Bel Riose interrumpió sus inquietos paseos y miró con esperanza a su ayudante, que acababa de entrar.
—¿Alguna noticia del Starlet?
—Ninguna. Las patrullas de exploración se han repartido el espacio en zonas, pero los instrumentos no han detectado nada. El comandante Yume ha informado que la Flota está dispuesta para un inmediato ataque de represalia.
El general meneó la cabeza.
—No, no por una nave patrulla. Todavía no. Dígale que doble… ¡Espere! Escribiré el mensaje. Póngalo en clave y transmítalo por rayo-estanco.
Escribió mientras hablaba y alargó el papel al oficial.
—¿Ha llegado ya el siwenniano?
—Aún no.
—Bien, encárguese de que le conduzcan aquí en cuanto llegue.
El ayudante saludó con rigidez y se fue. Riose reemprendió sus paseos por la estancia.
Cuando la puerta se abrió por segunda vez, Ducem Barr apareció en el umbral. Lentamente, detrás del ayudante que le acompañaba, entró en la habitación, cuyo techo era un modelo estereoscópico de la Galaxia, y en el centro de la cual estaba Bel Riose con uniforme de campaña.
—¡Buenos días, patricio! —El general adelantó una silla con el pie e hizo una seña al ayudante, diciendo—: Esta puerta ha de permanecer cerrada hasta que yo mismo la abra.
Se acercó al siwenniano y se detuvo frente a él con las piernas separadas y las manos cruzadas a su espalda, balanceándose lenta y pensativamente sobre las puntas de los pies. Entonces, ásperamente, dijo:
—Patricio, ¿es usted un súbdito leal del Emperador?
Barr, que había guardado hasta aquel momento un silencio indiferente, frunció levemente el ceño.
—No tengo motivos para ser adicto al Gobierno imperial.
—Lo cual está muy lejos de decir que sería un traidor.
—Cierto. Pero el mero hecho de no ser un traidor está también muy lejos de consentir en ser un colaborador activo.
—En general también eso es cierto. Pero negar su ayuda en este momento —dijo Riose con deliberación— será considerado una traición y tratada como tal.
Las cejas de Barr se juntaron.
—Guarde sus agudezas verbales para sus subordinados. Será suficiente para mí que enuncie sus necesidades y exigencias.
Riose se sentó y cruzó las piernas.
—Barr, tuvimos una discusión previa hace casi medio año.
—¿Acerca de sus magos?
—Sí. Se acordará de lo que dije que haría.
Barr asintió. Sus manos descansaban sobre las piernas.
—Dijo que les visitaría en sus escondites y ha estado fuera estos últimos cuatro meses. ¿Les ha encontrado?
—¿Encontrarles? ¡Eso sí! —gritó Riose. Habló con los labios rígidos, y parecía esforzarse para no hacer rechinar los dientes—. Patricio, no son magos, ¡son demonios! Es tan difícil de creer como lo es creer desde aquí en la nebulosa exterior. ¡Imagíneselo! Es un mundo del tamaño de un pañuelo, de una uña, con recursos tan escasos, un poder tan pequeño y una población tan microscópica que no serían suficientes ni para los mundos más atrasados de los polvorientos prefectos de las Estrellas Negras. Y, pese a ello, es un pueblo tan altivo y ambicioso que sueña tranquila y metódicamente con el gobierno galáctico. ¡Caramba!, están tan seguros de sí mismos que ni siquiera tienen prisa. Se mueven lenta y flemáticamente, hablan de siglos necesarios. Se tragan mundos a placer y se internan en sistemas con morosa complacencia. Y tienen éxito. Nadie puede detectarles. Han desarrollado una mísera comunidad comercial que enrosca sus tentáculos alrededor de los sistemas, más lejos de lo que pueden llegar sus naves de juguete. Sus comerciantes (como se llaman a sí mismos sus agentes) penetran por doquier.
Ducem Barr interrumpió el airado discurso.
—¿Cuánto de esta información es exacto y cuánto es simplemente cólera?
El soldado recobró el aliento y se calmó un poco.
—La cólera no me ciega. Le digo que he estado en mundos más próximos a Siwenna que a la Fundación, donde el Imperio era un mito de la distancia y los comerciantes certidumbres vivas. Nosotros fuimos tomados por comerciantes.
—¿Fue la propia Fundación la que le dijo que su objetivo es el dominio galáctico?
—¡Si me lo dijo! —Riose volvió a enfurecerse—. No era necesario que me lo dijeran. Los funcionarios callaban; no hablaron más que de negocios. Pero hablé con hombres corrientes. Capté las ideas de la gente; su «destino manifiesto», su tranquila aceptación de un gran futuro. Es algo que no se puede ocultar; un optimismo universal que ni siquiera tratan de disimular.
El siwenniano demostró abiertamente cierta serena satisfacción.
—Se dará cuenta de que hasta ahora todo parece coincidir exactamente con mi reconstrucción de los hechos a partir de los escasos datos que he logrado reunir.
—Sin duda —respondió Riose con airado sarcasmo— es una prueba de sus poderes analíticos. Pero también es una evidencia del creciente peligro que amenaza los dominios de Su Majestad Imperial.
Barr se encogió de hombros con indiferencia, y Riose se adelantó de pronto, agarró los hombros del anciano y le miró a los ojos con curiosa suavidad. Dijo:
—No, patricio, nada de eso. No tengo el menor deseo de ser bárbaro. Por mi parte, el legado de la hostilidad siwenniana hacia el Imperio es una odiosa carga, y yo haría cualquier cosa para eliminarla. Pero mi jurisdicción es sólo militar y no puedo entrometerme en asuntos civiles. Sería la causa de mi ruina y me impediría ser útil. ¿Lo comprende? Claro que sí. Entre nosotros, pues, dejemos que la atrocidad de hace cuarenta años sea reparada por la venganza de usted contra su autor, y quede así olvidada. Necesito su ayuda; lo admito con franqueza.
En la voz del joven había una inmensa urgencia, pero Ducem Barr meneó la cabeza en una suave y firme negativa.
Riose presionó con acento suplicante:
—Usted no lo comprende, patricio, y yo dudo de mi habilidad para hacérselo comprender. No puedo discutir en su terreno. Usted es el erudito, no yo. Pero puedo decirle esto: sea lo que fuere lo que piensa del Imperio, ha de admitir sus grandes servicios. Sus fuerzas armadas han cometido crímenes aislados, pero en general han contribuido a la paz y la civilización. Fue la Flota imperial la que creó la Pax Imperium que se estableció en toda la Galaxia durante dos mil años. Compare los dos milenios de paz bajo el Sol y la Astronave del Imperio con los dos milenios de anarquía interestelar que los precedieron. Considere las guerras y las destrucciones de aquellos tiempos y dígame si no vale la pena, pese a todos sus defectos, conservar el Imperio. Considere —continuó de forma elocuente— lo que ha sido del borde exterior de la Galaxia en los días de su escisión e independencia, y pregúntese si, por una ruin venganza, reduciría a Siwenna de su posición como provincia bajo la protección de la poderosa Flota a un mundo bárbaro en una Galaxia bárbara, inmersos todos sus mundos en una fragmentaria independencia y una común degradación y miseria.
—¿Tan mal están las cosas… tan pronto? —murmuró el siwenniano.
—No —admitió Riose—. No cabe duda de que nosotros estaríamos a salvo aunque nuestras vidas se cuadriplicaran. Pero yo lucho por el Imperio, y por una tradición militar que sólo significa algo para mí, pues no puedo transferírsela a usted. Es una tradición militar basada en la institución imperial a la que sirvo.
—Se está poniendo místico, y siempre me resulta difícil penetrar el misticismo de otra persona.
—No importa. Ya comprende el peligro de esta Fundación.
—Fui yo quien le señaló lo que usted llama peligro antes de que se marchara de Siwenna.
—Entonces se dará cuenta de que ha de ser detenida en sus comienzos… o nunca. Usted tenía noticia de esa Fundación antes de que nadie hubiese oído hablar de ella. Sabe más de ella que cualquier otra persona del Imperio. Probablemente sabe cuál es la mejor manera de atacarla y también puede anticiparme sus medidas de contraataque. Vamos, seamos amigos.
Ducem Barr se levantó y dijo con voz átona:
—La ayuda que pudiera prestarle no significa nada. Por tanto, le libero de escuchar mi respuesta a su urgente petición.
—Yo seré quien juzgue su significado.
—No, estoy hablando en serio. Ni siquiera toda la potencia junta del Imperio podría aplastar a ese mundo pigmeo.
—¿Por qué no? —Los ojos de Bel Riose centelleaban furiosamente—. No, quédese donde está. Yo le diré cuándo puede marcharse. ¿Por qué no? Si cree que menosprecio a ese enemigo que he descubierto, se equivoca. Patricio —añadió con esfuerzo—, he perdido una nave durante el regreso. No tengo pruebas de que cayera en manos de la Fundación, pero no hemos podido localizarla desde entonces, y, de haber sido un simple accidente, con toda seguridad habríamos hallado su casco muerto a lo largo de la órbita que seguimos. No es una pérdida importante. Menos de la décima parte de una picada de mosquito, pero puede indicar que la Fundación ya ha comenzado las hostilidades. Semejante vehemencia y desprecio por las consecuencias significaría la existencia de unas fuerzas secretas de las que no sé nada. ¿Puede al menos ayudarme contestando a una pregunta específica? ¿Cuál es su poderío militar?
—No tengo la menor idea.
—Entonces, explíquese en sus propios términos. ¿Por qué dice que el Imperio no puede derrotar a tan pequeño enemigo?
El siwenniano se sentó de nuevo y desvió la mirada que en él tenía fija Riose. Habló con gravedad:
—Porque tengo fe en los principios de la psicohistoria. Es una ciencia extraña. Alcanzó la madurez matemática con un hombre, Hari Seldon, y murió con él, porque nadie desde entonces ha sido capaz de manipular sus complejidades. Pero en aquel breve período demostró ser el instrumento más poderoso jamás inventado para el estudio de la humanidad. Sin pretender predecir los actos del individuo, formuló leyes específicas capaces de análisis y extrapolación matemáticos para gobernar y vaticinar la acción en masa de los grupos humanos.
—Siga.
—Fue la psicohistoria que aplicó Seldon y el grupo que trabajaba con él para el establecimiento de la Fundación. Lugar, tiempo y condiciones, todo conspira matemáticamente y, por ende, en forma inevitable, para el desarrollo de un Imperio Universal.
La voz de Riose tembló de indignación.
—¿Quiere decir que ese arte suyo predice que yo atacaré la Fundación y perderé tal y cual batalla por tal y cual motivo? ¿Está tratando de decirme que soy un necio robot que sigue un curso predestinado a la destrucción?
—No —replicó el viejo patricio con voz dura—. Ya le he dicho que esa ciencia no sirve para actos individuales. Es el conjunto, el vasto telón de fondo, lo que ha sido previsto.
—Así que nos hallamos dentro del potente puño de la Diosa de la Necesidad Histórica.
—De la Necesidad Psicohistórica —corrigió suavemente Barr.
—¿Y si yo ejerzo mi prerrogativa de libre albedrío? ¿Y si decido atacar el año próximo, o no atacar nunca? ¿Hasta qué punto es flexible la Diosa? ¿Hasta dónde llegan sus recursos?
Barr se encogió de hombros.
—Ataque ahora o nunca, con una sola nave o con todo el poderío del Imperio, con la fuerza militar o con la presión económica, con una abierta declaración de guerra o con una emboscada traidora. Actúe como quiera y ejercite hasta el máximo su libre albedrío. Perderá de todos modos.
—¿Debido a la mano muerta de Hari Seldon?
—Debido a la mano muerta de las matemáticas de la conducta humana, que no pueden detenerse, ni desviarse, ni demorarse…
Se miraron el uno al otro en un punto muerto, hasta que el general retrocedió un paso y dijo sencillamente:
—Acepto el desafío. Será una mano muerta contra una voluntad viva.