El mes de enero pasó y con él las angustias y los llantos. A pesar de su fortaleza y de su fuerza interior, Olga tuvo momentos en los que las fuerzas le fallaron. ¿Cómo podían haberle pasado tantas cosas en tan pocos meses? Primero, la muerte de Susi, la consiguiente maternidad de Luna y, finalmente, la ruptura con Alex. Todos aquellos sentimientos revueltos la hacían morir de tristeza. Pepa sentía el pesar de su nieta e intentó hablar con ella, pero fue inútil. Olga se había cerrado en banda y no había forma de hacerla entrar en razón tras su ruptura con el doctor. Alex llamó un par de veces después de su último encuentro con ella, pero Pepa, consciente de cómo el humor de esta empeoraba cuando llamaba, al final, con todo el dolor de su corazón, le pidió que desistiera. Cuando Olga se ponía así, nada se podía hacer.
Durante ese mes, la pequeña Luna lo pasó fatal con la boca. Los dientes se empeñaban en salir todos a la vez y lloraba sin consuelo por las noches. Esto terminó de destrozar a la inspectora. Una noche, después de una semana sin apenas dormir, Olga se levantó y al ir al servicio se cruzó con uno de los cachorros de Dolores; por no pisarle, terminó despanzurrada en el centro del salón. Después de aquel episodio, Pepa tuvo que hacer desaparecer los cachorros del piso. Ante la pena que le daba llevarlos a la perrera, llamó a Alex y este, sin dudarlo, se los llevó con él a su hogar.
Alex no estaba mejor que Olga. La echaba de menos y sabía que por su culpa ninguno de los dos lo estaba pasando bien. Intentó verla a la salida de la comisaría, pero fue inútil. Era como si de pronto Olga se hubiera vuelto inaccesible y no conseguía dar con ella. Cuando tuvo que dejar de llamarla a su casa por prescripción de Pepa, su angustia se acrecentó.
Por su parte, tras lo ocurrido aquella noche en su casa, Horacio apenas le hablaba. Ya ni siquiera comentaban los partidos de baloncesto que ambos veían a través del canal satélite. Incluso Bronco, que se hizo el jefe de la jauría perruna de Olga, cuando Alex llegaba por la noche corría hacia otro lado del jardín para no saludarle.
La relación con su ex, Sabrina, se rompió aquella fatídica noche cuando, acorralada por Alex, le confesó que ella y su madre habían pagado una buena cantidad de dinero a Andrés Parrocha para que Olga no pudiera llegar a tiempo al evento del Ritz. Alex, enfurecido por lo imbécil que había sido, la metió a la fuerza en su coche, la llevó hasta la casa de su madre y allí se desfogó.
Su madre, Walter e incluso la propia Sabrina se asustaron al ver a Alex en aquel estado. Nunca le habían visto así. Finalmente, y para que todos se enteraran, le aclaró a Sabrina que su relación estaba acabada y enterrada. Luego miró a su madre y furioso le dio las gracias por su ayuda para conseguir que él no fuera feliz. Walter intentó calmar a su nieto y se lo llevó. Alex necesitaba hablar y él estaba allí para eso.
Aquella noche, cuando Alex se marchó, Perla, consciente de la desesperación de su hijo, por primera vez en su vida no pensó en ella sino en él. Alex era un buen hijo y se merecía ser feliz, aunque la mujer elegida no fuera para ella la ideal. Intentó hablar con Sabrina, pero las cosas que decía aquella no eran normales.
—Esa maldita poli se merece ser tratada con su propia medicina —espetó Sabrina—. Conozco a alguien que sería capaz de hacernos un favor por una módica cantidad de dinero.
Boquiabierta y asustada, Perla la miró. Ella nunca haría algo tan horrible contra nadie, y menos contra la persona que su hijo amaba.
—¡Por todos los santos, Sabrina! ¡No digas tonterías!
—¿Tonterías? Mira cómo está Alex. Ella es la culpable de todo lo que ha ocurrido. Por su culpa ahora Alex no quiere saber nada de mí.
—Quizá nosotras tengamos la culpa de cómo está él, no esa muchacha. Creo que no nos hemos comportado bien con mi hijo. No debimos pagar a ese tal Parrocha —dijo Perla convencida de que a su ex nuera se le estaba yendo la cabeza.
Sin prestarle atención, Sabrina prosiguió con una mirada enloquecida:
—Esa maldita bastarda y su madre no me van a quitar lo que es mío. Alex es de mi propiedad y lo recuperaré. Hablaré con alguien y…
—No te lo voy a permitir —interrumpió Perla, ya consciente de la locura de aquella.
Sabrina le clavó una terrible mirada y gritó con descaro:
—¿Qué no me vas a permitir tú a mí?
—Que hagas algo a esa muchacha o a su hija y engatuses a mi hijo. Él se merece algo mejor que tú, y hoy, por desgracia justamente en este instante, me estoy dando cuenta de ello.
Aquello no le gustó a Sabrina y con una maldad desmedida comenzó a insultarla. Le gritó todas las maldades que había pensado de ella durante años y Perla horrorizada la escuchó hasta que gritó.
—¡Fuera de mi casa!
—¿Me echas de tu casa? —preguntó sorprendida.
—Sí. No deseo alguien como tú para mi hijo.
Sabrina murmuró con una pérfida sonrisa:
—Eso debería decirlo Alex, ¿no crees?
Consciente de lo que su hijo había visto en ella desde hacía tiempo, Perla espetó:
—Él ya lo ha dicho. El problema es que yo no le escuché. ¡Sal de nuestras vidas!
—Si yo me voy de esta casa, te quedarás sola. Eres una vieja amargada que solo ha conseguido eso… quedarse sola.
Perla, espantada ante la terrible maldad de aquella, con una fuerza hasta para ella misma desconocida, la cogió del cuello y sin pensárselo dos veces la echó de su hogar. Sabrina amenazó con no regresar y Perla, feliz, asintió.
Después de aquel terrible suceso, la mujer organizó una cena e invitó a sus hijos con sus respectivas parejas. Necesitaba pedirles perdón. Pero Alex llegó solo y enfadado. Durante la cena, Perla tuvo que reconocer que David y Juan eran unos muchachos amables e inteligentes, y se alegró de ver a sus hijas sonreír como llevaban tiempo sin hacerlo. Aquellas risas de felicidad le tocaron el corazón y comenzó a sufrir la angustia de su hijo, al que cada día encontraba más solo, delgado y ojeroso.
Clara y Oscar continuaron adelante con sus planes de boda. Faltaba poco para el 14 de febrero y llegaron los familiares de Oscar desde Londres. Ella no hablaba inglés, pero por sus miradas y sonrisas, todos supieron que se habían caído bien.
Durante aquel tiempo, Clara consiguió quedar con Lidia y Eva para sacar a Olga de su casa y tomar unas copas. Pero la alegría de aquella se había esfumado para dejar paso a una tristeza insoportable. Nada la hacía sonreír ni divertirse. Solo deseaba llegar a casa y que Luna se durmiera para poder descansar.
El ocho de febrero, Clara tenía la última prueba del vestido en Pronovias. Acudió acompañada de Olga, que al ver a su amiga tan guapa con aquel vestido estilo Imperio, lloró.
—¡Joder, reina! Pues sí que tengo que estar fea —se mofó Clara mirándola.
—No digas tonterías. Estás preciosa. Pero últimamente soy de lágrima fácil.
Diez minutos después Olga había conseguido retener el lagrimeo, se levantó y, mirándose en el espejo con su amiga cogida por la cintura, dijo:
—El doctor Payaso se va a caer de culo cuando te vea. Ya lo verás.
—Uf… Me sabe mal decirte esto en este momento tan glamuroso y especial. Pero estoy tan feliz que no me cabe un guisante en el culo.
Se rieron a carcajadas y la dependienta hizo los últimos retoques; luego Olga se probó su vestido. Clara se había empeñado en que quería que ella y Luna fueran guapísimas. En Pronovias habían confeccionado para ellas unos preciosos vestidos de seda salvaje en azul cielo que las haría destacar. Cuando Olga salió del probador, fue Clara la que lloró.
—Ahora… ¿la fea soy yo?
—¡Oh, cállate idiota! —suspiró Clara al verla tan bonita, pero ojerosa.
Una hora después salieron de la tienda de novias de la calle Arenal y Olga murmuró casi desmayada:
—Tengo un hambre tremenda. ¿Nos comemos unos bocatas de calamares en la plaza Mayor?
Llegaron, los pidieron y se sentaron. Atacaron con apetito voraz los ricos bocatas y Clara dijo:
—¿Cuándo vas a querer hablar de ello?
—No hay nada de qué hablar.
—Olga, mírame. No estás bien. Solo hay que ver cómo estás. Pero si pareces el espíritu de la golosina a pesar de lo que comes. Además, esas ojeras que luces no me gustan nada y creo que…
—No te preocupes por mí. Estoy bien. Ahora me entra la ropa de la talla 40-42 que llevaba siglos sin ponerme. ¿Qué más puedo pedir? —bromeó ella. Pero Clara no sonrió.
—Te prefería cuando utilizabas una 42-44 y sonreías.
—Corta el rollo y no comiences a darme la brasa como mi abuela y Maruja —y dando otro bocado a los calamares dijo—: A ver, futura señora Butler. Si estoy con estas ojeras y he adelgazado es porque entre la terrorista de mi hija y el trabajo no paro.
—Normal. Te vas a hacer de oro. Últimamente te presentas a todos los trabajos extras que propone Márquez o quien sea.
—Necesito el dinero, Clara. Aunque tengo algo de pasta en el banco, el dinero se acaba. Además, la abuela tarde o temprano se marchará a Benidorm y tendré que pagar una guardería. Por cierto, ¿sabes lo que me va a costar? —Clara negó con la cabeza—. Cuatrocientos treinta euros al mes, y treinta euros más si la dejo a merendar. ¿Qué te parece?
—Carísimo. Una burrada.
—Y a eso le tengo que sumar, por lo menos, cien euros más a pagar a la chica que venga a casa a quedarse con Luna los días en que, por lo que sea, no pueda salir a tiempo del trabajo. Ah… también cuenta que la cagona y yo comemos, pagamos luz, agua, gas…
—Pero bueno… ¡Realmente casi no te merece la pena trabajar! —se quejó Clara.
—Pues por eso acepto todo lo que últimamente me ofrecen. Necesito tener un dinerito ahorrado para un gasto imprevisto. Además, estoy pensando en irme con Luna unos días fuera.
—¿A tu isla?… ¿Ibiza?
—Ja… Ya quisiera yo —suspiró al pensar en cuándo volvería a ir—. Con mi sueldo y una pitufa a mi cargo, como mucho a Benidorm. A la casa de mi abuela.
—Bueno, no te preocupes. Me tienes a mí. Yo puedo ayudarte. Al fin y al cabo soy la madrina de la cagona, ¿no crees?
—Te lo agradezco. Siempre estarás en mi lista de ¡Socorro!
Clara sonrió y Olga volvió a dar otro mordisco a su bocata.
—Ayer me dijo Oscar que Alex está fatal.
Sin cambiar su gesto, ella respondió.
—Por mí como si se hunde como el Titanic.
—No disimules, Olga, sé que aún sientes algo por él. Te conozco y sé que…
Molesta por aquel comentario dejó el bocata encima del plato y gruñó:
—Pues si me conoces no vuelvas a hablarme de él.
—Es que no puedo —se quejó Clara—. Sois los padrinos de mi boda, y…
—Tranquila, en tu boda me comportaré. Pero una vez pase la boda, no quiero que vuelvas a hablarme del señor O’Connors en tu vida.
—Pobrecillo…
—Y una mierda pobrecillo. Ese ricachón consiguió engañarme con sus bonitas palabras e hizo que me enamorara de él como una idiota. Eso no se lo voy a perdonar nunca.
—¡Joder, O’Neill! ¡Cuando te pones así no te soporto!
—No vuelvas a llamarme así —protestó.
—Valeeeeeeeeeeeeeeeeeeee —suspiró Clara.
En ese momento sonó el móvil de Olga. Era Márquez.
—Dime, Roberto.
—Olga, me acaban de llamar del Hospital O’Connors. El estado de mi hermana Isabel ha sufrido cambios para bien —dijo emocionado.
—¡Oh, Dios mío, Roberto, eso es fantástico! —sonrió mientras le pedía a Clara que esperara un segundo.
—Le van a hacer unas nuevas pruebas y… ¡Dios! Yo no sé cómo agradecerte esto.
—Ya te dije que a mí no me lo tienes que agradecer. El mérito en todo caso es del señor O’Connors. Él desde el principio se implicó y…
Informado por Clara de lo que ocurría con ella, Márquez susurró.
—Olga, creo que deberías darle una nueva oportunidad a ese medicucho —ella maldijo—. Es un buen tipo y…
—Márquez, cierra el pico y métete en tus asuntos. ¿O acaso ahora vas de portera? —él sonrió.
Cinco minutos después, cuando cerró el móvil, Clara no perdió el tiempo.
—Cuando hasta Márquez te dice que Alex es un buen tipo, por algo será, ¿no crees? —Al ver la mirada asesina de Olga susurró—: Vale… yo también cierro el pico.