El camino de vuelta a la casa de Olga se produjo en el más absoluto de los silencios. No quería hablar con él. Cuando llegó al portal de su casa, dijo:
—Gracias por traerme. Adiós —y cerró la puerta del portal en sus narices.
Incapaz de decirle nada, Alex la dejó marchar. Eran las tres de la madrugada y sabía que cualquier cosa que dijera haría que Olga chillara. No quería discutir con ella. Después de todo lo acontecido, no tenía fuerzas.
Ella entró en su casa con los ojos llenos de lágrimas, se quitó aquella ridícula ropa, dio un pequeño beso a la pequeña Luna, que dormía junto a su abuela, y aún consciente de que no iba a dormir, se acostó.
A las diez de la mañana, cuando Pepa regresó de su paseo con Maruja, Luna y la perra Dolores, se encontró a Olga levantada.
—Buenos días, cariño mío. ¿Qué tal la fiesta de ayer?
—Desastrosa —ladró Olga—. ¿Dónde está Luna?
—Está con Maruja, ahora la traerá —respondió la mujer—. ¡Pero bendito sea Dios, mi niña! ¿Qué ha pasado? Vaya ojeras que tienes.
—Abuela, no te lo tomes a mal, pero ahora no tengo muchas ganas de hablar.
—Vale —suspiró Pepa. Pero aquel suspiro fue el detonante para Olga.
—¿Vale qué? —gritó y su abuela la miró.
—A mí no me grites, hermosa, y tengamos la fiesta en paz.
Olga movió una silla con tan mala suerte que uno de los cachorros, Vampirela, estaba debajo y le pilló el rabo. Con rapidez, Pepa cogió el cachorro y gritó a su nieta.
—Pero ¿se puede saber qué te hemos hecho nosotros para que estés así?
—¡Estoy harta! Harta de todo, ¿me has oído? Harta de tener la casa llena de chuchos porque a ti te dé la gana, por lo tanto quiero que hoy mismo esos perros salgan de mi casa, ¿me has oído?
—¿Hoy no tienes que trabajar, hermosa?
—Pero bueno —se quejó Olga—. ¿Qué insinúas? ¿Que me pire de mi casa?
—¡Jesús amante! Cuando te pones así, no te soporto —gruñó Pepa.
Como un vendaval, Olga cogió la caja donde estaban el resto de los cachorros, metió en ella a Dolores y Vampirela, abrió la puerta de la calle y gritó:
—Llévate a estos animales de aquí antes de que lo haga yo misma.
A Pepa se le cayó la taza de café al suelo.
—¡Perfecto, abuelita! Ahora rómpeme la vajilla.
Sin hacerle caso, Pepa fue hasta la puerta y dio un portazo al salir. Con el corazón en un puño, llamó en casa de Maruja y le pidió que se quedara con los animales y la pequeña hasta que ella volviera. Luego regresó a la casa y sin mirar a su nieta, cogió la fregona y comenzó a limpiar las manchas del café.
En ese momento sonó el portero automático. Pepa reconoció la voz de Alex y suspiró. Dos segundos después, él entró en la casa y la anciana le indicó que Olga estaba en la cocina. Alex se plantó ante ella.
—¡No tengo ganas de discutir, Alex, por lo tanto, sal de mi casa ahora mismo! —vociferó Olga.
—Yo no he venido a discutir —dijo él apoyándose en el quicio de la puerta.
—Pues mal día has elegido para venir, hermoso —susurró Pepa.
Olga gritó:
—¡Abuela, nadie te ha dado vela en este entierro!
La mujer dijo algo que no entendieron y Alex dijo:
—Olga, por favor, mírame.
—No.
—Creo que debemos hablar sobre lo que pasó ayer.
—¡Y una mierda! —gritó—. Yo no quiero hablar.
—¡Pues hablarás! ¿Me entiendes? —gritó Alex, sorprendiéndolas.
—¡A mí no me grites! —chilló Olga.
Sin amilanarse por ella ni por nadie, él respondió:
—Pues entonces no me grites tú a mí.
Con rapidez, Pepa decidió quitarse de en medio.
—Me voy a casa de Maruja. Y por favor, si os vais a matar, hacedlo fuera de casa que acabo de limpiar.
Luego se oyó un portazo y Alex sonrió. Aquella mujer era la digna abuela de Olga. Al verle, ella también sonrió e, incomprensiblemente para Alex, se acercó a él y le besó.
—Te quiero, ¿lo sabías? —dijo ella.
Enamorado y boquiabierto por sus cambios de humor, sonrió y abrazándola, aprovechó el momento para decir:
—Si me quieres tanto como yo a ti, pasemos las Navidades juntos.