El sargento Mori Luk era un excelente soldado. Procedía de los enormes planetas agrícolas de las Pléyades, donde solamente la vida militar podía romper el vínculo con la tierra y con una existencia agotadora, y era el hombre típico de aquel medio ambiente. Sin imaginación suficiente como para enfrentarse al peligro con temor, era lo bastante ágil y fuerte como para desafiarlo con éxito. Aceptaba instantáneamente las órdenes, mandaba a sus hombres con inflexibilidad y adoraba a su general sin reservas.
Y, pese a todo ello, tenía un carácter risueño. Si bien mataba a un hombre en el cumplimiento de su deber sin la menor vacilación, también era cierto que lo hacía sin la más ligera animosidad.
El hecho de que el sargento Luk llamase a la puerta antes de entrar significaba otra muestra de tacto, pues estaba en su perfecto derecho si entraba sin llamar.
Los dos hombres que estaban dentro se encontraban cenando, y uno de ellos desconectó con el pie el gastado transmisor de bolsillo que emitía un estridente monólogo.
—¿Más libros? —preguntó Lathan Devers.
El sargento le alargó el apretado cilindro de película y estiró el cuello.
—Pertenece al ingeniero Orre, y habrá que devolvérselo. Quiere mandarlo a los niños, ya sabe, como un recuerdo.
Ducem Barr contempló el cilindro con interés.
—¿Y de dónde lo ha sacado el ingeniero? ¿Acaso tiene también un transmisor?
El sargento movió enérgicamente la cabeza. Señaló el desvencijado aparato que estaba a los pies de la cama.
—Ése es el único que hay en este lugar. Ese tipo, Orre, consiguió el libro en uno de esos mundos asquerosos que hemos conquistado por aquí. Estaba en un gran edificio, y se vio obligado a matar a unos cuantos nativos que querían evitar que se lo llevara. —Lo miró con aprecio—. Es un buen recuerdo…, para los niños. —Y añadió con cautela—: A propósito, circulan importantes rumores. Tal vez no sea cierto, pero incluso así es demasiado bueno para mantenerlo en secreto. El general ha vuelto a las andadas. —Y movió la cabeza con lentitud y gravedad.
—¿De veras? —inquirió Devers—. ¿Y qué ha hecho?
—Ha completado el cerco, eso es todo. —El sargento rio entre dientes con orgullo paternal—. ¿No es colosal? Uno de los muchachos, que es muy charlatán, dice que ha ido todo tan bien como la música de las esferas, aunque no sé qué entiende por eso.
—¿Empezará ahora la gran ofensiva? —preguntó calmosamente Barr.
—Así lo espero —fue la alegre respuesta—. Tengo ganas de volver a mi nave, ahora que mi brazo está entero otra vez. Ya me he cansado de hacer el vago.
—Yo también —murmuró Devers, repentina y salvajemente, mientras se mordía el labio inferior.
El sargento le miró dubitativamente y dijo:
—Ahora será mejor que me marche. Se acerca la ronda del capitán y preferiría que no me encontrase aquí. —Se detuvo en la puerta—. A propósito, señor —dijo al comerciante con torpe y repentina timidez—, he tenido noticias de mi esposa. Dice que el pequeño frigorífico que usted me dio para ella funciona muy bien. No le da ningún gasto y puede mantener congelada la comida de un mes. Se lo agradezco.
—No es nada. Olvídelo.
La gran puerta se cerró sin ruido detrás del sonriente sargento. Ducem Barr saltó de su silla.
—Bueno, nos ha pagado con creces el frigorífico. Echemos una mirada a este nuevo libro. ¡Ah!, ha desaparecido el título.
Desenrolló un metro de película y la miró a contraluz. Entonces murmuró:
—Vaya, que me pasen por el colador, como dice el sargento. Esto es El jardín de Summa, Devers.
—¿De verdad? —preguntó el comerciante, sin interés. Echó a un lado los restos de su cena—. Siéntese, Barr. Escuchar esta antigua literatura no me hace ningún bien. ¿Ha oído lo que dijo el sargento?
—Sí. ¿Qué hay de ello?
—Comenzará la ofensiva. ¡Y nosotros debemos permanecer sentados aquí!
—¿Dónde quiere sentarse?
—Ya sabe a qué me refiero. Esperar no sirve de nada.
—¿Usted cree? —Barr estaba quitando cuidadosamente una película del transmisor e instalando la nueva—. Durante el último mes me ha contado muchas cosas de la historia de la Fundación, y parece ser que los grandes dirigentes de las crisis pasadas no hicieron mucho más que sentarse y esperar.
—¡Ah!, Barr, pero ellos sabían adónde iban.
—¿De veras? Supongo que así lo afirmaban cuando todo había terminado, y tal vez decían la verdad. Pero no existen pruebas de que todo no hubiese ido tan bien o mejor si no hubieran sabido hacia dónde se dirigían. Las fuerzas más profundas económicas y sociológicas no son dirigidas por hombres aislados.
Devers sonrió burlonamente.
—Tampoco hay pruebas de que hubiese ido peor. Está usted argumentando sobre cosas pasadas. —Su mirada era pensativa—. Supongamos que le hago explotar en mil pedazos.
—¿A quién? ¿A Riose?
—Sí.
Barr suspiró. En sus ojos cansados había el turbio reflejo de un largo pasado.
—El asesinato no es la solución, Devers. Una vez lo probé, bajo provocación, cuando tenía veinte años, pero no resolvió nada. Liquidé a un malvado de Siwenna, pero no al yugo imperial; y era el yugo y no el malvado lo que importaba.
—Pero Riose no es solamente un malvado, doctor. Es todo el maldito ejército. Sin él se desintegraría; se aferran a él como niños de pecho. El sargento babea cada vez que lo menciona.
—Incluso así. Hay otros ejércitos y otros caudillos. Es preciso ahondar más. Ahí está Brodrig, por ejemplo; el Emperador sólo le escucha a él. Podría obtener miles de naves, mientras que Riose ha de luchar con diez. Conozco su reputación.
—¿Ah, sí? ¿Quién es? —La frustración disminuyó en los ojos del comerciante dando paso a un agudo interés.
—¿Desea una descripción rápida? Es un canalla plebeyo que a fuerza de halagos se ha ganado el favor del Emperador. La aristocracia de la corte, mezquina a su vez, le detesta porque carece tanto de humildad como de familia. Aconseja al Emperador en todas las cuestiones, y es su instrumento en las peores. Carece de fe por elección, pero es leal por necesidad. No hay otro hombre en el Imperio de ruindad más sutil y de placeres más bajos. Y dicen que sólo a través de él se puede obtener el favor del Emperador, y a él sólo se puede llegar por medio de la infamia.
—¡Caramba! —exclamó Devers tirando de su bien cuidada barba—. Y es a él a quien ha enviado el Emperador para vigilar a Riose. ¿Sabe que tengo una idea?
—Ahora lo sé.
—Supongamos que a este Brodrig se le atraganta nuestra joven Maravilla del Ejército.
—Probablemente, ya ha sucedido. Tiene fama de no prodigar sus simpatías.
—Suponga que llega a odiarle. El Emperador podría enterarse de ello y Riose se hallaría en un apuro.
—Sí…, muy probable. Pero ¿cómo se propone conseguirlo?
—Lo ignoro. Me imagino que tal vez se deje sobornar.
El patricio rio suavemente.
—Sí, en cierto modo, pero no como usted lo hizo con el sargento, con un frigorífico de bolsillo. E incluso aunque encuentre el medio, no merecería la pena. Probablemente no hay nadie tan fácil de sobornar, pero carece de la más elemental honradez de la corrupción honorable. El soborno no perdurará, por elevada que sea la suma. Piense en otra cosa.
Devers cruzó las piernas y movió un pie rápida y nerviosamente.
—Pero es una idea…
Se interrumpió; la señal de la puerta se iluminó de nuevo, y el sargento apareció en el umbral. Estaba excitado y ya no sonreía.
—Señor —empezó en un agitado intento de deferencia—, estoy muy agradecido por el frigorífico, y usted siempre me ha hablado con cortesía, pese a que soy un labrador y ustedes son grandes señores.
Su acento de las Pléyades era más pronunciado, casi hasta el punto de ser incomprensible, y la excitación le hacía olvidar su porte militar, tan laboriosamente cultivado, dejando entrever su torpe actitud de campesino. Barr preguntó con suavidad:
—¿Qué ocurre, sargento?
—El señor Brodrig vendrá a visitarles. ¡Mañana! Lo sé porque el capitán me ha ordenado que prepare a mis hombres para que él les pase revista. He pensado… que sería mejor avisarles.
—Gracias, sargento —dijo Barr—, apreciamos su gesto. Pero no se preocupe, no hay necesidad de…
Pero la expresión del sargento Luk mostraba un inconfundible temor. Habló en un ronco murmullo:
—Ustedes no saben las cosas que los hombres cuentan de él. Se ha vendido al espíritu maligno del espacio. No, no se rían. Se cuentan de él cosas terribles. Dicen que tiene guardaespaldas con armas atómicas que le siguen por doquier, y cuando quiere divertirse les ordena que derriben a cuantos se cruzan en su camino. Ellos obedecen y él se ríe. Cuentan que incluso inspira terror al Emperador, a quien obliga a elevar los impuestos sin permitirle que escuche las lamentaciones del pueblo. Y también dicen que odia al general. Dicen que le gustaría matar al general porque es grande y sabio. Pero no puede hacerlo porque nuestro general es más listo que cualquiera y sabe que el señor Brodrig es un mal elemento.
El sargento pestañeó, sonrió de manera repentina e incongruente al darse cuenta de su parrafada y retrocedió hacia la puerta. Movió la cabeza de forma espasmódica.
—No olviden mis palabras. Estén alerta.
Y salió precipitadamente.
Devers levantó la vista. Su mirada era dura.
—Esto hace que los vientos soplen a nuestro favor, ¿no es cierto?
—Depende de Brodrig —dijo secamente Barr.
Pero Devers ya estaba pensando y no escuchaba. Pensaba muy intensamente.
El señor Brodrig bajó la cabeza al entrar en el reducido espacio de la nave comercial, y sus dos guardas, cuyos rostros mostraban la dureza profesional de los asesinos a sueldo, le siguieron rápidamente con las armas desenfundadas.
El secretario privado no tenía en absoluto un aire de humildad en aquellos momentos. Si el espíritu maligno del espacio le había comprado, lo había hecho sin dejar una sola marca visible de su posesión. Brodrig parecía más bien un cortesano llegado para animar el frío y desnudo ambiente de la base militar.
Las líneas ceñidas y rígidas de su brillante e inmaculado traje conferían una cierta ilusión de elevada estatura, y sus ojos, glaciales e indiferentes, miraron por encima de su larga nariz al comerciante. El nácar de sus bocamangas resplandeció cuando clavó en el suelo su bastón de marfil y se apoyó suavemente en él.
—No —dijo con un ligero ademán—, usted quédese aquí. Olvide sus juguetes; no me interesan.
Acercó una silla, sacudió cuidadosamente el polvo inexistente con el paño tornasolado sujeto al extremo de su bastón blanco, y se sentó. Devers echó una mirada a la otra silla, pero Brodrig dijo en tono lánguido:
—Permanecerá en pie en presencia de un Par del Reino.
Sonrió. Devers se encogió de hombros.
—Si no le interesa mi mercancía, ¿por qué estoy aquí?
El secretario privado esperó con frialdad, y Devers añadió un lento «señor».
—Para estar solos —explicó el secretario—. ¿Por qué habría yo de recorrer doscientos parsecs por el espacio con el fin de inspeccionar quincalla? Es a usted a quien quiero ver. —Extrajo una pequeña tableta de una caja grabada y la colocó delicadamente entre sus labios, chupándola después con lentitud y deleite—. Por ejemplo —prosiguió—, ¿quién es usted? ¿Es realmente un ciudadano de ese bárbaro mundo que está montando toda esta furiosa campaña militar?
Devers asintió gravemente con la cabeza.
—¿Y fue usted capturado por él después del comienzo de esta trifulca a la que él llama guerra? Me estoy refiriendo a nuestro joven general Riose.
Devers asintió de nuevo.
—¡Vaya! Muy bien, honorable extranjero. Veo que su elocuencia es ínfima. Voy a allanarle el camino. Parece que nuestro general está librando una batalla inútil con enorme derroche de energía… y todo por un minúsculo mundo abandonado que un hombre lógico no consideraría digno de un solo disparo. Sin embargo, el general no es ilógico, antes al contrario, yo diría que es extremadamente inteligente. ¿Me sigue usted?
—No muy bien, señor.
El secretario inspeccionó sus uñas y continuó:
—Pues escúcheme con atención. El general no malgastaría hombres y naves en una estéril hazaña gloriosa. Sé que habla de gloria y de honor imperial, pero es evidente que se trata tan sólo de la imborrable sensación de ser uno de los insufribles semidioses de la Era Heroica. Aquí hay algo más que gloria, y, además, se preocupa por usted de un modo extraño e innecesario. Si usted fuese mi prisionero y me dijera tan pocas cosas útiles como las que ha estado diciendo hasta ahora, le abriría el abdomen y le estrangularía con sus propios intestinos.
Devers permaneció impasible. Dirigió la mirada al primero de los matones del secretario, y después al otro. Estaban dispuestos, ansiosamente dispuestos, para cualquier contingencia.
El secretario sonrió.
—Ya veo que es un diablo silencioso. Según el general, ni siquiera la sonda psíquica le causó efecto, y esto fue un error por parte de él, pues me convenció de que nuestro joven portento militar estaba mintiendo. —Parecía de excelente humor—. Mi honrado comerciante —dijo—, yo tengo una sonda psíquica propia que tal vez sea particularmente adecuada para usted. ¿Ve esto?
Entre el pulgar y el índice sostuvo con negligencia unos rectángulos rosados y amarillos, de intrincado diseño, cuya identidad resultaba obvia. Devers así lo expresó.
—Parece dinero —dijo.
—Y lo es; el mejor dinero del Imperio, porque tiene la garantía de mis dominios, que son más extensos que los del propio Emperador. Cien mil créditos. ¡Todos aquí, entre dos dedos! ¡Y son suyos!
—¿A cambio de qué, señor? Soy un buen negociante, pero todos los negocios tienen dos partes.
—¿A cambio de qué? ¡De la verdad! ¿Qué persigue el general? ¿Por qué pretende librar esa guerra?
Lathan Devers suspiró y se alisó pensativamente la barba.
—¿Qué persigue? —Sus ojos seguían los movimientos de las manos del secretario mientras contaba lentamente el dinero, billete tras billete—. En una palabra, el Imperio.
—¡Hum! ¡Qué ordinariez! Al final siempre es lo mismo. Pero ¿cómo? ¿Cuál es el camino que lleva desde el extremo de la Galaxia hasta la cumbre del Imperio?
—La Fundación —dijo Devers con amargura—, tiene sus secretos. Posee libros, libros antiguos, tan antiguos que su lenguaje sólo es comprendido por unos cuantos hombres importantes. Pero los secretos están envueltos por el ritual y la religión, y nadie puede utilizarlos. Yo lo intenté, y ahora estoy aquí… y allí me espera una sentencia de muerte.
—Comprendo. ¿Y esos antiguos secretos? Vamos, por cien mil créditos merezco que se me den hasta los más íntimos detalles.
—La transmutación de los elementos —dijo Devers con brevedad.
El secretario entrecerró los ojos y perdió algo de su frialdad.
—Tengo entendido que la transmutación práctica es imposible, según las leyes de la atomística.
—En efecto, si se usan fuerzas atómicas. Pero los Antiguos eran muy listos. Existen fuentes de energía más poderosas que los átomos. Si la Fundación usara esas fuentes, como yo sugerí…
Devers sintió una suave e insinuante sensación en el estómago. El anzuelo se balanceaba, el pez lo estaba rondando. El secretario dijo de repente:
—Continúe. Estoy seguro de que el general sabe todo esto. Pero ¿qué se propone hacer cuando termine esta guerra de opereta?
Devers mantuvo su voz firme como una roca.
—Con la transmutación controlará la economía de todo su Imperio. Los yacimientos de minerales no valdrán nada cuando Riose pueda obtener tungsteno del aluminio e iridio del hierro. Todo el sistema de producción basado en la escasez de ciertos elementos y la abundancia de otros quedará totalmente superado. Se producirá la mayor catástrofe que jamás haya visto el Imperio, y solamente Riose podrá detenerla. Además, está la cuestión de esta nueva energía que he mencionado, cuyo empleo no ocasionará a Riose escrúpulos religiosos. Nada puede detenerle ahora. Tiene a la Fundación cogida por el pescuezo, y cuando haya terminado con ella será Emperador en dos años.
—Conque ésas tenemos. —Brodrig esbozó una sonrisa—. Iridio del hierro; eso dijo usted, ¿no? Voy a confiarle un secreto de estado. ¿Sabía usted que la Fundación ya ha estado en contacto con el general?
Devers se puso rígido.
—Parece sorprendido. ¿Por qué no? Ahora resulta lógico. Le ofrecieron cien toneladas de iridio al año a cambio de la paz. Cien toneladas de hierro convertido en iridio en violación de sus principios religiosos para salvar sus vidas. Es justo, pero no me extraña que nuestro incorruptible general rehusara… ¡cuando puede tener el iridio y además el Imperio! Y el pobre Cleón le llamó su único general honrado. Mi barbudo comerciante, se ha ganado usted este dinero.
Lo tiró al suelo, y Devers se arrodilló para recoger los billetes esparcidos.
El señor Brodrig se detuvo en la puerta y se volvió.
—Recuerde una cosa, comerciante. Mis camaradas armados no tienen oídos, ni lengua, ni educación, ni inteligencia. No pueden oír, ni hablar, ni escribir, ni siquiera ser coherentes con una sonda psíquica. Pero son expertos en ejecuciones muy interesantes. Yo le he comprado a usted por cien mil créditos. Será una mercancía buena y valiosa. Si algún día olvidase que ha sido comprado e intentase… digamos… repetir nuestra conversación a Riose, sería ejecutado. Pero… a mi manera.
Y en aquel rostro delicado aparecieron duras líneas de ensañada crueldad que transformaron la estudiada sonrisa en una insana mueca de labios rojos. Durante un segundo fugaz, Devers vio al espíritu maligno del espacio que había comprado a su sobornador.
En silencio, precedió a los «camaradas» armados de Brodrig hasta su habitación.
A la pregunta de Ducem Barr, respondió con sombría satisfacción:
—No, y ésa es la parte más extraña. Él me sobornó a mí.
Dos meses de guerra difícil habían dejado su huella en Bel Riose. Había en él una pesada gravedad y se encolerizaba fácilmente.
Se dirigió con impaciencia a su incondicional sargento Luk:
—Espera fuera, soldado, y conduce a estos hombres a sus alojamientos después de que haya hablado con ellos. Que no entre nadie hasta que yo llame. Nadie, ¿comprendes?
El sargento saludó con rigidez y abandonó la habitación, y Riose desahogó su mal humor juntando los papeles de su mesa, tirándolos al cajón superior y cerrándolo con estrépito.
—Tomen asiento —dijo a los dos hombres—. Tengo poco tiempo. A decir verdad, no debería estar aquí, pero necesitaba verles.
Se volvió hacia Ducem Barr, cuyos largos dedos acariciaban con interés el cubo de cristal que contenía la efigie del rostro austero de Su Majestad Imperial Cleón II.
—En primer lugar, patricio —dijo el general—, su Seldon está perdiendo. No se puede negar que lucha bien, porque esos hombres de la Fundación acuden como insensatas abejas y pelean como dementes. Cada planeta es defendido con furor y, una vez conquistado, bulle de tal modo en rebeliones que resulta tan difícil mantenerlo como conquistarlo. Pero los conquistamos y los mantenemos. Su Seldon está perdiendo…
—Aún no ha sido vencido —murmuró cortésmente Barr.
—La Fundación no es tan optimista. Me ofrecen millones para que no presente a Seldon la batalla final.
—Así lo aseguran los rumores.
—De modo que los rumores me preceden. ¿Hablan también de la última noticia?
—¿Cuál es la última?
—Pues que el señor Brodrig, el niño mimado del Emperador, es ahora el segundo en el mando por propia petición.
Devers habló por vez primera:
—¿Por propia petición, jefe? ¿Cómo es eso? ¿O es que acaso le está resultando simpático ese tipo? —terminó con una risita.
Riose contestó calmosamente:
—No, me temo que no. Pero ha comprado el puesto a un precio que considero justo.
—¿Cuál es?
—Pidiendo refuerzos al Emperador.
La sonrisa desdeñosa de Devers se acentuó.
—Así pues, se ha comunicado con el Emperador. Y supongo, jefe, que ahora está usted esperando esos refuerzos que llegarán cualquier día de éstos. ¿Acierto?
—¡Se equivoca! Ya han llegado. Cinco naves de línea; veloces y potentes, con un mensaje personal de felicitación del Emperador y la promesa de más naves, que ya están en camino. ¿Qué ocurre, comerciante? —preguntó con sarcasmo.
Devers habló con labios repentinamente rígidos:
—¡Nada!
Riose dio la vuelta a la mesa y se detuvo frente al comerciante con la mano apoyada en la culata de su pistola.
—Le he preguntado: ¿qué ocurre, comerciante? La noticia parece haberle trastornado. ¿Seguro que no siente un repentino interés por la Fundación?
—Claro que no.
—Sí…, hay en usted cosas muy extrañas.
—¿Usted cree, jefe? —Devers sonrió forzadamente y apretó los puños en los bolsillos—. Enumérelas y se las desmentiré.
—Ahí van. Fue capturado fácilmente. Se rindió a la primera ráfaga, con el escudo chamuscado. Está dispuesto a abandonar a su mundo, y ello sin fijar ningún precio. Todo esto es muy interesante, ¿verdad?
—Me gusta estar del lado del vencedor, jefe. Soy un hombre sensato; usted mismo lo dijo.
Riose replicó con voz ronca:
—¡Concedido! Sin embargo, desde entonces no ha sido capturado ningún otro comerciante. Todas las naves comerciales son lo bastante veloces como para escapar cuando se les antoja. Todas las naves comerciales tienen una pantalla que les permite salir indemnes en caso de lucha. Y todos los comerciantes han luchado hasta la muerte si la ocasión lo ha requerido. Se ha sabido que los comerciantes son los jefes e instigadores de las guerrillas en los planetas ocupados y de las incursiones aéreas en el espacio también ocupado. ¿Acaso es usted el único hombre sensato? No lucha ni se escapa, y se convierte en traidor sin que se lo exijan. Es usted peculiar, asombrosamente peculiar… yo diría que peligrosamente peculiar.
Devers dijo con voz suave:
—Comprendo lo que quiere decir, pero no tiene nada en qué basarse para efectuar una acusación en mi contra. Ya hace seis meses que estoy aquí, y siempre me he portado bien.
—Así es, y yo le he recompensado con un buen trato. No he tocado su nave y le he dado todas las muestras de consideración posibles. Pero usted me ha fallado. Una información libremente ofrecida sobre sus juguetes, por ejemplo, hubiera podido resultar de utilidad. Los principios atómicos en los que se basan pueden ser utilizados en algunas de las más peligrosas armas de la Fundación. ¿Me equivoco?
—Soy sólo un comerciante —repuso Devers—, y no uno de esos presuntuosos técnicos. Yo vendo la mercancía; no la fabrico.
—Bien, pronto lo veremos. Por esa razón he venido. Por ejemplo, registraremos su nave para saber si lleva un campo de fuerza personal. Usted nunca lo ha llevado; pero todos los soldados de la Fundación disponen de él. Será una significativa evidencia encontrar información que usted se niega a facilitarme. ¿No es así?
No hubo respuesta, así que continuó:
—Y habrá evidencia más directa. He traído conmigo la sonda psíquica. No dio resultado la vez anterior, pero el contacto con el enemigo es una educación liberal.
Su voz era suavemente amenazadora, y Devers sintió el cañón de un arma apretado contra su estómago; el arma del general, que hasta aquel momento había llevado enfundada. El general habló en voz baja:
—Se quitará su pulsera y cualquier otro ornamento de metal que lleve, y me los dará. ¡Despacio! Los campos atómicos pueden ser distorsionados, y las sondas psíquicas podrían ahondar sólo en campos estáticos. Eso es. Démelos.
El receptor situado en la mesa del general se iluminó, y una cápsula asomó por la ranura, cerca de donde se encontraba Barr, que seguía acariciando el busto imperial tridimensional.
Riose se colocó detrás de la mesa, con la pistola lanzallamas apuntándoles. Dijo a Barr:
—Usted también, patricio. Su pulsera le condena. Sin embargo, ha sido amable anteriormente y yo no soy vengativo, pero juzgaré el destino de su familia, retenida como rehén, según los resultados de la sonda psíquica.
Mientras Riose se inclinaba para recoger la cápsula del mensaje, Barr levantó el busto de cristal de Cleón y, tranquila y metódicamente, lo abatió sobre la cabeza del general.
Ocurrió demasiado deprisa para que Devers se diese cuenta. Fue como si un repentino demonio se hubiese encarnado en el anciano.
—¡Fuera! —dijo Barr en un murmullo entre dientes—. ¡Rápido! —Cogió el lanzallamas de Riose y se lo ocultó debajo de la camisa.
El sargento Luk se volvió cuando salieron sin apenas abrir la puerta. Barr dijo con serenidad:
—Condúzcanos, sargento.
Devers cerró la puerta tras de sí.
El sargento Luk les llevó en silencio a su alojamiento, y entonces, tras de una brevísima pausa, continuó avanzando, pues el cañón de una pistola lanzallamas le presionaba las costillas, mientras una voz dura murmuraba a su oído:
—A la nave comercial.
Devers se adelantó para abrir la escotilla, y Barr dijo:
—Quédese donde está, Luk. Ha sido usted un hombre decente y no vamos a matarle.
Pero el sargento reconoció el monograma de la pistola. Gritó con furia ahogada:
—¡Han matado al general!
Con un alarido salvaje e incoherente, se lanzó a ciegas contra la furiosa ráfaga del arma, y se derrumbó convertido en una ruina humana.
La nave comercial se elevaba sobre un planeta muerto cuando las señales luminosas empezaron a parpadear contra la cremosa telaraña de la gran lente del firmamento que era la Galaxia, y surgieron otras formas negras. Devers exclamó:
—Agárrese fuerte, Barr, y veamos si tienen alguna nave capaz de competir con mi velocidad.
¡Sabía que no la tenían!
Y una vez en el espacio abierto, la voz del comerciante sonó perdida y muerta cuando dijo:
—La información que di a Brodrig era demasiado buena. Me parece que sufrirá la misma suerte del general.
Velozmente se introdujeron en las profundidades de la masa de estrellas que era la Galaxia.