1

TÉRMINUS — …Su situación (consultar el mapa) era muy extraña para el papel que estaba llamado a desempeñar en la historia galáctica, pero, al mismo tiempo, tal como muchos escritores no se han cansado de repetir, inevitable. Localizado en el mismo borde de la espiral galáctica, un único planeta de un sol aislado, pobre en recursos y muy insignificante en valor económico, nunca fue colonizado durante los cinco siglos después de su descubrimiento, hasta el aterrizaje de los enciclopedistas…

Fue inevitable que a medida que una nueva generación crecía, Términus se convirtiera en algo más que una pertenencia de los psicohistoriadores de Trántor. Con la revuelta anacreóntica y la subida al poder de Salvor Hardin, primero de la gran línea de…

Enciclopedia Galáctica

Lewis Pirenne se hallaba muy ocupado frente a su mesa del despacho, en la única esquina bien iluminada de la habitación. Tenía que coordinar el trabajo. Tenía que organizar el esfuerzo. Tenía que atar todos los cabos.

Cincuenta años; cincuenta años para establecerse y convertir la Fundación Número Uno de la Enciclopedia en una unidad de trabajo organizada. Cincuenta años para reunir el material de base. Cincuenta años de preparación.

Lo habían hecho. Al cabo de otros cinco años se publicaría el primer volumen de la obra más monumental que la Galaxia había concebido nunca. Y después, con intervalos de diez años —regularmente, como un mecanismo de relojería—, volumen tras volumen. Y con ellos habría suplementos, artículos especiales sobre sucesos de interés general, hasta que…

Pirenne se movió con desasosiego cuando el zumbido amortiguado que procedía de su mesa sonó obstinadamente. Había estado a punto de olvidarse de la cita. Tocó el interruptor de la puerta y por el abstraído rabillo del ojo vio cómo se abría y entraba la corpulenta figura de Salvor Hardin. Pirenne no levantó la vista.

Hardin sonrió para sí. Tenía prisa, pero no era tan tonto como para ofenderse por el altivo tratamiento que Pirenne concedía a cualquier cosa o persona que interrumpiera su trabajo. Se desplomó en la silla del otro lado de la mesa y esperó.

El punzón de Pirenne hacía un ligerísimo ruido al correr sobre el papel. Aparte de esto, ningún movimiento y ningún sonido. Y entonces Hardin extrajo una moneda de dos créditos del bolsillo de su chaqueta. La lanzó hacia arriba y su superficie de acero inoxidable reflejó destellos de luz al rodar por los aires. La cogió y volvió a lanzarla, mirando perezosamente los centelleantes reflejos. El acero inoxidable constituía un buen medio de intercambio en un planeta donde todo el metal tenía que importarse.

Pirenne alzó la vista y parpadeó.

—¡Deje de hacer eso! —exclamó con irritación.

—¿Eh?

—Deje de tirar esa infernal moneda al aire. Ya es suficiente.

—Oh. —Hardin volvió a meter el disco de metal en el bolsillo—. Dígame cuándo acabará, ¿quiere? Le prometo estar de vuelta en el consejo municipal antes de que la asamblea someta a votación el proyecto del nuevo acueducto.

Pirenne suspiró y se separó de la mesa.

—Ya he acabado, pero espero que no me moleste con los problemas municipales. Cuídese usted mismo de eso, por favor. La Enciclopedia requiere todo mi tiempo.

—¿Se ha enterado de la noticia? —interrogó Hardin, flemáticamente.

—¿Qué noticia?

—La noticia que ha recibido hace dos horas el receptor de onda ultrasónica de la Ciudad de Términus. El gobernador real de la Prefectura de Anacreonte ha asumido el título de rey.

—¿Bien? ¿Y qué?

—Significa —repuso Hardin— que estamos incomunicados con las regiones internas del imperio. Ya lo esperábamos, pero eso no nos facilita las cosas. Anacreonte está justo en medio de lo que era nuestra última ruta comercial a Santanni, Trántor e incluso Vega. ¿De dónde importaremos el metal? No hemos logrado obtener ningún embarque de acero o aluminio durante seis meses, y ahora ya no podremos obtener ninguno, excepto por gracia del rey de Anacreonte…

Pirenne le interrumpió con impaciencia.

—Pues consígalos a través de él.

—¿Podemos? Escuche, Pirenne, según la carta que establece esta Fundación, la Junta de síndicos del Comité de la Enciclopedia tiene plenos poderes administrativos. Yo, como alcalde de Ciudad de Términus, tengo tanto poder como para sonarme y quizá estornudar si usted refrenda una orden dándome el permiso. Esto corresponde a la Junta y a usted. Se lo pido en nombre de la ciudad, cuya prosperidad depende del comercio ininterrumpido con la Galaxia; le pido que convoque una reunión urgente…

—¡Basta! Una campaña dialéctica estaría fuera de lugar. Ahora bien, Hardin, la Junta de síndicos no ha prohibido el establecimiento de un gobierno municipal en Términus. Creemos que es necesario a causa del aumento de población desde que se creó la Fundación hace cincuenta años, y a causa del número cada vez mayor de personas que está implicado en los asuntos de la Enciclopedia. Pero esto no significa que el primer y único fin de la Fundación ya no sea publicar la Enciclopedia de todo el saber humano. Somos una institución científica apoyada por el Estado, Hardin. No podemos, no debemos interferir en la política local.

—¡Política local! Por el dedo gordo del pie izquierdo del emperador, Pirenne, esto es cuestión de vida o muerte. El planeta, Términus, no puede mantener por sí mismo una civilización mecanizada. Carece de metal. Usted lo sabe. No tiene ni pizca de hierro, cobre o aluminio en las rocas de la superficie, y muy poco de cualquier otra cosa. ¿Qué cree que ocurrirá con la Enciclopedia si ese maldito rey de Anacreonte nos aprieta las clavijas?

—¿A nosotros? ¿Olvida acaso que estamos bajo el control directo del mismo emperador? No formamos parte de la Prefectura de Anacreonte o de cualquier otro. ¡Recuérdelo! Formamos parte del dominio personal del emperador, y nadie nos ha tocado. El imperio puede protegerse a sí mismo.

—Entonces, ¿por qué no ha evitado que el gobernador real de Anacreonte se rebelara? Y no sólo se trata de Anacreonte. Por lo menos, veinte de las prefecturas más apartadas de la Galaxia, en realidad toda la Periferia, han empezado a tomar riendas a su manera. Tengo que decirle que no estoy muy seguro del imperio y su capacidad para protegernos.

—¡Palabrería! Gobernadores reales, reyes…, ¿qué diferencia hay? El imperio está saturado de políticos y hombres que tiran de uno y otro lado. Los gobernadores se han rebelado, y, por esta razón, los emperadores han sido depuestos, o asesinados antes de ello. Pero ¿qué tiene que ver con el imperio en sí mismo? Olvídelo, Hardin. No nos concierne. Somos los primeros y los últimos… científicos. Y nuestra única preocupación es la Enciclopedia. Oh, sí, casi lo había olvidado. ¡Hardin!

—¿Sí?

—¡Haga algo con este periódico suyo! —La voz de Pirenne era colérica.

—¿El Diario de la Ciudad de Términus? No es mío, es de propiedad privada. ¿Qué ha hecho?

—Lleva semanas recomendando que el quincuagésimo aniversario del establecimiento de la Fundación se celebre con vacaciones públicas y celebraciones completamente impropias.

—¿Y por qué no? El reloj de radio abrirá la Primera Bóveda dentro de tres meses. Yo diría que es una gran ocasión, ¿usted no?

—No para exhibiciones tontas, Hardin. La Primera Bóveda y su apertura sólo concierne a la Junta de síndicos. Se comunicará algo importante al pueblo. Es mi última palabra y usted me hará el favor de publicarlo.

—Lo siento, Pirenne, pero la Carta Municipal garantiza cierta cuestión menor conocida como libertad de prensa.

—Es posible. Pero la Junta de síndicos no. Soy el representante del emperador y tengo plenos poderes.

La expresión de Hardin fue la de un hombre que cuenta mentalmente hasta diez.

—Respecto a su cargo como representante del emperador, tengo una última noticia que darle —dijo en tono sombrío.

—¿Sobre Anacreonte? —Pirenne frunció los labios. Se sentía molesto.

—Sí. Recibiremos la visita de un enviado especial de Anacreonte, dentro de dos semanas.

—¿Un enviado? ¿Nosotros? ¿De Anacreonte? —Pirenne refunfuñó—: ¿Para qué?

Hardin se puso en pie y acercó la silla a la mesa.

—Dejaré que lo adivine usted mismo.

Y se fue…, muy ceremoniosamente.

2

Anselm ilustre Rodric —«ilustre» significaba nobleza de sangre—, subprefecto de Pluema y enviado extraordinario de su Alteza de Anacreonte —más media docena de otros títulos— fue recibido por Salvor Hardin en el espaciopuerto con todos los imponentes rituales de una ocasión oficial.

Con una sonrisa forzada y una ligera inclinación, el subprefecto sacó su pistola de la funda y la presentó a Hardin por la culata. Hardin devolvió el cumplido con una pistola específicamente prestada para la ocasión. Así se estableció la amistad y buena voluntad, y si Hardin notó alguna protuberancia en el hombro del ilustre Rodric, prudentemente no dijo nada.

El coche que los recibió —precedido, flanqueado y seguido por la debida nube de funcionarios menores— se dirigió a una marcha lenta y ceremoniosa hacia la plaza de la Enciclopedia, aclamado en el camino por una multitud debidamente entusiasta.

El subprefecto Anselm recibió las aclamaciones con la complaciente indiferencia de un soldado y un noble.

—¿Y esta ciudad es todo su mundo? —preguntó.

Hardin alzó la voz para hacerse oír por encima del clamor.

—Constituimos un mundo joven, eminencia. En nuestra corta historia, muy pocos miembros de la alta nobleza han visitado nuestro pobre planeta. De ahí nuestro entusiasmo.

La «alta nobleza» no captó la ironía.

Dijo pensativamente:

—Fundada hace cincuenta años. ¡Hummm! Aquí tiene grandes extensiones de terreno sin explotar, alcalde. ¿Nunca ha pensado dividirlo en estados?

—Aún no hay necesidad. Estamos extremadamente centralizados; tenemos que estarlo, por la Enciclopedia. Algún día, quizá, cuando nuestra población haya aumentado…

—¡Un mundo extraño! ¿No tienen campesinos?

Hardin pensó que no se requería demasiada perspicacia para adivinar que su eminencia se estaba abandonando a un sondeo bastante torpe. Repuso casualmente:

—No…, no tenemos, y tampoco nobleza.

El ilustre Rodric alzó las cejas.

—¿Y su líder, el hombre con quien debo entrevistarme?

—¿Se refiere al doctor Pirenne? ¡Sí! Es el presidente de la Junta de síndicos… y un representante personal del emperador.

—¿Doctor? ¿No tiene ningún otro título? ¿Un científico? ¿Y está por encima de la autoridad civil?

—Sí, desde luego que sí —repuso Hardin, amistosamente—. Todos somos científicos, más o menos. Al fin y al cabo, no somos tanto un mundo como una fundación científica… bajo el control directo del emperador.

Hubo un ligero énfasis en la última frase que pareció desconcertar al subprefecto. Permaneció pensativamente silencioso durante el resto del lento trayecto hacia la plaza de la Enciclopedia.

Si Hardin se aburrió durante la tarde y noche que siguieron, por lo menos tuvo la satisfacción de observar que Pirenne y el ilustre Rodric —que al momento de conocerse habían intercambiado mutuas protestas de estima y consideración— detestaban muchísimo más su compañía.

El ilustre Rodric había asistido con mirada vidriosa al discurso de Pirenne durante la «visita de inspección» del edificio de la Enciclopedia. Con sonrisa educada y ausente, había escuchado el parloteo de este último a medida que recorrían los vastos almacenes de películas de consulta y las numerosas salas de proyección.

Sólo después de haber bajado nivel tras nivel y visitado los departamentos de redacción, edición, publicación y filmación, hizo la primera declaración comprensible.

—Todo esto es muy interesante —dijo—, pero parece una ocupación muy extraña para personas mayores. ¿Para qué sirve?

Hardin observó que Pirenne no encontró una respuesta adecuada, aunque la expresión de su rostro fue de lo más elocuente.

La cena de aquella noche no fue más que un reflejo de los sucesos de la tarde, pues el ilustre Rodric monopolizó la conversación al describir —con toda clase de detalles técnicos y con increíble celo— sus propias hazañas como cabeza de batallón durante la reciente guerra entre Anacreonte y el vecino y recién proclamado reino de Smyrno.

Los detalles del relato del subprefecto no concluyeron hasta después de la cena, y, uno por uno, los oficiales menores habían ido desapareciendo. El último retazo de triunfal descripción sobre las naves destrozadas llegó cuando hubo acompañado a Pirenne y Hardin a un balcón y se relajó con el cálido aire de la noche estival.

—Y ahora —dijo, con pesada jovialidad—, hablemos de cuestiones serias.

—Por supuesto —murmuró Hardin, encendiendo un largo cigarro de tabaco de Vega (ya no quedaban muchos, pensó), y columpiándose sobre las dos patas traseras de la silla.

La Galaxia poblaba el cielo a gran altura, y su forma de lente nebulosa se extendía perezosamente a lo largo del horizonte. En comparación con ella, las escasas estrellas de aquel extremo del universo eran insignificantes destellos.

—Claro que —dijo el subprefecto— todas las conversaciones formales…, la firma de documentos y todos esos aburridos tecnicismos… tendrán lugar ante la… ¿Cómo llaman ustedes a su consejo?

—Junta de síndicos —replicó Pirenne, fríamente.

—¡Vaya nombre! De todos modos, eso será mañana. Sin embargo, ahora podemos aclarar algunos puntos de hombre a hombre, ¿eh?

—Y esto significa… —apremió Hardin.

—Sólo esto. Ha habido ciertos cambios en esta parte de la Periferia y el estado de su planeta es un poco incierto. Sería muy conveniente que llegásemos a un acuerdo sobre la situación. Por cierto, alcalde, ¿tiene otro de esos cigarros?

Hardin se sobresaltó y le alargó uno de mala gana.

Anselm ilustre Rodric lo olfateó y emitió un suspiro de placer.

—¡Tabaco de Vega! ¿Dónde lo consiguen?

—No hace mucho que recibimos un embarque. Ya casi se ha terminado. El Espacio sabe cuándo nos enviarán más… si es que nos lo envían.

Pirenne frunció el ceño. No fumaba, y, por esta razón, detestaba el olor.

—A ver si lo he comprendido, eminencia. ¿Su misión es puramente clarificadora?

El ilustre Rodric asintió a través del humo de sus primeras bocanadas.

—En ese caso, es demasiado pronto. La situación con respecto a la Fundación Número Uno de la Enciclopedia es la misma de siempre.

—¡Ah! ¿Y cuál es la misma de siempre?

—Ésta: una institución científica apoyada por el Estado y parte del dominio personal de su augusta majestad el emperador.

El subprefecto no se dejó impresionar. Hizo algunos anillos de humo.

—Es una teoría muy bonita, doctor Pirenne. Me imagino que tiene usted cartas con el sello Imperial; pero ¿cuál es la situación actual? ¿A qué distancia están de Smyrno? No les separan más de cincuenta parsecs de la capital de Smyrno, ya lo sabe. ¿Y qué hay de Konom y Daribow?

Pirenne dijo:

—No tenemos nada que ver con ninguna prefectura. Como parte del dominio del emperador…

—No son prefecturas —recordó ilustre Rodric—; ahora son reinos.

—Pues reinos. No tenemos nada que ver con ellos. Como institución científica…

—¡Al diablo la ciencia! —exclamó el otro, añadiendo un juramento militar que ionizó la atmósfera—. ¿Qué diablos tiene eso que ver con el hecho de que, en cualquier momento, presenciaremos la conquista de Términus por Smyrno?

—¿Y el emperador? ¿Se cruzará de brazos?

El ilustre Rodric se calmó y dijo:

—Vamos a ver, doctor Pirenne, usted respeta la propiedad del emperador y también Anacreonte lo hace, pero es posible que Smyrno no. Recuerde, acabamos de firmar un tratado con el emperador, presentaré una copia de él a esa Junta suya mañana, que nos responsabiliza de mantener el orden dentro de las fronteras de la antigua Prefectura de Anacreonte en beneficio del emperador. Nuestro deber está claro, ¿no cree?

—Ciertamente. Pero Términus no forma parte de la Prefectura de Anacreonte.

—Y Smyrno…

—Tampoco forma parte de la Prefectura de Smyrno. No forma parte de ninguna prefectura.

—¿Y Smyrno lo sabe?

—No me importa que lo sepa o no.

—A nosotros sí. Acabamos de terminar una guerra con ellos y todavía tienen dos sistemas estelares que son nuestros. Términus ocupa un lugar extremadamente estratégico, entre las dos naciones.

Hardin se sentía cansado. Intervino:

—¿Cuál es su proposición, eminencia?

El subprefecto pareció dispuesto a abandonar las evasivas en favor de declaraciones más directas. Dijo vivamente:

—Parece evidente que, puesto que Términus no puede defenderse, Anacreonte debe ocuparse de ello por su propio bien. Comprenderán que no deseamos interferir con la administración interna…

—Uh-huh —gruñó Hardin secamente.

—… Pero creemos que sería lo mejor para todos los implicados que Anacreonte estableciera su base militar en el planeta.

—¿Y eso es todo lo que quieren, una base militar en algún sitio del vasto territorio sin ocupar, y nada más que eso?

—Bueno, naturalmente está la cuestión de sustentar a las fuerzas protectoras.

La silla de Hardin cayó sobre sus cuatro patas, y sus hombros se inclinaron hasta casi rozar las rodillas.

—Ahora estamos llegando a la esencia del problema. Traduzcamos sus palabras. Términus será un protectorado y pagará tributo.

—Nada de tributo; impuestos. Nosotros les protegemos; ustedes pagan por ello.

Pirenne dejó caer la mano sobre la silla con repentina violencia.

—Déjeme hablar, Hardin. Eminencia, no me importan una oxidada moneda de medio crédito Anacreonte, Smyrno, o toda su política local y sus mezquinas guerras. Le digo que esto es una institución libre de impuestos apoyada por el Estado.

—¿Apoyada por el Estado? Pero nosotros somos el Estado, doctor Pirenne, y no les apoyamos.

Pirenne se levantó airadamente.

—Eminencia, soy el representante directo de…

—… De su augusta majestad el emperador —coreó burlonamente Anselm ilustre Rodric—. Y yo soy el representante directo del rey de Anacreonte. Anacreonte está muchísimo más cerca, doctor Pirenne.

—Volvamos a los negocios —apremió Hardin—. ¿Cómo aceptaría los llamados impuestos, eminencia? ¿Los aceptaría en especie: trigo, patatas, verduras, ganado?

El subprefecto pareció sorprendido.

—¿Qué diablos…? ¿Para qué íbamos a necesitar todo eso? Tenemos grandes excedentes. Oro, claro está. Cromo o vanadio serían incluso mejor, incidentalmente, si los tienen en cantidad.

Hardin se echó a reír.

—¡En cantidad! Ni siquiera tenemos hierro en cantidad. ¡Oro! Tenga, eche una mirada a nuestra moneda. —Lanzó una moneda al enviado.

El ilustre Rodric la sopesó y miró fijamente.

—¿Qué es? ¿Acero?

—En efecto.

—No lo comprendo.

—Términus carece prácticamente de metales. Los importamos todos. Por consiguiente, no tenemos oro ni nada con que pagar a menos que quiera unos cuantos miles de toneladas de patatas.

—Pues… mercancías manufacturadas.

—¿Sin metal? ¿De qué quiere que hagamos las máquinas?

Hubo una pausa y Pirenne volvió a la carga:

—Toda esta discusión está muy lejos del problema. Términus no es un planeta, sino una fundación científica que prepara una gran enciclopedia. Por el Espacio, hombre, ¿es que no tiene ningún respeto por la ciencia?

—Las enciclopedias no ganan guerras. —El ilustre Rodric arrugó el entrecejo—. Un mundo completamente improductivo, pues… y prácticamente sin ocupar. Bueno, pueden pagar con tierra.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Pirenne.

—Este mundo está casi deshabitado y la tierra desocupada probablemente sea fértil. Si ocurre lo que debe ocurrir, y ustedes cooperan, quizá pudiéramos lograr que no perdieran nada. Pueden concederse títulos y otorgarse estados. Supongo que me comprenden.

—¡Gracias! —dijo Pirenne con aire despectivo.

Y entonces Hardin preguntó ingeniosamente:

—¿No podría Anacreonte abastecernos de plutonio para nuestra planta de energía atómica? No nos queda más que el suministro de unos cuantos años.

Pirenne se quedó sin aliento y durante unos minutos reinó un silencio de muerte. Cuando el ilustre Rodric habló, lo hizo en una voz completamente distinta de la que había empleado hasta entonces:

—¿Tienen energía atómica?

—Ciertamente. ¿Qué hay de insólito en ello? La energía atómica existe desde hace más de cincuenta mil años. ¿Por qué no íbamos a tenerla? El único problema es obtener plutonio.

—Sí…, sí. —El enviado hizo una pausa y añadió desasosegadamente—: Bien, caballeros, proseguiremos nuestra charla mañana. Me disculparán…

Pirenne le siguió con la mirada y murmuró entre dientes:

—¡Insufrible asno! Ése…

Hardin le interrumpió:

—Nada de eso. No es más que el producto del medio en que vive. No entiende gran cosa aparte de «Yo tengo un arma y tú no».

Pirenne se echó sobre él con exasperación.

—¿Qué demonios se ha propuesto usted al hablar de bases militares y tributos? ¿Se ha vuelto loco?

—No. No he hecho más que darle cuerda y dejarle hablar. Observará que ha terminado por revelar las verdaderas intenciones de Anacreonte, es decir, el fraccionamiento de Términus en pequeños estados. Naturalmente, no voy a permitir que eso ocurra.

—No va a permitirlo. No lo hará. ¿Y quién es usted? ¿Y puedo preguntarle qué se proponía al revelar la existencia de nuestra planta de energía atómica? Es precisamente lo que puede convertirnos en un objetivo militar.

—Sí —sonrió Hardin—. Un objetivo militar del que hay que mantenerse apartado. ¿No es obvio el motivo que he tenido para sacar el tema? Ha confirmado una poderosa sospecha que ya tenía.

—¿Cuál?

—Que Anacreonte ya no tiene una economía de energía atómica. Si la tuviera, nuestro amigo se hubiera dado cuenta inmediatamente de que el plutonio, excepto en la tradición antigua, no se utiliza en plantas de energía. Y de esto se deduce que el resto de la Periferia tampoco tiene energía atómica. Indudablemente Smyrno no tiene, o Anacreonte no hubiera ganado la mayor parte de las batallas en la reciente guerra. Interesante, ¿no cree?

—¡Bah! —Pirenne salió con expresión enfurecida, y Hardin sonrió amablemente.

Tiró su cigarro y miró hacia la extendida Galaxia.

—Han vuelto al petróleo y al carbón, ¿verdad? —murmuró, y el resto de sus pensamientos los guardó para sí.

3

Cuando Hardin negó ser propietario del Diario, quizá fuera técnicamente sincero, pero nada más. Hardin había sido el alma inspiradora de la campaña para incorporar Términus a una municipalidad autónoma. Había sido elegido su primer alcalde y por eso no era sorprendente que, aunque el periódico no iba a su nombre, cerca de un sesenta por ciento estuviera controlado por él mediante formas más tortuosas.

Había muchas maneras.

Por consiguiente, cuando Hardin empezó a sugerir a Pirenne que debían permitirle asistir a las reuniones de la Junta de síndicos, no fue ninguna coincidencia que el Diario empezara una campaña similar. Y se celebró la primera reunión masiva en la historia de la Fundación, solicitando una representación de la Ciudad en el gobierno «nacional».

Y, eventualmente, Pirenne capituló de mala gana.

Hardin, sentado al extremo de la mesa, especuló ociosamente sobre la razón de que los científicos físicos fueran unos administradores tan pobres. Podía ser únicamente porque estaban demasiado acostumbrados al hecho inflexible y muy poco a la gente manejable.

En cualquier caso, tenía a Tomaz Sutt y a Jord Fara a su izquierda; a Lundin Crast y Yate Fulham a su derecha; y Pirenne, en persona, presidía. Los conocía a todos, como era natural, pero daba la impresión de que se habían revestido de un poco de pomposidad extraordinaria para la ocasión.

Hardin se adormeció durante las formalidades iniciales y después se reanimó cuando Pirenne dio unos sorbos del vaso de agua que tenía frente a sí, a modo de preparación, y dijo:

—Tengo el gran placer de informar a la Junta de que, desde nuestra última reunión, he recibido la noticia de que lord Dorwin, canciller del imperio, llegará a Términus dentro de dos semanas. Puede darse por sentado que nuestras relaciones con Anacreonte serán suavizadas a nuestra completa satisfacción en cuanto el emperador sea informado de la situación.

Sonrió y se dirigió a Hardin desde el otro extremo de la mesa.

—Se ha facilitado la información correspondiente al Diario.

Hardin se rio disimuladamente. Parecía evidente que el deseo de Pirenne de revelar estos informes frente a él había sido la única razón de que le admitiera en el sancta-sanctórum.

Dijo tranquilamente:

—Prescindiendo de las expresiones vagas, ¿qué espera que haga lord Dorwin?

Tomaz Sutt replicó. Tenía la mala costumbre de dirigirse a uno en tercera persona siempre que se sentía importante.

—Está clarísimo —observó— que el alcalde Hardin es un cínico profesional. No puede dejar de comprender que el emperador no permitirá en modo alguno que se infrinjan sus derechos personales.

—¿Por qué? ¿Qué haría en caso de que así sucediera?

Hubo un pequeño revuelo. Pirenne dijo:

—Está diciendo tonterías —y como si se le acabara de ocurrir—: y, además, hace declaraciones que pueden considerarse traidoras.

—¿Debo considerar esto como una respuesta?

—¡Sí! Si no tiene nada más que decir…

—No saque conclusiones con tanta precipitación. Me gustaría hacer una pregunta. Aparte de este golpe de diplomacia, que puede o no puede demostrar nada, ¿se ha hecho algo concreto para enfrentarnos a la amenaza de Anacreonte?

Yate Fulham se llevó la mano a su feroz bigote pelirrojo.

—Usted lo considera una amenaza, ¿verdad?

—¿Usted no?

—No —dijo con indulgencia—. El emperador…

—¡Gran Espacio! —Hardin se sentía molesto—. ¿Qué es esto? Cada dos por tres alguien menciona al «emperador» o al «imperio» como si fueran palabras mágicas. El emperador está a cincuenta mil parsecs de distancia, y dudo que le importemos un comino. Y si no fuera así, ¿qué puede hacer él? Lo que había en estas regiones de la flota imperial ahora está en manos de los cuatro reinos, y Anacreonte tiene su parte. Escuchen, hemos de luchar con armas, no con palabras.

»Presten atención. Hasta ahora hemos tenido dos meses de gracia, principalmente porque hemos dado la idea a Anacreonte de que tenemos armas atómicas. Bueno, todos sabemos que esto es una mentira piadosa. Tenemos energía atómica, pero sólo para usos comerciales, y además muy poca. Lo averiguarán pronto, y si ustedes creen que les gustará haber sido burlados, están muy equivocados.

—Mi querido amigo…

—Espere; no he terminado. —Hardin se acaloraba. Le gustaba aquello—. Está muy bien reclamar la intervención de cancilleres en todo esto, pero sería mucho mejor reclamar unas cuantas armas de sitio adaptadas para contener unas preciosas bombas atómicas. Hemos perdido dos meses, caballeros, y es posible que no tengamos otros dos meses que perder. ¿Qué proponen hacer?

Lundin Crast, arrugando airadamente la nariz, dijo:

—Si lo que propone es la militarización de la Fundación, no quiero ni oír hablar de ello. Marcaría nuestra entrada declarada en el campo de la política. Nosotros, señor alcalde, constituimos una fundación científica y nada más.

Sutt añadió:

—No se da cuenta de que construir armamento significaría retirar hombres, hombres útiles, de la Enciclopedia. Eso no se puede hacer, pase lo que pase.

—Es la pura verdad —convino Pirenne—. La Enciclopedia está primero… siempre.

Hardin gruñó para sus adentros. La Junta parecía sufrir violentamente de la enfermedad de la Enciclopedia.

Dijo fríamente:

—¿Se le ha ocurrido alguna vez a la Junta que es posible que Términus tenga otros intereses que la Enciclopedia?

Pirenne replicó:

—No concibo, Hardin, que la Fundación pueda tener algún otro interés que la Enciclopedia.

—Yo no he dicho la Fundación; he dicho Términus. Me temo que no se hacen cargo de la situación. Más de un millón de personas vivimos en Términus, y no más de ciento cincuenta mil trabajan directamente en la Enciclopedia. Para el resto de nosotros, éste es nuestro hogar. Hemos nacido aquí. Vivimos aquí. Comparada con nuestras granjas y nuestras casas y nuestras fábricas, la Enciclopedia no significa nada. Queremos protegerlas…

Le hicieron callar.

—La Enciclopedia primero —declaró Crast—. Tenemos una misión que cumplir.

—Al infierno la misión —gritó Hardin—. Esto podía ser cierto hace cincuenta años. Ahora hay una nueva generación.

—Eso no tiene nada que ver —repuso Pirenne—. Somos científicos.

Y Hardin aprovechó la coyuntura:

—¿Lo son, realmente? Esto es una bonita alucinación, ¿no creen? Ustedes constituyen un ejemplo perfecto de todos los males de la Galaxia durante miles de años. ¿Qué clase de ciencia es permanecer aquí durante siglos enteros para clasificar el trabajo de los científicos del último milenio? ¿Han pensado alguna vez en seguir adelante con su trabajo, en extender sus conocimientos y mejorarlos? ¡No! Están muy contentos estancándose. Toda la Galaxia lo está, y lo ha estado desde el espacio sabe cuánto tiempo. Ésta es la razón de que la Periferia se agite; ésta es la razón de que las comunicaciones se corten; ésta es la razón de que guerras absurdas se eternicen; ésta es la razón de que sistemas enteros pierdan la energía atómica, y vuelvan a las bárbaras técnicas de la energía química.

»Si quieren saber mi opinión —gritó—, ¡la Galaxia va a descomponerse!

Hizo una pausa y se recostó en la silla para recobrar el aliento, sin prestar atención a los dos o tres que intentaban contestarle simultáneamente.

Crast tomó la palabra:

—No sé lo que trata de obtener con sus declaraciones histéricas, señor alcalde. Ciertamente, no añade nada constructivo a la discusión. Solicito, señor presidente, que las observaciones del alcalde sean desestimadas y que se reanude la discusión en el punto que fue interrumpida.

Jord Fara se agitó por vez primera. Hasta el momento, Fara no había tomado parte ni siquiera en los momentos álgidos de la disputa. Pero ahora su voluminosa voz, tan voluminosa como su cuerpo de ciento cincuenta kilos de peso, dejó oír su tono de bajo:

—¿No hemos olvidado alguna cosa, caballeros?

—¿Qué? —preguntó Pirenne, malhumoradamente.

—Que dentro de un mes celebraremos nuestro quincuagésimo aniversario. —Fara tenía la facultad de pronunciar las mayores trivialidades con enorme profundidad.

—¿Y qué tiene que ver?

—Y en dicho aniversario —continuó plácidamente Fara—, la Bóveda de Hari Seldon será abierta. ¿Han pensado alguna vez sobre lo que puede haber en la Bóveda?

—No lo sé. Cuestiones rutinarias. Un discurso de felicitación, quizá. No creo que haya nada de importancia dentro de la Bóveda; aunque el Diario —y miró a Hardin, que le sonrió— intentara editar un número sobre ello. Yo puse mi veto.

—Ah —dijo Fara—, pero quizá esté usted equivocado. ¿No le llama la atención —hizo una pausa y se llevó un dedo a la redonda nariz— que la Bóveda se abra en un momento muy conveniente?

—En un momento muy inconveniente, querrá decir —murmuró Fulham—. Tenemos otras cosas de que preocuparnos.

—¿Otras cosas más importantes que un mensaje de Hari Seldon? No lo creo. —Fara estaba más pontifical que nunca, y Hardin le contempló pensativamente. ¿Adónde quería ir a parar?—. De hecho —dijo Fara, con satisfacción—, todos ustedes parecen olvidar que Seldon fue el mayor psicólogo de nuestro tiempo y el fundador de nuestra Fundación. Parece razonable suponer que utilizó su ciencia para determinar el curso probable de la historia del futuro inmediato. Si lo hizo, como parece probable, repito, es seguro que logró encontrar un medio para advertirnos del peligro y, quizá, para sugerir una solución. Como saben, la Enciclopedia era su mayor anhelo.

Prevaleció una atmósfera de pasmada duda.

Pirenne se aclaró la garganta.

—Bueno, la verdad es que no lo sé. La psicología es una gran ciencia, pero… en este momento no hay ningún psicólogo entre nosotros, me parece. Tengo la impresión de que pisamos terreno poco firme.

Fara se volvió hacia Hardin.

—¿No estudió psicología con Alurin?

Hardin contestó, medio distraído:

—Sí, pero no completé mis estudios. Me cansé de la teoría. Quería ser ingeniero psicológico, pero no disponíamos de medios, así que hice lo mejor: me metí en política. Es prácticamente lo mismo.

—Bien, ¿qué opina de la Bóveda?

Y Hardin repuso cautelosamente:

—No lo sé.

No dijo ni una palabra más durante el resto de la reunión, a pesar de que se volvió al tema del canciller del imperio.

De hecho, ni siquiera escuchó. Le habían puesto sobre una nueva pista y las cosas empezaban a encajar, aunque no totalmente. Los ángulos encajaban… uno o dos.

Y la psicología era la clave. Estaba seguro de ello.

Trataba desesperadamente de recordar la teoría psicológica que había aprendido; y por ella comprendió una cosa enseguida.

Un gran psicólogo como Seldon podía descifrar suficientemente las emociones y reacciones humanas para predecir ampliamente la marcha histórica del futuro.

Y eso significaba… ¡hummm!

4

Lord Dorwin tomaba rapé. Además, llevaba el cabello largo, rizado intrincadamente y, era obvio, que de modo artificial, a lo cual se añadían dos esponjosas patillas rubias, que acariciaba afectuosamente. Además, hablaba con frases muy precisas y no podía pronunciar las erres.

En aquel momento, Hardin no tenía tiempo de pensar en más razones en que basar la instantánea aversión que había experimentado hacia el noble canciller. Oh, sí, los elegantes gestos de una mano con que acompañaba la más ligera observación.

Pero, en cualquier caso, ahora el problema era localizarle. Había desaparecido con Pirenne hacía media hora; se había perdido de vista, evaporado.

Hardin estaba completamente seguro de que su propia ausencia durante las discusiones preliminares convendría mucho a Pirenne.

Pero Pirenne había sido visto en aquel ala y aquel piso. Era simplemente cuestión de probar en todas las puertas. A medio camino, dijo: «¡Ah!» y entró en la cámara oscura. El perfil del complicado peinado de lord Dorwin era inconfundible contra la pantalla iluminada.

Lord Dorwin alzó la vista y dijo:

—Ah, Hagdin. Nos está buscando, ¿vegdad? —le presentó su caja de rapé (demasiado recargada y de poco valor artístico, pensó Hardin), que fue educadamente rehusada, con lo cual él mismo se sirvió una pizca y sonrió con amabilidad.

Pirenne frunció el ceño y Hardin le contempló con una expresión de total indiferencia.

El único ruido que rompió el corto silencio que siguió fue el crujido de la tapa de la cajita de rapé perteneciente a lord Dorwin. Entonces se la guardó y dijo:

—Una ggan guealización esta Enciclopedia suya, Hagdin. Una vegdadega hazaña que puede equipagagse a las mejogues guealizaciones de todos los tiempos.

—La mayoría de nosotros piensa así, milord. Sin embargo, es una realización no totalmente lograda todavía.

—Pog lo poco que he visto de la eficiencia de su Fundación, no abguigo ningún temor guespecto a esta cuestión. —Y asintió a Pirenne, que respondió, encantado, inclinando la cabeza.

«Una verdadera fiesta amistosa», pensó Hardin.

—No me quejaba de la falta de eficiencia, milord, sino de exceso de eficiencia de los dirigentes de Anacreonte; aunque en otra dirección más destructiva.

—Oh, sí, Anacgueonte. —Hizo un negligente gesto con la mano—. Vengo de allí. Es un planeta de lo más bágbago. Es vegdadegamente inconcebible que los segues humanos puedan vivig aquí en la Peguifeguia. Caguecen de los guequisitos más elementales de los caballegos bien educados; hay una completa ausencia de los elementos más fundamentales paga la comodidad y conveniencia… el máximo desudo en que…

Hardin interrumpió secamente:

—Por desgracia, los anacreontianos tienen todos los requisitos elementales para la guerra y todos los elementos para la destrucción.

—De acuegdo, de acuegdo. —Lord Dorwin parecía molesto, quizá por haber sido interrumpido a mitad de la frase—. Pego ahoga no vamos a discutig asuntos de negocios, ya lo sabe. Estoy muy integuesado en este momento. Doctog Piguenne, ¿no va a enseñagme el segundo volumen? Hágalo, pog favog.

Las luces se apagaron, y durante la siguiente media hora Hardin habría podido muy bien estar en Anacreonte por toda la atención que le prestaron. El libro que aparecía en la pantalla no tenía mucho sentido para él, ni tampoco se esforzó en que lo tuviera, pero lord Dorwin se excitó muy humanamente en ciertos momentos. Hardin observó que en estos momentos de excitación el canciller pronunciaba las erres.

Cuando las luces volvieron a encenderse, lord Dorwin dijo:

—Magavilloso; guealmente magavilloso. ¿Pog casualidad no está usted integuesado en agqueología, Hagdin?

—¿Eh? —Hardin fue sacado bruscamente de una ensoñación abstracta—. No, milord, no puedo decir que lo esté. Soy psicólogo por intención inicial y político por decisión final.

—¡Ah! Sin duda son estudios muy integuesantes. Yo mismo —se sirvió una gigantesca ración de rapé— soy aficionado a la agqueología.

—¿De verdad?

—Su señoría —interrumpió Pirenne— conoce el tema a la perfección.

—Bueno, quizá sí, quizá sí —dijo complacientemente su señoría—. He hecho muchísimos tgabajos científicos. De hecho, he leído sin cesag. Conozco todas las obgas de Jagdun, Obijasi, Kgomwill… oh, todos ellos, ¿sabe?

—Los he oído nombrar, naturalmente —dijo Hardin—, pero nunca los he leído.

—Algún día lo hagá, muchacho. Le compensagá ampliamente. Considego que bien vale la pena venig hasta la Peguifeguia para veg este ejemplag de Lameth. ¿Me cgeegán si les digo que no figuga entge mis libgos? Pog ciegto, doctog Piguenne, ¿no habgá olvidado su pgomesa de guevelagme un ejemplag paga mí antes de magchagme?

—Estaré encantado de hacerlo.

—Deben sabeg que Lameth —continuó el canciller, pontíficamente— guepgesenta un nuevo y muy integuesante punto de vista paga mi anteguiog conocimiento de la «Pgegunta Oguiguen».

—¿Qué pregunta? —inquirió Hardin.

—La «Pgegunta Oguiguen». El lugag de oguiguen de las especies humanas, ya sabe. Segugamente, sabgá usted que se cgee que oguiguinaguiamente la gaza humana sólo ocupaba un sistema planetaguio.

—Sí, claro que lo sé.

—Natugalmente, nadie sabe con exactitud qué sistema es, se ha pegdido en la neblina de la antigüedad. Sin embaggo, se hacen suposiciones. Unos dicen que fue Siguio. Otros insisten en que fue Alfa Centaugo, o Sol, o 61 Cisne… todos en el sectog de Siguio, como vegá.

—¿Y qué dice Lameth?

—Bueno, se integna pog un camino completamente nuevo. Tgata de demostgag que los guestos agqueológicos del tegceg planeta del Sistema Agtuguiano guevelan que allí existió la humanidad antes de que hubiega signos de viajes espaciales.

—¿Y eso significa que fue la cuna de la humanidad?

—Quizá. He de leeglo atentamente y sopesag las pguebas antes de afigmaglo con seguguidad. Hay que compgobag la vegacidad de sus obsegvaciones.

Hardin guardó silencio durante un rato. Después dijo:

—¿Cuándo escribió Lameth este libro?

—Oh…, es posible que haga unos ochocientos años. Clago que se basó ampliamente en el pgevio estudio de Gleen.

—Entonces, ¿por qué confiar en él? ¿Por qué no ir a Arturo y estudiar los restos por sí mismo?

Lord Dorwin alzó las cejas y se apresuró a tomar un poco de rapé.

—Pego, ¿paga qué, mi queguido amigo?

—Para obtener información de primera mano, como es natural.

—Pego, ¿qué necesidad hay? Me paguece un método muy insólito y complicado. Migue, tengo todas las obgas de los antiguos maestgos, los ggandes agqueólogos del pasado. Las compagagué, equilibgagué los desacuegdos, analizagué las declagaciones conflictivas, decidigué cuál es pgobablemente la coguecta, y llegagué a una conclusión. Éste es el método científico. Pog lo menos —continuó con aires de superioridad—, tal como yo lo compgendo. ¡Qué insufgiblemente inútil seguía ig a Agtugo, o a Sol, pog ejemplo, y andag a tgopezones, cuando los antiguos maestgos guecoguiegon aquello con mucha más eficacia de la que ahoga podíamos espegag!

Hardin murmuró educadamente:

—Comprendo.

¡Vaya un método científico! No era extraño que la Galaxia se fuera a pique.

—Vamos, milord —dijo Pirenne—; creo que debemos regresar.

—Ah, sí. Quizá sea mejog.

Cuando salían de la habitación, Hardin dijo repentinamente:

—Milord, ¿puedo hacerle una pregunta?

Lord Dorwin sonrió dulcemente y subrayó su respuesta con un gracioso aleteo de la mano.

—Indudablemente, mi queguido amigo. Segá un placeg ayudagle. Si puedo segvigle en algo con mis pobges conocimientos de agqueología…

—No se trata exactamente de arqueología, milord.

—¿No?

—No. Se trata de lo siguiente: el año pasado recibimos aquí en Términus la noticia de que una planta de energía en el Planeta V de Gamma Andrómeda había explotado. No se nos comunicó más que el hecho escueto, sin ningún detalle. Me pregunto si usted podría explicarme lo que ocurrió.

La boca de Pirenne se contrajo.

—No sé por qué ha de molestar a su señoría con preguntas sobre un tema tan irrelevante.

—Nada de eso, doctog Piguenne —intercedió el canciller—. No tiene impogtancia. No hay ggan cosa que decig acegca de este pagticulag. La planta de eneggía explotó, y como puede suponeg, fue una vegdadega catástgofe. Me paguece que muguiegon vaguios millones de pegsonas y pog lo menos la mitad del planeta quedó gueducido a cenizas. Guealmente, el gobiegno está considegando con toda seguiedad la pgomulgación de sevegas guestgicciones sobre la utilización indiscgiminada de eneggía atómica…, aunque no es algo que pueda divulgagse, como usted compgendegá.

—Lo comprendo —dijo Hardin—. Pero ¿qué le ocurrió a la planta?

—Bueno, en guealidad —contestó lord Dorwin con indiferencia—, ¿quién sabe? Hacía algunos años que se había estgopeado y se cgee que los guecambios y el tgabajo de guepagación no fuegon de igual calidad. ¡Es tan difícil en los días que coguen encontgag a hombges que guealmente entiendan los detalles técnicos de nuestgos sistemas de eneggía! —Y se llevó un poco de rapé a la nariz.

—¿Se da cuenta —dijo Hardin— de que los reinos independientes de la Periferia han perdido su energía atómica?

—¡No me diga! No me sogpgende nada. ¡Qué planetas tan bágbagos! Oh, pego queguido amigo, no les llame independientes. No lo son, ¿sabe? Los tgatados que hemos hecho con ellos son una pgueba positiva de lo que digo. Gueconocen la sobeganía del empegadog. Tenían que haceglo, natugalmente, o no hubiégamos figmado el tgatado.

—Es posible que sea así, pero tienen una considerable libertad de acción.

—Sí, supongo que sí. Considegable. Pego eso tiene escasa impogtancia. El impeguio ha mejogado, ahoga que la Peguifeguia se basta a sí misma, como ahoga ocugue, más o menos. No nos sigven de nada, ¿sabe? Son unos planetas de lo más bágbago. Apenas están civilizados.

—Estuvieron civilizados en el pasado. Anacreonte fue una de las provincias exteriores más ricas. Tengo entendido que incluso superaba a Vega en importancia.

—Oh, pego Hagdin, eso fue hace muchos siglos. No pueden sacagse conclusiones de esto. Las cosas egan distintas en los viejos días de ggandeza. No somos igual que antes, ¿sabe? Vamos, Hagdin, es usted un muchacho pegsistente. Ya le he dicho que hoy no queguía hablag de negocios. Me había dicho que tgataguía usted de impogtunagme, pego ya tengo demasiada expeguiencia paga eso. Dejémoslo paga mañana.

Y eso fue todo.

5

Aquélla era la segunda reunión de la Junta a la que Hardin asistía, si se excluían las conversaciones informales que los miembros de la Junta habían mantenido con el ya ausente lord Dorwin. Sin embargo, el alcalde tenía la certidumbre de que por lo menos se había celebrado una, y posiblemente dos o tres, para las cuales no había recibido invitación.

Tampoco creía que le hubiesen avisado de aquélla de no haber sido por el ultimátum.

Por lo menos, era un ultimátum, aunque una lectura superficial del documento visigrafiado llevaría a suponer que era un intercambio amistoso de saludos entre dos potencias.

Hardin lo cogió con sumo cuidado. Empezaba con una florida salutación de «Su Poderosa Majestad, el rey de Anacreonte, a su amigo y hermano, el doctor Lewis Pirenne, presidente de la Junta de síndicos, de la Fundación Número Uno de la Enciclopedia», y concluía aún más ostentosamente con un gigantesco sello multicolor del simbolismo más complicado.

Pero seguía siendo un ultimátum.

Hardin dijo:

—Veo que no nos han dado mucho tiempo, después de todo; sólo tres meses. Pero aunque poco, lo hemos malgastado inútilmente. Esto nos da dos semanas. ¿Qué hacemos ahora?

Pirenne frunció el ceño con preocupación.

—Debe de haber alguna escapatoria. Es completamente increíble que fuercen las cosas hasta este extremo después de lo que nos ha dicho lord Dorwin sobre la actitud del emperador y el imperio.

Hardin cobró nuevos ánimos.

—Comprendo. ¿Ha informado al rey de Anacreonte de su supuesta actitud?

—Sí… después de someter la propuesta a votación ante la Junta y recibir su consentimiento unánime.

—Y, ¿cuándo tuvo lugar esa votación?

Pirenne se recubrió de dignidad.

—No creo que tenga obligación de contestarle, alcalde Hardin.

—Muy bien. No estoy vitalmente interesado. En mi modesta opinión, su diplomática transmisión de la valiosa contribución de lord Dorwin ha sido —frunció la comisura de los labios en una acerba media sonrisa— lo que ha causado esta nota tan amistosa. Si no, lo hubieran retardado un poco más; aunque no creo que este período de tiempo adicional hubiera ayudado a Términus, considerando la actitud de la Junta.

Yate Fulham dijo:

—¿Puede decirnos cómo ha llegado a esta notable conclusión, señor alcalde?

—De un modo muy sencillo. No se requiere más que utilizar esa olvidada cualidad que es el sentido común. Verá, hay una rama del saber humano conocida como lógica simbólica, que sirve para eliminar todas las complicadas inutilidades que oscurecen el lenguaje humano.

—¿Y qué? —preguntó Fulham.

—La he aplicado. Entre otras cosas, la he aplicado a este documento que tenemos aquí. En realidad, yo no lo necesitaba porque ya sabía de lo que se trataba, pero creo que podré explicarlo más fácilmente a cinco científicos físicos mediante símbolos que con palabras.

Hardin arrancó unas cuantas hojas de la libreta que llevaba bajo el brazo y las extendió sobre la mesa.

—Por cierto, yo no he sido quien lo ha hecho —dijo—. Como pueden ver, Muller Holk, de la División de Lógica, es el que ha firmado los análisis.

Pirenne se inclinó sobre la mesa para ver mejor y Hardin prosiguió:

—Naturalmente, el mensaje de Anacreonte fue un problema sencillo, pues los hombres que lo escribieron son hombres de acción más que de palabras. Queda reducido fácil y claramente a la incalificable declaración que, en símbolos es lo que ven, y en palabras significa: «Nos dais lo que queremos en una semana, u os hundiremos y lo tendremos de todos modos».

Hubo un silencio mientras los cinco miembros de la Junta recorrían la línea de símbolos con la mirada, y después Pirenne se sentó y tosió desasosegadamente.

—No hay escapatoria, ¿verdad, doctor Pirenne? —dijo Hardin.

—No parece haberla.

—Muy bien. —Hardin recogió las hojas—. Ante ustedes ven ahora una copia del tratado entre el imperio y Anacreonte; un tratado que, por cierto, está firmado en nombre del emperador por el mismo lord Dorwin que estuvo aquí la semana pasada, y con él un análisis simbólico.

El tratado se extendía a lo largo de cinco páginas de apretada caligrafía y el análisis estaba garabateado en menos de media página.

—Como ven, caballeros, cerca del noventa por ciento del tratado ha sido excluido del análisis por carecer de importancia, y lo que resulta puede describirse de la siguiente e interesante forma:

»Obligaciones de Anacreonte hacia el imperio: ¡Ninguna!

»Poderes del imperio sobre Anacreonte: ¡Ninguno!

Los cinco volvieron a seguir el razonamiento ansiosamente, consultando el tratado, y cuando terminaron, Pirenne dijo con acento preocupado:

—Parece correcto.

—¿Admite usted entonces que el tratado es única y exclusivamente una declaración de total independencia por parte de Anacreonte y un reconocimiento de dicho estado por el imperio?

—Así parece.

—¿Y supone que Anacreonte no se ha dado cuenta de ello, y no está impaciente por subrayar su posición de independencia y propenso a ofenderse por cualquier amenaza del imperio? En particular cuando es evidente que éste no tiene poder para cumplir estas amenazas, o nunca hubiera permitido la independencia.

—Pero, en ese caso —intervino Sutt—, ¿cómo se explican las seguridades de ayuda que por parte del imperio nos dio lord Dorwin? Parecían… —Se encogió de hombros—. Bueno, parecían satisfactorias.

Hardin se echó hacia atrás en la silla.

—¿Sabe? Ésta es la parte más interesante de todo el asunto. Admito que cuando conocí a Su Señoría le tomé por un burro consumado; pero ha resultado ser un hábil diplomático y un hombre inteligentísimo. Me tomé la libertad de grabar todo cuanto dijo.

Hubo un alboroto, y Pirenne abrió la boca con horror.

—¿Qué pasa? —inquirió Hardin—. Comprendo que fue una gran violación de la hospitalidad y algo que nadie que se tenga por un caballero haría. Además, si Su Señoría se hubiera dado cuenta, las cosas podrían haber sido desagradables; pero no fue así, y yo tengo la grabación, y esto es todo. Hice una copia de ella y la envié a Holk para que también la analizara.

—¿Y dónde está el análisis? —preguntó Lundin Crast.

—Esto —repuso Hardin— es lo interesante. El análisis fue, sin lugar a dudas, el más difícil de los tres. Cuando Holk, después de dos días de trabajo ininterrumpido, logró eliminar las declaraciones sin sentido, las monsergas vagas, las salvedades inútiles, en resumen, todas las lisonjas y la paja, vio que no había quedado nada. Todo había sido eliminado.

»Lord Dorwin, caballeros, en cinco días de conversaciones, no dijo absolutamente nada, y lo hizo sin que ustedes se dieran cuenta. Éstas son las seguridades que han recibido de su precioso imperio.

Si Hardin hubiera colocado una bomba de gases hediondos sobre la mesa no habría creado tanta confusión como con su última afirmación. Esperó, con cansada paciencia, a que se desvaneciera.

—De modo que —concluyó—, cuando envían amenazas, y eso es lo que eran, refiriéndose a la acción del imperio sobre Anacreonte, no logran más que irritar a un monarca que no es tonto. Naturalmente, su ego reclama una acción inmediata, y el ultimátum es el resultado que me lleva a mi declaración inicial. Nos queda una semana y, ¿qué hacemos ahora?

—Parece —dijo Sutt— que nuestra única alternativa es permitir que Anacreonte establezca bases militares en Términus.

—En esto estoy de acuerdo con usted —convino Hardin—, pero ¿qué hacemos para darles la patada a la primera oportunidad?

Yate Fulham se retorció el bigote.

—Eso suena como si ya estuviera decidido a emplear la violencia contra ellos.

—La violencia —fue la contestación— es el último recurso del incompetente. Desde luego, lo que no pienso hacer es extender la alfombra de bienvenida y pulir los mejores muebles para que los utilicen.

—Sigue sin gustarme su forma de enfocar las cosas —insistió Fulham—. Es una actitud peligrosa; muy peligrosa, porque últimamente hemos observado que una considerable sección del pueblo parece responder a todas sus sugerencias. También debo decirle, alcalde Hardin, que la Junta no ignora sus recientes actividades.

Hizo una pausa y hubo un consentimiento general. Hardin se encogió de hombros.

Fulham prosiguió:

—Si usted indujera a la ciudad a un acto de violencia, lo único que lograría es un complicado suicidio, y no pensamos permitírselo. Nuestra política tiene un solo objetivo fundamental, que es la Enciclopedia. Todo lo que decidamos hacer o no hacer estará encaminado a salvaguardar la Enciclopedia.

—Entonces —dijo Hardin—, su conclusión es que hemos de proseguir nuestra campaña intensiva de no hacer nada.

Pirenne dijo agriamente:

—Usted mismo ha demostrado que el imperio no puede ayudarnos; aunque no comprendo cómo ni por qué es eso posible. Si es necesario llegar a un acuerdo…

Hardin tuvo la horrible sensación de correr a toda velocidad y no llegar a ningún sitio.

—¡No hay ningún acuerdo! ¿No se da cuenta de que esta necedad de las bases militares es una mentira de la peor especie? El ilustre Rodric nos dijo lo que perseguía Anacreonte: la ocupación completa e imposición de su propio sistema feudal de estados agrícolas y economía de aristocracia campesina en nuestro planeta. Lo que queda de nuestro engaño sobre la energía atómica puede obligarlos a actuar con lentitud, pero actuarán de todos modos.

Se había levantado indignado, y el resto se levantó con él; excepto Jord Fara.

Y entonces Jord Fara empezó a hablar.

—Que todo el mundo haga el favor de sentarse. Me parece que ya hemos llegado demasiado lejos. Vamos, no sirve de nada enfurecerse tanto, alcalde Hardin; ninguno de nosotros ha incurrido en un delito de traición.

—¡Tendrá que convencerme de eso!

Fara sonrió amablemente.

—Usted mismo comprende que no habla en serio. ¡Déjeme hablar!

Sus pequeños y vivaces ojos estaban medio cerrados y unas gotas de sudor brillaban en la suave superficie de su barbilla.

—Es inútil ocultar que la Junta ha llegado a la decisión de que la verdadera solución del problema anacreontiano reside en lo que nos será revelado cuando se abra la Bóveda dentro de seis días.

—¿Es ésta su contribución al asunto?

—Sí.

—¿No vamos a hacer nada, excepto esperar con tranquila serenidad y fe absoluta que un deus ex machina surja de la Bóveda?

—Todos preferiríamos que abandonara su fraseología emocional.

—¡Qué salida tan poco sutil! Realmente, doctor Fara, esta tontería es propia de un genio. Una mente inferior sería incapaz de tal cosa.

Fara sonrió con indulgencia.

—Su gusto para los epigramas es divertido, Hardin, pero fuera de lugar. En realidad, creo que recuerda mi línea de argumentación acerca de la Bóveda de hace unas tres semanas.

—Sí, la recuerdo. No niego que sólo era una idea estúpida desde el punto de vista de la lógica deductiva. Usted dijo, corríjame si me equivoco, que Hari Seldon fue el mejor psicólogo del sistema; que, por lo tanto, pudo prever la situación exacta e incómoda en que ahora nos encontramos; que, por lo tanto, se le ocurrió lo de la Bóveda como un medio de decirnos lo que debíamos hacer.

—Veo que ha captado la esencia de la idea.

—¿Le sorprendería saber que he pensado mucho en la cuestión durante estas últimas semanas?

—Muy halagador. ¿Con qué resultado?

—Con el resultado de que la pura deducción no basta. Lo que se vuelve a necesitar es un poco de sentido común.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, si previó el desastre anacreontiano, ¿por qué no se estableció en algún otro planeta cerca del centro de la Galaxia? Es bien sabido que Seldon indujo a los comisionados de Trántor a que ordenaran el establecimiento de la Fundación en Términus. Pero ¿por qué lo hizo así? ¿Por qué nos aisló aquí, si conocía de antemano la ruptura de las líneas de comunicación, nuestro aislamiento de la Galaxia, la amenaza de nuestros vecinos y nuestra impotencia causada por la falta de metales de Términus? ¡Esto ante todo! Y si previó todo esto, ¿por qué no advirtió a los primeros colonizadores con tiempo suficiente para que pudieran prepararse, y no esperar, como está haciendo, a tener un pie en el abismo?

»Y no olviden esto. Aunque él previera el problema entonces, nosotros podemos verlo igualmente ahora. Por lo tanto, si él previó la solución entonces, nosotros podremos verla ahora. Al fin y al cabo, Seldon no es un mago. No hay ningún truco que él ve y nosotros no para escapar del dilema.

—Pero, Hardin —recordó Fara—, ¡no podemos!

—No lo han intentado siquiera. No lo han intentado ni una sola vez. En primer lugar, ¡rehusaron admitir que existiera siquiera una amenaza! ¡Después depositaron una fe ciega en el emperador! Ahora le ha tocado a Hari Seldon. Siempre han confiado en la autoridad o en el pasado, nunca en sí mismos.

Sus puños se abrían y cerraban espasmódicamente.

—Llega a ser una actitud enfermiza, un reflejo condicionado que expulsa la independencia de su mente siempre que se trata de oponerse a la autoridad. Al parecer no conciben que el emperador tenga menos poder que ustedes, o Hari Seldon menos inteligencia. Y están equivocados, ¿comprenden?

Por alguna razón, nadie se atrevió a contestarle.

Hardin continuó:

—No son sólo ustedes. Es toda la Galaxia. Pirenne oyó la idea de investigación científica que tenía lord Dorwin. Éste creía que para ser un buen arqueólogo hay que leer todos los libros que existen sobre el tema escritos por hombres que murieron hace siglos. Creía que para resolver problemas arqueológicos hay que sopesar las teorías opuestas. Y Pirene escuchó sin hacer ninguna objeción. ¿No comprenden que es un error?

Y otra vez dio a su voz un tono suplicante. Y otra vez no recibió contestación.

Prosiguió:

—A ustedes y a la mitad de Términus les pasa igual. Estamos aquí sentados, anteponiendo la Enciclopedia a todo lo demás. Consideramos que el objeto de la ciencia es la clasificación de los datos pasados. Es importante, ¿pero no hay nada más que hacer? Estamos retrocediendo y olvidando, ¿no lo ven? Aquí en la Periferia han perdido la energía atómica. En Gamma Andrómeda ha explotado una planta de energía por una reparación defectuosa, y el canciller del imperio se queja de que hay pocos técnicos atómicos. ¿Cuál es la solución? ¿Formar nuevos técnicos? ¡Nunca! En lugar de eso restringirán la energía atómica.

Y por tercera vez:

—¿No lo ven? Es algo que afecta a toda la Galaxia. Es un culto al pasado. Es una degeneración, ¡un estancamiento!

Los miró uno por uno y ellos le contemplaron fijamente.

Fara fue el primero en recobrarse.

—Bueno, la filosofía mística no nos ayudará en este trance. Seamos concretos. ¿Niega usted que Hari Seldon haya podido calcular la tendencia histórica del futuro por medio de una simple técnica psicohistórica?

—No, claro que no —gritó Hardin—. Pero no podemos confiar en él para encontrar la solución. En el mejor de los casos, pudo indicar el problema, pero si hemos de llegar a una solución, tendremos que encontrarla nosotros mismos. Él no pudo hacerlo en nuestro lugar.

Fulham tomó súbitamente la palabra.

—¿A qué se refiere con que indicó el problema? Nosotros sabemos cuál es el problema.

Hardin se volvió hacia él.

—¿Usted cree? Usted cree que Anacreonte es lo único que preocupó a Hari Seldon. ¡No estoy de acuerdo! He de decirles, caballeros, que por ahora ninguno de ustedes tiene ni la menor idea de lo que está pasando.

—¿Y usted sí? —preguntó Pirenne, con hostilidad.

—¡Así lo creo! —Hardin se puso en pie de un salto y retiró la silla. Su mirada era fría y dura—. Si hay algo claro, es que toda esta situación huele a podrido; es algo aún más importante que todo lo que hemos discutido hasta ahora. No tienen más que formularse esta pregunta: ¿Por qué razón no hubo entre la población original de la Fundación ningún psicólogo de primera línea, excepto Bort Alurin? Y él se abstuvo cuidadosamente de enseñar a sus alumnos nada más que lo fundamental.

Hubo un corto silencio y Fara dijo:

—Muy bien, ¿por qué?

—Quizá fuera porque un psicólogo hubiera captado la verdadera intención de todo esto, y demasiado pronto para los proyectos de Hari Seldon. Por eso estamos tanteando, obteniendo nebulosos vistazos de la verdad y nada más. Y esto es lo que Hari Seldon quería.

Se echó a reír ásperamente.

—Buenos días, caballeros.

Salió a grandes zancadas de la habitación.

6

El alcalde Hardin mascaba el extremo de su cigarro. Se había apagado, pero estaba muy lejos de darse cuenta de ello. No había dormido la noche anterior y tenía la impresión de que tampoco dormiría la siguiente. Sus ojos lo revelaban.

—¿Está todo previsto? —preguntó cansinamente.

—Así lo creo. —Yohan Lee se llevó una mano a la barbilla—. ¿Cómo suena?

—Bastante bien. Comprenderá que se debe hacer imprudentemente. Es decir, no debe haber vacilaciones; no podemos permitirles que dominen la situación. En cuanto esté en posición de dar órdenes, delas como si hubiera nacido para hacerlo, y le obedecerán por la costumbre que han adquirido. Ésta es la esencia de un golpe de Estado.

—Si la Junta sigue sin decidirse…

—¿La Junta? No hay que contar con ella. Pasado mañana, su importancia como un factor de los asuntos de Términus no valdrá una oxidada moneda de medio crédito.

Lee asintió lentamente.

—Sin embargo, me extraña que no hayan hecho nada para detenernos hasta ahora. Usted dijo que no estaban enteramente en las nubes.

—Fara está al borde del problema. A veces me pone nervioso. Y Pirenne sospecha de mí desde que me eligieron. Pero, como ve, nunca han podido comprender lo que ocurría. Toda su educación ha sido autoritaria. Están seguros de que el emperador, sólo porque es el emperador, es todopoderoso. Y están seguros de que la Junta de síndicos, sólo porque la Junta de síndicos actúa en nombre del emperador, no puede dejar de dar órdenes. Esta incapacidad para reconocer la posibilidad de revuelta es nuestra mejor aliada.

Se levantó de la silla con esfuerzo y fue al frigorífico.

—No son malos compañeros, Lee, cuando se dedican a la Enciclopedia, y nosotros velaremos por que se dediquen a eso en el futuro. Pero son totalmente incompetentes cuando se trata de gobernar Términus. Ahora váyase y empiece a disponerlo todo. Quiero estar solo.

Se sentó en el borde de la mesa y contempló el vaso de agua.

¡Por el Espacio! ¡Si por lo menos estuviera tan seguro como parecía! Los anacreontianos aterrizarían al cabo de dos días y, ¿qué tenía como base más que un conjunto de nociones y suposiciones acerca de los planes de Hari Seldon con respecto a aquellos cincuenta años? Ni siquiera era un buen psicólogo, sólo un aficionado con escasa experiencia que intentaba adivinar las intenciones de la mente más importante de la época.

Si Fara tuviera razón; si Anacreonte fuera todo el problema que Hari Seldon había previsto; si la Enciclopedia fuera todo lo que le interesara preservar… entonces, ¿de qué serviría el golpe de Estado?

Se encogió de hombros y bebió el vaso de agua.

7

En la Bóveda había muchas más de seis sillas, como si se esperara una asistencia mucho mayor. Hardin se percató pensativamente de ello y fue a sentarse en un rincón lo más alejado posible de los otros cinco.

Los miembros de la Junta parecieron no tener nada que objetar. Hablaban entre ellos en susurros, que se convertían en sibilantes monosílabos, y después callaron por completo. De todos ellos, sólo Fara parecía razonablemente tranquilo. Había sacado el reloj y lo contemplaba seriamente.

Hardin dio un vistazo a su propio reloj y después al cubículo de vidrio —absolutamente vacío— que ocupaba la mitad de la habitación. Era la única particularidad de la estancia, pues aparte de esto no había la menor indicación de que una partícula de radio estuviese consumiéndose hasta el preciso momento en que saltaría el seguro, se haría una conexión y…

¡La intensidad de la luz disminuyó!

No se apagó, sino que únicamente se tornó amarilla, y se produjo tan súbitamente que Hardin dio un salto. Había alzado la mirada hacia la luz del techo con verdadera sorpresa, y cuando la bajó el cubículo de vidrio ya no estaba vacío.

¡Lo ocupaba una persona! ¡Una persona en una silla de ruedas!

No dijo nada durante unos momentos, sino que cerró el libro que tenía en el regazo y apoyó los dedos en él. Y después sonrió, y su rostro pareció cobrar vida.

—Soy Hari Seldon. —La voz era blanda y apagada.

Hardin estuvo a punto de levantarse para saludarle, pero se detuvo a tiempo.

La voz continuó hablando:

—Como ven, estoy confinado a esta silla y no puedo levantarme para saludarles. Sus abuelos se fueron a Términus hace unos meses, en mi época, y desde entonces sufro una incómoda parálisis. Como ya saben, no les veo, de modo que no puedo saludarles convenientemente. Ni siquiera sé cuántos de ustedes están aquí, y por eso creo que debo conducirme con informalidad. Si alguno está levantado, que haga el favor de sentarse; y si prefieren fumar, a mí no me importa. —Se oyó una risa entre dientes—. ¿Cómo iba a importarme? En realidad no estoy aquí.

Hardin buscó un cigarro casi inmediatamente, pero lo pensó mejor.

Seldon apartó el libro como si lo dejara sobre una mesa que hubiera a su lado, y cuando sus dedos lo soltaron desapareció.

—Hace cincuenta años —dijo— que se estableció esta Fundación; cincuenta años durante los cuales los miembros de la misma han ignorado para qué trabajaban. Era necesario que lo ignoraran, pero ahora la necesidad ha desaparecido.

»Para empezar, la Fundación de la Enciclopedia es un fraude y siempre lo ha sido.

Hubo un alboroto a espaldas de Hardin y una o dos exclamaciones ahogadas, pero él no se volvió.

Hari Seldon continuaba, naturalmente, imperturbable. Prosiguió:

—Es un fraude en el sentido de que ni a mí ni a mis colegas nos importa nada que llegue a editarse o no uno solo de sus volúmenes. Ha cumplido su propósito, puesto que gracias a ella obtuvimos una carta del emperador, gracias a ella atrajimos a cien mil personas necesarias para nuestro plan, y gracias a ella logramos mantenerlas ocupadas mientras los acontecimientos iban tomando forma, hasta que fue demasiado tarde para que retrocedieran.

»En los cincuenta años que han estado trabajando en este proyecto fraudulento, no tiene objeto suavizar los términos, les han cortado la retirada, y ya no tienen más remedio que seguir en el infinitamente más importante proyecto que era, y es, nuestro verdadero plan.

»Para eso les hemos colocado en este planeta y en este tiempo, para que al cabo de cincuenta años hayan sido conducidos a un punto en que no tienen libertad de acción. De ahora en adelante, y a lo largo de siglos, el camino que deben seguir es inevitable. Se enfrentarán con una serie de crisis, tal como ahora se enfrentan con la primera, y en todos los casos su libertad de acción será análogamente limitada, de modo que sólo les quedará un camino.

»Es el camino que nuestros psicólogos eligieron, y por una razón.

»Durante siglos, la civilización galáctica se ha estancado y ha declinado, aunque sólo unos pocos se dieron cuenta de ello. Pero ahora, al fin, la Periferia se está desligando y la unidad política del imperio se ha quebrantado. En algún punto de estos cincuenta años pasados, los historiadores del futuro trazarán una línea imaginaria y dirán: “Esto señala la Caída del imperio galáctico”.

»Y tendrán razón, aunque casi ninguno reconocerá esta Caída durante muchos siglos.

»Y después de la Caída sobrevendrá la inevitable barbarie, un período que, según dice nuestra psicohistoria, debería durar, bajo circunstancias normales, otros treinta mil años. No podemos detener la Caída. No deseamos hacerlo, pues la cultura del imperio ha perdido toda la vitalidad y valor que había tenido. Pero podemos acortar el período de barbarie que debe seguir reduciéndolo hasta sólo un millar de años.

»Los pros y los contras de este acortamiento no podemos decírselos; igual que no podíamos decirles la verdad acerca de la Fundación hace cincuenta años. Si ustedes descubrieran estos pros y estos contras, nuestro plan podría fallar; como hubiera sucedido si hubieran caído en la cuenta de que la Enciclopedia era un fraude; pues entonces, al saberlo, su libertad de acción aumentaría y el número de variables adicionales introducidas serían mayores de las que nuestra psicología es capaz de controlar.

»Pero no lo harán, porque no hay psicólogos en Términus, y nunca los habrá, excepto Alurin, y él era uno de los nuestros.

»Pero puedo decirles una cosa: Términus y su Fundación gemela del otro extremo de la Galaxia son las semillas del Renacimiento y los futuros fundadores del segundo imperio galáctico. Y la crisis actual es la que conduce a Términus a su punto culminante.

»Ésta, entre paréntesis, es una crisis bastante clara, más sencilla que muchas de las que vendrán. Para reducirlo a lo fundamental: constituyen un planeta súbitamente aislado de los centros, aún civilizados, de la Galaxia, y amenazado por unos vecinos más fuertes. Ustedes forman un pequeño mundo de científicos rodeados por una vasta corriente de barbarie que se extiende rápidamente.

Son una isla de energía atómica en un océano cada vez mayor de energía más primitiva; pero a pesar de esto son impotentes porque carecen de metales.

»Así pues, verán que la dura necesidad les obliga, y la acción es inevitable. La naturaleza de esta acción, es decir, la solución a su dilema, es, naturalmente, ¡obvia!

La imagen de Hari Seldon se elevó en el aire y el libro volvió a aparecer en su mano. Lo abrió y dijo:

—Pero sea cual fuere el curso que tome su historia futura, no dejen de inculcar en sus descendientes la idea de que el camino está señalado, y que al final habrá un nuevo y más grande imperio.

Y mientras bajaba la vista hacia el libro, se desvaneció en la nada, y las luces aumentaron nuevamente de intensidad.

Hardin levantó los ojos y vio a Pirenne mirándole, con la tragedia en los ojos y los labios temblorosos.

La voz del presidente era firme, pero sin entonación.

—Al parecer, tenía usted razón. Si quiere reunirse con nosotros a las seis, la Junta consultará con usted nuestro próximo movimiento.

Le estrecharon la mano, uno por uno, y se fueron; y Hardin sonrió para sí. Eran fundamentalmente sensatos para esto; eran lo bastante científicos como para admitir su equivocación; pero para ellos era demasiado tarde.

Consultó su reloj. A aquella hora, todo se habría consumado. Los hombres de Lee se habrían hecho con el control y la junta no daría más órdenes. Los anacreontianos llegarían al día siguiente, pero esto también estaba bien. Al cabo de seis meses, ellos tampoco darían más órdenes.

De hecho, como Hari Seldon había dicho, y como Salvor Hardin había adivinado desde el día que Anselm ilustre Rodric le reveló que los anacreontianos carecían de energía atómica, la solución de aquella primera crisis era evidente.

¡Tan evidente como el infierno!