8. Hacia Trántor

Devers se inclinó sobre el pequeño globo apagado, esperando un tenue signo de vida. El control direccional cribaba lenta y cuidadosamente el espacio con su denso y penetrante haz de señales.

Barr vigilaba pacientemente desde su asiento en la litera baja del rincón. Preguntó:

—¿Ya no hay rastro de ellos?

—¿De los chicos del Imperio? No. —El comerciante gruñó las palabras con evidente impaciencia—. Hace mucho rato que hemos perdido a los rastreadores. ¡El espacio! Con los brincos que hemos dado a través del hiperespacio, es una suerte que no hayamos ido a parar a la barriga de algún sol. No podrían habernos seguido aunque hubiesen superado nuestra velocidad, lo cual, evidentemente, no podían hacer.

Se recostó en el respaldo y se aflojó el cuello con un brusco ademán.

—Ignoro lo que han hecho aquí esos muchachos del Imperio. Creo que algunos de los portillos están desajustados.

—Veo que está intentando llegar a la Fundación.

—Estoy llamando a la Asociación, o, al menos, intentándolo.

—¿La Asociación? ¿Quiénes son?

—La Asociación de Comerciantes Independientes. Nunca había oído hablar de ellos, ¿verdad? Bueno, no es usted el único. Aún no nos hemos dado a conocer.

El silencio reinó durante un rato, centrado en el mudo indicador de recepción, hasta que Barr preguntó:

—¿Estamos ya a su alcance?

—No lo sé. Tengo sólo una ligera idea de dónde nos hallamos, por cálculo aproximado. Por eso me veo obligado a usar el control de dirección. Podríamos tardar años.

—¿En serio?

Barr hizo una seña y Devers dio un salto y se ajustó los audífonos. Había una diminuta y luminosa blancura en la pequeña esfera opaca.

Durante media hora, Devers se ocupó del frágil hilo de comunicación que atravesaba el hiperespacio para conectar dos puntos que la luz tardaría quinientos años en enlazar.

Al final se recostó, perdida la esperanza. Levantó la vista y se quitó los audífonos.

—Comamos, doctor. Hay una ducha que puede usar si le apetece, pero tenga cuidado con el agua caliente.

Se puso en cuclillas ante uno de los armarios que cubrían una pared y rebuscó entre su contenido.

—Espero que no sea vegetariano.

—Como de todo —repuso Barr—. Pero ¿qué hay de la Asociación? ¿Los ha perdido?

—Así parece. Era un alcance máximo, algo excesivo. Pero no importa; recibí lo esencial.

Se enderezó y colocó sobre la mesa dos recipientes de metal.

—Espere cinco minutos, doctor, y entonces ábralo oprimiendo el contacto. Aparecerá un plato, tenedor y comida; muy cómodo cuando se tiene prisa, si no le interesan mucho los detalles como las servilletas. Supongo que querrá saber lo que me ha comunicado la Asociación.

—Sí, si no es un secreto.

Devers meneo la cabeza.

—Para usted, no. Lo que dijo Riose era cierto.

—¿Sobre el ofrecimiento de un tributo?

—Sí. Lo ofrecieron, y se lo rechazaron. Las cosas van mal. Se pelea en los soles exteriores de Loris.

—¿Loris está cerca de la Fundación?

—¿Cómo? ¡Oh!, no sabría decírselo. Es uno de los Cuatro Reinos originales. Podría definirlo como «parte de la línea interior de defensa». Eso no es lo peor. Se han enfrentado a naves de tamaño inusitado, lo cual significa que Riose no estaba exagerando. Es cierto que ha recibido más naves. Brodrig ha cambiado de bando, y yo he armado un buen lío.

Sus ojos expresaban temor cuando juntó los dos puntos de contacto del recipiente y contempló cómo se abría. El guisado despidió un aroma que invadió toda la cámara. Ducem Barr ya estaba comiendo.

—Así pues, se acabaron las improvisaciones —dijo Barr—. Aquí no podemos hacer nada, no podemos cruzar las líneas imperiales para volver a la Fundación, no podemos hacer otra cosa que ser sensatos y esperar pacientemente. Sin embargo, si Riose ha llegado a la línea interior, la espera no será demasiado larga.

Devers dejó el tenedor.

—¿Esperar? —gruñó, enfurecido—. Eso estará bien para usted, que no tiene nada en juego.

—¿Ah, no? —sonrió Barr.

—No. Voy a explicárselo. —La irritación de Devers se hizo evidente—. Estoy harto de mirar todo este asunto bajo la lente del microscopio como si fuese un objeto interesante. Allí tengo amigos que se están muriendo; y un mundo, mi hogar, que también se muere. Usted es un extraño; no sabe nada de esto.

—He visto morir a amigos míos. —Las manos del anciano estaban inmóviles sobre sus piernas, y tenía los ojos cerrados—. ¿Está usted casado?

—Los comerciantes no se casan —repuso Devers.

—Pues yo tengo dos hijos y un sobrino. Han sido advertidos, pero, por algunas razones, no han podido hacer nada. Nuestra huida significa su muerte. Espero que mi hija y mis dos nietos hayan podido abandonar el planeta antes de esto; pero, incluso excluyéndolos, yo he arriesgado y perdido más que usted.

Devers replicó con crueldad:

—Lo sé, pero ha sido un caso de elección. Podría haberse quedado con Riose. Yo no le he pedido…

Barr negó con la cabeza.

—No ha sido un caso de elección, Devers. Descargue su conciencia; no he arriesgado a mis hijos por usted. Cooperé con Riose todo el tiempo que pude. Pero estaba la sonda psíquica.

El patricio siwenniano abrió los ojos; el dolor se reflejaba en ellos.

—Riose fue a verme en cierta ocasión, hace aproximadamente un año. Habló de un culto centrado en los magos, pero no adivinó la verdad. No es realmente un culto. Verá; ya hace cuarenta años que Siwenna está bajo el insoportable yugo que ahora amenaza a su mundo. Han sido sofocadas cinco rebeliones. Entonces yo descubrí los viejos archivos de Hari Seldon, y ahora este «culto» está esperando. Espera la llegada de los «magos», y se halla dispuesto para ese día. Mis hijos son jefes de los que esperan. Éste es el secreto que guardo en mi mente y que la sonda no debe tocar jamás. Por esta razón han de morir como rehenes; porque la alternativa es su muerte como rebeldes, y con ellos la muerte de medio Siwenna. Como ve, ¡no tenía elección! Y no soy ningún extraño.

Devers bajó la mirada, y Barr continuó suavemente:

—Las esperanzas de Siwenna dependen de la victoria de la Fundación. Por esa victoria se sacrifican mis hijos. Y Hari Seldon no predice la inevitable salvación de Siwenna como predice la de la Fundación. No poseo ninguna seguridad sobre mi pueblo… sólo esperanza.

—Pero así y todo está dispuesto a esperar. Incluso con la Flota imperial en Loris.

—Esperaría con la misma serenidad —declaró sencillamente Barr— si hubiesen aterrizado en el propio planeta Términus.

El comerciante frunció el ceño mientras las dudas se agolpaban en su mente.

—No sé. No puede suceder realmente así, como por arte de magia. Psicohistoria o no, son terriblemente fuertes, y nosotros somos débiles. ¿Qué puede hacer Seldon en esto?

—No hay nada que hacer. Todo está hecho, y ahora se está realizando. El hecho de que usted no oiga girar las ruedas ni sonar los tambores no significa que sea menos seguro.

—Tal vez; pero en estos momentos me sentiría más a gusto si de verdad hubiese destrozado el cráneo de Riose. Él es un enemigo mayor que todo su ejército.

—¿Destrozar su cráneo? ¿Con Brodrig en el mando? —El rostro de Barr se contrajo por el odio—. Todo Siwenna hubiera sido mi rehén. Brodrig ya ha demostrado de lo que es capaz. Existe un mundo que hace tan sólo cinco años perdió a un hombre de cada diez por el mero hecho de no pagar sus impuestos. Brodrig era el recaudador. No, Riose puede vivir. Sus castigos son caricias comparados con los de Brodrig.

—Pero seis meses, seis meses en la base enemiga, y no hemos conseguido nada. —Las fuertes manos de Devers se juntaron con tanta fuerza que sus nudillos crujieron—. ¡No hemos conseguido nada!

—De acuerdo, pero espere. Ahora recuerdo… —Barr rebuscó en su bolsa—. Quizá le sirva esto. —Y puso sobre la mesa la pequeña esfera de metal.

Devers la agarró.

—¿Qué es?

—La cápsula del mensaje que Riose recibió antes de que yo le golpeara. ¿No cree que tal vez ya hayamos conseguido algo?

—Lo ignoro. ¡Depende de su contenido! —Devers se sentó y dio vueltas a la esfera cuidadosamente.

Cuando Barr salió de la ducha fría y se colocó, con agrado, bajo la cálida corriente del secador de aire, encontró a Devers, silencioso y absorto, en el banco de trabajo.

El siwenniano se dio rítmicas palmadas en el cuerpo y habló en voz alta para hacerse oír:

—¿Qué hace?

Devers levantó la vista. Gotas de sudor perlaban su frente.

—Voy a abrir esta cápsula.

—¿Podrá abrirla sin la característica personal de Riose? —Había un acento de sorpresa en la voz del siwenniano.

—Si no puedo hacerlo, me daré de baja de la Asociación y no pilotaré una nave por el resto de mi vida. Ya tengo un triple análisis electrónico del interior, y poseo unos pequeños utensilios de los cuales el Imperio no ha oído hablar jamás, fabricados especialmente para cápsulas de mensajes. Verá, he sido ladrón anteriormente. Un comerciante ha de ser un poco de todo…

Se inclinó sobre la pequeña esfera, y con un instrumento plano la tanteó delicadamente, levantando chispas rojas a cada leve contacto. Dijo:

—Esta cápsula muestra un trabajo muy basto; los muchachos del Imperio no sirven para cosas delicadas, se ve enseguida. ¿Ha visto alguna vez una cápsula de la Fundación? Para empezar, su tamaño es la mitad del de ésta, y es impenetrable al análisis electrónico.

De repente se quedó rígido; los músculos de sus hombros se contrajeron visiblemente bajo la túnica. Su diminuta sonda presionó ligeramente…

Salió sin ruido, pero Devers se relajó y suspiró. En su mano estaba la brillante esfera con el mensaje desenrollado como una lengua de pergamino.

—Es de Brodrig —dijo. Y luego, con desprecio—: El mensaje es permanente. En una cápsula de la Fundación el mensaje se transformaría en gas al cabo de un minuto.

Pero Ducem Barr le hizo callar con un ademán. Leyó rápidamente el mensaje:

De: Ammel Brodrig, enviado extraordinario de Su Majestad Imperial, secretario privado del Consejo y Par del Reino.

A: Bel Riose, gobernador militar de Siwenna, general de las Fuerzas Imperiales y Par del Reino.

Le saludo.

El planeta 1120 ya no resiste. Los planes de ofensiva continúan según fueron concebidos. El enemigo se debilita visiblemente y los objetivos finales serán alcanzados con seguridad.

Barr levantó la cabeza y exclamó amargamente:

—¡Idiota! ¡Maldito imbécil! ¿A eso llama un mensaje?

—¿Cómo? —dijo Devers, vagamente decepcionado.

—No dice nada —recalcó Barr—. Nuestro pelotillero cortesano está jugando a general. Sin la presencia de Riose, es comandante en jefe, y ha de desahogar sus pobres ánimos con pomposos informes sobre situaciones militares que no entiende en absoluto. «Tal y tal planeta ya no resiste». «La ofensiva continúa». «El enemigo se debilita». ¡El pavo real sin cerebro!

—Bueno, bueno, espere un minuto. Lea despacio.

—Tírelo. —El anciano se apartó, exasperado—. La Galaxia sabe que no esperaba algo de importancia abrumadora, pero en tiempos de guerra es razonable suponer que incluso la orden más rutinaria puede dificultar los movimientos de tropas y causar complicaciones ulteriores si no se cumple. Por eso me llevé la cápsula. Pero ¡esto! Hubiera sido mejor dejarla. Así habría hecho perder a Riose un minuto de su tiempo, que ahora puede utilizar con fines más constructivos.

Devers se había levantado.

—¿Quiere seguir leyendo y parar de bailotear? Por el amor de Seldon… —Colocó el mensaje bajo la nariz de Barr—. Vamos, léalo de nuevo. ¿A qué se refiere con lo de «objetivos finales»?

—A la conquista de la Fundación. ¿Por qué?

—¿Usted cree? Tal vez se refiere a la conquista del Imperio. Usted sabe que él lo considera el objetivo final.

—¿Y qué si es así?

—¡Si es así! —La torcida sonrisa de Devers se perdió entre su barba—. Vamos, preste atención y se lo diré.

Con un dedo volvió a introducir en la ranura la diminuta hoja de pergamino ricamente adornada con el monograma. Desapareció con un ligerísimo ruido, y el globo volvió a ser liso y entero. En algún lugar del interior se ajustaron las engrasadas ruedecillas de sus controles al encajar con movimientos precisos.

—Veamos, ¿verdad que no hay un sistema que permita abrir esta cápsula sin conocer la característica personal de Riose?

—Para el Imperio, no —repuso Barr.

—Entonces, la evidencia que contiene es desconocida para nosotros y absolutamente auténtica.

—Para el Imperio, sí —dijo Barr.

—Y el Emperador puede abrirla, ¿verdad? Las características personales de los funcionarios del Gobierno deben figurar en el archivo. Están en la Fundación.

—Y también en la capital imperial —convino Barr.

—Entonces, si usted, un patricio siwenniano y Par del Reino, dice a ese Cleón, a ese Emperador, que su loro favorito y su más brillante general se asocian para derrocarle, y le entrega la cápsula como prueba, ¿cuáles cree que serán, en su opinión, los «objetivos finales» de Brodrig?

Barr se sentó, pues se notaba débil.

—Espere, no puedo seguirle. —Se pasó la mano por la delgada mejilla y añadió—: No está hablando en serio, ¿verdad?

—Claro que sí. —Devers estaba excitado—. Escuche: nueve de los diez últimos emperadores fueron degollados o sus entrañas saltaron por obra de alguno de sus generales que tenía grandes ideas en la cabeza. Usted mismo me lo ha contado más de una vez. El bueno del Emperador nos creería tan deprisa que a Riose le daría vueltas la cabeza.

Barr murmuró débilmente:

—Así que habla en serio. Por la Galaxia, hombre, no pretenda resolver una crisis de Seldon con un plan tan fantástico, complicado y poco práctico como éste. Suponga que nunca se hubiese apoderado de la cápsula. Suponga que Brodrig no hubiera utilizado la palabra «final». Seldon no depende del azar.

—Si el azar nos sale al encuentro, no hay ley que diga que Seldon no debe aprovecharlo.

—Desde luego. Pero… —Barr se interrumpió, y después habló con calma, conteniéndose visiblemente—. Escuche: en primer lugar, ¿cómo llegará al planeta Trántor? Ignora su localización en el espacio y yo no recuerdo las coordenadas, y menos aún las efemérides. Ni siquiera sabe nuestra propia posición en el espacio.

—En el espacio es imposible perderse —sonrió Devers, que ya estaba a los controles—. Bajaremos al planeta más próximo y volveremos con las mejores cartas de navegación que puedan comprar los cien mil créditos de Brodrig.

—Y con una ráfaga en la barriga. Nuestra descripción personal ya habrá llegado a todos los planetas de esta parte del Imperio.

—Escuche, doctor —dijo pacientemente Devers—, no sea un aguafiestas. Riose cree que mi nave se rindió con demasiada facilidad y, hermano, no estaba bromeando. Esta nave tiene suficiente potencia y energía como para escapar de todo lo que encontremos a este lado de la frontera. Y además tenemos escudos personales. Los muchachos del Imperio no los encontraron, simplemente porque era imposible.

—Muy bien —dijo Barr—, muy bien. Imaginemos que estamos en Trántor. ¿Cómo conseguirá ver al Emperador? ¿Cree usted que tiene horas de oficina?

—Esto ya lo pensaremos cuando estemos en Trántor —replicó Devers.

Y Barr murmuró con impotencia:

—De acuerdo. Hace medio siglo que deseo ver Trántor y no quiero morir sin haberlo hecho. Adelante con su plan.

Devers conectó el motor hiperatómico. Las luces relampaguearon y se produjo una ligera sacudida interior que marcó el cambio al hiperespacio.