Epílogo

El siete de noviembre, cuando la dulce y pequeña Susi tenía casi tres meses y su hermana Luna ya había cumplido un año, en casa de Alexandro O’Connors se celebraba una enorme y bonita fiesta. Aquella mañana, Alex y Olga habían contraído matrimonio y él todavía no se lo podía creer. Su vida con ella era plena y feliz, y a pesar de que discutían cada dos por tres, no podía vivir sin ella.

Después de un banquete opíparo, todos bailaban en el enorme salón los ritmos que Olga y los invitados ponían.

Oy… oy… oy… ¡No quiero ni pensar en lo que tiene que ser limpiar esta casa todos los días! —dijo Maruja a Pepa y a Perla, quienes, tras limar primeras asperezas, se llevaban bien aunque Perla aún se asustaba de las cosas que a veces decían.

—Pues es Horacio quien mantiene la casa tan estupenda —respondió Pepa en un tono de voz que a su amiga Maruja le dijo mucho.

—¡Ay, Pepa, Pepita, Pepa! No me lo digas que te lo noto en los ojuelos —susurró Maruja riéndose—. ¿Qué hay entre Horacio y tú?

Perla se sorprendió.

—¡Bendito sea Dios! ¡Qué mentes más calenturientas! —rió Pepa, pero al cruzar una mirada con Horacio, que en ese momento bailaba con Olga, dijo en un susurro—: Horacio y yo solo somos amigos. Es un hombre tan correcto y caballeroso que es imposible no llevarse bien con él.

—En eso te doy la razón, Pepa —rió Perla—, caballeroso es un rato.

—¿Huele también a Varon Dandy como tu difunto Gregorio? —preguntó Maruja y todas rieron.

—Calla, canalla, si no quieres que yo te pregunte a qué huele Walter —cuchicheó Pepa ante la cara de incredulidad de Perla, la hija de aquel.

—¿Mi padre? ¿Habláis de mi padre?

Oy… oy… oy… —rió Maruja mirándola—. Tranquila, hermosa, y no pienses nada raro. Que tu padre es mucho Walter, pero yo soy mucha Maruja —todas rieron—. Por cierto, alma cántaro, ¿a que huele el señor Luis? —Perla se quedó sin habla—. No sé por qué me da que entre vosotros existe algo más que una simple amistad.

Con coquetería Perla se colocó el pelo y susurró en petit comité:

—A Brumel, y como dice él, mejor cuanto más cerca.

Las risotadas de aquellas tres mujeres apenas se oyeron por los decibelios de la música. Oscar y Alex, apoyados en el quicio de la puerta, controlaban a las niñas y miraban felices bailar a sus mujercitas con sus compañeros.

—¡Vaya con Terminator! A pesar de su tripilla sigue con mucha marcha —dijo Alex a su amigo mientras disfrutaba de su mujer y no le quitaba ojo.

Uf… no sabes tú bien la marcha que tiene mi mujercita —rió Oscar; luego levantó la copa y brindó con él—: Doctor Pichón, desde hoy eres oficialmente un hombre casado.

—Felizmente casado y con una hijas preciosas —brindó emocionado.

En ese momento sus chicas se acercaron hasta ellos y los besaron. Oscar le ofreció una silla a Clara, que sentándose dijo:

—¡Oh, Dios! Llevaba tiempo sin bailar tanto. ¡Cómo me gusta Chenoa!

—Descansa un poco, Terminator, o me vas a dar la noche —bromeó su marido. Pero ella puso los brazos en jarras y gritó:

—¿Qué has intentado dar a entender?

—Nada, cariño —suspiró él y miró a Alex, que sonrió.

Malhumorada y como una olla a presión, Clara se levantó y antes de marcharse, dijo:

—Es que… es que… a veces no te soporto, doctor.

—Pero bueno, ¿qué os pasa? —preguntó Olga.

—Las hormonas la tienen descontrolada —resopló Oscar.

Alex dio un rápido beso a su preciosa mujer y le susurró:

—Anda, ve a ver qué le pasa a Terminator antes de que se haga el harakiri.

Olga se marchó y Alex oyó los grititos de la pequeña Luna.

—Papá —gritó la niña. Con rapidez, él la cogió.

—¿Quieres bailar, princesa?

—Chi… —dijo la niña y ante la mirada divertida de su amigo, Alex comenzó a bailar con la niña.

Mientras tanto, en el baño Olga y Clara hablaban.

—Ese Bon Jovi de pacotilla ha querido dar a entender que esta noche ronco como un hipopótamo.

—Pues yo no he entendido eso —sonrió Olga feliz.

—Piensa mal y acertarás —asintió Clara, tocándose la barriga.

Llevaba un par de días molesta y eso la hacía estar de mal humor.

—Pero mira que eres mal pensada, so… gorda —rió Olga retirándole el pelo de la cara con cariño—. No seas tonta y no discutas. Sé de lo que hablo porque hasta hace unos meses yo estaba en la misma situación que tú.

Consciente de lo histérica que estaba, Clara sonrió y susurró:

—Ay, reina, tienes razón. Mi pobre doctor se preocupa por mí y yo soy una auténtica petarda, ¿verdad?

—Pues sí. Tremendamente petarda, y ahora ayúdame y sujeta la cola del vestido de novia, que tengo la vejiga a punto de reventar.

—Oh, habló doña vejiga generosa —se guaseó Clara.

Cinco minutos después, y mientras las dos se peinaban en el baño, entró Patricia, la oficial nueva y tras pintarse los labios y reír un rato con ellas, dijo:

—¿Os podéis creer que Dani, el muy idiota, me ha dicho delante de Márquez y compañía que por qué hablo tanto con Rubén?

—¿Te ha dicho eso? —preguntó Clara y la otra asintió.

—Es que Patricia, hermosa —sonrió Olga—, el doctor Rubén Peláez es mucho doctor.

—Es un cañón de tío —asintió Patricia peinándose.

—Uf… reina —apuntilló Clara—, eso solo quiere decir una cosa: ¡Nuestro Dani está encelao!

Se rieron todas y Patricia se marchó. Justo cuando iban a salir del baño, Clara se miró los pies y con un gesto de verdadero terror gritó:

—¡Ay, Dios mío! Me estoy meando encima y no puedo cortar el chorro.

Olga miró al suelo y vio un charco cada vez más grande.

—A ver… espira… inspira… espira… mientras voy a buscar a Oscar y te llevamos inmediatamente al hospital.

Pero antes de que pudiera dar un paso, Clara la agarró y con gesto de terror chilló:

—¡Ni se te ocurra! Hoy es tu boda y no quiero perdérmela.

—No digas tonterías —rió Olga al oírla.

Pero cuando volvió a intentar marcharse, Clara de nuevo la retuvo.

Noooooooooo —comenzó a gemir—. Yo no quiero ir al hospital… seguro que me va a doler muchooooooooooo.

—Cielo, relájate —se conmovió Olga—. Piensa que eres como un huevo Kinder y el regalo ya va a salir.

Nooooooooo —y mirándola gritó de pronto—: Oh… ¡mierda!… qué dolor… ¡Qué dolor!

Después de conseguir soltarse de un tirón, Olga salió hasta la puerta y alertó a su marido y Oscar de lo que ocurría. Al final fue Alex quien llevó el coche. Oscar estaba más nervioso que Clara y si conducía que él, se estrellarían por el camino.

Cuando llegaron al hospital, Oscar no se dejó amilanar por las amenazas de su mujer, que no quería entrar allí, y la acompañó al paritorio. Dos horas después, tras un parto rápido, y cuando todos los de la fiesta habían llegado, salió con cara de tonto, vestido de verde y con un precioso bebé rubito en las manos.

—Este es Marco y ¡soy papá! —gritó y todos comenzaron a aplaudir.

Dos horas después, todos habían pasado por la habitación de Clara para besarla y darle la enhorabuena. Olga entró y la encontró con la sorpresa de su huevo Kinder en los brazos.

—¡Mi madre! Clarita, este niño es el vivo retrato de Montoya.

—Anda, cállate, so tonta —rió ella, y después de besarla dijo—: Tenía razón la gitana de Ibiza. El año pasado fue nuestro último año de solteras y sin hijos.

Olga asintió con una sonrisa, y entonces se abrió la puerta de la habitación y entró el orgulloso padre junto a Alex.

—Cielo, como ya ha pasado todo el mundo a verte, ahora vas a descansar —dijo Oscar mirándola con cariño—. ¿Ves cómo me ibas a dar la noche?

Clara sonrió a su marido y le besó. Adoraba a aquel doctor.

—Bueno, tortolitos, nosotros nos vamos también —se despidió Alex con una sonrisa.

—Disfrutad vuestra noche de bodas. Hoy que estáis solitos y sin niñas en casa, ¡disfrutad! —se mofó Oscar.

—Te aseguro que la disfrutaré —asintió Alex con una sonrisa divertida mientras Olga y Clara se despedían.

En el coche, los recién casados reían de felicidad por el curioso día que habían pasado. Al llegar a su casa, donde ya nadie estaba, él se dirigió a la cocina mientras ella ponía música.

Alex descorchó una botella de champán, cogió dos copas y las llenó. Vio llegar a su flamante mujer hasta él, la cogió como a una pluma, la sentó aún vestida de novia encima de la encimera de la cocina, y mientras le ofrecía una copa, dijo:

—Brindo por ti, inspectora O’Neill. Porque siempre me quieras como me quieres y porque nuestra vida juntos sea larga y feliz.

Olga le besó. Le adoraba como a nadie. Levantó su copa, le miró con gesto pícaro y dijo:

—Yo brindo por ti, doctor Pichón. Porque siempre me quieras como me quieres y porque Dios te pille confesado como se te ocurra dejar de quererme.

Alex rió divertido y encantado. Atrayéndola hacia él, la besó con toda la pasión y el amor que sentía, mientras sonaba Something stupid y comenzaba a hacerle con delicadeza el amor.