Desde el punto central de Siwenna, las fuerzas del Imperio se dirigieron cautelosamente hacia la desconocida negrura de la Periferia. Naves gigantes recorrieron la vasta distancia que separaba a las estrellas errantes del borde de la Galaxia, abriéndose camino alrededor de los límites más alejados de la influencia de la Fundación.
Mundos aislados en su nueva barbarie de dos siglos sintieron una vez más el paso de los señores supremos sobre su suelo. Se juró fidelidad frente a la masiva artillería concentrada en las ciudades capitales.
Las guarniciones fueron abandonadas; guarniciones de hombres que llevaban el uniforme imperial y la insignia del Sol-y-la-Astronave en sus charreteras. Los viejos lo advirtieron y recordaron una vez más las olvidadas historias de sus tatarabuelos sobre los tiempos en que el universo era grande y rico y disfrutaba de paz, y ese mismo Sol-y-la-Astronave lo gobernaba todo.
Entonces, las grandes naves tejieron su red de bases avanzadas alrededor de la Fundación. Y cuando cada uno de los mundos estuvo anudado en su lugar correspondiente de la red, se envió el informe a Bel Riose, que había establecido su cuartel general en la superficie rocosa y estéril de un planeta errante y sin sol.
En aquel momento, Riose se tranquilizó y sonrió a Ducem Barr.
—Bien, ¿qué opina usted, patricio?
—¿Yo? ¿Qué valor tiene lo que yo piense? No soy militar. —Contempló con una mirada de hastío y desagrado el desorden que reinaba en la habitación, excavada en la roca y provista de aire, luz y calor artificiales, que constituía la única burbuja de vida en la inmensidad de un mundo yermo—. Para la ayuda que puedo prestarte —murmuró—, o que estoy dispuesto a facilitarle, sería mejor que me regresase a Siwenna.
—Todavía no, todavía no. —El general giró la silla hacia el rincón donde se hallaba la enorme esfera transparente que mostraba el mapa de la antigua prefectura imperial de Anacreonte y sus sectores circundantes—. Más tarde, cuando todo haya terminado, podrá regresar a sus libros y todo lo demás. Me encargaré de que las posesiones de su familia le sean devueltas para siempre, a usted y a sus hijos.
—Gracias —dijo Barr con ligera ironía—, pero no tengo fe en el feliz desenlace de todo esto.
Riose estalló en una carcajada estridente.
—No empiece de nuevo con sus graznidos proféticos. Este mapa habla con voz más elocuente que sus pesimistas teorías. —Acarició suavemente su curvada e invisible superficie—. ¿Sabe interpretar un mapa en su proyección radial? ¿Sí? Pues bien, véalo usted mismo. Las estrellas doradas representan los territorios imperiales. Las rojas son las que están sometidas a la Fundación, y las rosas son las que se hallan probablemente bajo su esfera de influencia. Ahora, mire…
La mano de Riose cubrió un botón redondo, y un área de marcados y blancos puntitos fue tiñéndose lentamente de azul oscuro. Los puntitos, como una taza invertida, rodearon a los rojos y rosados.
—Estas estrellas azules han sido tomadas por mis fuerzas —dijo Riose con tranquila satisfacción— y continúan avanzando. No han encontrado obstáculos en ninguna parte. Los bárbaros se mantienen inmóviles. Y, sobre todo, no ha habido ninguna oposición por parte de las fuerzas de la Fundación. Duermen bien y pacíficamente.
—Usted dispersa sus fuerzas en una línea muy delgada, ¿verdad? —preguntó Barr.
—De hecho —explicó Riose—, y pese a las apariencias, no es así. Los puntos clave donde sitúo guarnición y fortificaciones son relativamente pocos, pero están elegidos con sumo cuidado. El resultado es que las fuerzas dispersas son pequeñas, pero la estrategia es considerable. Hay muchas ventajas, más de las que adivinaría quien no hubiese estudiado a fondo la táctica espacial, pero es evidente para cualquiera, por ejemplo, que puedo desencadenar un ataque desde cualquier punto de una esfera envolvente, y que cuando haya terminado será imposible para la Fundación atacar los flancos o la retaguardia. Para ellos no habrá ni flancos ni retaguardia. Esta estrategia del Cerco Previo ha sido intentada antes, sobre todo en las campañas de Loris VI, hace unos dos mil años, pero siempre de modo imperfecto; siempre con el conocimiento y la interferencia del enemigo. Esta vez es diferente…
—¿El caso ideal de los libros de texto? —La voz de Barr era lánguida e indiferente. Riose perdió la paciencia.
—¿Sigue pensando que mis fuerzas fracasarán?
—Téngalo por seguro.
—Sepa usted que no ha habido un solo caso en la historia militar en que, cuando el movimiento envolvente ha sido completado, no hayan vencido las fuerzas atacantes, excepto cuando existe una flota exterior con la fuerza suficiente como para romper el cerco.
—Si usted lo dice…
—¿Y continúa creyendo lo mismo?
—Sí.
—Allá usted. —Riose se encogió de hombros.
Barr dejó que el silencio se prolongase unos momentos y entonces preguntó:
—¿Ha recibido respuesta del Emperador?
Riose sacó un cigarrillo de un recipiente mural situado a sus espaldas y lo encendió cuidadosamente. Repuso:
—¿Se refiere a mi petición de refuerzos? Ha llegado la respuesta, nada más.
—Las naves no.
—Ninguna. Lo esperaba a medias. Francamente, patricio, no hubiera debido dejarme influenciar por sus teorías y haber hecho esta petición que, en definitiva, me ha puesto en evidencia.
—¿De verdad?
—Claro. Las naves son escasas. Las guerras civiles de los dos últimos siglos han acabado con más de la mitad de la Gran Flota, y las restantes se hallan en malas condiciones. Usted ya sabe que las naves que se construyen actualmente no valen nada. Creo que no existe un solo hombre en la Galaxia capaz de construir un motor hiperatómico de buena calidad.
—Lo sé —dijo el siwenniano. Su mirada era pensativa y ensimismada—. Pero ignoraba que usted lo supiera. De modo que Su Majestad Imperial no puede darle naves. La psicohistoria podría haberlo predicho; en realidad, tal vez lo hizo. Yo diría que la mano muerta de Hari Seldon está ganando el primer asalto.
Riose contestó bruscamente:
—¡Dispongo de naves suficientes! Su Seldon no está ganando nada. Si la situación se agravara, enviarían más naves. De momento, el Emperador no sabe toda la historia.
—¿De verdad? ¿Por qué no se la ha contado?
—Es evidente… porque son teorías de usted. —Riose le miró con sarcasmo—. Esa historia, con todos mis respetos, es altamente inverosímil. Si los acontecimientos la corroboran, si me facilitan una prueba, entonces, pero sólo entonces, consideraré que el peligro es mortal. Además —continuó casualmente Riose—, esta historia, mientras no la respalden los hechos, tiene un sabor de lesa majestad que no resultaría agradable al Emperador de la Galaxia.
El anciano patricio sonrió.
—Quiere decir que comunicarle que su augusto trono está en peligro de subversión por parte de unos toscos bárbaros de los confines del universo no es una advertencia fácil de creer o calibrar. De manera que usted no espera nada de él.
—A menos que contemos con un enviado especial, o algo por el estilo.
—¿Y por qué un enviado especial?
—Es una vieja costumbre. Un representante directo de la corona está presente en toda campaña militar que se halle bajo los auspicios del Gobierno.
—¿De veras? ¿Por qué?
—Es un método de preservar el símbolo de la jefatura personal imperial en todas las campañas. Y también para asegurar la fidelidad de los generales. No siempre tiene éxito en esto último.
—Lo encontrará un inconveniente, general. Me refiero a la autoridad ajena.
—No lo dudo —admitió Riose, enrojeciendo un poco—, pero no puedo evitarlo…
El receptor situado en la mano del general se encendió y, con una ligera sacudida, una parte de forma cilíndrica apareció en la ranura. Riose lo desenrolló.
—¡Bien! ¡Aquí está!
Ducem Barr enarcó las cejas inquisitivamente. Riose explicó:
—Ya sabe que hemos capturado a uno de esos comerciantes. Vivo… y con su nave intacta.
—He oído hablar de ello.
—Pues bien, acaban de traerle y le tendremos aquí dentro de un minuto. No se mueva de su asiento, patricio. Quiero que esté presente mientras le interrogo. En realidad, éste es el motivo por el que le he llamado hoy. Usted puede comprenderle, mientras que yo podría perderme puntos importantes.
Sonó la señal de la entrada y un ligero movimiento del pie del general abrió la puerta de par en par. El hombre que apareció en el umbral era alto y barbudo, llevaba un abrigo corto de suave felpudo plástico y una capucha doblada en la nuca. Tenía las manos libres, y si se había fijado en que los hombres que le acompañaban iban armados, no se molestaba en dar muestras de ello.
Entró con indiferencia y observó a su alrededor con mirada calculadora. Saludó al general con un rudimentario ademán y una ligera inclinación de cabeza.
—¿Su nombre? —preguntó Riose con brusquedad.
—Lathan Devers. —El comerciante insertó los pulgares en su ancho y vistoso cinturón—. ¿Usted es el jefe aquí?
—¿Es usted un comerciante de la Fundación?
—Exacto. Escuche, si usted es el jefe será mejor que diga a sus hombres que no se acerquen a mi cargamento.
El general levantó una mano y miró fríamente al prisionero.
—Conteste a las preguntas y no dé ninguna orden.
—Muy bien, obedeceré. Pero uno de sus muchachos se ha abierto ya un agujero de medio metro en el pecho, metiendo los dedos donde no debía.
Riose levantó la vista hacia el teniente de servicio.
—¿Dice la verdad este hombre? Su informe, Vrank, asegura que no se ha perdido ninguna vida.
—Así era, señor —dijo el teniente con voz ronca y temerosa—, en aquel momento. Más tarde se dio orden de registrar la nave, pues corrió la voz de que había una mujer a bordo. Pero en su lugar, señor, se hallaron muchos instrumentos de naturaleza desconocida, instrumentos que el prisionero califica como su mercancía. Uno de ellos explotó al ser tocado, y el soldado murió.
El general se dirigió de nuevo al comerciante:
—¿Lleva su nave explosivos atómicos?
—¡Por la Galaxia que no! ¿Para qué? Ese loco agarró un punzón atómico por el extremo equivocado, y provocó una dispersión máxima. No se puede hacer eso. Lo mismo podría haberse apuntado a la cabeza una pistola de neutrones. Yo le hubiera detenido, de no haber tenido a cinco hombres sentados sobre mi pecho.
Riose hizo una seña al oficial que esperaba.
—Váyase y haga sellar la nave capturada contra toda intrusión. Siéntese, Devers.
El comerciante tomó asiento donde le indicaban y soportó estoicamente el escrutinio del general imperial y la curiosa mirada del patricio siwenniano. Riose dijo:
—Es usted un hombre sensato, Devers.
—Gracias. ¿Le impresiona mi cara, o es que quiere algo? Le diré una cosa: soy un buen hombre de negocios.
—Viene a ser lo mismo. Rindió su nave cuando podría haber decidido que malgastáramos nuestras municiones en reducirle a polvo electrónico. Esto puede granjearle un buen trato, en caso de que continúe con la misma actitud ante la vida.
—Un buen trato es lo que más ansío, jefe.
—Bien, y lo que yo más ansío es la colaboración. —Riose sonrió, y en voz baja murmuró a Ducem Barr—. Espero que la palabra «ansío» signifique lo que yo creo. ¿Oyó alguna vez una jerga tan bárbara?
Devers dijo blandamente:
—Muy bien, he comprendido. Pero ¿de qué clase de cooperación habla, jefe? Para decirle la verdad, no sé dónde estoy. —Miró en torno suyo—. ¿Qué es este lugar, por ejemplo, y cuál es el plan?
—¡Ah! Olvidaba las presentaciones. —Riose estaba de buen humor—. Este caballero es Ducem Barr, patricio del Imperio. Yo soy Bel Riose, noble del Imperio y general de tercera clase de las Fuerzas Armadas de Su Majestad Imperial.
La mandíbula del comerciante se distendió. Inquirió:
—¿El Imperio? ¿Quiere decir el viejo Imperio del que nos hablaban en la escuela? ¡Qué gracioso! Siempre tuve la sensación de que ya no existía.
—Mire a su alrededor. Existe —dijo Riose con seriedad.
—Tendría que haberlo adivinado —murmuró Lathan Devers dirigiendo su barba hacia el techo—. Las naves que capturaron mi bañera eran potentes y relucían mucho. Ningún reino de la Periferia podría fabricarlas. —Frunció el ceño—. ¿Cuál es el juego, jefe? ¿O he de llamarle general?
—El juego es la guerra.
—Imperio contra Fundación, ¿no?
—Exacto.
—¿Por qué?
—Creo que usted conoce la razón.
El comerciante le miró fijamente y meneó la cabeza. Riose le dejó meditar, y después repitió:
—Estoy seguro de que conoce la razón.
Lathan Devers murmuró:
—Aquí hace calor. —Y se levantó para despojarse del abrigo con capucha.
Entonces volvió a sentarse y alargó las piernas delante de él.
—¿Sabe una cosa? —dijo con tranquilidad—. Me imagino que está pensando que yo debería ponerme en pie de un salto y rebelarme. Podría cogerle antes de que tuviera tiempo de moverse, si eligiera el momento oportuno, y ese viejo que no suelta una palabra no haría gran cosa para detenerme.
—Pero no lo hará —dijo Riose con la misma tranquilidad.
—No —repuso Devers amablemente—. Primero, porque supongo que matándole no pondría fin a la guerra. Hay más generales en el lugar de donde procede.
—Muy acertadamente deducido.
—Aparte de que probablemente me reducirían a los dos segundos de haberle atacado, y me matarían, rápida o lentamente, eso depende. Pero me matarían, y nunca me gusta contar con eso cuando estoy haciendo planes. No me compensaría.
—Ya dije que era usted un hombre sensato.
—Pero hay una cosa que me intriga, jefe. Me gustaría que me dijese qué ha querido insinuar con eso de que yo sé por qué nos hacen la guerra. Lo ignoro, y adivinar me aburre mucho.
—Conque sí, ¿eh? ¿Alguna vez ha oído hablar de Hari Seldon?
—No. Y ya le he dicho que no me gustan las adivinanzas.
Riose miró de soslayo a Ducem Barr, que sonreía con suavidad y continuaba inmerso en sus pensamientos.
El general dijo con una mueca:
—No juegue usted a las adivinanzas, Devers. Existe una tradición, o una fábula, o una historia, no me importa lo que sea, sobre su Fundación, de que eventualmente creará el Segundo Imperio. Conozco una versión muy detallada del cuento de la psicohistoria de Hari Seldon y de sus eventuales planes de agresión contra el Imperio.
—¿De veras? —Devers parecía pensativo—. ¿Y quién le ha contado todo esto?
—¿Acaso importa? —dijo Riose con peligrosa suavidad—. Usted no está aquí para hacer preguntas. Quiero que me diga todo lo que sabe acerca de la fábula de Seldon.
—Pero si es una fábula…
—No juegue con las palabras, Devers.
—No lo hago. De hecho, voy a serle sincero. Ya conoce usted todo lo que sé acerca de ello. Es un cuento estúpido, un absurdo. Todos los mundos tienen sus leyendas; es imposible arrebatárselas. Sí, he oído hablar de eso: Seldon, Segundo Imperio… y todo lo demás. Duermen a los niños con esa clase de historias. Los chiquillos se adormecen en sus cuartos con sus proyectores de bolsillo y absorben las aventuras de Seldon. Pero es algo estrictamente infantil, nada para adultos inteligentes, en definitiva.
El comerciante meneó la cabeza. Los ojos de Riose eran sombríos.
—¿Es realmente así? Miente usted en vano. He estado en el planeta Términus, y conozco su Fundación. La he visto de cerca.
—¿Por qué me pregunta entonces? A mí, que no he pasado en ella dos meses seguidos en diez años. Está desperdiciando su tiempo. Pero continúe con su guerra, si lo que busca son fábulas.
Y Barr habló por primera vez, suavemente:
—¿Tanta confianza tiene en la victoria final de la Fundación?
El comerciante se volvió. Enrojeció levemente, mostrando la palidez de una vieja cicatriz que tenía en la sien.
—Vaya, el socio silencioso. ¿Cómo ha deducido eso de mis palabras, doctor?
Riose hizo a Barr una seña imperceptible, y el siwenniano prosiguió en voz baja:
—Porque le molestaría la idea de que su mundo pudiera perder esta guerra y sufrir las tristes consecuencias de la derrota. Lo sé porque mi mundo las sufrió una vez, y aún las está sufriendo.
Lathan Devers jugó con su barba, miró uno tras otro a sus interlocutores y rio brevemente.
—¿Habla siempre así, jefe? Escuchen —añadió en tono grave—, ¿qué es la derrota? He visto guerras y he visto derrotas. ¿Qué pasa si el vencedor asume el gobierno? ¿A quién molesta? ¿A tipos como yo? —Meneó la cabeza con incredulidad—. Entiendan esto —añadió el comerciante hablando fuerte y animadamente—, siempre hay cinco o seis tipos gordos que gobiernan un planeta normal. Ellos son los que llevan las de perder, o sea que yo no voy a preocuparme en absoluto por su suerte. ¿Y el pueblo? ¿Los hombres del montón? Claro, algunos mueren, y el resto paga impuestos extraordinarios durante un tiempo. Pero todo acaba arreglándose; las cosas se estabilizan. Y entonces vuelve a implantarse la misma situación, con otros cinco o seis tipos diferentes.
Ducem Barr movió las aletas nasales, y los tendones de su mano derecha temblaron, pero no dijo nada.
Los ojos de Lathan Devers se fijaron en él; nada les pasaba por alto. Añadió:
—Mire, me paso la vida en el espacio para vender mis modestas mercancías y sólo recibo coces de los Monipodios. En casa —señaló por encima de los hombros con el pulgar— hay tipos corpulentos que se embolsan mis beneficios anuales, exprimiéndome a mí y a otros como yo. Supongamos que ustedes gobiernan la Fundación. Seguirían necesitándonos. Nos necesitarían más que los Monipodios porque se sentirían perdidos, y seríamos nosotros quienes traeríamos el dinero. Haríamos un trato mejor con el Imperio, estoy seguro; y lo digo como hombre de negocios. Si ello significa más ganancias, lo apruebo.
Y se quedó mirándoles con burlona beligerancia.
Reinó el silencio durante unos minutos, y entonces un nuevo cilindro asomó por la ranura del receptor. El general lo abrió, echó una ojeada a su contenido y lo conectó a los visuales.
«Prepare plan indicando posición de cada nave. Espere órdenes manteniéndose a la defensiva.»
Recogió su capa y, mientras se la ajustaba sobre los hombros, dijo a Barr con acento perentorio:
—Dejo a este hombre a su cuidado. Espero resultados. Estamos en guerra y los fracasos se pagarán caros. ¡Recuérdelo!
Se fue tras saludar militarmente a ambos.
Lathan Devers le siguió con la mirada.
—¡Vaya! Alguna mosca le ha picado. ¿Qué ocurre?
—Una batalla, evidentemente —repuso ásperamente Barr—. Las fuerzas de la Fundación van a presentar su primera batalla. Será mejor que venga conmigo.
Había soldados armados en la estancia. Su actitud era respetuosa, y sus rostros, herméticos. Devers salió de la habitación detrás del altivo patriarca siwenniano.
Les condujeron a una estancia más pequeña e incompleta que la anterior. Contenía dos camas, una pantalla de vídeo, ducha y otros servicios sanitarios. Los soldados se marcharon y la gruesa puerta se cerró con un ruido hueco.
—¡Vaya! —Devers miró en torno suyo con desaprobación—. Esto parece permanente.
—Lo es —dijo Barr con brevedad, volviéndole la espalda.
El comerciante preguntó, irritado:
—¿Cuál es su juego, doctor?
—No juego a nada. Usted se halla a mi cuidado, eso es todo.
El comerciante se levantó y se acercó al patricio, que se mantuvo inmóvil.
—¿Ésas tenemos? Pero está en esta celda conmigo y cuando nos condujeron aquí las armas le apuntaban tanto a usted como a mí. Escuche, se ha enfurecido mucho con mis ideas sobre la guerra y la paz. —Esperó en vano—. Muy bien, déjeme preguntarle algo. Dijo usted que su país fue vencido una vez. ¿Por quién? ¿Por el pueblo de un cometa de las nebulosas exteriores?
Barr levantó la vista.
—Por el Imperio.
—¿Ah, sí? Entonces, ¿qué está haciendo aquí?
Barr guardó un elocuente silencio.
El comerciante extendió su labio inferior y asintió lentamente con la cabeza. Se quitó el brazalete de eslabones planos que ceñía su muñeca derecha y lo alargó a Barr.
—¿Qué opina de esto? —Llevaba otro exacto en la muñeca izquierda.
El siwenniano tomó el ornamento. Respondió lentamente al gesto del comerciante y se lo puso. El extraño cosquilleo en la muñeca cesó con rapidez. La voz de Devers cambió en seguida.
—Bien, doctor, ya puede hablar ahora. Hágalo con naturalidad. Si esta habitación está vigilada acústicamente, no captarán nada. Lo que tiene ahí es un distorsionador de campo; diseño genuino de Mallow. Se vende por veinticinco créditos en cualquier mundo de aquí al borde exterior. Usted lo tendrá gratis. No mueva los labios cuando hable y tómeselo con calma. Ha de encontrarle el truco.
Ducem Barr se sintió repentinamente cansado. Los ojos penetrantes del comerciante eran luminosos y exigentes. Temió no saber responder a esta exigencia. Preguntó:
—¿Qué quiere usted? —Las palabras sonaron extrañas a través de los labios inmóviles.
—Ya se lo he dicho. Emite sonidos bucales como si fuera un patriota y, sin embargo, su mundo fue destruido por el Imperio y usted se dedica a jugar a pelota con el rubio general del Emperador. No tiene sentido, ¿verdad?
—Yo ya cumplí mi misión —replicó Barr—. Un virrey imperial murió gracias a mí.
—¿De veras? ¿Recientemente?
—Hace cuarenta años.
—¡Cuarenta… años! —El comerciante pareció encontrar sentido a aquellas palabras. Frunció el ceño—. Es mucho tiempo para vivir de recuerdos. ¿Lo sabe ese joven mequetrefe vestido de general?
Barr asintió con la cabeza. Los ojos de Devers reflejaron una profunda meditación.
—¿Desea que venza el Imperio?
El anciano patricio siwenniano explotó en una cólera repentina.
—¡Ojalá el Imperio y todas sus obras perezcan en una catástrofe universal! Todo Siwenna reza diariamente para que ocurra. Yo tenía hermanos, una hermana, un padre. Pero ahora tengo hijos y nietos. El general sabe dónde encontrarlos.
Devers esperó. Barr continuó en un susurro:
—Pero esto no me detendría si los resultados justificaran el riesgo. Sabrían morir.
El comerciante dijo con suavidad:
—Una vez mató a un virrey, ¿no? Recuerdo algunas cosas. Nosotros tuvimos un alcalde, Hober Mallow era su nombre. Visitó Siwenna; es el mundo de usted, ¿verdad? Conoció a un hombre llamado Barr.
Ducem Barr le miró duramente, con suspicacia.
—¿Qué sabe usted de eso?
—Lo que saben todos los comerciantes de la Fundación. Usted podría ser un tipo listo colocado aquí para atraparme. Le apuntarían con sus armas y usted odiaría el Imperio y ansiaría su destrucción. Y yo me entregaría a usted y le abriría mi corazón, y el general rebosaría satisfacción. No hay muchas posibilidades de que esto suceda, doctor. Pero me gustaría que pudiese probarme que es hijo de Onum Barr de Siwenna… el sexto y más joven que escapó a la Matanza.
La mano de Ducem Barr tembló al abrir la caja de metal que había en un nicho de la pared. El objeto que extrajo de ella rechinó suavemente cuando lo colocó en las manos del comerciante.
—Mire eso —dijo.
Devers lo miró con fijeza. Se llevó muy cerca de los ojos el hinchado eslabón central de la cadena y profirió un juramento ahogado.
—Es el monograma de Mallow o yo soy un recluta del espacio, ¡y el diseño tiene cincuenta años! —Levantó la vista y sonrió—. Chóquela, doctor. Un escudo atómico individual es toda la prueba que necesito.
Y alargó a Barr su robusta mano.