9. En Trántor

Las estrellas eran tan numerosas como la mala hierba en un campo abandonado y, por primera vez, Lathan Devers encontró que los números situados a la derecha de la coma decimal eran de primordial importancia para calcular las órbitas a través de las hiperregiones. Existía cierta sensación de claustrofobia en la necesidad de dar saltos no superiores a un año luz, y una tremenda dureza en un firmamento que resplandecía ininterrumpidamente en todas direcciones. Era como estar perdido en un mar de radiación.

Y en el centro de un núcleo de diez mil estrellas, cuya luz rasgaba la oscuridad circundante, giraba el enorme planeta imperial, Trántor.

Pero era más que un planeta; era el latido vivo de un imperio de veinte millones de sistemas estelares. Tenía una sola función: la administración; un solo propósito: el gobierno; y un solo producto manufacturado: la ley.

El mundo entero era una distorsión funcional. No había en su superficie otros objetos vivos que el hombre, sus animales domésticos y sus parásitos. No podía encontrarse ni una brizna de hierba ni un trozo de suelo sin cubrir fuera de los doscientos kilómetros cuadrados que ocupaba el Palacio Imperial. Fuera del recinto de Palacio no existía más agua que la contenida en las vastas cisternas subterráneas que suministraban el líquido elemento a todo un mundo.

El lustroso, indestructible e incorruptible material que constituía la lisa superficie del Planeta era el cimiento de las enormes estructuras de metal que abarrotaban Trántor. Estas estructuras estaban conectadas por aceras, unidas por corredores, divididas en oficinas, ocupadas en su parte inferior por inmensos centros de venta al por menor que cubrían kilómetros cuadrados, y en su parte superior por el centelleante mundo de las diversiones, que cobraba vida todas las noches.

Era posible dar la vuelta al mundo de Trántor sin abandonar este único edificio conglomerado ni ver la ciudad.

Una flota de naves superior en número a todas las flotillas de guerra del Imperio descargaba diariamente en Trántor toda clase de mercancías para alimentar a los cuarenta mil millones de seres humanos que sólo daban a cambio el cumplimiento de la necesidad de desenredar las miríadas de hilos que convergían en la administración central del Gobierno más complejo que la humanidad conociera jamás.

Veinte mundos agrícolas eran el granero de Trántor. Un universo era su servidor…

Fuertemente sostenida a ambos lados por enormes brazos de metal, la nave comercial fue suavemente colocada en la gigantesca rampa que conducía al hangar. Devers había encontrado el camino a través de las múltiples complicaciones de un mundo concebido sobre el papel y dedicado al principio del «cuestionario por cuadriplicado».

Hicieron el alto preliminar en el espacio, donde llenaron el primero de un centenar de cuestionarios. Hubo cien interrogatorios, la aplicación rutinaria de una sonda sencilla, la toma de fotografías de la nave, el análisis de características de los dos hombres y su subsiguiente registro, la búsqueda de contrabando, el pago del impuesto de entrada y, finalmente, la cuestión de las tarjetas de identidad y el visado de estancia.

Ducem Barr era siwenniano y súbdito del Emperador, pero Lathan Devers era un desconocido, sin los documentos necesarios. El funcionario que les atendió estaba abrumado por aquella extraña situación, pero Devers no podía entrar. De hecho, tendrían que retenerle para la investigación oficial.

De alguna parte brotaron cien créditos en billetes nuevos y flamantes, garantizados por los dominios de Brodrig. El funcionario se encogió visiblemente, y su estado de agobio disminuyó. Apareció un nuevo impreso procedente del casillero adecuado. Fue rellenado rápida y eficientemente, y la característica de Devers quedó estampada en él.

Los dos hombres entraron en Trántor.

En el hangar, la nave comercial fue registrada, fotografiada, anotada en el archivo, su contenido inventariado, copiadas las tarjetas de identidad de los pasajeros y se pagó por ella el impuesto requerido contra entrega de un recibo.

Y entonces Devers se encontró bajo el brillante y blanco sol, en una terraza donde había mujeres que charlaban, niños que gritaban y hombres que sorbían lánguidamente sus bebidas y escuchaban las noticias del Imperio emitidas por gigantescos televisores.

Barr pagó por un periódico las monedas de iridio que le pidieron. Era el Noticias Imperiales de Trántor, órgano oficial del Gobierno. En la trastienda de la editorial sonaba el ruido de las máquinas que imprimían ediciones extraordinarias, impulsadas desde las oficinas del Noticias Imperiales, situadas a dieciséis mil kilómetros por corredor —a nueve mil por avión—, del mismo modo que se imprimían simultáneamente diez millones de ejemplares en las restantes editoriales del planeta.

Barr echó una mirada a los titulares y dijo en voz baja:

—¿Por dónde empezamos?

Devers intentó sacudirse la depresión que le embargaba. Se hallaba en un universo muy alejado del suyo, en un mundo que le abrumaba con su complejidad, entre gentes que hacían y decían cosas casi incomprensibles para él. Las relucientes torres metálicas que le rodeaban y continuaban hasta el horizonte en una interminable multiplicidad, le oprimían; la vida atareada e indiferente de la gigantesca metrópoli le sumía en una terrible sensación de aislamiento e insignificancia.

—Eso se lo dejo a usted, doctor —contestó.

Barr estaba tranquilo. Comentó en un murmullo:

—Intenté decírselo, pero es difícil de creer si no lo ve uno mismo. Ya lo sé. ¿Adivina cuántas personas quieren ver diariamente al Emperador? Alrededor de un millón. ¿Sabe a cuántas recibe? A unas diez. Tendremos que tantear al servicio civil, y eso dificulta las cosas. Pero no podemos arriesgarnos a tratar con la aristocracia.

—Tenemos casi cien mil créditos…

—Un solo Par del Reino nos costaría eso, y necesitaríamos al menos tres o cuatro para llegar hasta el Emperador. Tal vez debamos acudir a cincuenta comisionados y supervisores, pero sólo nos costarán unos cien créditos cada uno. Yo seré quien hable. En primer lugar, no entenderían su acento, y, en segundo lugar, usted no conoce la etiqueta del soborno imperial. Es todo un arte, se lo aseguro. ¡Ah!

La tercera página del Noticias Imperiales traía lo que buscaba, y pasó el periódico a Devers.

Devers leyó con lentitud. El vocabulario era extraño, pero lo comprendió. Levantó la vista y sus ojos delataron lo preocupado que estaba. Golpeó curiosamente la página con el dorso de la mano.

—¿Cree que podemos fiarnos de esto?

—Dentro de ciertos límites —repuso Barr con calma—. Es muy improbable que hayan destruido la Flota de la Fundación. Seguramente ya han dado esta noticia varias veces, si usan la acostumbrada técnica de deducir las cosas desde una capital muy alejada del campo de batalla. Sin embargo, significa que Riose ha ganado otra contienda, lo cual no sería de extrañar. Dicen que ha conquistado Loris. ¿No se trata del planeta-capital del reino de Loris?

—Sí —contestó Devers—, o de lo que era el reino de Loris. Y no está ni a veinte parsecs de la Fundación. Doctor, hemos de trabajar muy rápido.

Barr se encogió de hombros.

—No se puede ir deprisa en Trántor. Si lo intenta, lo más probable es que acabe frente al cañón de un lanzarrayos atómico.

—¿Cuánto tiempo necesitaremos?

—Un mes, si tenemos suerte. Un mes y nuestros cien mil créditos… si es que son suficientes. Y eso suponiendo que al Emperador no se le ocurra viajar a los Planetas Estivales, donde no recibe a ningún peticionario.

—Pero la Fundación…

—… Tendrá cuidado de sí misma, como hasta ahora. Vamos, habrá que pensar en la cena. Estoy hambriento. Después, la noche es nuestra, y será mejor que la disfrutemos. Nunca más veremos Trántor o un mundo similar, recuérdelo.

El delegado de las Provincias Exteriores abrió con impotencia sus regordetas manos y contempló a los solicitantes a través de unas gafas que no disimulaban su elevado grado de miopía.

—Pero es que el Emperador está indispuesto, caballeros. Es realmente inútil llevar este asunto a mi superior. Hace una semana que Su Majestad Imperial no concede audiencias.

—A nosotros nos recibirá —dijo Barr, fingiendo una total confianza—. Sólo se trata de ver a un miembro del personal del secretario privado.

—Imposible —dijo categóricamente el delegado—. Intentarlo me costaría el puesto. Ahora bien, si pueden ser más explícitos en relación con la naturaleza de su gestión, estoy dispuesto a ayudarles, pero compréndanlo, necesito algo más concreto, algo que pueda presentar a mi superior como una razón de suficiente importancia como para llevar el asunto adelante.

—Si mi gestión pudiera ser sometida a alguna autoridad inferior —sugirió Barr con suavidad—, no sería tan importante como para pedir audiencia a Su Majestad Imperial. Le propongo que se arriesgue. Puedo decirle que si Su Majestad Imperial concede a nuestro asunto la importancia que nosotros le garantizamos que tiene, usted recibirá los honores que sin duda merecerá si nos ayuda ahora.

—Sí, pero… —Y el delegado se encogió de hombros.

—Es un riesgo —convino Barr—, pero, como es natural, todo riesgo tiene sus compensación. Le estamos pidiendo un gran favor, pero ya nos sentimos extremadamente agradecidos por su bondad al concedernos la oportunidad de explicarle nuestro problema. Si nos permite expresar nuestra gratitud modestamente…

Devers frunció el ceño. Durante el mes anterior había oído este mismo discurso, con ligeras variaciones, lo menos veinte veces. Terminaba siempre con la rápida aparición del oculto fajo de billetes. Pero esta vez el epílogo fue diferente. Por regla general los billetes desaparecían inmediatamente, pero en aquella ocasión permanecieron a la vista mientras el delegado los contaba con lentitud, al tiempo que los inspeccionaba por ambos lados. En su voz se advirtió un pequeño cambio:

—Garantizados por el secretario privado, ¿eh? ¡Buen dinero!

—Volviendo al tema… —acosó Barr.

—No, espere —le interrumpió el delegado—, lo reanudaremos poco a poco. Estoy muy interesado en la naturaleza de su gestión. Este dinero es nuevo, y deben de tener mucho, pues se me ocurre que ya han visto a otros funcionarios antes que a mí. Veamos, ¿de qué se trata?

—No comprendo adónde quiere ir a parar —dijo Barr.

—Pues verá, podría probarse que están ustedes en el planeta ilegalmente, puesto que las tarjetas de identificación y entrada de su silencioso amigo son realmente inadecuadas. No es súbdito del Emperador.

—Niego esta afirmación.

—¡No importa lo que usted haga! —dijo el delegado con repentina brusquedad—. El funcionario que firmó las tarjetas por la suma de cien créditos ha confesado, bajo presión, y sabemos más de lo que ustedes creen.

—Si está insinuando, señor, que la suma que le hemos rogado que acepte es insuficiente frente a los riesgos…

El delegado sonrió.

—Por el contrario, es más que suficiente. —Echó los billetes a un lado—. Volviendo a lo que decía, el propio Emperador está interesado en su caso. ¿No es cierto, señores, que hace poco fueron huéspedes del general Riose? ¿No es cierto también que han escapado de las manos de su ejército con asombrosa facilidad? ¿No es cierto además que poseen una fortuna en billetes garantizados por los dominios del señor Brodrig? En suma, ¿no es cierto que son un par de espías y asesinos enviados aquí para…? Bien, ¡usted mismo nos dirá quién les pagó y por qué!

—¿Sabe una cosa? —dijo Barr con ira contenida—. Niego el derecho de acusarnos de crímenes a un insignificante funcionario. Nos vamos.

—No se irán. —El delegado se levantó, visiblemente transformado—. No es necesario que contesten a ninguna pregunta ahora; lo reservaremos para otro momento más indicado. Yo no soy un delegado; soy un teniente de la policía imperial. Están arrestados.

Empuñaba un reluciente lanzarrayos cuando sonrió y dijo:

—Hoy hemos detenido a hombres más importantes que ustedes. Estamos desarticulando una red de espionaje.

Devers sonrió entre dientes y llevó la mano lentamente a su propia pistola. El teniente de policía amplió su sonrisa y pulsó los contactos. El rayo chocó contra el pecho de Devers con precisión destructora, pero rebotó inofensivamente en su escudo personal, convirtiéndose en chispeantes partículas de luz.

Devers disparó a su vez, y la cabeza del teniente rodó por el suelo al quedar separada del tronco que iba desapareciendo tras el impacto del disparo. Aún sonreía cuando pasó por un haz de luz solar que entraba a través del reciente agujero practicado en la pared.

Se marcharon por la puerta trasera.

Devers dijo roncamente:

—Deprisa, a la nave. Darán la alarma rápidamente. —Profirió una maldición ahogada—. Otro plan que ha fracasado. Juraría que el propio espíritu maligno del espacio está contra mí.

Una vez en el exterior se dieron cuenta de que una gran muchedumbre rodeaba los enormes televisores. No tenían tiempo para esperar, no hicieron caso de los gritos estentóreos que llegaban de modo intermitente a sus oídos. Pero Barr agarró un ejemplar del Noticias Imperiales antes de precipitarse al gigantesco hangar, donde la nave emergió rápidamente desde una cavidad perforada en la pared de metal.

—¿Podrá escapar de ellos? —preguntó Barr.

Diez naves de la policía de tráfico persiguieron salvajemente al aparato fugitivo que había salido en forma correcta, controlado por radar, y quebrantado después todas las leyes de velocidad existentes. Detrás de la policía, veloces naves del servicio secreto despegaron en persecución de un aparato, cuidadosamente descrito, tripulado por dos asesinos plenamente identificados.

—Fíjese en mí —dijo Devers, cambiando salvajemente al hiperespacio, a tres mil kilómetros sobre la superficie de Trántor.

El cambio, tan cerca de una masa planetaria, dejó inconsciente a Barr y produjo un terrible dolor a Devers, pero, unos años luz más allá, el espacio que se abría sobre sus cabezas estaba desierto.

El orgullo de Devers por su nave no pudo ser contenido. Exclamó:

—No existe una sola nave imperial capaz de seguirme. —Y añadió con amargura—: Pero no tenemos un lugar a donde ir, y nos es imposible luchar contra ellos. ¿Qué podemos hacer? ¿Quién puede hacer algo efectivo?

Barr se movió ligeramente en su litera. El efecto del hipercambio aún no había pasado, y le dolían todos los músculos. Dijo:

—Nadie tiene que hacer nada. Todo ha terminado. ¡Mire!

Alargó a Devers el ejemplar del Noticias Imperiales, y los titulares fueron suficientes para el comerciante.

—Llamados a Trántor y arrestados… Riose y Brodrig —murmuró Devers, mirando inquisitivamente a Barr—. ¿Por qué?

—El artículo no lo dice, pero ¿qué importa? La guerra con la Fundación ha terminado y, en estos momentos, Siwenna está en plena revuelta. Lea el artículo y se enterará. —Su voz se debilitaba—. Nos detendremos en alguna de las provincias y sabremos más detalles. Si no te importa, voy a echar un sueñecito.

Y así lo hizo.

A saltos de creciente magnitud, la nave comercial cruzaba vertiginosamente la Galaxia de vuelta a la Fundación.