —dijo Bliss—. Yo quería predisponerla a tu favor, pero no conté con un paroxismo sexual.

—Pues eso fue exactamente lo que provocaste, pequeña y entrometida Bliss. Puede que la ministra considere necesario representar el papel de puritana en público, pero, si es así, parece que le sirve para atizar sus ardores.

—Y así, en el caso de que tú los mitigues, traicionará a la Fundación…

—Lo habría hecho de todos modos —dijo Trevize—. Quería la nave…

—Se interrumpió y preguntó en voz baja: —¿Nos estarán escuchando?

—No —dijo Bliss.

—¿Estás segura?

—Por completo. Es imposible penetrar en la mente de Gaia sin su autorización, sin que Gaia se de cuenta.

—En tal caso, Comporellon quiere la nave para él, como elemento valioso de su flota.

—La Fundación no lo permitiría.

—Comporellon no pretende que la Fundación se entere.

—¡Así sois los Aislados! La ministra trata de traicionar a la Fundación en favor de Comporellon y, en pago de una satisfacción sexual, muy pronto traicionará a Comporellon también. Y en cuanto a Trevize, venderá los servicios de su cuerpo alegremente, como manera de inducir a la traición. ¡Qué anarquía la de vuestra Galaxia! ¡Qué caos!

—Te equivocas, jovencita… —dijo fríamente Trevize.

—Respecto de lo que acabo de decir, no hablaba como jovencita, sino como Gaia. Soy toda Gaia.

—Entonces, te equivocas, Gaia. Yo no he vendido los servicios de mi cuerpo. Los he prestado de buen grado. Me ha gustado y no le he hecho daño a nadie. En cuanto a las consecuencias, creo que han sido buenas, desde mi punto de vista, y las acepto. Y si Comporellon quiere la nave para sus propios fines, ¿quién puede decir que no le asiste la razón? Es una nave de la Fundación, pero me fue entregada para buscar la Tierra. Es mía hasta que la búsqueda termine, y creo que la Fundación no tiene derecho a revocar su acuerdo. En cuanto a Comporellon, no le gusta el dominio de la Fundación y por eso sueña con la independencia. Según su manera de ver las cosas, encuentra correcto engañar a la Fundación, pues, para ellos, no es un acto de traición, sino de patriotismo. ¿Quién sabe?

—Exacto. ¿Quién sabe? Es una Galaxia anárquica, ¿cómo es posible distinguir las acciones razonables de las que no lo son? ¿Cómo decidir entre lo justo y lo injusto, el bien y el mal, la justicia y el delito, lo útil y lo inútil? ¿Y cómo explicas tú la traición de la ministra a su propio Gobierno, al dejar que conserves la nave? ¿Ansía su independencia personal en un mundo opresor? ¿Es una traidora o una patriota unipersonal?

—Si he de ser sincero —dijo Trevize—, no sé si se mostró dispuesta a dejarme conservar la nave sólo por agradecimiento al placer que yo le había dado. Creo más bien que tomó esa decisión cuando le dije que estaba buscando al Más Viejo. Para ella, es un mundo lleno de malos augurios, y nosotros, junto con la nave que empleamos en nuestra búsqueda, también lo somos. Me parece que siente que ha atraído la mala suerte sobre ella y sobre su mundo al intentar apoderarse de una nave que ahora mira con horror. Tal vez crea que, al dejarnos marchar a continuar nuestra empresa en nuestra nave, evita una desgracia a Comporellon y, de esta manera, realiza un acto patriótico.

—Si estuvieses en lo cierto, algo que dudo, Trevize, la superstición sería el resorte de la acción. ¿Admiras eso?

—No lo admiro, pero tampoco lo condeno. La superstición dirige la acción a falta de conocimiento. La Fundación cree en el «Plan Seldon», aunque, en nuestro reino, nadie puede comprenderlo, interpretar sus detalles o valerse de él para predecir el futuro. Lo seguimos a ciegas, por fe y por ignorancia, ¿no es eso superstición?

—Sí, tal vez.

—Y lo propio ocurre en Gaia. Vosotros creéis que yo he tomado la decisión correcta al considerar que Gaia debería absorber la Galaxia en un gran organismo, pero no sabéis por qué he de tener razón, ni si podéis acatar esa decisión sin correr peligro. Estáis dispuestos a seguir adelante, basándonos, únicamente, en vuestra ignorancia y vuestra fe, e incluso os molesta que yo trate de encontrar pruebas que eliminen esa ignorancia y hagan innecesaria la fe. ¿No es eso superstición?

—Me parece que te ha pescado, Bliss —intervino Pelorat.

—No lo creas —repuso ella—. O no encontrará nada en su búsqueda, o encontrará algo que confirma su decisión.

—Y para apoyar esta creencia —dijo Trevize—, sólo tienes ignorancia y fe. En otras palabras, ¡superstición!

Vasil Deniador era un hombre bajo, de facciones pequeñas, que miraba hacia arriba levantando los ojos sin mover la cabeza. Esto, combinado con las breves sonrisas que iluminaban su semblante periódicamente, le daba el aspecto de una persona que se burlaba en silencio del mundo.

Su despacho era largo y Estrecho y aparecía lleno de cintas magnetofónicas, terriblemente desordenadas al parecer, no porque hubiese alguna prueba concreta de ello, sino por el hecho de que no estaban colocadas al mismo nivel en sus compartimentos, de manera que los estantes tenían la apariencia de bocas con dientes desiguales. Los tres sillones que ofreció a sus visitantes, de modelos diferentes, no daban muestra de haber sido limpiados recientemente.

—Janov Pelorat, Golan Trevize y Bliss —dijo—. No tengo su apellido, señora.

—Generalmente, sólo me llaman Bliss —repuso ella, sentándose a continuación.

—A fin de cuentas, eso es suficiente —dijo Deniador, haciéndole un guiño—. Es usted lo bastante atractiva para que se le perdone carecer de apellido.

Una vez todos se hubieron sentado, Deniador dijo:

—He oído hablar de usted, doctor Pelorat, aunque no hayamos mantenido correspondencia. Usted es de la Fundación, ¿verdad? ¿De Términus?

—Sí, doctor Deniador.

—Y usted, consejero Trevize, creo que fue expulsado del Consejo y desterrado recientemente. Nunca he comprendido la razón.

—No he sido expulsado, señor. Sigo formando parte del Consejo aunque no sé cuándo volveré a desempeñar mis funciones. Tampoco me han desterrado en realidad. Tengo asignada una misión, sobre la cual deseamos consultarle.

—Con mucho gusto trataré de ayudarles —repuso Deniador—. Y la encantadora dama, ¿es también de Términus?

—Ella es de otra parte, doctor —dijo Trevize rápidamente.

—¡Ah! otra Parte…, un mundo muy curioso. Hay una gran cantidad de seres humanos oriunda de él. Pero, si ustedes dos son de la capital de la Fundación y el tercer miembro de su grupo es una joven atractiva, y teniendo en cuenta que Mitza Lazilor no se distingue por su simpatía hacia ninguna de ambas categorías, ¿a qué se debe que me los haya recomendado con tanto interés?

—Creo —contestó Trevize— que lo ha hecho para librarse de nosotros. Cuanto antes nos ayude usted, antes abandonaremos Comporellon.

Deniador miró a Trevize con interés (de nuevo aquella burlona Sonrisa) y dijo:

—Desde luego, un joven vigoroso como usted tenía que atraerla. Venga de donde viniere. Representa bien el papel de fría vestal, pero no a la perfección.

—No sé de qué me está hablando —repuso secamente Trevize.

—Y es mejor que no lo sepa. Al menos, en público. Pero yo soy un escéptico y, en mi condición de tal, no debo creer en las apariencias. Conque veamos, consejero, ¿cuál es su misión? Cuando me lo diga, sabré si puedo ayudarle.

—En eso —respondió Trevize—, el doctor Pelorat es nuestro portavoz. No tengo nada que oponer —dijo Deniador—. ¿Doctor Pelorat?

—Por emplear los términos más simples, mi querido doctor —dijo Pelorat—, he dedicado toda mi vida madura a tratar de conocer lo fundamental del mundo en que la especie humana tuvo su origen, y fui enviado con mi buen amigo Golan Trevize, aunque este lo ignoraba entonces, a descubrir, si podíamos, el…, bueno, el Más Viejo, creo que lo llaman ustedes.

—¿El Más Viejo? —preguntó Deniador—. Supongo que se está refiriendo a la Tierra.

Pelorat se quedó boquiabierto. Después, dijo, balbuceando ligeramente: —Tenía la impresión…, es decir, me habían dado a entender…, pensé que no se debía… —Miró a Trevize, bastante desconcertado.

—La ministra Lizalor me dijo que esta palabra no se usaba en Comporellon —aclaró Trevize.

—¿Quiere usted decir que hizo algo como esto?

Deniador torció la boca hacia abajo, frunció la nariz hacia arriba, extendió los brazos hacia delante y cruzó los dedos índice y medio de cada mano.

—Sí —dijo Trevize—, esto fue, exactamente.

Deniador se tranquilizó y se echó a reír.

—Tonterías, caballeros. Lo hacemos por costumbre, aunque es muy posible que en las regiones atrasadas lo hagan en serio; pero, en todo caso, carece de importancia. No conozco a ningún comporelliano que no diga «Tierra» cuando está enfadado o sorprendido. Es el vulgarismo más corriente que usamos al hablar.

—¿Vulgarismo? —exclamó débilmente Pelorat.

—O palabrota, si lo prefiere.

—Sin embargo —dijo Trevize—, la ministra pareció muy indignada cuando pronuncié esta palabra.

—Bueno, ella es una mujer de la montaña.

—¿Qué significa eso señor?

—Lo que dice. Mitzá Lizalor es de la Cordillera Central. Allí educan a los niños según la que llaman buena y antigua crianza, lo cual quiere decir que, por mucha instrucción que adquieran después, nunca se les podrá quitar la costumbre de cruzar los dedos.

—Entonces, la palabra «Tierra» no le inquieta a usted en absoluto, ¿verdad doctor? —dijo Bliss.

—En absoluto, querida señora. Yo soy un Escéptico.

—Sé lo que significa la palabra «escéptico» en galáctico —dijo Trevize—, pero ¿en qué sentido la emplea usted?

—En el mismo que usted, consejero. Sólo acepto aquello que las pruebas lógicas me obligan a aceitar y aún mantengo en suspenso dicha aceptación hasta que otras pruebas me lo confirmen. Lo cual hace que no seamos muy populares.

—¿Por qué? —preguntó Trevize.

—No lo seríamos en ningún caso. ¿Cuál es el mundo cuyos moradores no prefieren una cómoda, agradable y antigua creencia, por ilógica que parezca, al viento helado de la incertidumbre? Piense en cómo creen ustedes en el «Plan Seldon», sin ninguna prueba.

—Sí —admitió Trevize, mirándose las puntas de los dedos—. Precisamente puse ese ejemplo la noche pasada.

—¿Puedo volver a nuestro tima, querido amigo? —dijo Pelorat—. ¿Qué se sabe de la Tierra que sea aceptable para un Escéptico?

—Muy poco —respondió Deniador—. Podemos presumir que la especie humana evolucionó en un solo planeta, ya que es de todo punto improbable que las mismas especies, idénticas hasta el punto de poder fructificar las unas con las otras se desarrollasen en numerosos mundos, o incluso en sólo dos de ellos, independientemente. Podemos elegir llamar Tierra a este mundo de origen, Aquí existe la creencia general de que la Tierra se encuentra situada en este rincón de la Galaxia, pues aquí los mundos son muy viejos y es probable que los primeros en ser colonizados estuviesen cerca, y no lejos, de la Tierra.

—¿Y tiene la Tierra alguna característica única, además de ser el planeta de origen? —preguntó ansiosamente Pelorat.

—¿En qué está pensando? —dijo Deniador, con una de sus fáciles sonrisas.

—En su satélite, al que algunos llaman Luna. Sería extraordinario, ¿verdad?

—Esta es una cuestión importante, doctor Pelorat. Puede darme mucho que pensar.

—No he dicho en qué sería extraordinaria la Luna.

—En su tamaño, por supuesto. ¿He acertado? Si, ya veo que si.

Todas las leyendas sobre la Tierra hablan de su gran variedad de especies vivas y de su enorme satélite, con tres mil o tres mil quinientos kilómetros de diámetro. La variedad de seres vivos se puede aceptar con facilidad, ya que se habría producido a través de la evolución biológica, si es exacto lo que sabemos de ese proceso. Pero un satélite gigante resulta más difícil de aceptar. Ningún otro mundo habitado de la Galaxia tiene uno semejante. Los grandes satélites aparecen asociados invariablemente con los gigantes gaseosos deshabitados e inhabitados.

Por consiguiente, como Escéptico que soy, prefiero no aceptar la existencia de la Luna.

—Si la Tierra es única en la posesión de millones de especies —dijo Pelorat—, ¿no podría serlo también en lo que respecta a un satélite gigante? Lo primero podría implicar lo segundo.

Deniador sonrió.

—No veo por qué la existencia de millones de especies en la Tierra tendría que crear un satélite gigante de la nada.

—Bien, mirémoslo al revés. Tal vez un satélite gigante podría haber contribuido a crear esos millones de especies.

—Tampoco lo veo claro.

—¿Y qué opina usted de la radiactividad de la Tierra? —preguntó Trevize.

—Eso se comenta en todas partes; todo el mundo lo cree.

—Pero —dijo Trevize— la Tierra no pudo ser tan radiactiva que impidiese la vida en ella durante los miles de millones de años en que hubo seres vivos allí. ¿Cómo adquirió la radiactividad? ¿Una guerra nuclear?

—Esta es la opinión más corriente, consejero Trevize.

—Por su manera de decirlo, sospecho que usted no lo cree.

—No hay pruebas de que tal guerra se produjese. La creencia común, aunque sea universal, no representa una prueba por sí sola.

—¿Qué más pudo ocurrir?

—No existen pruebas de que ocurriese nada. La radiactividad podría ser una leyenda inventada, como la del gran satélite.

—¿Cuál es la versión más aceptada de la Historia de la Tierra? —dijo Pelorat—. Durante mi carrera profesional, he recogido numerosas leyendas antiguas, muchas de las cuales se refieren a un mundo llamado Tierra o algo parecido. No tengo ninguna de Comporellon, salvo la vaga mención de un tal Benbally que vino de ninguna parte, según las leyendas comporellianas.

—No debe extrañarse por ellas. Nosotros no solemos exportar nuestras leyendas, y me extraña que haya encontrado referencias a Benbally. Otra superstición.

—Pero usted no es supersticioso y no vacilaría en hablar sobre ello, ¿verdad?

—Verdad —reconoció el pequeño historiador, mirando a Pelorat—. Cierto que esto contribuiría mucho, quizá peligrosamente, a mi impopularidad, pero ustedes tres se marcharán pronto de Comporellon y supongo que no me citarán como fuente de información.

—Tiene usted nuestra palabra de honor —dijo Pelorat.

—Entonces, oigan un resumen de lo que se supone que ocurrió, despojado de elementos sobrenaturales o moralistas. La Tierra existió como único mundo de seres humanos durante un período de tiempo inconmensurable, y, entonces, hace unos veinte o veinticinco mil años, la especie humana inició los viajes interestelares por medio del Salto hiperespacial y colonizó un grupo de planetas.

Los colonizadores de esos planetas se valieron de robots, que habían sido inventados en la Tierra antes de los tiempos del viaje hiperespacial y… A propósito, ¿saben ustedes lo que son los robots?

—Sí —dijo Trevize—. Nos lo han preguntado más de una vez, sabemos lo que son.

—Los colonizadores con una sociedad robotizada por completo, desarrollaron una alta tecnología y alcanzaron una longevidad extraordinaria. Y despreciaron su mando ancestral. Según las versiones más dramáticas de la historia, dominaron y oprimieron a ese mundo.

Más tarde, la Tierra envió un nuevo grupo de colonizadores, en el que los robots estaban prohibidos. De los nuevos mundos, Comporellon fue uno de los Primeros. Nuestros patriotas insisten en que fue el primero. Pero no existen pruebas que un Escéptico pueda aceptar. El primer grupo de colonizadores se extinguió y…

—¿Por qué se extinguió ese primer grupo, doctor Deniador? —le interrumpió Trevize.

—¿Por qué? Nuestros románticos en general se imaginan que fueron castigados a causa de sus crímenes por «El Que Castiga», aunque nadie se toma el trabajo de decir por qué esperó tanto tiempo. Pero no hay que recurrir a cuentos de hadas. Es fácil deducir que una sociedad que depende por completo de los robots se vuelve muelle y decadente, debilitándose Y muriendo de puro aburrimiento o, más sutilmente, por perder la voluntad de vivir. La Segunda ola de colonizadores, sin robots, vivió y se adueñó de toda la galaxia. Pero la Tierra se volvió radiactiva y se fue perdiendo de vista poco a poco. Generalmente, esto es atribuido a que también había robots en la Tierra, ya que los primeros colonizadores eran partidarios de ellos.

Bliss, que había escuchado el relato con visible impaciencia, dijo:

—Bueno, doctor Deniador, con radiactividad o sin ella, y cualesquiera que fuesen las olas de colonizadores, la cuestión crucial es bien sencilla. ¿Dónde se encuentra la Tierra exactamente? ¿Cuáles son sus coordenadas?

—La respuesta a esta pregunta es: No lo sé —dijo Deniador—. Pero se ha hecho la hora de almorzar. Puedo pedir que nos traigan el almuerzo. Y así continuar discutiendo sobre la Tierra todo el tiempo que ustedes quieran.

—¿No lo Sabe? —preguntó Trevize, alzando el tono y la intensidad de su voz.

—En realidad, que yo sepa, nadie les dará la respuesta, pues se desconoce.

—Pero eso es imposible.

—Consejero —dijo Deniador, suspirando con suavidad—, si usted quiere decir que la verdad es imposible está en su derecho; pero no le llevará a ninguna parte.