La localización de un objetivo en el gran mundo de Trántor presenta un problema único en la Galaxia. No hay continentes ni océanos que identificar desde mil quinientos kilómetros de distancia; no hay ríos, lagos ni islas que puedan verse a través de las nubes.
El mundo cubierto de metal era —había sido— una ciudad colosal, y únicamente el viejo palacio imperial podía ser identificado fácilmente por un extranjero desde el espacio exterior. La Bayta describió círculos sobre el mundo, casi a la misma altura que lo acostumbraba a hacer un coche aéreo, en su repetida y afanosa búsqueda.
Desde las regiones polares, donde la capa de hielo que cubría las torres de metal era una sombría evidencia del deterioro o abandono de la maquinaria acondicionadora del clima, se dirigieron hacia el sur. Ocasionalmente podían experimentar con las correlaciones —o presuntas correlaciones— entre lo que veían y lo que mostraba el mapa incompleto obtenido en Neotrántor.
Pero fue inconfundible cuando lo encontraron. La grieta en la capa de metal del planeta tenía setenta kilómetros. El insólito follaje se extendía sobre cientos de kilómetros cuadrados, en cuyo centro se ocultaba la delicada gracia de las antiguas residencias imperiales.
La nave Bayta revoloteó y se orientó lentamente. Sólo las enormes supercalzadas podían guiarles. Largas y rectas flechas en el mapa; lisas y resplandecientes cintas en la superficie que había debajo de ellos.
Llegaron por cálculo aproximado a lo que en el mapa figuraba como el área de la Universidad, y la nave descendió sobre lo que un día debió ser un bullicioso cosmódromo.
Fue cuando se sumergieron en el océano de metal que la aparente belleza vista desde el aire se transformó en las tétricas ruinas que quedaron tras el Gran Saqueo. Las torres estaban truncadas, los lisos muros tenían grandes agujeros, y vieron por un instante un área de tierra desnuda, oscura y arada, que debía tener varios centenares de hectáreas.
Lee Senter esperó a que la nave se posara cautelosamente. Era una nave extraña, que no procedía de Neotrántor; en su interior exhaló un suspiro. Las naves extranjeras y los tratos confusos con hombres del espacio exterior podían significar el fin de los cortos días de paz, un retorno a los viejos y grandiosos tiempos de batallas y muerte. Senter era el jefe del Grupo; los libros antiguos estaban a su cargo y había leído sobre los tiempos en que fueron editados. No quería que volvieran.
Tal vez transcurrieron diez minutos hasta que la extraña nave quedó definitivamente posada en la llanura, y durante ese tiempo le asaltaron recuerdos de aquellos lejanos días. Vio primero la inmensa granja de su infancia, que perduraba en su memoria como el lugar donde trabajaba mucha gente. Luego vio la emigración de las familias jóvenes hacia nuevas tierras. Entonces él contaba diez años; era hijo único, y estaba perplejo y asustado.
Después, los edificios nuevos; las grandes planchas metálicas que tuvieron que ser retiradas y partidas; la tierra que quedó al descubierto tuvo que ser trabajada, abonada y reforzada; las viejas construcciones fueron derribadas y algunas transformadas en viviendas.
Hubo que sembrar y recoger la cosecha; establecer relaciones pacíficas con las granjas vecinas…
Hubo crecimiento y expansión bajo la tranquila eficiencia del autogobierno. Llegó una nueva generación de niños fuertes nacidos en aquellas tierras. Y, por fin, el gran día en que fue elegido jefe del Grupo; y por primera vez desde que cumpliera dieciocho años no se afeitó y contempló cómo aparecía el primer vello de su Barba de Jefe.
Y ahora aquella intrusión podía poner fin al breve idilio del aislamiento…
La nave aterrizó. Vio en silencio cómo se abría el portillo. Salieron cuatro personas, cautelosas y vigilantes. Había tres hombres, diferentes, extraños; uno viejo, uno joven, otro flaco y narigudo. Y una mujer que caminaba junto a ellos como su igual. Se tocó la negra y poblada barba mientras salía a su encuentro.
Hizo el gesto universal de paz, adelantando ambas manos, con las duras y encallecidas palmas hacia arriba.
El joven se acercó dos pasos e imitó su gesto.
—Vengo en son de paz.
El acento era extraño, pero las palabras fueron comprensibles y amables. Replicó con voz profunda:
—Que así sea. Sed bien venidos a la hospitalidad del Grupo. ¿Tenéis hambre? Comeréis. ¿Tenéis sed? Beberéis.
Lentamente llegó la respuesta:
—Agradecemos tu bondad y daremos un buen informe de tu Grupo cuando volvamos a nuestro mundo.
Una respuesta extraña, pero buena. Tras él, los hombres del Grupo sonreían, y las mujeres aparecieron frente a los huecos de los edificios circundantes.
En su propia morada, sacó de su escondite la caja de cristal cerrada con llave y ofreció a cada uno de sus huéspedes los largos y gruesos cigarros reservados para las grandes ocasiones. Delante de la mujer, vaciló. Se había sentado entre los hombres. Era evidente que los extranjeros permitían, incluso esperaban, aquella desfachatez. Rígidamente, le ofreció la caja.
Ella aceptó uno con una sonrisa, y aspiró el humo aromático con toda la fruición que era de esperar. Lee Senter reprimió una escandalizada emoción.
La conversación, forzada, que precedió a la comida, versó cortésmente sobre el tema agrícola de Trántor.
Fue el viejo quien preguntó:
—¿Y las instalaciones hidropónicas? Seguramente, en un mundo como Trántor, podrían ser la solución.
Senter meneó la cabeza con lentitud. Se sentía inseguro. Sus conocimientos sólo se referían a los libros que había leído.
—¿Está hablando de un cultivo artificial con productos químicos? No, no sirve en Trántor. Estas instalaciones requieren un mundo industrial, por ejemplo, una gran industria química. Y en la guerra o el desastre, cuando la industria se paraliza, la gente se muere de hambre. Además, no todos los alimentos pueden cultivarse artificialmente. Algunos pierden su poder nutritivo. El suelo es barato, aún mejor, y siempre es más seguro.
—¿Y su cosecha de alimentos es suficiente?
—Suficiente, sí; tal vez sea monótona. Tenemos gallinas ponedoras y animales que nos dan leche; pero nuestro suministro de carne depende de nuestro comercio exterior.
—¿Comercio? —El joven pareció repentinamente interesado—. Así que ustedes comercian. Pero ¿qué exportan?
—Metal —fue la tajante respuesta—. Mire a su alrededor. Tenemos una cantidad inagotable, y ya fabricada. Vienen con naves desde Neotrántor, derriban el área indicada, con lo cual aumenta nuestro suelo cultivable, y nos dejan a cambio carne, fruta enlatada, concentrados de alimentos, maquinaria agrícola, etc. Se llevan el metal y las dos partes salimos ganando.
Comieron pan y queso, y un estofado de verduras que era realmente delicioso. Mientras comían el postre de fruta congelada, el único elemento importado del menú, los extranjeros fueron, por primera vez, algo más que meros huéspedes. El joven mostró un mapa de Trántor.
Lee Senter lo estudió con calma. Escuchó y replicó gravemente:
—Los terrenos de la Universidad son un área estática. Nosotros los granjeros no cultivamos en ella. Incluso preferimos no pisarla. Es una de las escasas reliquias del pasado que deseamos conservar intacta.
—Nosotros buscamos la ciencia. No tocaríamos nada. Nuestra nave sería nuestro rehén —propuso el viejo, ansiosa y febrilmente.
—Entonces, les llevaré hasta allí —dijo Senter.
Aquella noche los extranjeros durmieron, y mientras tanto Lee Senter envió un mensaje a Neotrántor.