13. Teniente y bufón

Si desde una distancia de siete mil parsecs, la caída de Kalgan en poder de los ejércitos del Mulo había producido reverberaciones que excitaron la curiosidad de un viejo comerciante, las aprensiones de un fiel capitán y el enojo de un alcalde meticuloso, entre el pueblo de Kalgan no produjo nada ni excitó a nadie. Es una lección invariable a la humanidad que la distancia en el tiempo, y asimismo en el espacio, da perspectiva a las cosas. A propósito, no consta en ninguna parte que la lección haya sido aprendida de modo permanente.

Kalgan era… Kalgan. Era el único planeta de aquel cuadrante de la Galaxia que no parecía saber que el Imperio había caído, que los Stannell ya no gobernaban, que la grandeza se había extinguido y que la paz brillaba por su ausencia.

Kalgan era el mundo del lujo. Mientras el resto de la humanidad se derrumbaba, él mantenía su integridad como productor de placer, comprador de oro y vendedor de ocio.

Escapaba a las duras vicisitudes de la historia, porque, ¿qué conquistador querría destruir, o tan siquiera perjudicar, a un mundo tan lleno de dinero contante y sonante que podía comprar la inmunidad para sí?

Sin embargo, incluso Kalgan se convirtió finalmente en cuartel general de un señor guerrero, y su idiosincrasia tuvo que ajustarse a las exigencias de la guerra.

Sus junglas amansadas, sus playas finamente modeladas y sus alegres y clamorosas ciudades vibraron al paso de mercenarios importados y ciudadanos curiosos. Los mundos de su provincia habían sido armados y su dinero invertido en naves de guerra y no en sobornos, por primera vez en su historia. Su gobernante probó sin duda alguna que estaba decidido a defender lo que era suyo, y ansioso por conquistar lo que era de otros.

Era un hombre grande de la Galaxia, hacedor de la paz y la guerra, constructor de un Imperio y establecedor de una dinastía.

Y un desconocido que llevaba un ridículo apodo le había conquistado a él, a sus armas, a su naciente Imperio, y ni siquiera había librado una sola batalla.

Así pues, Kalgan volvió a ser lo que era, y sus ciudadanos uniformados se apresuraron a reanudar su antigua vida, mientras los extranjeros profesionales de la guerra se fusionaban fácilmente con las nuevas bandas recién surgidas.

De nuevo, como siempre, se organizaron las elaboradas cacerías de lujo de la cultivada vida animal de las junglas que nunca se cobraban una vida humana; y las cacerías de pájaros en veloces naves, lo cual era fatal para las grandes aves.

En las ciudades, los vividores de la Galaxia podían elegir la variedad de placer que más convenía a sus bolsas, desde los etéreos palacios del espectáculo y la fantasía, que abrían sus puertas a las masas por el módico precio de medio crédito, hasta los anónimos y discretos antros entre cuyos clientes habituales sólo se contaban los millonarios.

En la vasta población, Toran y Bayta cayeron como dos gotas insignificantes. Registraron su nave en el gigantesco hangar común de la Península Oriental, y se dirigieron hacia el ambiente intermedio de la clase media, el mar interior, donde los placeres aún eran legales, e incluso respetables, y las multitudes no estaban demasiado amontonadas.

Bayta llevaba gafas oscuras contra la luz, y un ligero vestido blanco contra el calor. Se abrazó las rodillas con los brazos morenos, apenas más dorados por el sol natural, y contempló con la mirada firme y abstraída el cuerpo de su marido tendido a su lado, que casi centelleaba bajo el esplendor del sol.

—No te excedas —le había dicho al principio, ya que Toran procedía de una moribunda estrella roja. Pese a haber pasado tres años en la Fundación, la luz del sol era un lujo para él; y desde hacía cuatro días su piel, tratada previamente para resistir la fuerza de los rayos, no conocía otra prenda que los pantalones cortos.

Bayta se acurrucó junto a él sobre la arena y empezaron a hablar en susurros.

La voz de Toran tenía un tono de desaliento cuando habló sin cambiar de posición:

—Admito que no hemos conseguido nada. Pero ¿dónde está? ¿Quién es? Este mundo demente no dice nada de él. Quizá ni siquiera existe.

—Existe —replicó Bayta sin mover los labios—. Es inteligente, eso es todo. Y tu tío tiene razón. Es un hombre que podríamos utilizar… si aún hay tiempo.

Tras una corta pausa, Toran murmuró:

—¿Sabes qué estaba haciendo, Bay? Sumiéndome en un estupor solar. Las cosas se ven con tanta nitidez… tanta dulzura. —Su voz casi se extinguió, y luego volvió a oírse—: Recuerda lo que decía en la Universidad el doctor Amann, Bay. La Fundación no puede perder nunca, pero esto no significa que no puedan perder sus dirigentes. ¿Acaso no empezó la verdadera historia de la Fundación cuando Salvor Hardin expulsó a los enciclopedistas y conquistó el planeta Términus como el primer alcalde? Y al siglo siguiente, ¿no obtuvo el poder Hober Mallow con métodos casi igualmente drásticos? Los dirigentes fueron vencidos dos veces, de modo que puede conseguirse. ¿Por qué no hemos de hacerlo nosotros?

—Es el más viejo argumento de los libros, Torie. Tu sueño es una pérdida de tiempo.

—¿Tú crees? Piénsalo. ¿Qué es Haven? ¿No es parte de la Fundación? Es sencillamente parte del proletariado externo, por decirlo así. Si nosotros llegamos a ser eficaces, será todavía la Fundación quien venza, y sólo perderán los dirigentes actuales.

—Hay mucha diferencia entre «podemos» y «haremos». Sólo estás soñando despierto.

Toran hizo una mueca.

—Vamos, Bay, estás en uno de tus momentos malos. ¿Por qué quieres estropearme la diversión? Voy a dormitar un rato, si no te importa.

Bayta levantó la cabeza, y de improviso, se echó a reír y se quitó las gafas para mirar hacia la playa, con la palma de la mano protegiéndose los ojos.

Toran levantó la vista, se incorporó y siguió la mirada de ella.

Al parecer contemplaba una escuálida figura que, con los pies en el aire, se paseaba sobre sus manos para divertir a un grupo de curiosos. Era uno de los numerosos mendigos acróbatas de la playa, cuyas flexibles articulaciones se doblaban y contorsionaban para ganar unas monedas.

Un guarda de la playa le hacía señas para que siguiera su camino, y con sorprendente equilibrio sobre una sola mano, el bufón se llevó un pulgar a la nariz. El guarda avanzó amenazadoramente, y fue derribado por un pie que le golpeó en el estómago. El bufón se enderezó sin interrumpir el ritmo de sus contorsiones iniciales y se alejó, mientras el enfurecido guarda era obstaculizado por una muchedumbre que no le agradecía su intervención.

El bufón siguió su torpe paseo por la playa. Rozó a mucha gente, vaciló a menudo, pero no se detuvo en ninguna parte. La muchedumbre se dispersó. El guarda se había ido.

—Es un tipo cómico —dijo Bayta, divertida, y Toran asintió con indiferencia. Ahora el bufón estaba lo bastante cerca como para ser visto con claridad. En su rostro delgado destacaba una voluminosa nariz cuyo extremo carnoso casi se antojaba prensil. Sus largos y esbeltos miembros y su cuerpo huesudo, acentuado por el traje, se movían con agilidad y gracia, pero daba la impresión de que estaban descoyuntados.

Mirarle significaba reírse.

El bufón pareció repentinamente consciente de sus miradas, porque se detuvo después de haber pasado y, con un rápido giro, se acercó. Sus grandes ojos marrones se clavaron en Bayta.

Ésta se sintió desconcertada.

El bufón sonrió, lo cual aumentó la tristeza de su rostro delgado, y cuando habló lo hizo con las suaves y elaboradas frases de los Sectores Centrales.

—Si utilizara el ingenio que los buenos espíritus me dieron —dijo—, entonces diría que esta dama no puede existir, pues ¿qué hombre en su sano juicio llamaría al sueño realidad? Sin embargo, yo preferiría no ser cuerdo y prestar crédito a mis ojos hechizados.

Bayta abrió mucho los suyos, exclamando:

—¡Vaya!

Toran se rio.

—¡Conque eres una hechicera! Adelante, Bay, eso merece una moneda de cinco créditos. Dásela.

Pero el bufón se adelantó con un salto.

—No, señora mía, no me juzguéis mal. No he hablado por dinero, sino por unos ojos brillantes y un rostro bello.

—Vaya, gracias —y dijo a Toran—: ¿No crees que el sol habrá ofuscado su vista?

—Pero no sólo por ojos y rostro —continuó el bufón, hablando con rapidez creciente—, sino también por una mente clara y firme… y bondadosa, por añadidura.

Toran se puso en pie, cogió la bata blanca que había llevado colgada del brazo durante cuatro días y se cubrió con ella.

—Veamos, compañero —dijo—; será mejor que me digas lo que quieres y dejes de importunar a la señora.

El bufón retrocedió un paso, asustado, encorvando su huesudo cuerpo.

—No ha sido mi intención ofenderla. Soy un extraño aquí, y dicen que mi mente no rige bien; pero puedo leer en los rostros. Tras la belleza de esta dama hay un corazón bondadoso, y él me ayudaría en mi zozobra. Por eso hablo con tanta osadía.

—¿Se aliviará tu zozobra con cinco créditos? —preguntó Toran con sequedad, alargando la moneda.

Pero el bufón no se movió para tomarla, y Bayta dijo:

—Déjame hablarle, Torie. —Y añadió deprisa y en voz baja—: No hay por qué ofenderse ante su tonta manera de hablar. Es su dialecto; y probablemente nuestra lengua también sea extraña para él.

Preguntó al bufón:

—¿Cuál es tu congoja? No estarás preocupado por el guarda, ¿verdad? No te molestará.

—¡Oh, no! No se trata de él. No es más que un viento ligero que levanta el polvo a mis pies. Huyo de otro, que es una tormenta capaz de barrer los mundos y lanzarlos uno contra otro. Me escapé hace una semana, duermo en las calles de la ciudad y me oculto entre las multitudes. He buscado en muchos rostros la ayuda que necesito, y la encuentro aquí. —Repitió la última frase en tono más suave y ansioso, y en sus ojos se leía la agitación—: La encuentro aquí.

—Verás —explicó serenamente Bayta—, me gustaría ayudarte, pero lo cierto es, amigo, que no puedo protegerte contra una tormenta que barre los mundos. Si he de serte sincera, yo también…

Oyeron muy cerca una voz fuerte y estridente.

—¡Ah!, estás ahí, harapiento bribón…

Era el guarda de la playa, que se aproximaba corriendo, con el rostro enrojecido y la boca abierta. Empuñaba su pequeña pistola lanzarrayos.

—Sujétenlo ustedes dos. No le dejen escapar. —Posó su pesada mano sobre el flaco hombro del bufón, que emitió un gemido lastimero.

—¿Qué ha hecho? —preguntó Toran.

—¡Qué ha hecho, qué ha hecho! ¡Eso sí que es bueno! —El guarda rebuscó en la bolsa que llevaba sujeta al cinturón, y extrajo un pañuelo violeta con el que se secó el cuello. Añadió con deleite—: Les diré lo que ha hecho. Se ha escapado. Por todo Kalgan corre el rumor, y yo le hubiese reconocido antes de haberle visto la cara en vez de los pies.

Y zarandeó a su presa con salvaje buen humor.

Bayta inquirió con una sonrisa:

—Dígame, ¿de dónde se ha escapado?

El guarda levantó la voz. Se estaba formando un corro, curioso e inquieto, y el incremento de auditorio hizo que el sentido de la importancia del guarda aumentara en proporción directa.

—¿Que de dónde se ha escapado? —declaró con sarcasmo—. Supongo que ya han oído hablar del Mulo.

Cesaron los murmullos, y Bayta sintió un escalofrío. El bufón sólo tenía ojos para ella, y seguía temblando bajo la enorme mano del guarda.

—¿Y quién creen que es este desecho infernal —continuó el guarda—, sino el bufón de corte de Su Señoría, que ha huido de él? —Sacudió de nuevo a su cautivo—. ¿Lo admites, desgraciado?

La respuesta fue una ostensible mueca de terror, y el inaudible silbido de la voz de Bayta junto al oído de Toran.

Toran se aproximó al guarda con actitud amistosa.

—Vamos, amigo, ¿por qué no deja de agarrarle por un momento? Este bufón al que tiene sujeto estaba bailando para nosotros y aún no se ha ganado su dinero.

—Verá —replicó el guarda con repentina ansiedad—, hay una recompensa…

—La tendrá usted, si puede probar que es el hombre a quien busca. ¿Por qué no se retira hasta entonces? Sabe que está molestando a un invitado, y eso podría costarle caro.

—Pero usted está obstaculizando los planes de Su Señoría, y eso también podría costarle caro. —Volvió a zarandear al bufón—. Devuelve el dinero al señor, carroña.

La mano de Toran se movió con celeridad, arrebatando la pistola al guarda con tal fuerza, que casi se le llevó un dedo. El guarda chilló de dolor y de rabia. Toran le empujó violentamente hacia un lado, y el bufón, ya libre, se refugió detrás de él.

Los curiosos, que ya lo eran en número considerable, apenas si dedicaron atención al último incidente. Todos tenían los cuellos estirados hacia otra parte, como si hubiesen decidido aumentar la distancia entre ellos y el centro de actividad.

Entonces se oyó un murmullo y una orden brusca proferida desde lejos. Se formó un pasillo, y dos hombres se acercaron por él, con sus látigos eléctricos preparados. En sus blusas purpúreas había dibujado un haz angular de rayos con un planeta debajo, partido en dos.

Les seguía un gigante moreno, con uniforme de teniente, cabellos negros y expresión adusta.

El gigante habló con peligrosa suavidad, indicio de que no tenía necesidad de gritar para imponer sus caprichos.

—¿Es usted el hombre que ha notificado el suceso?

El guarda seguía sujetándose la mano torcida y contestó con el rostro contraído por el dolor:

—Reclamo la recompensa, Su Grandeza, y acuso a este hombre…

—Recibirá su recompensa —dijo el teniente sin mirarle, e hizo una seña a sus hombres—: Lleváoslo.

Toran sintió que el bufón tiraba de su bata con fuerza desesperada. Levantó la voz y se esforzó para que no temblara:

—Lo siento, teniente; este hombre me pertenece.

Los soldados escucharon la frase sin pestañear. Uno levantó casualmente su látigo, pero una áspera orden del teniente le obligó a bajarlo. El gigante moreno se adelantó y plantó su robusto cuerpo frente a Toran.

—¿Quién es usted?

—Un ciudadano de la Fundación —fue la respuesta.

Dio resultado, al menos con la muchedumbre. El tenso silencio se convirtió en un apasionado murmullo. El nombre del Mulo podía inspirar temor, pero al fin y al cabo era un nombre nuevo y no ahondaba tan profundamente en la conciencia de la gente como el antiguo nombre de la Fundación —que había destruido al Imperio— y cuyo temor gobernaba un cuadrante de la Galaxia con implacable despotismo.

El teniente no se inmutó. Preguntó:

—¿Conoce usted la identidad del hombre que se oculta a su espalda?

—Me han dicho que ha huido de la corte del caudillo de ustedes, pero lo único que sé seguro es que es mi amigo, y va a necesitar usted una buena prueba de su identidad para llevárselo.

Entre el gentío se oyeron sospechosos comentarios. Pero el teniente no hizo caso de ellos.

—¿Tiene usted sus documentos de ciudadanía de la Fundación?

—Están en mi nave.

—¿Se da cuenta de que sus acciones son ilegales? Puedo hacerle matar.

—No me cabe la menor duda. Pero mataría a un ciudadano de la Fundación, y es muy probable que su cuerpo fuese enviado a ella (descuartizado) como compensación parcial. Ya lo han hecho otros señores guerreros.

El teniente se humedeció los labios. La afirmación era cierta. Preguntó:

—¿Su nombre?

Toran aprovechó su ventaja.

—Contestaré a más preguntas en mi nave. En el hangar le dirán el número de mi aparcamiento; la nave está registrada bajo el nombre de Bayta.

—¿No entregará al fugitivo?

—Al Mulo tal vez. ¡Envíemelo!

La conversación había ido degenerando en un murmullo, y el teniente dio media vuelta con brusquedad.

—¡Dispersad al gentío! —ordenó a sus hombres, con reprimida ferocidad.

Restallaron los látigos eléctricos. Hubo alaridos y los curiosos se dispersaron en retirada.

Toran interrumpió una sola vez su ensoñación mientras volvían al hangar. Exclamó, casi para sus adentros:

—¡Por la Galaxia, Bay, qué mal lo he pasado! Tenía tanto miedo…

—Lo sé —repuso ella con voz temblorosa y algo parecido a la adoración en su mirada—. Ha sido algo insólito en ti.

—Bueno, aún no sé lo que ocurrió. Hablé con la pistola en la mano, sin saber siquiera cómo usarla, y le convencí. Ignoro por qué lo hice.

Miró hacia el pasillo de la nave, que les llevaba lejos del área de la playa, para ver al bufón del Mulo dormido en su asiento, y dijo con extrañeza:

—Es lo más difícil que he hecho en mi vida.

El teniente estaba cuadrado respetuosamente ante el coronel de la guarnición, y éste le miró y dijo:

—Bien hecho. Ya ha terminado su misión.

Pero el teniente no se retiró enseguida. Observó:

—El Mulo ha perdido prestigio ante la gente, señor. Será necesario llevar a cabo una acción disciplinaria para restaurar la debida atmósfera de respeto.

—Esa medida ya ha sido tomada.

El teniente se volvió a medias, y entonces dijo con resentimiento:

—Estoy dispuesto a admitir, señor, que órdenes son órdenes, pero estar ante aquel hombre con la pistola y tragarme su insolencia sin replicar ha sido lo más duro que he hecho.