Aquellas Navidades fueron especiales para Pepa. Por un lado, la tristeza por la muerte de nieta Susi le rompía el corazón. Pero por otro, la sonrisa de la pequeña Luna, que ya tenía seis meses, y la felicidad de Olga, la llenaban de gozo y felicidad. Alex se desvivía por ellas, y cuando apareció cargado con cientos de caprichos para todas, Pepa no pudo dejar de sonreír.
La casa de Olga quedó pequeña para la cantidad de amigos que la visitaban. Por ello, para la cena de Año Nuevo se congregaron todos, incluidos los perros, en la casa de Alex. Clara y Oscar, Lidia, con Juan, Eva y David, y por supuesto Horacio, Walter, Pepa, Maruja y el señor Luis. Todos juntos brindaron por el nuevo año junto a Alex, Olga y la pequeña Luna. Nadie se extrañó de que Perla se negara a asistir y prefiriera pasar aquel día en soledad ya que, a última hora, la egoísta Sabrina decidió marcharse a Ginebra con unos amigos para pasarlo bien.
En la casa de la madre de Alex, las cosas iban de mal en peor. Perla no terminaba de aceptar que James era un desalmado y todo lo pagaba con sus hijas y con Alex. Odiaba a sus nuevas parejas y no hacía nada por disimularlo. Ellos intentaron tener paciencia con su madre, pero en ocasiones era imposible. Ella se lo ponía muy difícil. Pero se asustaron una tarde en que una ambulancia la llevó al hospital con un amago de infarto.
En un periódico vio una noticia en la que hablaban de James y se horrorizó al leer la cantidad de cosas terribles que se contaban de él. Tras unos días en el hospital y un amplio reconocimiento médico, finalmente le dieron el alta y regresó a su casa. Allí la tristeza y la soledad le hacían llorar continuamente.
Aquella situación comenzó a desesperar a Alex. Intentó no dejarse chantajear emocionalmente por su madre, pero era imposible. Le ponía entre la espada y la pared con sus reproches y sus quejas, y al final era Olga quien lo pagaba. Llegado ese momento Olga intentó ponerse en su piel. Adoraba a Alex y comprendió que este sufría un enorme estrés. Por ello habló con él y asumiendo en silencio el riesgo que iba a correr su amor, le propuso que le dedicara más tiempo a su madre. Pero nunca imaginó que él caería como un bobo en el juego de aquella y de su ex mujer.
En un principio, Alex, molesto por privarse de la compañía de Olga, iba cada noche a ver a su madre a regañadientes. Allí tuvo que sufrir la compañía de su ex mujer cada noche. Pero inexplicablemente calló y no se lo contó a Olga. Sabía que si se lo decía, esta le montaría —como decía ella— «un gran pollo».
Pero pasado el tiempo tuvo que reconocer que las noches que compartía con ellas en casa de su madre eran las noches de relax, de tertulias interesantes con otros médicos que su madre invitaba y, en especial, de descanso. Y las noches que compartía en casa de Olga eran las noches de los llantos de Luna porque le estaban saliendo los dientes, de carreras porque alguno de los cachorros se comía sus calcetines, de ducha en vez de baño relajante y, en especial, de falta de descanso. En consecuencia, se relajó y comenzó a pasar más noches en casa de su madre.
A pesar de la felicidad que sentía cada vez que veía a Alex, Olga notaba que él cada día se alejaba más. Nada volvió a ser como antes. Ahora era Olga la que luchaba por el amor de él y hablaba de futuro y amor. A cambio, Alex comenzó a llamarla para anular cenas y citas. Sin rechistar, Olga asumía y aceptaba. Pero cuando ella por motivos de trabajo le llamaba para decirle lo mismo, él montaba en cólera y tenían una tremenda discusión.
De pronto, Alex no soportó hacer planes que luego nunca se harían sin darse cuenta de que ella no protestaba cuando era él quien fallaba. Y aunque Olga intentó con todas sus fuerzas compensarle en otros momentos por sus ausencias, era inútil. La seriedad en Alex comenzó a hacer mella en su humor, en su paciencia, y en especial en su amor.
Una mañana, tras un tranquilo fin de semana, Alex la llamó por teléfono a la comisaría para recordarle que aquella noche tenían una importante cena de gala. Era la cena para recaudar fondos en la organización que creó su padre.
—Pasaré a buscarte sobre las seis y media.
—No, Alex. Hoy tengo un día complicado y quizás tenga que ir directa desde la comisaría.
—Ni se te ocurra —gruñó él—. Es un cóctel y una cena de gala. Tienes que venir vestida para la ocasión. Asistirá toda mi familia y quiero que estés bien guapa.
—¡Joder! —protestó Olga, pero al oír su suspiro, añadió—: No te preocupes. Dime dónde es y allí estaré, tan guapa como la mismísima Carla Bruni.
Aquella tarde esperaban a unos narcotraficantes. Tenían que tomarles declaración y comprobar informaciones, y por experiencia sabía que aquello podía demorarse. Pero con un poco de positividad, pensó que con suerte a las cinco de la tarde habría acabado.
—Olga, necesito que seas puntual. Es importante tu presencia en esta gala —dijo Alex con voz dominante.
—Que sí, gruñón, no te preocupes, allí estaré.
Incapaz de creerle, él insistió:
—Me preocupo porque en esta ocasión no voy a admitir ninguna de tus excusas. Necesito que estés allí conmigo. Es un buen momento para comenzar a limar asperezas con mi madre y si no llegas a tiempo, me lo voy a tomar muy mal. Recuérdalo.
Olga se tensó. Ver a Perla era lo último que le apetecía, pero entendía que tarde o temprano tendría que llegar ese día.
—Cariñito, ¿me estás amenazando?
—Sí —asintió él con ganas de discutir.
—Vaya… qué bien —suspiró Olga al notarle tenso. Últimamente siempre estaba tenso.
—Olga, ¿crees que podrás asistir o no? Dímelo porque no quiero volver a discutir con mi madre y hacer el ridículo ante mis invitados. Estoy harto de poner excusas a tus ausencias. La gente no entiende que mi novia prefiera pasarse la vida tras delincuentes cuando podría tener una vida más agradable a mi lado como en su momento hizo Sabrina.
Aquel nombre le revolvía las tripas, pero Olga no quería discutir, aunque él parecía tener la escopeta cargada.
—¡Mi madre, Alex! !Qué pesadito estás hoy! Y en cuanto a tu ex…
—No me calientes más —gruñó él.
—Pero bueno, cualquiera que te oiga pensará que no voy a tu fiestecita porque estoy en el sofá rascándome el ombligo, por no decir algo peor. ¡Joder!
—Odio que utilices ese vocabulario soez.
—Y yo odio que te pongas tan remilgadamente correcto, doctor Pichón.
Tras unos segundos de silencio sepulcral, al final fue Olga la que habló.
—Alex, tengo trabajo. ¿Quieres decirme de una vez dónde tengo que ir?
—A las siete empezaremos mi abuelo y yo los discursos de bienvenida y a las nueve comenzará la cena. Te espero a las seis y media en el salón Real del hotel Ritz. Por favor, no te retrases. Para mí este acto es importante y necesito que estés allí.
—No te preocupes, allí estaré, doctor.
—Adiós.
Alex colgó. Mientras cerraba su móvil, Olga pensó en que este ya nunca bromeaba ni la llamaba teniente O’Neill ni nada por el estilo. Parecía como si el Alex que conoció meses antes, de pronto hubiera desaparecido, y en vez de él, fuera un extraño quien le hablaba.
Como bien intuía Olga, las cosas en la comisaría se torcieron. Y para más agobio, uno de los jefazos de la central, Andrés Parrocha, la persiguió todo el santo día y se empeñó en que ella tenía que tomar las declaraciones. A las seis y media todavía estaba sumergida en la vorágine de las declaraciones, vestida con vaqueros y botas negras.
—Creo que deberías llamar al doctor Pichón y decirle que no vas a llegar —le susurró Clara al intuir su nerviosismo.
—¡Joder! El idiota de Parrocha me tiene agobiada —resopló confundida—. Y para más inri, sé que como llame a Alex, me la va a montar…
—Sí, Parrocha está hoy muy pesadito —asintió Clara al ver cómo las miraba aquel hombre—. Pero no seas tonta y llama a Alex, seguro que lo entiende.
Pero Olga lo sabía y no lo entendió.
—¡Cómo que estás aún en la comisaría! —gritó él—. Te dije que era importante que estuvieras en este acto. Maldita sea, Olga, no puedo contar contigo para nada.
—De verdad, Alex, lo siento. Pero no puedo irme en este momento. Parrocha, uno de los jefes, me está agobiando y…
—Perfecto, como siempre contigo, todo tiene que ser difícil —bramó enfadado al ver entrar en el hotel a unos amigos llegados de Suiza. Su madre salió junto con Sabrina a saludarlos.
—Oye, ¿pero qué narices te pasa? —gruñó al sentirle tan enfadado—. Si no estoy allí es por temas laborales. Yo trabajo, Alex, ¿es que no lo entiendes?
—No, no lo entiendo. ¿Tú no tienes un horario de trabajo?
—¡Anda, mi madre! —se mofó Olga—. Ahora me vienes con esas. Mira, guapo, te recuerdo que tanto tú como yo tenemos dos profesiones en que los horarios de trabajo son muy difíciles de cumplir. Por lo tanto, relájate si no quieres que te cuelgue y…
Pero no tuvo tiempo de decir más porque fue él quien le colgó. Olga se quedó sin habla.
—Me ha colgado —gritó a Clara—. El idiota este… ¡Me ha colgado!
—Venga, relájate. Sabes que él no es así. Tendrá un mal día el hombre.
Pero aunque dijo aquello, Clara sabía que no era así. Por alguna extraña razón, desde el amago de infarto de Perla el carácter de Alex había cambiado. Cuando lo habló con Oscar, este le quitó importancia y le recordó que Alex no pasaba por un buen momento familiar.
Avisado por Horacio, Oscar era testigo de excepción de lo que ocurría en casa de Perla. Intentó hablar con Alex respecto a Sabrina y al poder que día a día tomaba en su familia. Pero Alex, ofuscado, no se lo permitió. Horrorizado, Horacio veía que algunas noches Alex llegaba a su casa acompañado por Sabrina. Sabía que ella dormía en la habitación de invitados; él recogía las cosas por la mañana e intuía que no había contacto sexual entre ellos. Pero aun así, Horacio pensó que tener a aquella arpía tan cerca no podría ser nada bueno.
Oscar omitió contarle a Clara lo que ocurría. No quería problemas con Alex y la mejor forma de no tenerlos era mantenerse al margen. Aunque no le gustaba lo que su amigo estaba haciendo con Olga.
A las ocho menos diez, agobiada por el acoso que Andrés Parrrocha ejercía sobre ella y por la premura de Alex, Olga decidió marcharse aun sabiendo que aquello le traería problemas. Pero al final le hizo caso a Clara, habló con Márquez, y este se cameló a Parrocha y se lo llevó al bar a tomar un café para que ella se marchara. En el parking, Olga miró el móvil y después de comprobar por enésima vez que él no la había llamado, decidió hacerlo ella. Pero le daba apagado o fuera de cobertura.
—Maldito cabezón —protestó.
—Venga, date prisa —apremió Clara, que apareció a su lado—. He hablado con Úrsula y nos espera en la peluquería. Ella te dejará alguno de sus vestidos de noche. Tenéis la misma talla. Te hará un recogido rápido mientras yo te maquillo y a las nueve puedes estar en el Ritz y sorprender el doctor Pichón.
—¿Y los zapatos? Te recuerdo que llevo botas altas —dijo Olga.
—Eso lo siento, reina, pero no lo he podido solucionar. Úrsula gasta un 38, yo llevo botas como tú, y no hay tiempo para ir de compras. Pero no te preocupes, como vas a llevar un vestido largo, nadie te las verá.
Con una sonrisa, Olga asintió, y corrió hacia la peluquería donde su amiga Úrsula las esperaba. Eligió un sencillo pero elegante vestido negro largo hasta los pies, la peinaron y maquillaron, y a las nueve menos cinco Clara la dejó en la puerta del hotel Ritz.
—Anda, ve… —sonrió esta—. Pásalo bien mientras yo me vuelvo a la comisaría a lidiar al tonto del culo de Parrocha. Mañana me cuentas qué dice el doctor Pichón cuanto te vea llegar tan despampanante.
Nerviosa, Olga volvió a llamar al móvil de Alex. Pero este continuaba sin contestar. Decidida, entró en el hotel, y se sorprendió al ver la cantidad de gente y de prensa que allí había. De pronto vio pasar Perla. No la había visto desde el incidente con James y, sin saber por qué, se escondió. Poco después vio en el salón Real a Alex. Destacaba entre todos por su altura y lo guapísimo que estaba con su esmoquin negro. Durante unos minutos Olga, encandilada, le observó hablar y sonreír, y suspiró al reconocer que estaba totalmente enamorada de él.
Por los altavoces del salón se oyó la voz de un hombre indicándoles que tomaran asiento. La cena iba a comenzar.
«Bueno Olga, ahora o nunca», pensó ella.
Se quitó el abrigo y se miró durante unos segundos en un espejo del pasillo para saber que su aspecto era bueno. Al volverse para entrar en el salón, se quedó paralizada al ver que Alex, muy serio, la miraba. Sin apenas moverse de su sitio, Olga le sonrió y como una tonta, le saludó con la mano. Él no respondió. Ni siquiera se movió. En ese momento, Sabrina, luciendo un vestido azul de lo más sofisticado, llegó hasta él y sin percatarse de su presencia, le dijo algo al oído; Alex la asió del brazo y sin mirar atrás ni una sola vez, se alejó. En ese momento, Perla la vio y su sonrisa de satisfacción humilló a Olga, mientras los camareros cerraban la puerta del salón y ella se quedaba fuera.