1

LOS CUATRO REINOS — …Nombre dado a aquellas porciones de la provincia de Anacreonte que se separaron del primer imperio en los primeros años de la Era Fundacional para formar reinos independientes y efímeros. El mayor y más poderoso de ellos fue el mismo Anacreonte que en área…

… Indudablemente el aspecto más interesante de la historia de los Cuatro Reinos lo constituye la extraña sociedad forzada temporalmente durante la administración de Salvor Hardin…

Enciclopedia Galáctica

¡Una delegación!

Que Salvor Hardin la hubiera visto venir no la hacía más agradable. Por el contrario, encontró la anticipación claramente molesta.

Yohan Lee abogaba por medidas extremas.

—No veo, Hardin —dijo—, que tengamos que esperar más. No pueden hacer nada hasta las elecciones, legalmente por lo menos, y esto nos da un año. Despídalos.

Hardin frunció los labios.

—Lee, usted nunca aprenderá. Durante los cuarenta años que le conozco, no ha aprendido el amable arte de actuar solapadamente.

—No es mi forma de luchar —gruñó Lee.

—Sí, lo sé. Supongo que por eso es usted el único hombre en quien confío. —Hizo una pausa y cogió un cigarro—. Hemos recorrido un largo camino, Lee, desde que nos las ingeniamos para derrocar a los enciclopedistas. Estoy volviéndome viejo. Tengo setenta y dos años. ¿Ha pensado alguna vez en lo rápido que han pasado estos treinta años?

Lee resopló.

—Yo no me considero viejo, y tengo setenta y seis años.

—Sí, pero yo no digiero como usted. —Hardin chupó perezosamente su cigarro. Hacía mucho tiempo que había dejado de desear el suave tabaco de Vega de su juventud. Aquellos días en que el planeta Términus había comerciado con todos los puntos del imperio galáctico pertenecían al limbo al que habían ido a parar todos los grandes días de antaño. El imperio galáctico se encaminaba hacia el mismo limbo. Se preguntó quién sería el nuevo emperador… o si habría algún emperador o algún imperio. ¡Por el Espacio! Desde hacía treinta años, desde la ruptura de las comunicaciones allí en el extremo de la Galaxia, todo el universo de Términus había consistido en sí mismo y los cuatro reinos circundantes.

¡Cómo había caído el poderoso! ¡Reinos! Eran prefecturas en los viejos días, todos parte de la misma provincia, que por su parte había pertenecido a un sector, que a su vez había formado parte de un cuadrante, que a su vez había formado parte del imperio galáctico. Y ahora que el imperio había perdido el control sobre los rincones más alejados de la Galaxia, aquellos pequeños grupos de planetas se convertían en reinos con nobles y reyes de opereta, y guerras inútiles y absurdas, y una vida que se desarrollaba patéticamente entre las ruinas.

Una civilización en decadencia. La energía atómica olvidada. La ciencia degenerada en mitología… Hasta que llegó la Fundación. La Fundación que Hari Seldon había establecido sólo para ese propósito allí en Términus.

Lee se encontraba junto a la ventana y su voz interrumpió la ensoñación de Hardin.

—Han venido —dijo— en un coche último modelo, los pobres cachorros. —Dio unos pasos inseguros hacia la puerta y entonces miró a Hardin.

Hardin sonrió y le hizo un gesto con la mano para que se quedara.

—He dado órdenes de que los conduzcan aquí.

—¡Aquí! ¿Para qué? Les da mucha importancia.

—¿Por qué pasar por todas las ceremonias de una audiencia oficial con el alcalde? Ya soy demasiado viejo para trámites burocráticos. Además de eso, el halago es muy útil cuando se trata con jovencitos, particularmente cuando no te compromete a nada. —Guiñó un ojo—. Siéntese, y deme su apoyo moral. Lo necesitaré con Sermak.

—Ese muchacho, Sermak —dijo Lee, pesadamente—, es peligroso. Tiene seguidores, Hardin, así que no le subestime.

—¿He subestimado a alguien alguna vez?

—Bueno, pues entonces arréstelo. Puede acusarlo de cualquier cosa.

Hardin hizo caso omiso de este consejo.

—Aquí están, Lee. —En contestación a la señal, pisó el pedal de debajo de la mesa, y la puerta se deslizó hacia un lado.

Los cuatro que componían la delegación entraron en fila y Hardin les indicó amablemente los sillones que había en semicírculo frente a su mesa. Ellos se inclinaron y esperaron a que el alcalde hablara primero.

Hardin abrió la tapa de una caja de cigarros de plata curiosamente trabajada, que una vez perteneció a Jord Fara, de la antigua Junta de síndicos durante los días de los enciclopedistas. Era un genuino producto imperial de Santanni, aunque los cigarros que ahora contenía eran de fabricación nacional. Uno por uno, con grave solemnidad, los cuatro delegados aceptaron cigarros y los encendieron con el ritual de costumbre.

Sef Sermak era el segundo de la derecha, el más joven del grupo de jóvenes, y el más interesante con su reluciente bigote rubio recortado nítidamente, y sus ojos hundidos de color indefinido. Hardin prescindió de los otros tres casi inmediatamente; no eran más que números en un archivo. Se concentró en Sermak, el Sermak que, en su primera sesión del consejo municipal, ya había trastornado a aquel organismo sereno, y fue a Sermak a quien se dirigió:

—He estado particularmente ansioso por verle, concejal, desde su excelente discurso del mes pasado. Su ataque contra la política extranjera de este gobierno fue hábil.

Los ojos de Sermak se iluminaron.

—Su interés me halaga. El ataque pudo ser hábil o no, pero de lo que no hay duda es de que fue justificado.

—¡Quizá! Sus opiniones son suyas, naturalmente. Aún es usted muy joven.

—Es un defecto que la mayor parte de la gente tiene en cierto período de su vida. Usted se convirtió en alcalde de la ciudad cuanto tenía dos años menos de los que yo tengo ahora —dijo secamente.

Hardin sonrió para sus adentros. El cachorrillo era un negociador frío.

—Supongo que habrá venido para hablar de esta misma política extranjera que tanto le preocupa en la Cámara del Consejo. ¿Habla en nombre de sus tres colegas, o he de escucharles por separado? —preguntó.

Hubo un rápido intercambio de miradas entre los cuatro jóvenes, un ligero pestañeo.

Sermak respondió sombríamente:

—Hablo en nombre del pueblo de Términus, un pueblo que no está verdaderamente representado en el organismo que llaman Consejo.

—Comprendo. ¡Adelante, pues!

—A esto voy, señor alcalde. Estamos disgustados…

—Por «estamos» se refiere al «pueblo», ¿verdad?

Sermak le miró con hostilidad, intuyendo una trampa, y replicó fríamente:

—Creo que mis puntos de vista reflejan los de la mayoría de votantes de Términus. ¿Le parece bien?

—Bueno, una declaración como ésta es la mejor de todas las pruebas; pero continúe, de todos modos. Están ustedes disgustados.

—Sí, disgustados con la política que durante treinta años ha dejado a Términus indefenso contra el inevitable ataque exterior.

—Comprendo. Y ¿en consecuencia? Adelante, adelante.

—Es muy amable al anticiparse. Y en consecuencia estamos formando un nuevo partido político, que trabajará por las necesidades inmediatas de Términus y no por un místico «destino manifiesto» de imperio futuro. Le echaremos a usted y a su camarilla de pacifistas del Ayuntamiento, y muy pronto.

—¿A menos que…? Siempre hay algún «a menos que», ¿sabe?

—No más de uno en este caso: a menos que dimita ahora. No le pido que cambie su política, no confío en usted hasta ese punto. Sus promesas no valen nada. Una dimisión irrevocable es lo único que aceptaremos.

—Comprendo. —Hardin cruzó las piernas y apoyó la silla sobre las dos patas de atrás—. Éste es su ultimátum. Ha sido muy amable al avisarme. Pero, fíjese, creo que no lo tendré en cuenta.

—No crea que era una advertencia, señor alcalde. Era un anuncio de principios y de acción. El nuevo partido ya ha sido constituido, y empezará sus actividades oficiales mañana. Ya no hay espacio ni deseo para un acuerdo, y, francamente, sólo nuestro agradecimiento por sus servicios a la ciudad es lo que nos impulsa a ofrecerle esta salida tan fácil. No pensaba que fuera a aceptarla, pero tengo la conciencia tranquila. Las próximas elecciones serán una muestra clara e irresistible de que es necesaria la dimisión.

Se levantó e hizo que los demás le imitaran.

Hardin levantó el brazo.

—¡Esperen! ¡Siéntense!

Sef Sermak volvió a sentarse con demasiada rapidez y Hardin sonrió tras su rostro serio. A pesar de sus palabras, esperaba una oferta:

Hardin dijo:

—¿Qué es exactamente lo que desea que cambiemos en nuestra política exterior? ¿Quiere que ataquemos a los Cuatro Reinos, ahora, en seguida, y los cuatro simultáneamente?

—No hago ninguna sugerencia, señor alcalde. Nuestra única proposición es que cese inmediatamente todo apaciguamiento. A lo largo de su administración, usted ha llevado a cabo una política de ayuda científica a los reinos. Les ha dado energía atómica. Les ha ayudado a reconstruir plantas de energía en su territorio. Ha establecido clínicas médicas, laboratorios químicos y fábricas.

—¿Y bien? ¿Qué tiene que objetar?

—Ha hecho todo eso para evitar que nos atacaran. Con esto como soborno, ha hecho el papel de tonto en un juego colosal de chantaje, en el cual ha permitido que Términus fuera chupado por completo con el resultado de que ahora estamos a merced de esos bárbaros.

—¿En qué forma?

—Porque les ha dado energía, les ha dado armas, y en realidad les ha reparado las naves de su flota. Ahora son infinitamente más fuertes que hace tres décadas. Sus demandas aumentan, y, con sus nuevas armas, satisfarán eventualmente todas sus demandas de golpe con la anexión violenta de Términus. ¿No es así como suele terminar el chantaje?

—¿Cuál es el remedio?

—Detener los sobornos inmediatamente y mientras pueda. Dedique sus esfuerzos a reforzar el mismo Términus ¡y ataque primero!

Hardin miró el bigotito rubio del joven con un interés casi morboso. Sermak estaba seguro de sí mismo, pues, de lo contrario, no hubiera hablado tanto. No había duda de que sus observaciones eran el reflejo de un segmento bastante considerable de la población, bastante considerable.

Su voz no traicionó el curso algo perturbado de sus pensamientos. Fue casi negligente.

—¿Ha terminado?

—Por el momento.

—Bueno, ¿ve la declaración enmarcada que hay en la pared detrás de mí? ¡Léala, si no le importa!

Los labios de Sermak se fruncieron.

—Dice: «La violencia es el último recurso del incompetente». Es la doctrina de un anciano, señor alcalde.

—Yo la apliqué cuando era joven, señor concejal, y con éxito. Usted apenas había nacido cuando ocurrió, pero es posible que se lo hayan enseñado en el colegio.

Contempló penetrantemente a Sermak y continuó en tono mesurado.

—Cuando Hari Seldon estableció la Fundación aquí, fue con el ostensible propósito de producir una gran Enciclopedia, y durante cincuenta años seguimos esa última voluntad, antes de descubrir lo que realmente perseguía. Por aquel entonces, era casi demasiado tarde. Cuando cesaron las comunicaciones con las regiones centrales del viejo imperio, nos encontramos con que éramos un mundo de científicos concentrados en una sola ciudad, carentes de industria, y rodeados por reinos de creación reciente, hostiles y extremadamente bárbaros. Éramos una diminuta isla de energía atómica en este océano de barbarie, y una presa de infinito valor.

»Anacreonte, entonces como ahora el más poderoso de los Cuatro Reinos, solicitó y de hecho estableció una base militar en Términus, y los que entonces gobernaban la ciudad, los enciclopedistas, sabían muy bien que esto no era más que el primer paso para apoderarse de todo el planeta. Ésta era la situación cuando yo… uh… asumí el gobierno actual. ¿Qué hubiera hecho usted?

Sermak se encogió de hombros.

—Ésa es una pregunta académica. Naturalmente, sé lo que usted hizo.

—Lo repetiré, de todos modos. Quizá usted no captó la idea. La tentación de congregar las fuerzas que teníamos y lanzarnos a la lucha fue grande. Es la salida más fácil, y la más satisfactoria para el amor propio, pero, casi invariablemente, la más estúpida. Usted la hubiera escogido; usted y su lema de «atacar el primero». En lugar de eso, lo que yo hice fue visitar los otros tres reinos, uno por uno; indiqué a cada uno que permitir que el secreto de la energía atómica cayera en manos de Anacreonte era la forma más rápida de cortar su propio cuello; y les sugerí amablemente que hicieran lo que les conviniera. Eso fue todo. Un mes después de que las fuerzas anacreontianas aterrizaran en Términus, su rey recibió un ultimátum conjunto de sus tres vecinos. A los siete días, el último anacreontiano había salido de Términus.

»Ahora, dígame, ¿qué necesidad había de usar la violencia?

El joven concejal contempló la colilla de su cigarro pensativamente y la tiró por la ranura del incinerador.

—No veo qué analogía puede haber. La insulina convertirá a un diabético en una persona normal sin necesidad de un cuchillo, pero la apendicitis requiere una operación. Es algo que no se puede evitar. Cuando otros medios fracasan, ¿qué nos queda más que, como usted dice, el último recurso? Es culpa suya que hayamos llegado a este extremo.

—¿Mía? Oh, sí, mi política de apaciguamiento. Sigue usted sin comprender las necesidades fundamentales de nuestra posición. Nuestro problema no terminó con la partida de los anacreontianos. No había hecho más que comenzar. Los Cuatro Reinos eran todavía nuestros más encarnizados enemigos, pues todos querían energía atómica y cada uno de ellos no se lanzaba a nuestra garganta más que por miedo a los otros tres. Estábamos en equilibrio sobre el filo de una espada muy bien afilada, y el menor balanceo en cualquier dirección… si, por ejemplo, un reino llegaba a ser demasiado fuerte; o si dos formaban una coalición… ¿Lo comprende?

—Ciertamente. Era el momento de empezar una preparación abierta para la guerra.

—Al contrario. Era el momento de empezar una preparación abierta contra la guerra. Les puse uno contra otro. Los ayudé uno por uno. Les ofrecí ciencia, comercio, educación, medicina científica. Hice que Términus tuviera para ellos más valor como mundo floreciente que como presa militar. Ha dado resultado durante treinta años.

—Sí, pero se ha visto obligado a rodear esos obsequios científicos con los disfraces más ultrajantes. Ha hecho de ello algo medio religión, medio disparate. Ha erigido una jerarquía de sacerdotes y un ritual complicado e ininteligible.

Hardin frunció el ceño.

—¿Y qué? No creo que tenga nada que ver con la conversación. Al principio actué así porque los bárbaros consideraban nuestra ciencia como una especie de magia negra, y era más fácil que la aceptaran sobre esta base. El sacerdocio se construyó a sí mismo, y si le ayudamos no hacemos más que seguir la línea de menor resistencia. Es un asunto de poca importancia.

—Pero estos sacerdotes están a cargo de las plantas de energía. Esto no es una cuestión de poca importancia.

—Es verdad, pero nosotros les hemos adiestrado. Su conocimiento de los instrumentos es puramente empírico; y creen firmemente en la ridícula ceremonia que los rodea.

—Y si alguno va más allá de este disparate y tiene el genio de descartar el empirismo, ¿qué es lo que les impedirá aprender las técnicas actuales y venderlas al mejor postor? ¿Cuál sería entonces nuestro valor ante los reinos?

—Hay pocas posibilidades de que eso ocurra, Sermak. Está mostrándose muy superficial. Los mejores hombres de los planetas y de los reinos acuden a la Fundación todos los años y son educados en el sacerdocio. Y los mejores de ellos permanecen aquí como estudiantes investigadores. Si usted cree que los que se van, prácticamente sin conocimiento alguno de la ciencia más elemental, o peor, con el saber deformado que reciben los sacerdotes, son capaces de penetrar de un salto en los conocimientos de la energía atómica, la electrónica, la teoría de la hipertensión… tiene usted una idea muy romántica y muy absurda de la ciencia. Se necesita una vida entera de aprendizaje y un cerebro excelente para llegar tan lejos.

Yohan Lee se había levantado bruscamente durante el párrafo anterior y había salido de la habitación. Acababa de regresar, y cuando Hardin terminó de hablar, se inclinó junto al oído de su superior. Se intercambiaron unos susurros y después un cilindro de plomo. Luego, con una corta mirada de hostilidad hacia la delegación, Lee ocupó de nuevo su puesto.

Hardin dio vueltas al cilindro en sus manos, mirando a la delegación a través de las pestañas. Y entonces lo abrió con un chasquido duro y seco y sólo Sermak tuvo el sentido común de no lanzar una rápida mirada al papel enrollado que cayó de él.

—En resumen, caballeros —dijo—, el Gobierno opina que sabe lo que está haciendo.

Leyó a medida que hablaba. Había líneas de una clave intrincada e ininteligible que cubrían la página y tres palabras garabateadas a lápiz en una esquina del mensaje. Lo leyó de una ojeada y lo lanzó casualmente por la ranura del incinerador.

—Esto —dijo entonces Hardin— termina la entrevista, me temo. Encantado de haber hablado con ustedes. Gracias por venir. —Estrechó las manos de todos con indiferencia, y se fueron.

Hardin casi había perdido la costumbre de reír, pero en cuanto Sermak y sus tres silenciosos compañeros se hubieron alejado lo suficiente, se permitió una risita seca y dirigió una mirada divertida a Lee.

—¿Le ha gustado esta batalla de fanfarronadas, Lee?

—No estoy seguro de que él fanfarroneara. Trátelo con miramientos y es muy capaz de ganar las próximas elecciones, tal como ha dicho —contestó Lee.

—Oh, es muy posible, es muy posible… si no pasa nada antes.

—Asegúrese de que esta vez no pasa en la dirección equivocada, Hardin. Le digo que este Sermak tiene seguidores. ¿Y si no espera a las próximas elecciones? Hubo una ocasión en que usted y yo tuvimos que recurrir a la violencia, a pesar de nuestro lema sobre lo que significa la violencia.

Hardin alzó una ceja.

—¡Qué pesimista está hoy, Lee! Y singularmente belicoso, también, o no hubiera hablado de violencia. Nuestro pequeño pronunciamiento se llevó a cabo sin derramamiento de sangre, no lo olvide. Fue una medida necesaria ejecutada en el momento preciso, y se realizó suavemente, sin dolor, y sin ningún esfuerzo. En cuanto a Sermak, se rebela contra una proposición distinta. Usted y yo, Lee, no somos enciclopedistas. Estamos preparados. Ponga a sus hombres tras esos jóvenes de una forma delicada, compañero, que no sepan que les vigilamos…, pero con los ojos bien abiertos, ¿entendido?

Lee se rio con amarga diversión.

—La habría hecho buena si llego a esperar sus órdenes, Hardin. Sermak y sus hombres están bajo vigilancia desde hace un mes.

El alcalde sonrió.

—Cayó primero en la cuenta, ¿no? Muy bien. Por cierto —observó, y añadió suavemente—: El embajador Verisof vuelve a Términus. Temporalmente, confío.

Hubo un corto silencio, débilmente horrorizado, y después Lee dijo:

—¿Era esto lo que decía el mensaje? ¿Es que las cosas vuelven a complicarse?

—No lo sé. No puedo saberlo hasta que oiga lo que Verisof tiene que decirme. Sin embargo, es posible. Al fin y al cabo, es necesario que se compliquen antes de las elecciones. Pero ¿por qué tiene ese aspecto de medio muerto?

—Porque no sé en qué acabará todo esto. Es usted demasiado profundo, Hardin, y está jugando demasiado cerca del fuego.

Tú también, Brutus —murmuró Hardin. Y en voz alta—: ¿Significa esto que piensa unirse al nuevo partido de Sermak?

Lee sonrió contra su voluntad.

—Muy bien. Usted gana. ¿Qué le parece si fuéramos a comer?

2

Hay muchos epigramas atribuidos a Hardin —consumado epigramista—, muchos de los cuales son probablemente apócrifos. No obstante, se recuerda que en cierta ocasión dijo:

—Procura ser claro, especialmente si tienes fama de ser sutil.

Poly Verisof había tenido ocasión de actuar más de una vez basándose en este consejo, pues ya hacía catorce años que ocupaba su doble puesto en Anacreonte… un doble puesto cuyo mantenimiento le recordaba a menudo lo desagradable de un baile realizado sobre metal ardiendo con los pies descalzos.

Para el pueblo de Anacreonte era un gran sacerdote, representante de la Fundación, que, para aquellos «bárbaros», era la cima del misterio y el centro físico de esta religión que había creado —con la ayuda de Hardin— durante las tres últimas décadas. Como tal, recibía un homenaje que había llegado a ser horriblemente molesto, pues despreciaba con toda su alma el ritual del cual era el centro.

Pero para el rey de Anacreonte —el viejo que lo había sido, y el joven nieto que ahora estaba en el trono— era simplemente el embajador de un poder a la vez temido y codiciado.

En general, era un empleo incómodo, y su primer viaje a la Fundación en un período de tres años, a pesar del molesto incidente que lo había hecho necesario, se parecía mucho a unas vacaciones.

Y puesto que no era la primera vez que se veía obligado a viajar con absoluto secreto, volvió a hacer uso del epigrama de Hardin sobre el empleo de la claridad.

Se puso su traje civil —unas vacaciones por este solo hecho— y se embarcó en una nave hacia la Fundación, como viajero de segunda clase. Una vez en Términus, se abrió camino entre la multitud que llenaba el puerto espacial y llamó al Ayuntamiento por un visífono público.

—Me llamo Jan Smite —dijo—. Tengo una cita con el alcalde para esta tarde.

La joven de voz apagada, pero eficiente, del otro extremo hizo una segunda conexión e intercambió unas cuantas palabras, diciendo después a Verisof en un tono seco y mecánico:

—El alcalde Hardin le recibirá dentro de media hora, señor. —Y la pantalla se emblanqueció.

Entonces el embajador de Anacreonte compró la última edición del Diario de la ciudad de Términus, se dirigió paseando hacia el parque del Ayuntamiento y, sentándose en el primer banco vacío que encontró, leyó la página editorial, la sección deportiva y la hoja cómica mientras esperaba. Al cabo de media hora, se metió el periódico bajo el brazo, entró en el Ayuntamiento y se personó en la antesala.

Al hacer todo esto había conseguido pasar totalmente desapercibido, pues como se conducía con absoluta naturalidad, nadie le dirigió una segunda mirada.

Hardin levantó la vista hacia él y sonrió.

—¡Tenga un cigarro! ¿Cómo ha ido el viaje?

Verisof cogió un puro.

—Muy interesante. Había un sacerdote en la cabina vecina que venía para un curso especial de preparación de sintéticos radiactivos… para el tratamiento del cáncer, ya sabe…

—Seguro que ahora no lo llama así.

—¡Me imagino que no! Para él eran Alimentos Sagrados.

El alcalde sonrió.

—Siga.

—Me complicó en una discusión teológica e hizo todo lo que pudo para elevarme sobre el sórdido materialismo.

—¿Y no reconoció a su sacerdote superior?

—¿Sin su traje carmesí? Además, era de Smyrno. Sin embargo, ha sido una experiencia interesante. Es notable, Hardin, la importancia que ha adquirido la religión de la ciencia. He escrito un ensayo sobre el tema… únicamente para diversión propia; no sería conveniente publicarlo. Tratando el problema sociológicamente, parecería que cuando el viejo imperio empezó a desintegrarse, se podría considerar que la ciencia, como ciencia, había decepcionado a los mundos exteriores. Para que volvieran a aceptarla, tendría que presentarse como algo distinto, y esto es justamente lo que ha hecho. Todo funciona a las mil maravillas cuando se usa la lógica simbólica para solucionarlo.

—¡Interesante! —El alcalde se puso las manos en la nuca y dijo súbitamente—: ¡Hábleme de la situación en Anacreonte!

El embajador frunció el ceño y se sacó el cigarro de la boca. Lo miró con disgusto y lo dejó a un lado.

—Bueno, está bastante mal.

—Si no fuera así, usted no habría venido.

—Así es. Ésta es la situación: el hombre clave de Anacreonte es el príncipe regente, Wienis. Es el tío del rey Leopold.

—Lo sé. Pero Leopold alcanzará la mayoría de edad el año que viene, ¿verdad? Creo recordar que en febrero cumplirá dieciséis años.

—Sí. —Pausa, y después una irónica observación—: Si vive. El padre del rey murió en circunstancias sospechosas. Una bala-aguja le atravesó el pecho durante una cacería. Fue calificado de accidente.

—Humm. Me parece recordar a Wienis de cuando estuve en Anacreonte al expulsarlos de Términus. Fue antes de su época. Si no recuerdo mal, era un jovencito moreno, con el cabello negro y algo bizco del ojo derecho. Tenía una curiosa nariz ganchuda.

—El mismo. La nariz ganchuda y el ojo bizco no han cambiado, pero ahora tiene el cabello gris. No juega limpio; afortunadamente, es el mayor loco del planeta. Se imagina a sí mismo como un demonio sutil, y esto hace que su locura sea más patente.

—Es la forma habitual.

—Su idea de cascar un huevo es dispararle un proyectil atómico. Prueba de esto es el impuesto sobre las propiedades del templo que trató de imponer tras el fallecimiento del viejo rey hace dos años. ¿Lo recuerda?

Hardin asintió pensativamente, y después sonrió.

—Los sacerdotes pusieron el grito en el cielo.

—Gritaron de tal modo que se les podía oír desde Lucreza. Desde entonces ha tenido más cuidado en sus relaciones con el sacerdocio, pero todavía se las arregla para hacer las cosas de la manera más difícil. En parte, es una desgracia para nosotros; tiene una ilimitada confianza en sí mismo.

—Probablemente no es más que un complejo de inferioridad compensado. Como sabe, los hijos pequeños de la realeza suelen adolecer de él.

—Pero nos lleva al mismo punto. Se está muriendo de ganas de atacar a la Fundación. Apenas consigue ocultarlo. Y, además, está en posición de hacerlo, desde el punto de vista del armamento. El viejo rey construyó una flota magnífica, y Wienis no ha dormido durante los dos últimos años. De hecho, el impuesto sobre las propiedades del templo estaba originariamente destinado a producir más armamento, y cuando esto falló se apresuró a doblar los otros impuestos.

—¿Ha habido alguna protesta por eso?

—Nada de importancia. La obediencia a la autoridad establecida fue el texto de todos los sermones del reino durante muchas semanas. Esto no quiere decir que Wienis demostrara su gratitud.

—Muy bien. Ya tengo los antecedentes. Ahora, ¿qué ha ocurrido?

—Hace dos semanas una nave mercante anacreontiana tropezó con un crucero de batalla abandonado de la antigua flota imperial. Debe de haber estado a la deriva por el espacio por lo menos durante tres siglos.

En los ojos de Hardin centelleó un interés repentino. Se enderezó.

—Sí, he oído hablar de eso. La Junta de Navegación me ha enviado una petición para que obtenga la nave con fines de estudio. Tengo entendido que está en buen estado.

—En demasiado buen estado —contestó secamente Verisof—. Cuando, la semana pasada, Wienis recibió su sugerencia de que entregara la nave a la Fundación, casi tuvo convulsiones.

—Todavía no ha contestado.

—No lo hará… como no sea con armas, o por lo menos es lo que él piensa. Verá, fue a verme el mismo día que yo dejaba Anacreonte y solicitó que la Fundación pusiera este crucero de batalla en condiciones de combate para que formara parte de la flota anacreontiana. Tuvo el infernal descaro de decir que su nota de la semana pasada indicaba un plan de la Fundación para atacar a Anacreonte. Dijo que una negativa a reparar el crucero de batalla confirmaría sus sospechas; e indicó que se vería forzado a tomar medidas defensivas. Éstas fueron sus palabras. ¡Se vería forzado! Y por eso estoy aquí.

Hardin se echó a reír amablemente.

Verisof sonrió y continuó:

—Naturalmente, espera una negativa, y sería una perfecta excusa —a sus ojos— para un ataque inmediato.

—Ya lo veo, Verisof. Bueno, por lo menos tenemos seis meses de plazo, hasta disponer la nave y devolverla con mis saludos. Que Wienis lo considere como prueba de nuestra estima y afecto.

Volvió a reírse.

Y de nuevo Verisof respondió con una debilísima sombra de sonrisa.

—Supongo que es lógico, Hardin… pero estoy preocupado.

—¿Por qué?

—¡Es una nave! Sabían construirlas en aquellos días. Su capacidad cúbica es la mitad de toda la flota anacreontiana. Tiene lanzarrayos atómicos capaces de destrozar un planeta, y un campo que podría resistir un rayo Q sin ser afectado por la radiación. Una cosa demasiado buena, Hardin…

—Superficial, Verisof, superficial. Usted y yo sabemos que el armamento que ahora tiene podría derrotar a Términus fácilmente, mucho antes de que nosotros reparáramos el crucero para su propio uso. ¿Qué importa, pues, si también le damos el crucero? Usted sabe que nunca llegaría a una guerra real.

—Así lo creo. Sí. —El embajador alzó la mirada—. Pero, Hardin…

—¿Y bien? ¿Por qué se detiene? Siga.

—Mire. Ésta no es mi provincia, pero he estado leyendo el periódico. —Colocó el Diario sobre la mesa e indicó la primera página—. ¿Qué es todo esto?

Hardin echó una ojeada.

—Un grupo de concejales está formando un nuevo partido político.

—Esto es lo que dicen. —Verisof señaló el periódico—. Sé que usted está más al corriente que yo de los asuntos internos, pero le están atacando con todo menos con la violencia física. ¿Son muy fuertes?

—Fortísimos. Probablemente controlarán el Consejo después de las próximas elecciones.

—¿No antes? —Verisof dirigió una mirada de soslayo al alcalde—. Hay muchas formas de hacerse con el control además de las elecciones.

—¿Me toma usted por Wienis?

—No. Pero la reparación de la nave llevará meses y es seguro que habrá un ataque después de eso. Nuestra complacencia será considerada como un signo de enorme debilidad, y la adición del Crucero Imperial doblará la fuerza de la flota de Wienis. Atacará tan seguro como que soy el supremo sacerdote. ¿Por qué arriesgarse? Una de dos: revele el plan de campaña al Consejo, ¡o fuerce la salida de esta situación con Anacreonte ahora!

Hardin frunció el ceño.

—¿Forzar la situación ahora? ¿Antes de que llegue la crisis? Es lo único que no debo hacer. Están Hari Seldon y el Plan, ya lo sabe.

Verisof vaciló, y después murmuró:

—Entonces, ¿está absolutamente seguro de que hay un plan?

—No puede haber ninguna duda —fue la severa respuesta—. Yo estaba presente en la apertura de la Bóveda del Tiempo y las grabaciones de Seldon lo revelaron entonces.

—No me refería a eso, Hardin. Es que no creo que sea posible planear la historia con mil años de adelanto, quizá Seldon se sobreestimara a sí mismo. —Se encogió un poco ante la sonrisa irónica de Hardin, y añadió—: Bueno, no soy ningún psicólogo.

—Exactamente. Ninguno de nosotros lo es. Pero yo recibí algunas enseñanzas en mi juventud… bastantes para saber de lo que es capaz la psicología, aunque yo no pueda explotar sus posibilidades. No hay ninguna duda de que Seldon hizo exactamente lo que proclama que hizo. La Fundación, como él dice, fue establecida como un refugio científico… por medio del cual debía preservarse la ciencia y la cultura del imperio moribundo a través de siglos de barbarie ya iniciada, para ser reavivadas al fin en el segundo imperio.

Verisof asintió, un poco dudoso.

—Todo el mundo sabe que ésta es la forma en que se supone que marcharán las cosas. Pero ¿podemos permitirnos el lujo de arriesgarnos? ¿Podemos arriesgar el presente por el bien de un nebuloso futuro?

—Debemos… porque el futuro no es nebuloso. Ha sido calculado y previsto por Seldon. Cada crisis sucesiva de nuestra historia está trazada y cada una depende, en cierta medida, del buen desenlace de las anteriores. Ésta no es más que la segunda crisis, y sólo el Espacio sabe el efecto que una minúscula desviación tendría al final.

—Esto es más bien una especulación vacía.

—¡No! Hari Seldon dijo en la Bóveda del Tiempo, que en cada crisis nuestra libertad de acción quedaría limitada hasta el punto en que sólo sería posible una línea de acción.

—¿Para mantenernos siempre en la línea recta?

—Para evitar que nos desviemos, sí. Pero, al contrario, mientras sea posible más de una línea de acción, no se habrá llegado a la crisis. Debemos dejar que las cosas sigan su curso tanto tiempo como podamos, y por el Espacio, esto es lo que me propongo hacer.

Verisof no contestó. Se mordió el labio inferior con malhumorado silencio. Sólo hacía un año que Hardin había hablado por vez primera de aquel problema con él… del verdadero problema; el problema de contrarrestar los preparativos hostiles de Anacreonte. Y sólo porque él, Verisof, se había rebelado ante nuevos apaciguamientos.

Hardin pareció seguir el curso de los pensamientos de su embajador.

—Preferiría no haberle hablado nunca de todo esto.

—¿Qué le impulsa a decir tal cosa? —exclamó Verisof, sorprendido.

—Porque ahora hay seis personas, usted y yo, otros tres embajadores y Yohan Lee, que tienen una idea aproximada de lo que nos espera; y me temo mucho que la intención de Seldon era que nadie lo supiera.

—¿Por qué?

—Porque incluso la adelantada psicología de Seldon era limitada. No podía manejar demasiadas variables independientes. No podía trabajar con individuos más allá de cierto período de tiempo; del mismo modo que usted no podría aplicar la teoría cinética de los gases a simples moléculas. Trabajó con multitudes, poblaciones de planetas enteros, y sólo con multitudes ciegas que no poseyeran de antemano el conocimiento de los resultados de sus propias acciones.

—Eso no está claro.

—Yo no puedo evitarlo. No soy lo bastante psicólogo como para explicarlo científicamente. Pero ya lo sabe: no hay psicólogos competentes en Términus y ningún texto matemático de la ciencia. Está claro que no quería que los de Términus fuéramos capaces de predecir el futuro. Seldon quería que actuáramos ciegamente, y por lo tanto correctamente, según las leyes de la psicología de masas. Tal como le dije en una ocasión, no sabía adónde nos dirigíamos cuando expulsé por primera vez a los anacreontianos. Mi idea había sido mantener un equilibrio de poder, nada más que esto. Sólo después creí ver un esquema en los acontecimientos; pero estoy decidido a no actuar basándome en este conocimiento. Una interferencia debida a la predicción destrozaría el Plan.

Verisof asintió pensativamente.

—He oído argumentos casi tan complicados en los templos de Anacreonte. ¿Cómo espera situar el momento exacto de la acción?

—Ya está situado. Usted admite que una vez el crucero de batalla esté arreglado nada evitará que Wienis nos ataque. Ya no habrá ninguna alternativa a este respecto.

—Sí.

—Muy bien. Esto, en cuanto al aspecto exterior. Mientras tanto, admitirá que las próximas elecciones verán un Consejo nuevo y hostil que forzará la acción contra Anacreonte. No hay ninguna alternativa.

—Sí.

—Y en cuanto desaparecen todas las alternativas, la crisis sobreviene. Incluso así… estoy preocupado.

Hizo una pausa, y Verisof aguardó. Lentamente, casi de mala gana, Hardin continuó:

—Tengo la idea, la ligerísima idea, de que las presiones externas e internas obedecen al plan de aparecer simultáneamente. Tal como están las cosas, sólo hay unos meses de diferencia. Probablemente Wienis ataque antes de la primavera, y para las elecciones aún falta un año.

—No parece nada importante.

—No lo sé. Puede deberse simplemente a inevitables errores de cálculo, o al hecho de que yo sé demasiado. Nunca he permitido que mi adivinación influyera en mis actos, pero ¿cómo puedo asegurarlo? ¿Y qué efecto tendrá la discrepancia? Sea como fuere —levantó la vista—, he decidido una cosa.

—¿Qué?

—Cuando la crisis esté a punto de estallar, me iré a Anacreonte. Quiero estar en el lugar… Oh, es suficiente, Verisof. Se hace tarde. Salgamos y tomemos una copa. Quiero descansar un poco.

—Entonces descanse aquí mismo —dijo Verisof—. No quiero ser reconocido, o ya sabe lo que diría ese nuevo partido que sus queridos concejales están formando. Pida el coñac.

Y Hardin lo hizo…, pero no pidió demasiado.

3

Antiguamente, cuando el imperio galáctico abarcaba toda la Galaxia y Anacreonte era la prefectura más rica de la Periferia, más de un emperador había visitado el Palacio Virreinal con gran pompa. Y ninguno de ellos se había ido sin hacer por lo menos un esfuerzo para demostrar su habilidad con el fusil de aguja contra la emplumada fortaleza volante que llamaban el ave Nyak.

El renombre de Anacreonte no había decaído con el paso del tiempo. El Palacio Virreinal era una confusa masa de ruinas a excepción del ala que los trabajadores de la Fundación habían restaurado. Y hacía doscientos años que no se veía a ningún emperador en Anacreonte.

Pero la caza del Nyak seguía siendo el deporte real, y el primer requisito de los reyes de Anacreonte era tener buena puntería con el fusil de aguja.

Leopold I, rey de Anacreonte y —como se añadía invariablemente, aunque sin veracidad alguna— Señor de los Dominios exteriores, a pesar de no tener aún dieciséis años había probado su destreza muchas veces. Había abatido su primer Nyak a los trece años recién cumplidos; había abatido el décimo una semana después de su subida al trono; y ahora regresaba de abatir el cuadragésimo sexto.

—¡Cincuenta antes de llegar a la mayoría de edad! —había exclamado—. ¿Quién apuesta?

Pero los cortesanos no apuestan contra la habilidad del rey. Existe el mortal peligro de ganar. Así que nadie lo hizo, y el rey se fue a cambiar de ropa de muy buen humor.

—¡Leopold!

El rey se detuvo en seco ante la única voz que podía lograrlo. Se volvió de mal humor.

Wienis se hallaba en el umbral de su cámara y dominaba a su sobrino.

—Despídelos —ordenó impacientemente—. Quítatelos de encima.

El rey asintió cortésmente y los dos chambelanes hicieron una reverencia y retrocedieron hacia las escaleras. Leopold entró en la habitación de su tío.

Wienis contempló con displicencia el traje de caza del rey.

—Muy pronto tendrás cosas más importantes que hacer aparte de cazar el Nyak.

Le dio la espalda y se precipitó hacia su mesa. Como se había hecho demasiado viejo para ejercicios al aire libre, el peligroso salto al alcance de las alas del Nyak, el balanceo y subida del vehículo volador a un metro escaso, había abandonado toda clase de deportes.

Leopold reconoció la actitud amargada de su tío y, no sin malicia, empezó entusiásticamente:

—Tendrías que haber venido con nosotros, tío. Levantamos uno en el erial de Samia que era un monstruo. Lo mejor es cuando se acercan. Lo hemos tenido durante dos horas por lo menos volando en cien kilómetros cuadrados de terreno. Y entonces me dirigí en línea recta hacia el cielo —lo explicaba gráficamente, como si volviera a encontrarse en su vehículo—, y bajé súbitamente en picado. Lo atrapé en el ascenso justo debajo del ala izquierda. Esto lo enloqueció y empezó a volar de lado. Acepté su desafío y viré hacia la izquierda, esperando la caída vertical. Y llegó. Estuvo a tiro antes de que yo me moviera y entonces…

—¡Leopold!

—¡Bueno! Lo abatí.

—Estoy seguro de ello. ¿Me atenderás ahora?

El rey se encogió de hombros y se dirigió hacia la mesa del rincón, donde mordisqueó una nuez de Lera con evidente malhumor. No se atrevió a enfrentarse con la mirada de su tío.

Wienis dijo, a modo de preámbulo:

—Hoy he ido a la nave.

—¿Qué nave?

—Sólo hay una nave. La nave. La que la Fundación está reparando para la flota. El viejo crucero imperial. ¿Me explico con la suficiente claridad?

—¿Ésa? ¿Ves?, te dije que la Fundación la repararía si se lo pedíamos. Toda esta historia tuya de que querían atacarnos no es más que una tontería. Porque si así fuera, ¿por qué iban a arreglar la nave? No tiene sentido, ¿verdad?

—¡Leopold, eres un idiota!

El rey, que acababa de tirar la cáscara de la nuez de Lera y se llevaba otra a los labios, enrojeció.

—Vamos a ver, escúchame bien —dijo, con una ira que apenas sobrepasaba el malhumor—; no creo que debas decirme tal cosa. Te olvidas de algo. Dentro de dos meses cumpliré la mayoría de edad, ya lo sabes.

—Sí, y estás en una posición ideal para asumir responsabilidades reales. Si dedicas a los asuntos públicos la mitad del tiempo que consagras a la caza del Nyak, entregaré la regencia con la conciencia limpia.

—No me importa. Ya sabes que esto no tiene nada que ver con el caso. El hecho es que, aunque tú seas el regente y mi tío, yo sigo siendo el rey y tú eres mi súbdito. No deberías llamarme idiota ni sentarte en mi presencia. No me has pedido permiso. Creo que deberías tener cuidado, o es posible que haga algo… muy pronto.

La mirada de Wienis era fría.

—¿Puedo referirme a vos como a «Vuestra Majestad»?

—Sí.

—¡Muy bien! ¡Vuestra Majestad es un idiota!

Sus ojos oscuros despedían chispas por debajo de las enmarañadas cejas y el joven rey se sentó lentamente. Por un momento, hubo una sardónica satisfacción en el rostro del regente, pero se desvaneció rápidamente. Sus gruesos labios se separaron en una sonrisa y una mano cayó sobre el hombro del rey.

—No importa, Leopold. No tendría que haberte hablado tan duramente. A veces es difícil conducirse con verdadera propiedad cuando la presión de los acontecimientos es tal como… ¿Lo comprendes? —Pero, aunque las palabras eran conciliadoras, había algo en sus ojos que no acababa de suavizarse.

Leopold dijo con inseguridad:

—Sí. Los asuntos de Estado son endemoniadamente difíciles. —Se preguntó, no sin aprensión, si no iba a verse sometido a una incomprensible y detallada explicación sobre el año comercial con Smyrno y la interminable disputa sobre los mundos dispersos del Pasillo Rojo.

Wienis hablaba de nuevo:

—Muchacho, había pensado hablarte antes de esto, y quizá tendría que haberlo hecho, pero sé que tu joven espíritu se impacienta frente a los áridos detalles del arte de gobernar.

Leopold asintió.

—Bueno, eso está muy bien…

Su tío le interrumpió firmemente y continuó:

—Sin embargo, dentro de dos meses alcanzarás la mayoría de edad. Además, en los tiempos difíciles que vendrán, tendrás que tomar parte plena y activa. Serás rey de ahora en adelante, Leopold.

Leopold asintió de nuevo, pero su expresión continuaba siendo vacía.

—Habrá guerra, Leopold.

—¡Guerra! Pero hay una tregua con Smyrno…

—No es con Smyrno. Es con la misma Fundación.

—Pero, tío, han accedido a reparar la nave. Dijiste…

Su voz se desvaneció al observar el fruncimiento de labios de su tío.

—Leopold. —Algo de la amabilidad había desaparecido—. Vamos a hablar de hombre a hombre. Tiene que haber guerra con la Fundación, reparen la nave o no; lo antes posible, en realidad, puesto que están reparándola. La Fundación es la fuente del poder y la fuerza. Toda la grandeza de Anacreonte, todas sus naves y ciudades y su pueblo y su comercio dependen de las migas y sobras del poder que la Fundación nos concede a regañadientes. Me acuerdo de la época en que las ciudades de Anacreonte se calentaban con carbón y petróleo ardiendo. Pero eso no importa; no podrías comprenderlo.

—Parece —sugirió el rey tímidamente— que tendríamos que estarles agradecidos.

—¿Agradecidos? —bramó Wienis—. ¿Agradecidos por que nos den los restos de mala gana, mientras se reservan el espacio para ellos mismos… y lo guardan con quién sabe qué propósito? Sólo para dominar la Galaxia algún día.

Dejó caer la mano sobre la rodilla de su sobrino, y entornó los ojos.

—Leopold, eres el rey de Anacreonte. Tus hijos y tus nietos pueden ser reyes del universo… ¡si obtienes el poder que la Fundación nos oculta!

—Hay algo de razón en esto. —Los ojos de Leopold empezaron a brillar y enderezó la espalda—. Al fin y al cabo, ¿qué derecho tienen de reservarlo para ellos solos? No es justo, ya lo sabes. Anacreonte también cuenta para algo.

—¿Ves? Estás empezando a comprender. Y ahora, muchacho, ¿y si Smyrno decide atacar a la Fundación por su parte y nos gana todo ese poder? ¿Cuánto tiempo crees que tardaríamos en convertirnos en una potencia vasalla? ¿Cuánto tiempo conservaríamos el trono?

Leopold se excitaba por momentos.

—Por el Espacio, sí. Tienes toda la razón, ¿sabes? Hemos de atacar los primeros. Es cuestión de defensa propia.

La sonrisa de Wienis se ensanchó ligeramente.

—Además, una vez, nada más comenzar el reinado de tu abuelo, Anacreonte estableció una base militar en el planeta de la Fundación, Términus… una base que la defensa nacional necesitaba vitalmente. Nos vimos forzados a abandonar esa base como resultado de las maquinaciones del líder de la Fundación, un hombre vil, sin una gota de sangre noble en las venas. ¿Lo comprendes, Leopold? Tu abuelo fue humillado por ese villano. ¡Lo recuerdo! Tenía aproximadamente la misma edad que yo cuando vino a Anacreonte con su infernal sonrisa y su infernal cerebro… y el poder de los otros tres reinos respaldándole, combinados en una cobarde unión contra la grandeza de Anacreonte.

Leopold se sonrojó y brilló una chispa en sus ojos.

—¡Por Seldon, si yo hubiera sido mi abuelo, hubiera luchado incluso así!

—No, Leopold. Decidimos esperar… para devolver la afrenta en un momento más apropiado. El último deseo de tu abuelo antes de su muerte fue pensar que él sería el que… ¡Bueno, bueno! —Wienis se volvió un momento. Entonces, simulando estar muy emocionado—: Era mi hermano. Y, sin embargo, si su hijo estuviera…

—Sí, tío, no le decepcionaré. Lo he decidido. Lo más conveniente es que Anacreonte deshaga esa red de agitadores, inmediatamente.

—No, no inmediatamente. Primero debemos esperar a que se termine la reparación del crucero. El mero hecho de que estén dispuestos a realizar este arreglo demuestra que nos temen. Los muy tontos tratan de aplacarnos, pero no conseguirán apartarnos de nuestro camino, ¿verdad?

Y el puño de Leopold golpeó la palma abierta de su mano.

—No, mientras yo sea rey de Anacreonte.

Wienis frunció los labios sardónicamente.

—Además, hemos de esperar que llegue Salvor Hardin.

—¡Salvor Hardin! —El rey se quedó de pronto con los ojos muy abiertos, y el juvenil contorno de su rostro imberbe casi perdió las líneas duras en que estaba crispado.

—Sí, Leopold, el líder de la Fundación en persona vendrá a Anacreonte por tu cumpleaños…, probablemente para calmarnos con palabras suaves. Pero no le servirá de nada.

—¡Salvor Hardin! —No era más que un debilísimo murmullo.

Wienis frunció el ceño.

—¿Te da miedo el nombre? Es el mismo Salvor Hardin que, en su anterior visita, nos hizo morder el polvo. ¿No habrás olvidado ese insulto mortal a la casa real? Y de un villano. La hez del arroyo.

—No. Supongo que no. No, no lo haré. Nos vengaremos…, pero…, pero… estoy un poco asustado.

El regente se levantó.

—¿Asustado? ¿De qué? ¿De qué, joven…? —Se interrumpió.

—Sería…, uh…, una blasfemia, ¿sabes?, atacar la Fundación. Quiero decir que… —Hizo una pausa.

—Sigue.

Leopold dijo confusamente:

—Quiero decir que, si realmente hubiera un Espíritu Galáctico, uh…, puede ser que no le gustara. ¿No lo crees?

—No, no lo creo —fue la firme respuesta. Wienis volvió a sentarse y sus labios se contrajeron en una extraña sonrisa—. De modo que te preocupas mucho por el Espíritu Galáctico, ¿no? Esto es lo que pasa por dejarte suelto. Apuesto a que has estado hablando con Verisof.

—Me ha explicado muchas cosas…

—¿Del Espíritu Galáctico?

—Sí.

—Ay, cachorro sin destetar, él cree en esas tonterías muchísimo menos que yo, y yo no creo nada en ellas. ¿Cuántas veces te han dicho que todas sus charlas son absurdas?

—Bueno, ya lo sé. Pero Verisof dice…

—Maldito sea Verisof. Son tonterías.

Hubo un corto y rebelde silencio, y después Leopold dijo:

—Todo el mundo piensa igual. Me refiero a todo eso del profeta Hari Seldon y de cómo estableció la Fundación para que llevara a cabo sus mandamientos y algún día volviéramos al Paraíso Terrenal; y cómo cualquiera que desobedezca sus mandamientos será destruido por toda la eternidad. Ellos lo creen. He presidido los festivales, y estoy seguro de ello.

—Sí, ellos lo creen; pero nosotros no. Y puedes estar agradecido de que sea así, pues según sus tonterías, tú eres rey por derecho divino… y tú mismo eres semidivino. Muy manejable. Elimina todas las posibilidades de revueltas y asegura absoluta obediencia a todo. Y ésta es la razón, Leopold, de que debas tomar parte activa en ordenar la guerra contra la Fundación. Yo sólo soy el regente, y completamente humano. Tú eres el rey, y más que un semidiós… para ellos.

—Pero supongamos que no lo sea en realidad —dijo el rey, reflexionando.

—No, no en realidad —fue la irónica respuesta—, pero lo eres para todos menos para los habitantes de la Fundación. ¿Lo entiendes? Para todos menos para los habitantes de la Fundación. Una vez hayan sido eliminados ya no habrá nadie que niegue tu origen divino. ¡Piénsalo!

—¿Y después de eso seremos capaces de manejar las cajas de energía de los templos y las naves que vuelan sin hombres y el alimento sagrado que cura el cáncer y todo lo demás? Verisof dijo que sólo los bendecidos por el Espíritu Galáctico podían…

—Sí. ¡Verisof lo dijo! Verisof, después de Salvor Hardin, es tu mayor enemigo. Quédate conmigo, Leopold, y no te preocupes por ellos. Juntos reconstruiremos un imperio, no sólo el reino de Anacreonte, sino uno que abarque a todos los millones de soles de la Galaxia. ¿Es eso mejor que un «Paraíso Terrenal»?

—Sssí.

—¿Puede Verisof prometer algo más?

—No.

—Muy bien. —Su voz se hizo perentoria—. Supongo que debemos considerar el asunto arreglado. —No recibió contestación—. Vete. Bajaré más tarde. Y una cosa más, Leopold.

El muchacho se volvió en el umbral.

Wienis sonreía con todo menos con los ojos.

—Ten cuidado con esas cacerías de Nyak, muchacho. Desde el desgraciado accidente de tu padre, he tenido extraños presentimientos acerca de ti, a veces. En la confusión, con los fusiles de aguja hendiendo el aire con sus dardos, uno nunca sabe lo que puede pasar. Espero que tendrás cuidado. Y harás todo lo que te he dicho sobre la Fundación, ¿verdad?

Los ojos de Leopold se desorbitaron y evitó la mirada de su tío.

—Sí…, desde luego.

—¡Perfecto! —Contempló la salida de su sobrino, inexpresivamente, y volvió a su mesa.

Los pensamientos de Leopold al salir eran sombríos y no desprovistos de temor. Quizá fuera mejor vencer a la Fundación y obtener la energía de que hablaba Wienis. Pero después, cuando la guerra hubiera terminado y él estuviera seguro en el trono… Se dio súbitamente exacta cuenta del hecho de que Wienis y sus dos arrogantes hijos estaban en aquel momento en la línea sucesoria al trono.

Pero él era rey. Y los reyes pueden ordenar ejecuciones.

Incluso de tíos y primos.

4

Junto al mismo Sermak, Lewis Bort era el más activo en reagrupar a aquellos elementos disidentes que se habían fusionado en el ahora vociferante partido activista. Pero no había formado parte de la delegación que visitó a Salvor Hardin hacía casi un año. Esto no se debía a una falta de reconocimiento a sus servicios; todo lo contrario. Se hallaba ausente porque en aquella época estaba en la capital de Anacreonte.

La visitó como ciudadano privado. No vio a ningún oficial y no hizo nada importante. Se limitó a observar los rincones oscuros del afanoso planeta y asomó su nariz por los garitos indignos.

Llegó a casa hacia el término de un corto día invernal que empezó con nubes y estaba acabando con nieve, y al cabo de una hora se encontraba sentado a la mesa octogonal de la casa de Sermak.

Sus primeras palabras no estaban calculadas para mejorar la atmósfera de una reunión ya considerablemente deprimida por el oscuro atardecer lleno de nieve.

—Me temo —dijo— que nuestra posición sea, usando la fraseología melodramática, una «causa perdida».

—¿Lo cree usted así? —preguntó Sermak, tristemente.

—Es imposible pensar de otro modo, Sermak. No hay motivo para otra opinión.

—Armamentos… —empezó Dokor Walto, en tono algo entrometido, pero Bort le interrumpió enseguida.

—Olvídelo. Ésa es una vieja historia. —Sus ojos recorrieron el círculo—. Me refiero a la gente. Admito que mi idea original era tratar de fomentar una rebelión palaciega para instalar como rey a alguien más favorable a la Fundación. Era una buena idea. Todavía lo es. El único inconveniente es que es imposible. El gran Salvor Hardin lo previó.

Sermak dijo con acritud:

—Si nos diera los detalles, Bort…

—¡Detalles! ¡No hay detalles! No es tan sencillo como todo eso. Es toda la maldita situación de Anacreonte. Es esa religión que ha establecido la Fundación. ¡Da resultado!

—¿Y qué?

—Hay que ver cómo funciona para darse cuenta. Lo único que aquí sabemos es que tenemos una gran escuela dedicada a educar sacerdotes, y que ocasionalmente se hace una exhibición especial en algún rincón olvidado de la ciudad para beneficio de los peregrinos… y nada más. Todo este asunto apenas nos afecta de manera general. Pero en Anacreonte…

Lem Tarki alisó su barba puntiaguda con un dedo y se aclaró la garganta.

—¿Qué clase de religión es? Hardin siempre ha dicho que sólo eran tonterías para que aceptaran nuestra ciencia sin hacer preguntas. Recuerde, Sermak, que aquel día nos dijo…

—Las explicaciones de Hardin —recordó Sermak— no suelen tener mucha relación con la verdad. Pero ¿qué clase de religión es, Bort?

Bort reflexionó.

—Éticamente, es perfecta. Apenas difiere de las diversas filosofías del viejo imperio. Alto valor moral y todo eso. Desde este punto de vista no tiene nada que envidiar. La religión es una de las grandes influencias civilizadoras de la historia en este aspecto. Rellena…

—Ya sabemos eso —interrumpió Sermak, con impaciencia—. Vaya al grano.

—Allá voy. —Bort estaba un poco desconcertado, pero no lo demostró—. La religión, que la Fundación ha alentado y animado, tengámoslo presente, se basa en una línea estrictamente autoritaria. El sacerdocio tiene control absoluto de los instrumentos científicos que hemos proporcionado a Anacreonte, pero sólo han aprendido a manejar dichos instrumentos empíricamente. Creen por completo en esta religión y en el…, uh…, valor espiritual de la energía que manejan. Por ejemplo, hace dos meses algún loco manipuló la planta de energía del templo de Thessalekia…, uno de los mayores. Naturalmente, voló cinco manzanas de casas. Fue considerado como una venganza divina por todo el mundo, incluyendo a los sacerdotes.

—Lo recuerdo. Los periódicos dieron una versión resumida del suceso en aquel momento. No veo a dónde quiere ir usted a parar.

—Entonces, escuche —dijo Bort, ásperamente—. El clero forma una jerarquía en cuyo vértice está el rey, que está considerado como una especie de dios menor. Es un monarca absoluto por derecho divino, y el pueblo lo cree, profundamente, y los sacerdotes también. No se puede derrocar a un rey así. ¿Comprende ahora a lo que me refería?

—Espere —dijo Walto—. ¿Qué quería decir al afirmar que Hardin ha hecho todo esto? ¿Qué tiene que ver en este asunto?

Bort miró amargamente a su interlocutor.

—La Fundación ha alentado asiduamente esta ilusión. Hemos puesto todo nuestro respaldo científico detrás del engaño. No hay festival que el rey no presida rodeado por una aureola radiactiva que ilumina fuertemente todo su cuerpo y se eleva como una corona sobre su cabeza. Cualquiera que lo toque se quema gravemente. Puede moverse de un sitio a otro por el aire en momentos cruciales, supuestamente por inspiración del espíritu divino. Llena el templo con una nacarada luz interna sólo con hacer un gesto. Estos sencillos trucos que realizamos en beneficio suyo son interminables; pero incluso los sacerdotes creen en ellos, a pesar de llevarlos a cabo personalmente.

—¡Malo! —dijo Sermak, mordiéndose el labio.

—Lloraría… como la fuente del Parque del Ayuntamiento —dijo Bort, excitado—, al pensar en la oportunidad que hemos ahogado. Imaginemos la situación hace treinta años, cuando Hardin salvó la Fundación de Anacreonte… En aquel tiempo, los habitantes de Anacreonte no se daban cuenta de que el imperio estaba desintegrándose. Habían solucionado más o menos sus propios asuntos desde la revuelta zeoniana, pero incluso después de que se cortaran las comunicaciones y el pirata del abuelo de Leopold se erigiera en rey, siguieron sin darse cuenta de que el imperio estaba destrozado.

»Si el emperador hubiera tenido suficiente nervio para intentarlo, habría podido recuperarlo con dos cruceros y la ayuda de la revuelta interna que ciertamente hubiera surgido. Y nosotros, nosotros hubiéramos podido hacer lo mismo; pero no, Hardin estableció la adoración al monarca. Personalmente, no lo entiendo. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

—¿Qué hace Verisof? —preguntó Jaim Orsy, súbitamente—. Hubo un día en que fue un activista distinguido. ¿Qué está haciendo allí? ¿Está ciego, también?

—No lo sé —dijo concisamente Bort—. Es su supremo sacerdote. Por lo que sé, no hace nada aparte de aconsejar al clero sobre los detalles técnicos. ¡Un títere, maldito sea, un títere!

Hubo un silencio en la estancia y todos los ojos se volvieron a Sermak. El dirigente del nuevo partido se mordía furiosamente una uña, y entonces dijo en alta voz:

—Nada bueno. ¡Es asqueroso! —Miró a su alrededor, y añadió con más energía—: ¿Es que Hardin puede ser tan tonto?

—Así parece —gruñó Bort.

—¡Imposible! Aquí hay algún error. Se requeriría una estupidez colosal para cortar nuestro propio cuello tan cuidadosamente y sin esperanzas. Es más de la que Hardin podría tener, aunque fuera un tonto, lo cual dudo. Por un lado, establecer una religión que descarta toda posibilidad de problemas internos. Por otro, suministra a Anacreonte todas las armas de la guerra. No lo comprendo.

—La cuestión es un poco oscura, lo admito —dijo Bort—, pero los hechos están ahí. ¿Qué otra cosa podemos pensar?

Walto dijo, espasmódicamente:

—Alta traición. Está a su servicio.

Pero Sermak movió la cabeza con impaciencia.

—Tampoco estoy de acuerdo con esto. Todo el asunto es absurdo e incomprensible… Dígame, Bort, ¿ha oído algo acerca del crucero de batalla que la Fundación va a poner a punto para la flota de Anacreonte?

—¿Un crucero de batalla?

—Un viejo crucero imperial…

—No, no he oído nada. Pero eso no significa gran cosa. Los terrenos de la flota son santuarios religiosos completamente inviolables por parte del público en general. Nadie sabe nada de la flota.

—Bueno, es lo que dicen los rumores. Miembros del partido han elevado el asunto al Consejo. Hardin no lo ha negado nunca, ya lo sabe. Su portavoz denunció rumores sin fundamentos y nada más. Puede ser significativo.

—Es sólo una pieza entre muchas —dijo Bort—. De ser cierto, está completamente loco. Pero no sería peor que el resto.

—Supongo —dijo Orsy— que Hardin no oculta ningún arma secreta. Esto podría…

—Sí —dijo Sermak—, una enorme caja de sorpresas de la que saldría un muñeco en el momento psicológico y asustaría al viejo Wienis. La Fundación podría borrar su propia existencia y ahorrarse la lenta agonía si tiene que depender de algún arma secreta.

—Bueno —dijo Orsy, cambiando apresuradamente de tema—, la cuestión se reduce a esto: ¿de cuánto tiempo disponemos? ¿Eh, Bort?

—Muy bien. Ésta es la cuestión. Pero no me miren a mí; yo no lo sé. La prensa anacreontiana nunca menciona a la Fundación. Ahora mismo, está llena de noticias sobre las próximas celebraciones y nada más. Leopold alcanzará la mayoría de edad dentro de una semana, ya lo saben.

—En ese caso disponemos de meses. —Walto sonrió por primera vez en toda la noche—. Esto nos da tiempo…

—¿Cómo que nos da tiempo? —estalló Bort, impacientemente—. Les digo que el rey es un dios. ¿Suponen que tiene que llevar a cabo una campaña de propaganda para que su pueblo adquiera un espíritu bélico? ¿Suponen que tiene que acusarnos de agresión y presionar todos los recursos del sentimentalismo barato? Cuando llegue el momento de atacar, Leopold dará la orden y el pueblo luchará. Sólo eso. Ése es el inconveniente del sistema: no se discute con un dios. Por lo que sé, podría dar la orden mañana mismo.

Todos trataron de hablar a la vez y Sermak dio una palmada en la mesa pidiendo silencio, cuando se abrió la puerta principal y entró Levi Norast. Subió las escaleras de dos en dos, con el abrigo puesto y derramando nieve.

—¡Miren esto! —gritó, lanzando un frío periódico cubierto de copos de nieve sobre la mesa—. Los visores tampoco hablan de otra cosa.

El periódico no estaba doblado, y cinco cabezas se inclinaron sobre él.

Sermak dijo, con voz ronca:

—¡Gran Espacio, va a Anacreonte! ¡Va a Anacreonte!

Es una traición —chilló Tarki, con súbita excitación—. Que me maten si Walto no tiene razón. Nos ha vendido y ahora va a recoger su paga.

Sermak se había puesto en pie.

—Ahora no tenemos alternativa. Mañana solicitaré al Consejo que Hardin sea acusado de alta traición. Y si esto falla…

5

La nieve había cesado, pero había formado una gruesa alfombra por las calles y los pesados vehículos terrestres avanzaban a través de las calles desiertas con penoso esfuerzo. La lúgubre luz gris del incipiente amanecer no sólo era fría en el sentido poético, sino también de una forma muy literal… e incluso en el entonces turbulento estado de la política de la Fundación, nadie, ni activistas ni pro-Hardin hallaron su espíritu suficientemente ardiente para empezar tan temprano la actividad callejera.

A Yohan Lee no le gustaba aquello y sus gruñidos se hicieron audibles.

—Caerá mal, Hardin. Dirán que se escurre.

—Que lo digan si quieren. Yo he de ir a Anacreonte y quiero hacerlo sin problemas. Ya es suficiente, Lee.

Hardin se recostó en el mullido asiento y tembló ligeramente. No hacía frío dentro del coche acondicionado, pero había algo frígido en un mundo cubierto de nieve, incluso a través del cristal, que le molestó.

Dijo, reflexionando:

—Algún día, cuando estemos en condiciones, hemos de climatizar Términus. Se podría hacer.

—A mí —repuso Lee— me gustaría que se hicieran otras cosas primero. Por ejemplo, ¿qué hay de climatizar a Sermak? Una bonita y seca celda a veinticinco grados centígrados durante todo el año sería ideal.

—Y entonces yo necesitaría realmente guardaespaldas —dijo Hardin— y no sólo esos dos. —Señaló a dos de los gorilas de Lee, sentados delante con el chófer, con su mirada dura fija en las calles vacías, y las manos sobre sus armas atómicas—. Evidentemente quiere incitar una guerra civil.

—¿Yo? Hay otras ascuas en el fuego y no necesita mucho para inflamarse, se lo aseguro. —Empezó a contar con los dedos—. Uno: Sermak provocó un escándalo ayer en el Consejo Municipal al pedir que lo procesaran por alta traición.

—Estaba en su pleno derecho de hacerlo —respondió Hardin, fríamente—. Además de lo cual, su moción fue derrotada por 206 a 184.

—Exactamente. Una mayoría de veintidós cuando habíamos contado con sesenta como mínimo. No lo niegue; sabe que es así.

—Más o menos —admitió Hardin.

—Muy bien. Y dos: después de la votación, los cincuenta y nueve miembros del partido activista se levantaron y salieron de la Cámara del Consejo.

Hardin guardó silencio y Lee prosiguió:

—Y tres: antes de irse, Sermak declaró que usted era un traidor, que iba a Anacreonte para recoger sus treinta piezas de plata, que la mayoría de la Cámara, al negarse a votar el proceso, había participado en la traición, y que el nombre de su partido no era «activista» por nada. ¿A qué le suena eso?

—Problemas, supongo.

—Y ahora se escabulle al amanecer, como un criminal. Tendría que enfrentarse con ellos, Hardin… y si tiene que hacerlo, ¡declare la ley marcial, por el Espacio!

—La violencia es el último recurso…

—… Del incompetente. ¡Cuernos!

—Muy bien. Ya lo veremos. Ahora escúcheme atentamente, Lee. Hace treinta años, se abrió la Bóveda del Tiempo, y en el quincuagésimo aniversario del inicio de la Fundación apareció una grabación de Hari Seldon para darnos la primera idea de lo que realmente sucedía.

—Lo recuerdo. —Lee asintió ensimismado, con una media sonrisa—. Fue el día en que nos hicimos cargo del gobierno.

—Así es. Fue nuestra primera crisis grave. Ésta es la segunda…, y dentro de tres semanas será el octogésimo aniversario del principio de la Fundación. ¿No le parece muy significativo?

—¿Quiere decir que volverá?

—No he terminado. Seldon nunca dijo nada de volver, compréndalo, pero esto es una pieza de todo su plan. Siempre ha hecho todo lo posible para impedir que conozcamos los acontecimientos por adelantado. Tampoco se puede decir si la cerradura de radio está preparada para abrirse de nuevo…, probablemente esté preparada para destruir la Bóveda si intentáramos abrirla. Voy allí todos los aniversarios después de la primera aparición, por si acaso. No ha aparecido nunca, pero ésta es la primera vez desde entonces en que realmente hay crisis.

—Entonces, vendrá.

—Quizá. No lo sé. Sin embargo, ésta es la cuestión: la sesión de hoy del Consejo, inmediatamente después de anunciar que me he ido a Anacreonte, anunciará, de forma oficial, que el próximo 14 de marzo habrá otra grabación de Hari Seldon, con un mensaje de la mayor importancia acerca de la reciente crisis satisfactoriamente resuelta. Es muy importante, Lee. No añada nada más, aunque le atosiguen a preguntas.

Lee le miró fijamente.

—¿Se lo creerán?

—Eso no importa. Les confundirá, que es lo único que quiero. Preguntándose si es verdad o no, y lo que yo me propongo conseguir con ello si no lo es… decidirán posponer la acción hasta después del 14 de marzo. Yo habré regresado mucho antes.

Lee pareció indeciso.

—Pero eso de «satisfactoriamente resuelta»… ¡Es una mentira!

—Una mentira extremadamente turbadora. ¡Ya estamos en el espaciopuerto!

La nave espacial se destacaba sombríamente en la oscuridad. Hardin atravesó la nieve en dirección a ella, y en la puerta de entrada se volvió con la mano extendida.

—Adiós, Lee. Lamento muchísimo tener que dejarle en esta sartén en aceite hirviendo, pero no confío en ninguna otra persona. Por favor, no se acerque demasiado al fuego.

—No se preocupe. La sartén está bastante caliente. Cumpliré sus órdenes. —Retrocedió y la portezuela se cerró.

6

Salvor Hardin no fue directamente al planeta Anacreonte, el cual había dado nombre al reino. No llegó hasta el día antes de la coronación, tras haber hecho rápidas visitas a ocho de los mayores sistemas estelares del reino, no deteniéndose más que el tiempo justo para conferenciar con los representantes locales de la Fundación.

El viaje le produjo la opresiva impresión de la enormidad del reino. Era una pequeña astilla, una insignificante manchita comparado con las extensiones inconcebibles del imperio galáctico, del cual había formado una parte tan distinguida; pero para alguien cuyos hábitos mentales han sido construidos alrededor de un solo planeta, que además está escasamente poblado, el tamaño y la población de Anacreonte eran impresionantes.

Siguiendo cerradamente los lindes de la antigua Prefectura de Anacreonte, abarcaba veinticinco sistemas estelares, seis de los cuales incluían más de un mundo habitable. La población de diecinueve billones, aunque aún muy inferior a la del apogeo del imperio, crecía rápidamente con el desarrollo científico cada vez mayor alentado por la Fundación.

Y sólo entonces Hardin se sintió aterrado ante la magnitud de esa tarea. En treinta años, sólo el mundo principal había sido dotado de energía. Las provincias exteriores aún incluían inmensas extensiones en que la energía atómica no había sido reintroducida. Incluso el progreso realizado habría sido imposible de no ser por las reliquias aún en funcionamiento que había abandonado la marea creciente del imperio.

Cuando Hardin llegó al mundo capital, encontró todos los negocios habituales en absoluta paralización. En las provincias exteriores aún había celebraciones; pero en el planeta Anacreonte ni una sola persona dejaba de tomar parte febril en las fastuosas ceremonias religiosas que anunciaban la mayoría de edad de su dios-rey, Leopold.

Hardin sólo pudo charlar media hora con un ojeroso y presuroso Verisof antes de que su embajador tuviera que irse a supervisar otro festival en el templo. Pero la media hora fue de lo más provechosa, y Hardin se preparó, muy satisfecho, para los fuegos artificiales de la noche.

En todo esto actuó como observador, pues no tenía estómago para las tareas religiosas en que indudablemente tendría que tomar parte si se conocía su identidad. De modo que, cuando la sala de baile del palacio se llenó con una reluciente horda de la nobleza más alta y distinguida del reino, se encontró pegado a la pared, casi inadvertido o totalmente ignorado.

Había sido presentado a Leopold como uno más de una larga lista de invitados, y a una distancia prudencial, pues el rey permanecía apartado en solitaria e impresionante grandeza, rodeado por su mortal aureola de radiactividad. Y antes de una hora, ese mismo rey tomaría asiento en el macizo trono de rodio-iridio, con incrustaciones de oro, y luego el trono y él se elevarían majestuosamente en el aire, rozando las cabezas de la multitud para llegar a la gran ventana desde la que el pueblo vería a su rey y le aclamaría con frenesí. El trono no hubiera sido tan macizo, naturalmente, si no hubiera tenido que albergar un motor atómico.

Eran más de las once. Hardin se impacientó y se puso de puntillas para ver mejor. Resistió la tentación de subirse a la silla. Y entonces vio que Wienis se abría paso entre la multitud en dirección hacia él y se tranquilizó.

El avance de Wienis era lento. Casi a cada paso tenía que cruzar una frase amable con algún reverenciado noble cuyo abuelo había ayudado al abuelo de Leopold a apoderarse del reino y a cambio de lo cual había recibido un ducado.

Y luego se libró del último par uniformado y alcanzó a Hardin. Su sonrisa se transformó en una mueca y sus ojos negros le miraron fijamente por debajo de las enmarañadas cejas con brillo de satisfacción.

—Mi querido Hardin —dijo, en voz baja—, debe usted de aburrirse mucho, pero como no ha revelado su identidad…

—No me aburro, alteza. Todo esto es extremadamente interesante. En Términus no tenemos espectáculos comparables, como usted sabe.

—Sin duda. Pero ¿le importaría ir a mis aposentos privados, donde podremos hablar largo y tendido y con mucha más intimidad?

—Desde luego que no.

Cogidos del brazo, los dos subieron las escaleras, y más de una duquesa viuda alzó sus impertinentes con sorpresa, preguntándose quién sería aquel desconocido insignificantemente vestido y de aspecto poco interesante al que el príncipe regente confería un honor tan señalado.

En los aposentos de Wienis, Hardin se puso a sus anchas y aceptó una copa de licor servida por la propia mano del regente con un murmullo de gratitud.

—Vino de Locris, Hardin —dijo Wienis—, de las bodegas reales. Tiene dos siglos de antigüedad. Es de la cosecha de diez años antes de la rebelión zeoniana.

—Una bebida verdaderamente real —convino Hardin, cortésmente—. Por Leopold I, rey de Anacreonte.

Bebieron, y Wienis añadió blandamente, en una pausa:

—Y pronto emperador de la Periferia, y más adelante, ¿quién sabe? Es posible que algún día la Galaxia pueda volver a unirse.

—Indudablemente; ¿gracias a Anacreonte?

—¿Por qué no? Con la ayuda de la Fundación, nuestra superioridad científica sobre el resto de la Periferia sería incuestionable.

Hardin dejó su copa vacía y dijo:

—Bueno, sí, excepto que, naturalmente, la Fundación debe ayudar a cualquier nación que solicite su ayuda científica. Debido al alto idealismo de nuestro gobierno y el propósito grandemente moral de nuestro fundador, Hari Seldon, no podemos tener favoritismos. Es algo que no se puede evitar, alteza.

La sonrisa de Wienis se ensanchó.

—El Espíritu Galáctico, para usar la expresión popular, ayuda a los que se ayudan a sí mismos. Comprendo perfectamente que la Fundación, abandonada a sí misma, nunca cooperaría.

—Yo no diría eso. Hemos reparado el crucero imperial para ustedes, aunque mi junta de navegación lo deseaba para fines de investigación.

El regente repitió irónicamente las últimas palabras.

—¡Fines de investigación! ¡Sí! No lo hubiera reparado si yo no le hubiera amenazado con la guerra.

Hardin hizo un gesto de desaprobación.

—No lo sé.

Yo sí. Y esta amenaza sigue en pie.

—¿Incluso ahora?

—Ahora es un poco demasiado tarde para hablar de amenazas. —Wienis había lanzado una rápida mirada al reloj de su escritorio—. Mire, Hardin, usted ya ha estado una vez en Anacreonte. Entonces era joven; los dos éramos jóvenes. Pero incluso entonces teníamos formas completamente distintas de considerar las cosas. Usted es lo que llaman un hombre de paz, ¿verdad?

—Supongo que sí. Por lo menos, considero que la violencia es una forma antieconómica de obtener un fin. Siempre hay caminos mejores, aunque a veces no sean tan directos.

—Sí. Ya he oído su lema: «La violencia es el último recurso del incompetente». Y sin embargo —el regente se rascó suavemente una oreja con fingida abstracción—, yo no me considero exactamente un incompetente.

Hardin asintió cortésmente y no dijo nada.

—Y a pesar de esto —continuó Wienis—, siempre he sido partidario de la acción directa. He creído en abrir un camino recto hacia mi objetivo, y seguirlo después. He logrado muchas cosas de este modo, y espero conseguir mucho más.

—Lo sé —interrumpió Hardin—. Creo que está usted abriendo un camino tal como lo describe, para usted y sus hijos, que lleva directamente al trono, considerando la reciente muerte del padre del rey, su hermano mayor, y el precario estado de salud del rey. Está en precario estado de salud, ¿verdad?

Wienis frunció el ceño ante el ataque, y su voz se endureció.

—Le aconsejo, Hardin, que evite ciertos temas. Debe usted considerarse privilegiado como alcalde de Términus para hacer…, uh…, observaciones imprudentes, pero si lo hace, por favor, no se engañe en el concepto. No soy persona que se asusta con palabras. Mi filosofía de la vida es que las dificultades desaparecen cuando se les hace frente con intrepidez, y hasta ahora nunca he dado la espalda a ninguna.

—No lo dudo. ¿A qué dificultad en particular rehúsa dar la espalda en este momento?

—A la dificultad, Hardin, de persuadir a la Fundación para que coopere. Su política de paz, como usted sabe, le ha llevado a realizar equivocaciones muy graves, simplemente porque ha subestimado la intrepidez de su adversario. No todo el mundo teme tanto la acción directa como usted.

—¿Por ejemplo? —sugirió Hardin.

—Por ejemplo, ha venido a Anacreonte solo y me ha acompañado a mis aposentos solo.

Hardin miró a su alrededor.

—¿Y qué tiene eso de malo?

—Nada —dijo el regente—, excepto que fuera de esta habitación hay cinco guardias, bien armados y dispuestos a hacer fuego. No creo que pueda irse, Hardin.

El alcalde enarcó las cejas.

—No tengo deseos inmediatos de irme. ¿Tanto me teme, entonces?

—No le temo en absoluto. Pero esto puede servir para impresionarle con mi decisión. ¿Podemos llamarle un gesto?

—Llámelo como quiera —dijo Hardin, con indiferencia—. No me incomodaré por el incidente, como quiera que lo llame.

—Estoy seguro de que esta actitud cambiará con el tiempo. Pero ha cometido otro error, Hardin, uno más grave. Parece ser que el planeta Términus está casi completamente indefenso.

—Naturalmente. ¿Qué tenemos que temer? No amenazamos los intereses de nadie y servimos a todos por igual.

—Y mientras permanece indefenso —continuó Wienis—, usted nos ayuda amablemente a armarnos, sobre todo en el desarrollo de nuestra propia flota, una gran flota. De hecho, una flota que, desde su donación del crucero imperial, es completamente irresistible.

—Alteza, está perdiendo el tiempo. —Hardin hizo un ademán como si fuera a levantarse—. Si lo que pretende es declararnos la guerra, y me está informando de ese hecho, me permitirá que me comunique inmediatamente con mi gobierno.

—Siéntese, Hardin. No le estoy declarando la guerra, y usted no va a comunicarse con su gobierno. Cuando la guerra sea iniciada, no declarada, Hardin, iniciada, la Fundación será informada de ello a su debido tiempo por las explosiones atómicas de la flota anacreontiana bajo el mando de mi propio hijo, que irá en el buque insignia Wienis, antiguo crucero de la flota imperial.

Hardin frunció el ceño.

—¿Cuándo ocurrirá todo esto?

—Si realmente le interesa, las naves de la flota hace cincuenta minutos justos que han salido de Anacreonte, a las once, y el primer disparo se hará en cuanto avisten Términus, que será mañana al mediodía. Usted puede considerarse prisionero de guerra.

—Así es exactamente como me considero, alteza —dijo Hardin, sin desarrugar el ceño—. Pero estoy decepcionado.

Wienis sonrió despectivamente.

—¿Es eso todo?

—Sí. Yo había creído que el momento de la coronación, a medianoche, ya sabe, sería el momento lógico para que zarpara la flota. Evidentemente, usted quería empezar la guerra mientras aún era regente. Hubiera sido más dramático del otro modo.

El regente le miró fijamente.

—Por el Espacio, ¿de qué está usted hablando?

—¿No lo entiende? —dijo Hardin, suavemente—. Yo había dispuesto mi contraataque para medianoche.

Wienis se levantó de su silla.

—Está fanfarroneando. No hay ningún contraataque. Si confía en el apoyo de otros reinos, olvídelos. Sus flotas combinadas no pueden vencer a la nuestra.

—Ya lo sé. No pretendo disparar un solo tiro. Es sencillamente que, hace una semana, se dio la consigna de que a medianoche de hoy el planeta Anacreonte entraría en interdicto.

—¿En interdicto?

—Sí. Si no lo comprende, puedo explicarle que todos los sacerdotes de Anacreonte van a declararse en huelga, a menos que yo dé la contraorden. Pero no puedo hacerlo mientras esté incomunicado; ¡ni lo haría, aunque no lo estuviera! —Se inclinó hacia adelante, y añadió, con súbita animación—: ¿Se da cuenta, alteza, de que un ataque a la Fundación no es nada menos que un sacrilegio de la mayor magnitud?

Wienis luchaba visiblemente por recobrar el control de sí mismo.

—Déjese de cuentos, Hardin. Resérveselos para el pueblo.

—Mi querido Wienis, ¿para quién cree que me reservo? Me imagino que durante la última media hora todos los templos de Anacreonte han sido el centro de una gran multitud que escucha a un sacerdote que les habla de este mismo tema. No hay ni un solo hombre ni una mujer en Anacreonte que no sepa que su gobierno ha lanzado un infame ataque no provocado contra el centro de su religión. Pero ahora sólo faltan cuatro minutos para medianoche. Será mejor que vaya a la sala de baile y observe los acontecimientos. Yo estaré aquí a salvo, con cinco guardias detrás de la puerta. —Se recostó en su silla, se sirvió otra copa de vino de Locris, y miró hacia el techo con perfecta indiferencia.

Wienis atronó la atmósfera con un juramento ahogado y salió apresuradamente de la habitación.

Sobre la elite que llenaba la sala de baile cayó un profundo silencio cuando se abrió un ancho camino que conducía al trono. Leopold estaba sentado en él, con los brazos cruzados, la cabeza alta, y el rostro impasible. Los enormes candelabros habían sido apagados y en la amortiguada luz multicolor de las diminutas bombillas de Átomo que adornaban como lentejuelas el techo abovedado, la aureola real se destacaba brillantemente, elevándose sobre su cabeza para formar una corona llameante.

Wienis se detuvo en las escaleras. Nadie le vio; todos los ojos estaban fijos en el trono. Apretó los puños y permaneció donde se encontraba; Hardin no le obligaría a hacer tonterías por medio de fanfarronadas.

Y entonces el trono se movió. Se elevó en silencio y avanzó. Fuera del estrado, bajó lentamente los escalones, y después, a quince centímetros sobre el suelo, avanzó en horizontal hacia la enorme ventana abierta.

Al sonar la profunda campana que daba la medianoche, se detuvo frente a la ventana… y la aureola del rey se desvaneció.

Durante un segundo de estupefacción, el rey no se movió, con el rostro torcido por la sorpresa, sin aureola, meramente humano; y entonces el trono vaciló y bajó los quince centímetros que lo separaban del suelo, estrellándose con un golpe sordo, justo cuando todas las luces del palacio se apagaban.

A través de la bulliciosa oscuridad y confusión, se oyó la atronadora voz de Wienis:

—¡Las antorchas! ¡Las antorchas!

Dando codazos a derecha e izquierda, se abrió paso entre la multitud y llegó a la puerta. Desde fuera, los guardias del palacio se habían internado en la oscuridad.

Las antorchas llegaron de algún modo a la sala de baile; las antorchas que debían utilizarse en la gigantesca procesión de antorchas a través de las calles de la ciudad después de la coronación.

De nuevo en el salón de baile, los guardias pululaban con antorchas… azules, verdes y rojas; y las extrañas luces iluminaban rostros asustados y confusos.

—No hay daños —gritó Wienis—. Manténganse en su puesto. La electricidad volverá dentro de un momento.

Se volvió hacia el capitán de la guardia, que esperaba atentamente a su lado.

—¿Qué ocurre, capitán?

—Alteza —fue la instantánea respuesta—, el palacio está rodeado por la gente de la ciudad.

—¿Qué quieren? —gruñó Wienis.

—Hay un sacerdote a la cabeza. Ha sido identificado como el supremo sacerdote Poly Verisof. Reclama la inmediata libertad del alcalde Salvor Hardin y el cese de la guerra contra la Fundación. —El informe fue hecho con el tono inexpresivo de un oficial, pero sus ojos se desviaban incómodos.

Wienis gritó:

—Si cualquiera de ellos intenta pasar las puertas del palacio, dispárele a matar. Por el momento, nada más. ¡Déjelos gritar! Mañana pasaremos cuentas.

Las antorchas habían sido distribuidas, y la sala de baile volvía a estar iluminada. Wienis corrió hacia el trono, aún junto a la ventana, y ayudó a levantar al asustado Leopold pálido como la cera.

—Ven conmigo. —Lanzó una mirada por la ventana. La ciudad estaba completamente a oscuras. Desde abajo llegaban los roncos y confusos gritos de la muchedumbre. Sólo hacia la derecha, donde estaba el templo Argólida, había iluminación. Juró irritadamente y arrastró al rey lejos de allí.

Wienis entró como una tromba en su habitación, con los cinco guardias tras los talones. Leopold le siguió, con los ojos desorbitados, enmudecido por el susto.

—Hardin —dijo Wienis, vivamente—, está jugando con fuerzas demasiado grandes para usted.

El alcalde ignoró al regente. Permaneció tranquilamente sentado a la luz nacarada de la bombilla de Átomo de bolsillo que tenía al lado, con una sonrisa irónica en su rostro.

—Buenos días, majestad —dijo a Leopold—. Le felicito por su coronación.

—Hardin —gritó Wienis de nuevo—, ordene a sus sacerdotes que regresen a sus quehaceres.

Hardin levantó fríamente la vista.

—Ordéneselo usted mismo, Wienis, y averigüe quién está jugando con fuerzas demasiado grandes. En este momento, no gira ni una sola rueda en Anacreonte. No hay ni una sola luz, excepto en los templos. En la mitad invernal del planeta no hay ni una sola caloría de calefacción, excepto en los templos. No hay una sola gota de agua corriente, excepto en los templos. Los hospitales no aceptan a más pacientes. Las plantas de energía están paradas. Todas las naves están posadas en el suelo. Si no le gusta, Wienis, usted mismo puede ordenar a los sacerdotes que vuelvan a sus quehaceres. Yo no quiero.

—Por el Espacio, Hardin, lo haré. Si ha de ser una demostración, lo será. Veremos si sus sacerdotes pueden enfrentarse con el ejército. Esta noche, todos los templos del planeta estarán bajo supervisión del ejército.

—Muy bien, pero ¿cómo va a dar las órdenes? Todas las líneas de comunicación del planeta están interrumpidas. Descubrirá que la radio no funciona, la televisión no funciona y las ultraondas no funcionan. De hecho, el único medio de comunicación del planeta que funcionaría, fuera de los templos, naturalmente, es el televisor de esta misma habitación, y yo lo he arreglado para que sirva únicamente de receptor.

Wienis luchó inútilmente por recobrar el aliento, y Hardin continuó:

—Si lo desea, puede ordenar a su ejército que entre en el templo Argólida, a pocos metros del palacio, y utilizar los aparatos de ultraondas para comunicarse con otras partes del planeta. Pero si lo hace, me temo que el contingente del ejército sea hecho pedazos por la multitud, y entonces, ¿cómo protegerían su palacio, Wienis? ¿Y sus vidas, Wienis?

Wienis dijo, atropelladamente:

—Podemos aguantarlos, demonio. Esperaremos a que amanezca. Deje que la multitud grite y la energía siga cortada, pero aguantaremos. Y cuando llegue la noticia de que la Fundación ha sido tomada, su preciosa multitud descubrirá lo vacía que era su religión, y se alejarán de sus sacerdotes y se volverán contra ellos. Le doy hasta mañana al mediodía, Hardin, porque usted puede detener la energía en Anacreonte, pero no puede detener mi flota. —Su voz graznó exultantemente—. Están en camino, Hardin, con el gran crucero que usted mismo ordenó reparar, a la cabeza.

Hardin repuso con ligereza:

—Sí, el crucero que yo mismo ordené reparar…, pero a mi manera. Dígame, Wienis, ¿ha oído hablar de un relevador de ultraondas? No, ya veo que no. Bueno, dentro de unos dos minutos descubrirá lo que uno de ellos puede hacer.

Conectó la televisión mientras hablaba, y se corrigió:

—No, dentro de dos segundos. Siéntese, Wienis, y escuche.

7

Theo Aporat era uno de los sacerdotes de Anacreonte de más alta categoría. Sólo desde el punto de vista de la jerarquía, merecía su nombramiento como sacerdote jefe de la nave insignia Wienis.

Pero no sólo tenía rango o prioridad. Conocía la nave. Había trabajado directamente bajo los sagrados hombres de la misma Fundación en la reparación de la nave. Había arreglado los motores bajo sus órdenes. Había vuelto a montar los circuitos de los visores; había reinstalado las comunicaciones; había blindado el casco abollado y reforzado las cuadernas. Incluso se le había permitido ayudar mientras los hombres sabios de la Fundación instalaban un dispositivo tan sagrado que nunca había sido colocado en ningún otro buque, siendo reservado para aquel magnífico y colosal crucero… el relevador de ultraondas.

No era extraño que le dolieran los propósitos para los que el glorioso buque estaba destinado. Nunca había querido creer lo que Verisof le dijo… que la nave iba a ser empleada contra la gran Fundación. Dirigida contra aquella Fundación donde había estudiado en su juventud y de la cual procedía toda bondad.

Pero ahora ya no podía seguir dudando, después de lo que el almirante le había dicho.

¿Cómo era posible que el rey, bendecido por la divinidad, permitiera aquel acto abominable? ¿No sería, quizá, una acción del maldito regente, Wienis, con total ignorancia del rey? Y el hijo de ese mismo Wienis era el almirante que cinco minutos antes le había dicho:

—Atienda a sus almas y bendiciones, sacerdote. Yo atenderé a mi nave.

Aporat sonrió torcidamente. Atendería a sus almas y bendiciones… y también a sus maldiciones; y el príncipe Lefkin se lamentaría bastante pronto.

Acababa de entrar en la habitación general de comunicaciones. Su acólito le precedía y los dos oficiales de servicio no hicieron ademán de interferir. El sacerdote tenía derecho a entrar libremente en todos los lugares de la nave.

—Cierre la puerta —ordenó Aporat, y miró el cronómetro. Eran las doce menos cinco. Lo había calculado bien.

Con rápidos movimientos derivados de la práctica, movió las pequeñas palancas que abrían todas las comunicaciones, de modo que todas las partes de la nave, cuya eslora era de tres mil metros, estuvieran al alcance de su voz y su imagen.

—¡Soldados del buque insignia real Wienis, prestad atención! ¡Os habla vuestro sacerdote jefe! —Sabía que el sonido de su voz llegaba desde la cámara de lanzamiento de cohetes, a popa, hasta las mesas de navegación de la proa.

»Vuestra nave —gritó— está comprometida en un sacrilegio. ¡Sin conocimiento vuestro, está realizando un acto tal que las almas de todos vosotros serán condenadas al frío eterno del Espacio! ¡Escuchad! La intención de vuestro comandante es conducir esta nave a la Fundación y allí bombardear esa fuente de todas las bendiciones hasta someterla a su voluntad pecaminosa. Y puesto que ésta es su intención, yo, en nombre del Espíritu Galáctico, le retiro su mando, pues no hay mando cuando las bendiciones del Espíritu Galáctico han sido retiradas. Ni siquiera el divino rey puede mantener su reino sin el consentimiento del Espíritu.

Su voz adquirió un tono más profundo, mientras el acólito escuchaba con veneración y los dos soldados con creciente miedo.

—Y como esta nave se propone un fin tan diabólico, la bendición del Espíritu también la abandona.

Levantó los brazos con solemnidad, y, ante un millar de televisores en toda la nave, los soldados se acobardaron cuando la augusta imagen de su sacerdote jefe dijo:

—En nombre del Espíritu Galáctico, de su profeta, Hari Seldon, y de sus intérpretes, los sagrados hombres de la Fundación, maldigo esta nave. Que los televisores de esta nave, que son sus ojos, queden ciegos. Que las garras, que son sus brazos, se paralicen. Que los cohetes atómicos, que son sus puños, pierdan su fuerza. Que los motores, que son su corazón, dejen de latir. Que las comunicaciones, que son su voz, enmudezcan. Que su ventilación, que es su aliento, cese. Que sus luces, que son su alma, se desvanezcan. En nombre del Espíritu Galáctico, así maldigo a esta nave.

Y con su última palabra, al dar la medianoche, una mano, a años luz de distancia en el templo Argólida, abrió un relevador de ultraondas que, a la velocidad instantánea de las ultraondas, abrió otro en el buque insignia Wienis.

¡Y la nave murió!

Pues la principal característica de la religión de la ciencia es que actúa, y que las maldiciones como las de Aporat son mortalmente reales.

Aporat vio la oscuridad adueñarse de la nave y oyó el súbito cese del suave y distante runruneo de los motores hiperatómicos. Se regocijó y extrajo del bolsillo de su larga túnica una bombilla Átomo que llenó la estancia de una luz nacarada.

Contempló a los dos soldados que, aunque indudablemente eran hombres valientes, se retorcían de rodillas en el último extremo de un terror mortal.

—Salve nuestras almas, reverencia. Somos pobres hombres, ignorantes de los crímenes de nuestros dirigentes —lloriqueó uno de ellos.

—Seguidme —dijo Aporat, severamente—. Vuestra alma aún no está perdida.

La nave era un torbellino de oscuridad en la que el temor era tan grande y palpable que olía a miasmas. Los soldados se apiñaban alrededor de Aporat y su círculo de luz, luchando por tocar el borde de su túnica, implorando la más insignificante migaja de misericordia.

Y su respuesta era siempre la misma:

—¡Seguidme!

Encontró al príncipe Lefkin abriéndose paso por la sala de oficiales, lanzando juramentos en voz alta por la falta de luz. El almirante contempló al sacerdote jefe con ojos de odio.

—¡Aquí está usted! —Lefkin había heredado los ojos azules de su madre, pero la nariz aguileña y el ojo bizco le señalaban como el hijo de Wienis—. ¿Qué significan sus traidoras acciones? Devuelva la energía a la nave. Yo soy el comandante aquí.

—Ya no —dijo Aporat, sombríamente.

Lefkin miró a su alrededor, desesperado. Ordenó:

—Detengan a este hombre. Arréstenlo, o por el Espacio, enviaré al vacío a todos los que me están oyendo. —Hizo una pausa y después chilló—: Es vuestro almirante quien lo ordena. Arréstenlo.

Después, como si hubiera perdido completamente la cabeza:

—¿Están dejándose tomar el pelo por este charlatán, este arlequín? ¿Os vais a rebajar ante una religión compuesta de nubes y rayos de luna? Este hombre es un impostor y el Espíritu Galáctico del que habla es un fraude de la imaginación destinada a…

Aporat le interrumpió furiosamente:

—Apresad al blasfemo. Le estáis escuchando con peligro para vuestras almas.

Y de pronto, el noble almirante se vio dominado por las manos de una veintena de soldados.

—Llevadle con vosotros y seguidme.

Aporat dio media vuelta, y mientras arrastraban a Lefkin detrás de él, volvió a la sala de comunicaciones, por los pasillos repletos de soldados. Allí, ordenó al ex comandante que se colocara ante el único televisor que funcionaba.

—Ordene al resto de la flota que detenga su avance y se prepare para volver a Anacreonte.

El desgreñado Lefkin, sangrando, magullado y medio aturdido, así lo hizo.

—Y ahora —continuó Aporat ceñudamente— estamos en contacto con Anacreonte por el rayo de ultraondas. Repita lo que yo le diga.

Lefkin hizo un gesto negativo, y la multitud de la sala y la que llenaba el pasillo gruñó amenazadora.

—¡Repita! —dijo Aporat—. Empiece: La flota anacreontiana…

Lefkin empezó.

8

En los aposentos de Wienis reinaba un silencio absoluto cuando la imagen del príncipe Lefkin apareció en el televisor. El regente lanzó una exclamación de asombro al ver el rostro desencajado de su hijo y su uniforme hecho trizas, y después se dejó caer en una silla, con la cara contorsionada por la sorpresa y la aprensión.

Hardin escuchó estoicamente, con las manos asidas ligeramente en el regazo, mientras el recién coronado rey Leopold, sentado y encogido en el rincón más oscuro, se mordía espasmódicamente la manga cubierta de galones. Incluso los soldados habían perdido la mirada impasible que es prerrogativa de los militares, y desde donde se hallaban formados junto a la puerta, con las pistolas atómicas preparadas, escudriñaban furtivamente la figura del televisor.

Lefkin habló, de mala gana, con una voz cansada que se interrumpía a intervalos como si le apremiaran… y no amablemente:

—La flota anacreontiana…, consciente de la naturaleza de su misión… y negándose a tomar parte… en este abominable sacrilegio… regresa a Anacreonte… con el siguiente ultimátum dirigido a… los pecadores blasfemos… que han osado utilizar la fuerza profana… contra la Fundación… fuente de todas las bendiciones… y contra el Espíritu Galáctico. Que cese inmediatamente la guerra contra… la verdadera fe… y que se garantice a la flota… representada por nuestro… sacerdote jefe, Theo Aporat…, que dicha guerra no volverá a intentarse… en el futuro, y que —aquí una larga pausa, y después continuó—: y que el antiguo príncipe regente, Wienis… sea apresado… y juzgado ante un tribunal eclesiástico… por sus crímenes. De otro modo, la flota real… al volver a Anacreonte… destruirá el palacio con sus cohetes… y tomará todas las medidas… que sean necesarias… para destrozar la organización de pecadores… y el antro de destructores… de almas humanas que ahora prevalece.

La voz concluyó con una especie de sollozo y la pantalla quedó en blanco.

Los dedos de Hardin pasaron rápidamente sobre la bombilla de Átomo y su luz se desvaneció hasta que, en la oscuridad, el hasta entonces regente, el rey, y los soldados fueron sombras confusas; y por primera vez pudo verse que una aureola envolvía a Hardin.

No era la brillante luz que constituía la prerrogativa de los reyes, sino una menos espectacular, menos impresionante, pero más efectiva a su manera, y más útil.

La voz de Hardin fue suavemente irónica al dirigirse al mismo Wienis que una hora antes le había declarado prisionero de guerra y a Términus a punto de ser destruido, y que ahora era una sombra confusa, rota y silenciosa.

—Hay una vieja fábula —dijo Hardin—, quizá tan vieja como la humanidad, pues las grabaciones que la contienen son tan sólo copias de otras grabaciones aún más antiguas, que puede interesarle. Dice así:

«Érase un caballo que, teniendo por enemigo a un poderoso y peligroso lobo, vivía en constante temor por su vida. Llegó a estar tan desesperado que se le ocurrió buscarse un aliado poderoso. Por tanto, se acercó a un hombre y le ofreció una alianza, indicando que el lobo era asimismo enemigo de los humanos. El hombre aceptó la asociación inmediatamente y se ofreció para matar al lobo si su nuevo socio cooperaba poniendo a disposición del hombre toda su velocidad. El caballo estaba dispuesto, y permitió que el hombre le colocara la silla y el bocado. El hombre montó, persiguió al lobo, y lo mató.

»El caballo, alegre y aliviado, dio las gracias al hombre, y dijo: “Ahora que nuestro enemigo está muerto, quítame la silla y el bocado y devuélveme la libertad”.

»Entonces el hombre se echó a reír a carcajadas y contestó: “Vete al infierno. ¡Al galope!”, y lo espoleó con todas sus fuerzas».

El silencio prosiguió. La sombra que era Wienis no se movió.

Hardin continuó sosegadamente:

—Espero que vea la analogía. En su ansiedad por asegurar su dominio total y eterno sobre su propio pueblo, los reyes de los Cuatro Reinos aceptaron la religión de la ciencia que les hacía divinos; y esta misma religión de la ciencia fue su silla y su bocado, pues ponía la sangre vital de la energía atómica en manos del clero… que obedecía nuestras órdenes, téngalo en cuenta, y no las suyas. Mató usted al lobo, pero no pudo desembarazarse del hom…

Wienis se puso en pie de un salto, y en las sombras sus ojos eran como ascuas. Su voz era espesa, incoherente:

—¡Sin embargo, le eliminaré! ¡Usted no se escapará! ¡Se pudrirá! ¡Que nos disparen! ¡Que disparen a todo! ¡Se pudrirá! ¡Le eliminaré!

»¡Soldados! —tronó, histéricamente—. Maten a ese diablo. ¡Dispárenle! ¡Dispárenle!

Hardin se volvió en su silla para mirar a los soldados y sonrió. Uno apuntó su pistola atómica y entonces la bajó. Los demás ni siquiera se movieron. Salvor Hardin, alcalde de Términus, rodeado por aquella suave aureola, sonreía con confianza. Ante él todo el poder de Anacreonte se había reducido a cenizas, era demasiado para ellos, a pesar de las órdenes del vociferante maníaco que tenían enfrente.

Wienis profirió un juramento y se dirigió tambaleándose hacia el soldado más cercano. Salvajemente, arrancó la pistola atómica de manos del hombre…, apuntó a Hardin, que no se movió, empujó la palanca y apretó el contacto.

El pálido y continuo rayo chocó contra el campo de fuerza que rodeaba al alcalde de Términus y fue absorbido inocuamente, hasta neutralizarse. Wienis apretó con más fuerza y rio desgarradoramente.

Hardin seguía sonriendo, y su campo de fuerza se iluminó débilmente al absorber las energías de la pistola atómica. Desde su rincón Leopold se cubrió los ojos y gimió.

Y, con un grito de desesperación, Wienis cambió de blanco y disparó de nuevo… y cayó al suelo con la cabeza desintegrada.

Hardin parpadeó ante el panorama y murmuró:

—Un hombre de «acción directa» hasta el final. ¡El último recurso!

9

La Bóveda del Tiempo estaba llena; hasta sobrepasar la capacidad de asientos disponibles, y los hombres se alineaban al fondo de la habitación, en tres filas.

Salvor Hardin comparó esta gran multitud con los pocos hombres que habían asistido a la primera aparición de Hari Seldon, treinta años antes. Entonces, sólo había habido seis; los cinco viejos enciclopedistas —todos muertos ahora— y él mismo, el joven títere de alcalde. Aquel mismo día, con la ayuda de Yohan Lee, había hecho desaparecer el estigma de «títere» que pesaba sobre su oficina.

Ahora era muy distinto; distinto en todos los aspectos. Todos los componentes del Consejo Municipal estaban aguardando la aparición de Seldon. Él mismo seguía siendo alcalde, pero ahora todopoderoso; y desde la total derrota de Anacreonte, extremadamente popular. Cuando regresó de Anacreonte con la noticia de la muerte de Wienis y el nuevo tratado firmado por el tembloroso Leopold, fue recibido con un voto de confianza de vociferante unanimidad. Cuando éste fue seguido, en rápido orden, por tratados similares firmados con cada uno de los otros tres reinos —tratados que conferían a la Fundación poderes tales como para poder impedir para siempre cualquier ataque parecido al de Anacreonte—, se celebraron procesiones de antorchas en todas las calles de Términus. Ni siquiera el nombre de Hari Seldon había sido tan vitoreado.

Hardin frunció los labios. Tal popularidad también había sido suya después de la primera crisis.

Al otro lado de la habitación, Sef Sermak y Lewis Bort estaban enzarzados en una animada discusión, y los recientes sucesos no habían parecido afectarles en absoluto. Se habían unido al voto de confianza; habían dado conferencias en las que admitieron que estaban equivocados, se disculparon por el uso de ciertas frases en debates anteriores, se disculparon delicadamente declarando que se habían limitado a seguir los dictados de su juicio y su conciencia… e inmediatamente desencadenaron una nueva campaña activista.

Yohan Lee tocó la manga de Hardin y señaló significativamente su reloj.

Hardin alzó la mirada.

—¿Qué hay, Lee? ¿Aún está irritado? ¿Qué ocurre ahora?

—Tiene que aparecer dentro de cinco minutos, ¿no?

—Supongo que sí. La última vez apareció a mediodía.

—¿Y si ahora no lo hace?

—¿Es que piensa amargarme toda la vida con sus preocupaciones? Si no aparece, no aparecerá.

Lee frunció el ceño y movió lentamente la cabeza.

—Si esto fracasa, nos veremos en otro lío. Si Seldon no respalda lo que hemos hecho, Sermak estará en libertad para volver a empezar. Quiere la anexión completa de los Cuatro Reinos, y la expansión inmediata de la Fundación… por la fuerza, si es necesario. Ya ha empezado su campaña.

—Lo sé. Un comedor de fuego ha de comer fuego aunque tenga que devorarse a sí mismo. Y usted, Lee, tiene que preocuparse, aunque para esto haya que matarse para inventar algún motivo de preocupación.

Lee hubiera contestado, pero perdió el aliento en aquel mismo instante… cuando las luces se hicieron amarillentas y se apagaron. Alzó un brazo para señalar hacia el cubículo de vidrio que ocupaba la mitad de la habitación y después se desplomó en una silla con un suspiro.

El mismo Hardin se enderezó al ver a la figura que ahora llenaba el cubículo… ¡una figura en una silla de ruedas! Sólo él, entre todos los presentes, recordaba el día, hacía varias décadas, en que la imagen había aparecido por primera vez. Entonces él era joven, y aquélla, anciana. Desde entonces, la figura no había envejecido ni un solo día, pero él se había hecho viejo.

La imagen dirigió la vista hacia adelante, mientras sus manos sostenían un libro en el regazo.

Dijo:

—¡Soy Hari Seldon! —La voz era vieja y suave.

En la habitación reinó un silencio absoluto y Hari Seldon continuó:

—Ésta es la segunda vez que estoy aquí. Naturalmente, no sé si alguno de ustedes estuvo aquí la primera vez. De hecho, no tengo forma de saber, por el sentido de la percepción, si hay alguna persona aquí, pero eso no importa. Si la segunda crisis se ha solucionado satisfactoriamente, deben estar aquí; no hay salida posible. Si no están aquí, es que la segunda crisis ha sido demasiado para ustedes.

Sonrió atractivamente.

—Sin embargo, lo dudo, pues mis cifras revelan un noventa y ocho con cuatro por ciento de probabilidades de que no hayan desviaciones significativas en el Plan en los primeros ochenta años.

»Según nuestros cálculos, han llegado ahora a la dominación de los reinos bárbaros que rodean la Fundación. Del mismo modo que en la primera crisis emplearon el equilibrio de poder para remontarla, en la segunda han obtenido la dominación mediante el uso del poder espiritual contra el temporal.

»No obstante, debo advertirles para que no sientan una confianza excesiva. No es mi costumbre proporcionarles ningún conocimiento previo en estas grabaciones, pero sería mejor indicarles que lo que ahora han conseguido es simplemente un nuevo equilibrio… aunque en el actual la posición de ustedes es considerablemente mejor. El poder espiritual, aunque es suficiente para protegerse de los ataques del temporal, no es suficiente para atacar a su vez. A causa del invariable crecimiento de las fuerzas contraatacantes, regionalismo o nacionalismo, el poder espiritual no puede prevalecer. Estoy convencido de que no les digo nada nuevo.

»Deben perdonarme, a propósito de eso, por hablarles de forma tan vaga. Los términos que empleo son, en el mejor de los casos, meras aproximaciones, pero ninguno de ustedes está calificado para comprender la verdadera simbología de la psicohistoria, y por lo tanto yo debo hacer lo mejor que pueda.

»En este caso, la Fundación sólo está en el principio del camino que conduce al nuevo imperio. Los reinos vecinos, en población y recursos siguen siendo abrumadoramente poderosos en comparación con ustedes. Fuera de ellos reina la vasta y enmarañada jungla de la barbarie que se extiende por toda la amplia extensión de la Galaxia. Dentro de este anillo aún hay lo que queda del imperio galáctico… y esto, aunque debilitado y en decadencia, aún es incomparablemente poderoso.

En este punto, Hari Seldon alzó el libro y lo abrió. Su rostro adquirió una expresión solemne.

—Y no olviden que se estableció otra Fundación hace ochenta años; una Fundación en el otro extremo de la Galaxia, en el Extremo de las Estrellas. Siempre estarán allí, atentos y alerta. Caballeros, ante ustedes hay novecientos veinte años del Plan. ¡El problema es suyo! ¡Afróntenlo!

Bajó los ojos hacia el libro y se desvaneció de la existencia, mientras las luces recobraban su brillantez. En la excitada conversación que siguió, Lee murmuró al oído de Hardin:

—No ha dicho cuándo volverá.

Hardin contestó:

—Lo sé…; ¡pero espero que no vuelva hasta que usted y yo estemos segura y cómodamente muertos!