Era un axioma el hecho de que el elemento conocido como «ciencia pura» fuese la más libre forma de vida de la Fundación. En una Galaxia donde el predominio —e incluso la supervivencia— de la Fundación continuaba basándose en la superioridad de su tecnología, aun después de su acceso al poder físico un siglo y medio atrás, cierta inmunidad rodeaba al científico. Se le necesitaba, y él lo sabía.
También era natural que Ebling Mis —sólo aquellos que no le conocían agregaban sus títulos a su nombre— representara la más libre forma de vida de la «ciencia pura» de la Fundación. En el mundo donde la ciencia era respetada, él era El Científico, con mayúsculas. Se le necesitaba, y él lo sabía.
Y por eso ocurrió que cuando otros doblaron la rodilla, él se negó a hacerlo, añadiendo en voz alta que sus antepasados no habían doblado la rodilla ante ningún asqueroso alcalde. Además, en tiempos de sus antepasados, los alcaldes eran elegidos y destituidos a voluntad, y las únicas personas que heredaban algo por derecho de nacimiento eran los idiotas congénitos.
Y así ocurrió que cuando Ebling Mis decidió permitir a Indbur III que le honrase con una audiencia, no esperó a que la rígida serie de autoridades presentase su solicitud y le transmitiese la respuesta favorable, sino que, después de echarse sobre los hombros la menos ajada de sus dos chaquetas de gala y calarse de lado sobre la cabeza un estrambótico sombrero de peculiar diseño, encendió un cigarro, lo cual estaba prohibido, e irrumpió, pese a las airadas protestas de dos guardas vociferantes, en el palacio del alcalde.
La primera noticia que este último tuvo de la intrusión fue una creciente algarabía de insultos y la estrepitosa respuesta en forma de maldiciones inarticuladas.
Indbur, que se hallaba en el jardín, abandonó su pala, se enderezó y frunció el ceño, todo ello con idéntica lentitud. Porque Indbur III se permitía una pausa diaria en su trabajo, y durante dos horas, después del mediodía, si el tiempo era benigno, permanecía en el jardín. En él crecían las flores en parterres cuadrados y triangulares, dispuestas en rígidas hileras de rojo y amarillo, con pequeñas manchas de violeta en los extremos y verde follaje en los bordes. Cuando se hallaba en su jardín nadie osaba molestarle… ¡nadie!
Indbur se quitó los guantes manchados de barro y avanzó hacia la pequeña puerta del jardín. Inevitablemente, preguntó:
—¿Qué significa todo esto?
Es la pregunta exacta, con las palabras exactas, que han sido proferidas en ocasiones similares por una increíble variedad de hombres desde que la humanidad fue creada. No se sabe que se hayan proferido jamás con otra intención que la de causar un efecto digno.
Pero la respuesta fue contundente esta vez, pues el cuerpo de Mis cruzó violentamente el umbral con un rugido, al tiempo que se desasía de las manos, que aún sujetaban los restos de su capa.
Indbur, con expresión severa y disgustada, ordenó a los guardas que se fueran, y Mis se agachó para recoger su sombrero destrozado, lo sacudió para limpiarlo de tierra, se lo puso bajo el brazo y dijo:
—Escuche, Indbur, esos incalificables esbirros suyos tendrán que pagarme una capa y un sombrero nuevos. Mire cómo me los han dejado. —Resopló y se secó la frente con un gesto ligeramente teatral.
El alcalde estaba rígido por la contrariedad, y replicó con altivez:
—No se me ha comunicado, Mis, que haya usted solicitado una audiencia. Y estoy seguro de no habérsela concedido.
Ebling Mis miró al alcalde con expresión de profunda sorpresa.
—Por la Galaxia, Indbur, ¿no recibió mi nota ayer? Se la entregué hace dos días a un presumido con uniforme color púrpura. Se la hubiera entregado a usted personalmente, pero sé cuánto le gustan los formalismos.
—¡Los formalismos! —Indbur le miró con exasperación, y después añadió convincentemente—: ¿Ha oído hablar alguna vez de la necesaria organización? En ocasiones sucesivas tendrá que solicitar una audiencia, redactada por triplicado, y entregarla en la oficina gubernamental establecida a este fin. Entonces esperará hasta que le llegue el turno y se le notifique la hora de la audiencia concedida. Se presentará a ella correctamente vestido, correctamente, ¿me comprende? Y con el debido respeto, además. Ahora ya puede irse.
—¿Qué tienen de malo mis ropas? —preguntó Mis indignado—. Llevaba mi mejor capa hasta que esos incalificables maníacos clavaron sus garras en ella. Me iré en cuanto haya transmitido el mensaje por el que he venido hasta aquí. ¡Por la Galaxia!, si no se tratara de una crisis de Seldon me marcharía inmediatamente.
—¡Una crisis de Seldon! —Indbur no pudo disimular su interés.
Mis era realmente un gran psicólogo; un demócrata, patán y rebelde, desde luego, pero psicólogo al fin. En su incertidumbre, el alcalde ni siquiera pudo expresar con palabras el dolor que sintió de improviso cuando Mis arrancó una flor, se la llevó a la nariz y la tiró con desagrado.
Indbur dijo fríamente:
—¿Quiere seguirme? El jardín no fue hecho para conversaciones serias.
Se sintió mejor en su butaca ante la enorme mesa, desde donde podía mirar los escasos cabellos que no lograban ocultar el cráneo rosado de Mis. Se sintió también mucho mejor cuando Mis lanzó una serie de miradas automáticas a su alrededor buscando una silla, inexistente, y tuvo que permanecer en pie. Y experimentó casi una sensación de felicidad cuando, en respuesta a una cuidadosa pulsación del contacto correcto, un funcionario con librea entró, se inclinó ante el alcalde y depositó sobre la mesa un abultado volumen encuadernado en metal.
—Ahora —dijo Indbur, una vez más dueño de la situación—, a fin de abreviar en lo posible esta entrevista no autorizada, comuníqueme su mensaje con el mínimo de palabras.
Ebling Mis contestó pausadamente:
—¿Sabe qué estoy haciendo estos días?
—Tengo sus informes aquí —replicó el alcalde con satisfacción—, junto con sus autorizados resúmenes. Tengo entendido que sus investigaciones sobre las matemáticas de la psicohistoria tienen como objeto duplicar el trabajo de Hari Seldon y, eventualmente, seguir la pista del proyectado curso de la historia futura, para uso de la Fundación.
—Exacto —asintió Mis con sequedad—. Cuando Seldon estableció la Fundación fue lo bastante sabio como para no incluir a psicólogos entre los científicos aposentados aquí, de modo que la Fundación siempre ha avanzado a ciegas por el curso de la necesidad histórica. Durante mis investigaciones me he basado en gran parte en insinuaciones halladas en la Bóveda del Tiempo.
—Estoy enterado de ello, Mis. Es una pérdida de tiempo repetirlo.
—No estoy repitiendo nada —replicó Mis—, porque lo que voy a decirle no figura en ninguno de estos informes.
—¿Qué quiere decir con eso de que no está en los informes? —preguntó estúpidamente Indbur—. ¿Cómo es posible…?
—¡Por la Galaxia! Déjeme contarlo a mi manera, pequeña criatura ofensiva. No hable por mi boca ni replique a cada frase mía o saldré de aquí inmediatamente y dejaré que todo se derrumbe a su alrededor. Recuerde, incalificable necio, que la Fundación perdurará porque así ha de ser, pero si yo salgo ahora mismo de aquí, usted no perdurará.
Después de tirar al suelo su sombrero, lo que levantó una nube de polvo, saltó los peldaños del entarimado sobre el que se hallaba la enorme mesa y apartando con violencia unos papeles, se sentó en su borde.
Indbur pensó frenéticamente en llamar al guarda o usar los lanzarrayos ocultos en la mesa. Pero el rostro de Mis estaba atento frente al suyo, y no podía hacer otra cosa que resignarse con dignidad a la situación.
—Doctor Mis —empezó con vacilante formalidad—, debe usted…
—¡Cierre la boca —replicó ferozmente Mis— y escúcheme! Si eso que tiene aquí —y descargó con fuerza la palma de la mano sobre el metal de la carpeta— es un resumen garabateado de mis informes, tírelo. Cualquier informe que yo escribo pasa a través de veinte o más funcionarios, llega hasta usted, y después vuelve a caer en manos de veinte funcionarios más. Esto está muy bien si no hay nada que quiera mantener en secreto. Pero hoy traigo algo confidencial, tan confidencial que ni siquiera los muchachos que trabajan conmigo se han enterado de ello. Han hecho el trabajo, naturalmente, pero sólo un fragmento cada uno… y yo los he juntado. ¿Sabe usted qué es la Bóveda del Tiempo?
Indbur asintió con la cabeza, pero Mis continuó, disfrutando mucho de la situación:
—Bueno, se lo diré de todos modos porque he estado imaginando durante mucho tiempo esta situación incalificable en una Galaxia; y sé leer en su mente, insignificante hipócrita. Tiene la mano derecha cerca de un pequeño botón que a la más leve presión hará entrar a unos quinientos hombres armados para liquidarme, pero tiene miedo de lo que yo sé… tiene miedo de una Crisis Seldon. Aparte de que, si toca algo de su mesa, yo le machacaré el cráneo antes de que alguien pueda entrar. Al fin y al cabo, usted, el bandido de su padre y el pirata de su abuelo, ya han chupado la sangre a la Fundación durante bastante tiempo.
—Esto es… traición —tartamudeó Indbur.
—Ciertamente —asintió Mis—, pero ¿qué puede hacer para evitarla? Voy a hablarle de la Bóveda del Tiempo. La Bóveda del Tiempo es lo que Hari Seldon instaló aquí al principio para ayudarnos a superar los momentos difíciles. Seldon preparó para cada crisis un simulacro personal para ayudarnos… y explicárnosla. Cuatro crisis hasta ahora… y cuatro apariciones. La primera vez apareció en el punto álgido de la primera crisis. La segunda vez lo hizo enseguida tras la evolución favorable de la segunda crisis. Nuestros antepasados estuvieron allí para escucharle las dos veces. En la tercera y cuarta crisis fue ignorado, probablemente porque no le necesitábamos, pero investigaciones recientes, que no están incluidas en los informes que usted tiene, indican que sí apareció, y además lo hizo en los momentos adecuados. ¿Lo comprende?
No esperó la respuesta. Tiró finalmente la colilla de su cigarro, húmedo y apagado, buscó otro y lo encendió. El humo salió con violencia. Prosiguió:
—Oficialmente, he estado intentando reconstruir la ciencia de la psicohistoria. Verá, ningún hombre va a hacerlo solo, ni es un trabajo de un solo siglo. Pero he hecho progresos en los elementos más simples y he podido usarlos como excusa para introducirme en la Bóveda del Tiempo. Lo que he logrado hacer implica la determinación, hasta un grado suficiente de certeza, de la fecha en que se producirá la próxima aparición de Hari Seldon. Puedo darle el día exacto, en otras palabras, en que la inminente Crisis Seldon, la quinta, alcanzará su apogeo.
—¿Falta mucho? —preguntó tensamente Indbur.
Y Mis hizo explotar su bomba con alegre despreocupación:
—¡Cuatro meses! —dijo—. Cuatro incalificables meses… menos dos días.
—Cuatro meses —murmuró Indbur con insólita vehemencia—. Imposible.
—¿Imposible? ¡Ya veremos!
—¿Cuatro meses? ¿Comprende lo que esto significa? Si una crisis ha de llegar dentro de cuatro meses, es necesario que se haya estado preparando durante años.
—¿Y por qué no? ¿Existe alguna ley de la naturaleza que requiera que el proceso madure a la luz del día?
—Pero nada nos amenaza, al menos no hay nada que lo indique. —Indbur, en su ansiedad, casi se retorció las manos. Con una repentina recrudescencia de su ferocidad, gritó—: ¿Quiere apartarse de mi mesa para que pueda ponerla en orden? ¿Cómo espera que piense?
Mis, sorprendido, se levantó pesadamente y se apartó.
Indbur colocó los objetos en sus lugares apropiados, con movimientos febriles. Habló con rapidez:
—No tiene derecho a presentarse aquí de este modo. Si hubiera mostrado su teoría…
—No es una teoría.
—Yo digo que sí lo es. Si la hubiera mostrado junto con su evidencia y argumentos, de manera apropiada, hubiera ido a la Oficina de Ciencias Históricas. Ahí hubiera sido tratada adecuadamente, me hubieran sometido los análisis resultantes y después, naturalmente, se habrían tomado las medidas que hacen al caso. De este modo me ha importunado usted sin necesidad. ¡Ah, aquí está!
Tenía en la mano una hoja de papel plateado y transparente que agitó ante la cara del psicólogo.
—Esto es un corto resumen que preparo yo mismo, semanalmente, sobre los asuntos extranjeros pendientes. Escuche: hemos completado las negociaciones de un tratado comercial con Mores, proseguimos las negociaciones para otro similar con Lyonesse, hemos enviado una delegación a unas celebraciones de Bonde, hemos recibido una queja de Kalgan y prometido tenerla en consideración, hemos protestado por ciertas prácticas comerciales ilegales de Asperta y allí nos han asegurado tenerlo en cuenta, etcétera. —Los ojos del alcalde recorrieron la lista de anotaciones en clave, y entonces colocó cuidadosamente la hoja en su lugar adecuado, en la carpeta adecuada y en el casillero adecuado—. Se lo aseguro, Mis, no hay absolutamente nada que no respire orden y paz…
La puerta del extremo opuesto de la habitación se abrió y, de modo demasiado dramático para sugerir algo que no fuese la vida real, hizo su aparición un individuo sin la indumentaria de protocolo.
Indbur se incorporó. Tuvo esa sensación curiosamente vertiginosa de irrealidad que suele flotar en los días en que ocurren demasiadas cosas. Tras la intrusión y las salvajes invectivas de Mis, se producía ahora otra intrusión igualmente indecorosa, y, por consiguiente, perturbadora, esta vez por parte de su secretario, de quien cabía esperar que conocía el reglamento.
El recién llegado hizo una profunda genuflexión.
Indbur le interpeló bruscamente:
—¿Qué ocurre?
El secretario habló, mirando al pavimento:
—Excelencia, el capitán Han Pritcher de Información, que ha regresado de Kalgan, en desobediencia a vuestras órdenes, ha sido encarcelado, siguiendo instrucciones previas (vuestra orden X20-513) y espera su ejecución. Sus acompañantes están detenidos para su interrogatorio. Se ha extendido un informe completo.
Indbur, desesperado, rectificó:
—Se ha recibido un informe completo. ¿Qué más?
—Excelencia, el capitán Pritcher ha informado, vagamente, de peligrosos designios por parte del nuevo señor guerrero de Kalgan. De acuerdo con vuestras instrucciones previas (orden X20-651), no se le ha tomado declaración formal, pero se han anotado sus observaciones y redactado un informe completo.
—Se ha recibido ese informe completo. ¿Qué más? —gritó Indbur.
—Excelencia, hace un cuarto de hora se han recibido informes de la frontera saliniana. Naves identificadas como kalganianas han entrado en territorio de la Fundación sin la debida autorización. Las naves van armadas. Ha habido lucha.
El secretario casi tocaba el suelo. Indbur permanecía en pie. Ebling Mis se adelantó hacia el secretario y le dio una palmada en el hombro.
—Váyase y diga que pongan en libertad a ese capitán Pritcher y lo traigan aquí. ¡Fuera!
El secretario salió y Mis se dirigió al alcalde:
—¿No sería mejor que pusiera la maquinaria en marcha, Indbur? Cuatro meses, recuérdelo.
Indbur permaneció inmóvil, con la mirada fija. Sólo un dedo parecía tener vida, y dibujaba temblorosos triángulos sobre la lisa superficie de la mesa.