54

Confundida por lo ocurrido, consiguió reaccionar, se puso el abrigo y sin mirar atrás salió del hotel. Comenzó a andar bajo la lluvia a paso rápido por el paseo del Prado. Necesitaba soltar adrenalina y despejarse. ¿Por qué Alex la había humillado así? El enfado que llevaba era tal que, sin importarle la lluvia que caía, caminó durante horas hasta que finalmente cogió un taxi y le pidió que la llevara hasta Somosaguas.

Se bajó en la calle donde vivía Alex y cuando el taxi se alejó, Olga miró la enorme valla que le impedía acceder y pensó «¿qué narices hago yo aquí?». Consciente de que el impulso de ir a casa de Alex había sido una tontería, miró a su derecha y vio una parada de autobús sin marquesina. Sin importarle el empape total del precioso vestido largo, del abrigo y toda ella, se sentó en el banco que había junto a la parada y decidió esperar el autobús.

Media hora después, rodeada de una oscuridad total y como un pollo empapado tiritaba de frío. De pronto sintió que algo frío le tocaba las manos. Al bajar los ojos, se encontró con la mirada alegre de Bronco.

—¡Hola, guapetón! ¿Qué haces aquí con la que está cayendo? —le saludó y entonces vio a Horacio acercarse con un paraguas.

—¡Por San Fergus! Pero ¿qué estás haciendo aquí, Olga?

Al ver la tierna mirada del hombre, Olga sin saber por qué, comenzó a llorar. Sin perder un segundo, él la levantó del banco y se la llevó. Pero cuando ella vio que la llevaba hacia la casa de Alex se negó. Finalmente, Horacio la metió en su casa.

Media hora después consiguió convencerla de que se diera una ducha caliente para entrar en calor. Con rapidez, Horacio fue hasta la casa de Alex y cogió algo de ropa para ella. Al entrar en el baño del señor, le preocupó ver el neceser y algunas ropas de Sabrina, pero cogió un pantalón y una sudadera de Alex, y no de aquella mujer, y regresó a su casa.

—Olga —llamó a la puerta del baño—, te dejo encima de la cama algo de ropa seca del señor. Te estará un poco grande, pero de momento te valdrá. En cuanto a la ropa interior, es tuya. Te la dejaste la última vez que estuviste aquí.

—Gracias, Horacio. Eres un sol —respondió con un suspiro.

Quince minutos después, mientras el hombre preparaba café, Olga apareció ante él vestida con la ropa que este le había dejado. Como él dijo y ella sabía, le quedaba enorme. Pero lo peor no era eso. Lo peor en ese momento es que olía a él.

—Anda, muchacha, siéntate y tómate ese café caliente. Se te habrá congelado hasta el alma.

En un silencio total, ambos tomaron café mientras sonaba de fondo música clásica.

—De verdad, Horacio. Muchas gracias por atenderme en tu casa.

En un gesto protector, él le tocó con cariño la mano.

—Lo que no entiendo es qué hacías allí afuera empapada y muerta de frío. Si no hubiera salido con Bronco a dar su paseo, todavía estarías ahí. ¿Por qué no has llamado?

—No quería molestar.

Horacio con gesto cariñoso la miró y dijo:

—Olga, tú no molestas. Para mí es una alegría tu compañía.

—Horacio, hoy Alex me invitó al evento del hotel Ritz, pero…

—No tienes que contarme nada. Solo necesito que recuperes tu sonrisa y no vuelvas a llorar —dijo tocándole la cara.

Olga sonrió por primera vez en horas y Horacio se lo agradeció.

—Ahora podemos hacer tres cosas. La primera, llamar a Alex y decirle que estás aquí —ella negó con la cabeza—. La segunda, llamar a un taxi para que te lleve de regreso a tu casa, o la tercera, preparar la cama de invitados y que duermas aquí.

—La segunda opción sería la más acertada, pero mi abuela se preocupará. Mejor llamaré a Clara, ella vendrá a recogerme —susurró con tristeza—. No llames a Alex, no creo que le haga ilusión saber que estoy aquí.

—Oh, no digas eso. El señor seguro que está preocupadísimo por ti.

—Lo dudo —dijo cogiendo el teléfono—. Tu señor está muy ocupado con su ex mujercita.

Horacio se tensó mientras ella llamaba a su amiga Clara para que fuera a buscarla. Comenzó a planear por su cabeza el miedo de que su señor volviera con aquella horrible mujer y se olvidara del encanto de Olga.

—No te preocupes, Olga —dijo al verla colgar el teléfono—. Alex es inteligente y…

—Regresará con su mujer —concluyó Olga con rabia.

En ese momento desde el interior de la cabaña de Horacio se oyó llegar un coche. Con curiosidad los dos miraron ocultos por la cortina de la ventana. A Olga se le tensaron los músculos cuando vio que en el coche de Alex, Sabrina le acompañaba.

Se sentaron de nuevo ante la mesa, Horacio se sirvió un vaso de whisky y ofreció una copa a Olga; ella aceptó y luego repitieron.

—No me lo puedo creer… —resopló Horacio, incapaz de creer que Alex prefiriera a aquella estúpida y no a la maravillosa mujer que bebía ante él.

—Créetelo, ahí la tienes —resopló Olga, echándose una nueva copa.

Una hora después, entre los dos se habían ventilado casi la botella de whisky escocés y estaban un poco afectados.

—Estoy por subir a su puñetera casa de diseño… hip… y decirle a la guarra esa que aparte sus manos de mi novio… hip… porque ¿sabes, Horacio? Ese que hay allí enfrente hasta hace pocos días se empeñaba en querer ser mi novio. Pero por lo visto, cuando me convenció… hip… y consiguió hacerme cambiar de parecer, dejó de ver la magia que veía en mí. ¡El muy cabrón!

Horacio rió a carcajadas. En ese momento sonó el portero de la entrada.

—Esa es Clarita —rió Olga y Horacio cogió un paraguas y salió a recibirla.

Cuando Clara entró en la casita de madera y vio el estado en que se encontraba Olga, se puso las manos en las caderas y dijo:

—¡Vaya melocotón que llevas encima, reina!

—Hola, Clarita… hip… ¿Quieres una copichuela?

—No, reina. Creo que ya has bebido tú por las dos —y volviéndose hacia Horacio le saludó—. Buenas noches, Horacio.

—Buenas noches, señorita Clara.

—¡Qué coño señorita Clara! —se quejó Olga mientras se servía otro vaso de whisky—. Llámala Clara, o futura señora Butler… ¡Hip!… Eso es suficiente, ¿verdad, Clarita?

—Por supuesto, Olguita —sonrió ella quitándole el vaso y sentándose a su lado—. A ver, ¿me puedes explicar qué ha pasado?

—Que te lo explique Horacio que a mí me da la risa —dijo aquella bebiéndose el vaso de él mientras cambiaba la emisora de radio—. ¡Mi madre!… ¡Cómo me gusta esta canción! —gritó Olga mientras comenzaba a bailar y cantar a grito pelado…

«… Te di mi corazón arroba dot punto com, y tú me has roba… roba… robado la razón… mándame un email, que te abriré mi buzón… y te hago un rinconcito en el archivo… ¡Hip!… de mi corazónnnnnnnnnnnn… uoooo uuuu ooooooooo… de mi corazónnnnnnnnn…».

Pss… baja la voz o la oirán en toda la urbanización —señaló Horacio.

Pero esta sin hacerle caso siguió cantando y bailando.

—Madre mía, pedazo de tajá que te has pillado, compañera —rió Clara al ver a su amiga tan borracha y divertida bailando.

—La encontré empapada y muerta de frío en la parada del autobús de la urbanización —dijo el hombre mirándola—. Según me ha dicho, usted la dejó en el hotel Ritz, pero no llegó a entrar en el salón.

—¿Por qué no has entrado al Ritz? —preguntó Clara mirándola.

—Entrar… entré… pero el doctor Pichón… cuando me vio… Hip… pasó de mí y se fue con la glamurosa y siempre elegante Sabrina. Eso sí —dijo cogiendo la botella de whisky—, me dejó tirada como a la pobre Dolores. ¡Qué pena… mi perra!… Lo que tuvo que sentir la pobre.

—¿Quién es Dolores? —preguntó Horacio, pero antes de que Clara respondiera, lo hizo Olga.

—Mi preciosa pastora de Massachusetts. Esa por la que Bronco se engorila cada vez que la traigo… —Y volvió a cantar:… uuuoooo uuu ooooooooooooo… de mi corazónnnnnnnnn

—Olga, por Dios, trae la botella —gruñó Clara quitándosela—. Bebes más que un fregadero.

En ese momento sonaron unos golpes en la puerta y antes de que nadie pudiera hacer nada, la puerta se abrió y Alex, con gesto ceñudo, se quedó mirándolos.

—¡Mi madre!… ¡Hip!… si es el doctor Capullo en persona —dijo Olga que continuó bailando.

—Horacio, ¿qué es esto? —preguntó Alex sin poder apartar la mirada de ella, que continuaba cantando.

… para queee… quiero másssssssssss… si me dassssss lo que quiero tener… lalalala… te di mi corazón arroba dot punto com, y tú me has roba… roba… robado la razón… ¡Hip!

—Disculpe, señor. Encontré a la señorita Olga bajo la lluvia y… y…

—Me llamaron a mí para que viniera a recogerla —finalizó Clara, que agarró a la loca de su amiga y comenzó a ponerle una cazadora que traía—. Vámonos, Olga, tengo el coche fuera.

Pero Olga, con la vista clavada en Alex, le gritó:

—Eres un maldito hijo de… ¡Hip!… ¡Oh, Dios! No voy a decir una palabra de alto impacto… bueno, sí, ¡qué coño! Eres un maldito hijo de puta. ¿Y sabes por qué? Porque te empeñaste en hacerme creer que debía confiar en ti, en arriesgarme por ti, en dar una oportunidad a lo nuestro, y cuando has conseguido que yo… ¡Hip! baje mis defensas, me das sin ninguna pena una fuerte patada en el culo…

—No es eso, Olga… yo… —intentó hablar Alex, pero esta le interrumpió.

—¡Yo te quería, maldito imbécil! —gritó con gesto tosco—. Y por ti hubiera sido capaz de ir al polo norte y volver descalza, pero ahora… ¡Hip!… no iría por ti ni a la puerta del Carrefour en rebajas.

Sin saber por qué aquel comentario hizo sonreír a Alex, y sintió que la sangre de su cuerpo se calentaba como hacía días que no sucedía.

—Cállate, reina, y vámonos. No merece la pena hablar con él —susurró Clara, que vio aparecer a la imbécil de su ex.

En ese momento entró Sabrina que gritó con mal gesto:

—¡Quita, chucho asqueroso! —dio una patada a Bronco—. Pero ¿qué hacen estas mujeres aquí, mi amor? —gritó al verlas—. Horacio, tú eres tonto —gritó—. ¿Cómo has podido dejar entrar a esta gentuza en casa?

El hombre fue a responder, pero Olga, escapándose de las manos de Clara, bramó:

—Ah, no… ¡Hip!… esto sí que no. No te permito que tú so… so guarra, les hables así a mi Horacio y mi Bronco —y antes de que nadie pudiera hacer algo, le dio tal bofetada que la estampó contra la pared.

Alex acudió enseguida en ayuda de Sabrina, y Olga dijo:

—Tranquilita, guapa. Tu amor te consolará —y volviéndose hacia su amiga que contenía la risa dijo—: ¡Mi madre, Clarita! ¡Qué bien me he quedado con el soplamocos que le he zumbado!

—¡Te has vuelto loca! —gritó Alex asiéndola del brazo.

—Suéltame, CAPULLO, si no quieres recibir tú también.

Pero de pronto Sabrina gritó, dejándolos a todos boquiabiertos.

—¿Qué haces aquí? Tendrías que estar trabajando el resto de la noche. Parrocha me aseguró que…

—¿Parrocha? —preguntó Clara—. ¿De qué conoces tú a Andrés Parrocha?

Olga la miró y miró a Alex. Ahora entendía todo el acoso a que aquel la había sometido aquel día.

—¡Me cago en tu padre, en tu madre y en tós tus antepasados, so… asquerosa! —gritó Olga ofendida.

De pronto, Sabrina se percató de que se había ido de la lengua y huyó hacia la casa de su ex. Tendría que dar muchas explicaciones.

—Esto es increíble —murmuró Clara atónita por lo que había oído.

—¡Qué fuerte! —rió con amargura Olga al ver a Alex con gesto confuso—. Por cierto, ricachón, rechazo la idea de que me hagas una cabaña junto a la de Horacio y me contrates de segurata. Si aquí la menda lerenda tiene que velar por la seguridad de esa pedorra, me la cargo antes que cualquier chorizo.

Alex estaba tan confundido por todo que solo pudo susurrar con suavidad.

—Maldita sea, Olga. ¿Quieres comportarte?

—No… no me sale del mismísimo asunto —y tras pestañearle con gracia, se agachó para besar a Bronco.

—Alex, olvídate de que se comporte —intervino Clara—. Con la cantidad de alcohol y pólvora que lleva en el cuerpo, O’Neill es más inflamable que las Fallas de Valencia. Te recomiendo que cierres el pico y nos dejes marchar antes de que se le encienda la mecha y te carbonice hasta las ideas.

Alex asintió. La jerga que ellas utilizaban en ocasiones para hablar, era tan… tan descriptiva que era imposible no sonreír. Con sus ojos negros observó cómo Olga, tirada en el suelo, hablaba a Bronco con su típica fuente rubia sobre la cabeza. En ese momento algo en él se rompió dando paso a una desesperada inquietud por retenerla junto a él.

—Tengo que hablar con ella, Clara.

—¡Oh, no, Alex! No es buena idea —señaló esta.

—Mira, idiota… —bufó Olga levantándose—. ¡Hip! Yo nunca olvido una cara, pero contigo voy a hacer una excepción y la voy a olvidar. Por lo tanto te aconsejo que te olvides de que existo, como has hecho esta tarde cuando me has visto en el Ritz. ¿Me has entendido o te lo repito en chino?

Dolido por lo que acababa de oír, Alex miró a Clara, que le devolvió la mirada con un gesto serio y se encogió de hombros. Antes de que él pudiera decir nada, retiró a Olga de su lado y dijo:

—Horacio, nos vamos antes de que aquí pase algo peor.

—Las acompañaré hasta el coche —dijo el hombre.

—Olga, yo… —comenzó a decir Alex, pero esta le cortó.

—Si algo me ha quedado claro es que los dioses, los todopoderosos como usted, señor O’Connors, no cumplen las promesas… ¡Hip!… —y tocándose la ropa prosiguió—. En cuanto a la ropa que llevo se la haré llegar limpia y desinfectada, no vaya a pegarle algo. Pero tras eso, no quiero volver a tener nada que ver con usted. ¡En mi vida!

Acompañadas por un serio y preocupado Horacio, salieron de la cabaña sin mirar atrás. Llegaron al coche bajo el terrible aguacero que estaba cayendo y Clara se metió en él para esperar que su amiga y el anciano se despidieran bajo la lluvia.

—Te voy a echar mucho de menos —dijo el hombre mientras aquella mujercita le abrazaba y contenía el llanto.

—Tanto como yo a ti. Pero no te preocupes, a mí siempre me vas a tener. Tienes mi número de teléfono, ¿verdad? —Horacio asintió—. Yo tengo el tuyo. Te llamaré.

Tras una triste mirada por parte de los dos, Olga se metió en el coche, y le tiró un beso cuando Clara arrancó. No muy lejos, Alex, hundido y enloquecido por lo que él solo había propiciado, los observaba y maldecía.