Cuando llegaron a la casa de Alex, en Somosaguas, eran más de las siete de la mañana. Olga hacía sentir a Alex como un quinceañero y sin aparcar el coche en el garaje, la hizo salir de él y entrar en su casa. Cerró la puerta y le hizo el amor en el recibidor, después sobre la enorme cama y a las ocho de la mañana, agotados, acurrucados uno contra el otro, se quedaron dormidos.
El olor a comida y el rugir de sus tripas despertaron a Olga. Después de dar un beso a Alex en la mejilla, se levantó, se puso el albornoz azul, se lavó los dientes con un cepillo nuevo que encontró y bajó a la cocina donde Horacio la recibió con una sonrisa.
—¡Qué alegría volver a verte, Olga!
—Yo también me alegro de verte… —sonrió ella.
—¿Cómo está la pequeña Luna?
—Oh, está preciosa, Horacio. Pero esa bruja acabará conmigo.
Y acercándose a él, le dio un beso en la mejilla que puso al hombre rojo como un tomate. Luego miró al perro y dijo:
—Hola, Bronco, cariño. ¿Qué tal estás?
El animal la miró con su cara de alegría y ella le cogió el hocico, le plantó un beso en la cabeza y se volvió hacia Horacio.
—Um… ¡Qué bien huele! ¿Qué cocinas?
—Lasaña de carne, ¿te gusta?
—Me encanta, y con el hambre que gasto en estos instantes, aún más.
El hombre sonrió. Le encantaba la espontaneidad de aquella muchacha y su estupendo sentido del humor.
Minutos después, Alex se les unió recién salido de la ducha. Para sorpresa de Olga, vestía un cómodo y amplio pantalón de chándal negro y una camiseta de tirantes blanca. Saludó a Horacio y a Bronco, besó a Olga y se sentó a charlar con ellos.
«¡Mi madre!… vestido de sport estás que crujes, doctor», pensó Olga excitada.
Durante un buen rato los tres tuvieron una agradable conversación hasta que Horacio, una vez acabó la comida, se marchó seguido por su perro y los dejó solos.
—Tengo que llamar a casa. Necesito saber que Luna está bien. Además, no le dije nada a mi abuela, y estará… uf… estará que trina.
—Llámala desde aquí —entregó Alex un teléfono inalámbrico.
Ella marcó el número de teléfono y Pepa rápidamente lo cogió. Olga dio a un botón y conectó el manos libres.
—Hola, abuela —rió Olga mientras le indicaba a Alex que se quedara y escuchara.
—¡Bendito sea Dios, hermosa! ¡Me tenías preocupada! Pero ¿tú has visto la hora que es? ¿Dónde estás? Y sobre todo, ¿con quién? ¿Estás con el mozo que vino anoche a buscarte… Juanito? Ainsss… si es que no gano para disgustos —Olga miró divertida a Alex y él sonrió—. Cuando he regresado de mi paseo con Maruja y he visto que no habías llegado, se me han abierto las carnes en canal al pensar dónde estaría esta muchacha. Te llamé al móvil, pero lo tenías desconectado. Incluso llamé a Clarita, pero ella tampoco lo tenía operativo. Te juro, Superwoman, que iba a esperar media hora más y luego me iba a ir a la comisaría con Luna para preguntar por ti.
Alex, atónito ante la parrafada de aquella mujer, miró a Olga y ella, divertida, se encogió de hombros.
—Abuela, para y relájate…
—Pero ¿cómo me voy a relajar, si es que vives sin rumbo? Ay, criatura de Dios, que yo pensaba que habías sentado la cabeza desde que llegó Luna a tu vida, pero veo que no. Seguirás corriendo tras delincuentes y durmiendo en casa de a saber Dios quién.
—Tranquila, Pepa, está conmigo. Soy Alexandro O’Connors —aclaró Alex sin poder remediarlo. Olga le regañó con la mirada, pero prosiguió—. La culpa ha sido mía. Salimos tarde de la fiesta, la rapté y me la traje a mi casa —al oír la risa de la mujer añadió—: Ya sabe usted que Superwoman no es fácil de convencer.
—Oh, Alejandrito… ¡qué alegría oírte! Ahora que sé que está contigo ya me quedo más tranquila. Pero es que, hermoso, esta chica me trae por la calle de la amargura.
—Uf… ¿qué me va a contar, Pepa, que yo no sienta también? —susurró aquel mientras miraba a Olga.
—¡Qué paciencia hay que tener con ella, hermoso! Si ya decía mi difunto Gregorio, que en paz descanse: «Esta niña es un chicazo».
Alex no pudo por menos que carcajearse ante la cara de incredulidad de Olga, que los escuchaba sin saber si reír o gritarles para que callaran.
—A ver, graciosillos, ¿qué tal si dejáis de hablar de mí? Porque, oye, no es por nada, pero mi paciencia no es eterna… y vosotros estáis empezando a agotarla.
—Vale, Superwoman, no te enfades —sonrió la anciana.
En ese momento se oyó un grito de Luna y Olga preguntó rápidamente:
—¿Cómo está mi bichito preferido?
—Perfectamente, y que sepas que ha dormido toda la noche en la cuna —dijo Pepa al ver a la niña reír sentada en el parque.
Olga sonrió y puso cara de madraza. Alex intervino con rapidez:
—Pepa, usted no se preocupe. Le prometo que mañana se la entregaré en casa viva.
—Oh, no te preocupes, muchacho, ahora que sé que está contigo, como si te la quieres quedar para siempre.
—¡Abuela! —se quejó Olga, pero sonrió al ver a Alex reír.
—Mira, hermosa mía, digo lo que pienso. Sé que con Alex, la pequeña Luna y tú estaréis recogidas y cuidadas.
—Por favor, abuela. Cualquiera que te oiga pensará que vivimos entre cartones.
—Alejandrito me entiende, ¿verdad, hermoso?
—Sí, Pepa, la entiendo.
—Ea… pues no hay nada más que hablar. Por Luna no te preocupes, que está como una reina. Que lo paséis bien.
Y colgó.
Alex observó con regocijo a Olga que, divertida después de oír a su abuela, se tapó la cara con las manos y movía la cabeza.
—Ven aquí, Superwoman, y no te preocupes por nada. Pepa lo tiene todo controlado —rió Alex. Ella vio sus brazos abiertos y se lanzó encima de él.
—¡Qué bien hueles! —susurró al oler su cuerpo.
—Mmmm… tú hueles mejor —sonrió besándola en el cuello.
—¿Sabes, Alex? Nunca te había visto vestido de sport y estás muy guapo. Tienes un aire tan actual que no pareces el doctor serio y encorsetado de traje y corbata de todos los días.
—Vaya… ¿debo tomarme esto como un piropo o no?
Olga sonrió feliz.
—¿Sabes una cosa, doctor?
—Dime, O’Neill.
—Creo que aquí —dijo tocándole el hombro— te quedaría de muerte un tatuaje del estilo del lleva el cantante Robbie Williams. Mmmmm, ¡qué sexy, por Dios!
Alex la miró sorprendido.
—¿Quién es ese? —preguntó con una sonrisa.
—De verdad, chiquillo, que a veces parece que vives en otro mundo. Robbie Williams es un cantante pop inglés que me encanta. A veces se le va la pinza, pero es divertido y original. Recuérdame que te muestre el vídeo en que canta con Nicole Kidman la canción Something stupid. ¡Oh, Dios!… En ese vídeo se queda en camiseta blanca de tirantes y se le ve el tatuaje… Me vuelve loca.
—No me gustan los tatuajes —aclaró él—. No van conmigo ni con mi estilo de vida.
—¡Mi madre! —exclamó mirándole—. Pues mi hada bien que te gusta.
—Eso es diferente. Cuando te conocí ya lo tenías, pero si hubieras estado conmigo, no creo que a mí me hubiese gustado que te lo hicieras.
—Pues siento decirte que voy a hacerme en el tobillo una luna, por mi hija.
—No lo dirás en serio, ¿verdad?
—Me temo que sí —admitió ella.
Él la miró con gesto preocupado y declaró:
—Pues no me gusta la idea.
Dispuesta a no ponerse seria, ella murmuró:
—Ainss… ¡Qué clásico y antiguo eres a veces! Me recuerdas a mi abuela.
—Tienes una abuela encantadora, no te quejes —suspiró abrazándola.
—Ya lo sé, pero a veces me agobia mucho con ciertas cosas.
—¿Qué cosas?
«Ea… ya estamos liados con el temita del año», pensó ella.
Pero Olga no contestó. Separándose de él abrió el cajón donde estaban las cápsulas de la cafetera. Cogió dos, fue hasta la cafetera y preparó dos cafés. Alex no le quitaba los ojos de encima. Le gustaba ver cómo se movía por su cocina. Una vez terminó, puso ante él un café y él se lo agradeció con una sonrisa. Cuando finalmente acabó con el suyo, se sentó en el taburete, y dijo:
—Mi abuela quiere para mí una vida con marido, niños, hipoteca y perros. Pero yo no quiero eso. Me encanta estar contigo. Me lo paso genial. Pero desde hace un tiempo noto que lo que en un principio era divertido, ahora lo es más y estoy comenzando a asustarme.
—Umm… qué bien —suspiró él.
—Mira, Alex… Me atraes mucho. Me gustas demasiado y eso está comenzando a ser un problema porque no quiero más responsabilidades de las que ya tengo. Yo vivía muy bien antes, y estar contigo me crea unas expectativas que son justamente las que yo siempre rehuía.
—Te atraigo… te gusto… voy por buen camino —volvió a bromear y ella se enfadó.
—Vamos a ver… ¿tú eres tonto o es que te lo haces?
—Dejémoslo en que me lo hago, O’Neill —respondió levantándose. Ella se levantó también—. Ese genio tuyo me vuelve loco —sonrió mirándola.
—Aléjate de mí ahora mismo si no quieres que te tire la taza a la cabeza.
Pero no le dio tiempo a moverse. Alex ya la tenía en sus brazos y a grandes zancadas la llevaba hacia el salón. Una vez allí, la soltó en el sofá y se sentó junto a ella.
—Vamos a ver, inspectora. Me atraes. Me gustas. Adoro a tu hija, y eso de momento me hace feliz. No quiero pensar en nada más. Deja que el tiempo pase, y lo que tenga que ser, será.
—No quiero ni puedo. Porque cuando pienso en ti, Alex, siento terribles calores de cintura para abajo y horrorosos dolores de cabeza.
Alex se carcajeó y dijo:
—En mi vida había oído algo igual.
—Piensa con frialdad, ¿vale? —susurró ella mientras de la muñeca se quitaba una goma y se recogía el pelo en lo alto de la cabeza. Él asintió y se acomodó en el sofá para escucharla—. Yo soy poli y tengo un sueldo medio con el que no me permito lujos, pero no me quejo. Soy madre soltera de una preciosa niña y tú siempre has querido un niño.
—Adoro a Luna. Lo del niño se puede remediar.
—Me paso media vida con una pistola en la calle. Utilizo palabras de alto impacto —Alex sonrió—. Me gustan los tatuajes, ir a mi bola, ver películas románticas, relajarme viendo a los pingüinos, soltar adrenalina con algo de acción, y no quiero más responsabilidades que mi pequeña Luna. En mi cabeza no entra tener hijos, y mucho menos marido, y aunque tampoco quería tener perro, mi abuela se empeña en colocarme alguno cada vez que viene a mi casa. Y ahora mismo tengo ocho a los que tarde o temprano tendré que buscar un hogar.
—Ummm… Cada vez me gustas más, O’Neill —sonrió él.
—Escúchame, cabezón. Tú eres un reconocido neurocirujano con un sueldo que debe ser la leche melonera con el que te permites lujos como esta casa y a saber cuántas más. Deseas responsabilidades porque en tu precioso garaje tienes una moto flipante que quieres que algún día sea de tu hijo. Y para eso no hay que ser muy lista para deducir que antes querrás una mujer, con la que seguramente te casarás en un gran bodorrio y…
Alex con su mano le tapó la boca y ella calló.
—En cuanto a mi sueldo, creo que me lo gano trabajando todos los días, como tú. Y sí, tienes razón. Además de esta casa, poseo una en Escocia, otra en Suiza y otra en Ibiza.
—¡No jodas!… ¡En Ibiza! —gritó. Pero al ver cómo la miró dijo—. Perdón, no quería utilizar una palabra de alto impacto.
—Olga, yo lo único que quiero es ser feliz, y no me refiero a vivir rodeado del lujo que, gracias a mi familia y después a mi trabajo, me rodea. Me refiero a que quiero ser feliz en la vida. Y si esa felicidad la encuentro en una mujer como tú, que utiliza palabras de alto impacto y que me está volviendo loco, ¿qué voy a hacer?
—Lo sabía —protestó Olga—. Sabía que lo ibas a complicar. Ahora pretendes que pasemos de ser amantes a ser padres.
—No, inspectora, no. Aquí quien complica las cosas eres tú. ¿Y sabes realmente por qué? —Ella negó con la cabeza—. Porque te niegas a admitir lo que quieres de la vida.
—¿Y tú sabes lo que quieres?
—Claro que sí. Pero a diferencia de ti, yo vivo el presente, y si mañana me equivoco, intentaré que mi siguiente relación sea diferente. Pero tú te niegas a vivir el presente porque tienes miedo al fracaso y…
—Alex, si alguna de tus hermanas se enamorara por ejemplo de un poli o un camarero, ¿tú qué pensarías? ¿Te parecería bien? —Él lo pensó durante unos segundos y ella le apremió—: Dispara, doctor.
—No lo sé. Creo que ellas aún son jóvenes para enamorarse y…
—A ver, doctor —sonrió ella—, tienen veintiocho… Ya son mayorcitas.
—Tienes razón, pero para mí siguen siendo unas niñas, mis hermanas pequeñas.
—Pero tarde o temprano se enamorarán, ¿no crees?
—Eso espero —sonrió aquel—. Pero ¿por qué me preguntas esto?
—Por nada en especial —disimuló—. Solo quería saber si ellas tienen el mismo derecho que tú a descabalar su vida por alguien que económicamente no es tan solvente como vosotros.
—Por supuesto que sí. —Y con una sonrisa sensual que hizo a Olga temblar le susurró—: Cariño, las cosas ocurren cuando menos te lo esperas. En temas de corazón y sentimientos, nada se puede planificar.
—Sí, pero…
Alex no la dejó continuar:
—Para mí conocerte ha sido lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo, y aunque es cierto que, como bien dijiste, no pegamos ni con cola, yo no quiero perderte. Tienes un encanto, una luz en tu sonrisa y en la mirada… Yo me moriría si dejara de tenerlos.
—¡Joer! —murmuró boquiabierta—. Nunca me habían dicho nada tan bonito.
Alex sonrió y continuó:
—Además, no todos los días se conoce a una mujer que posea las cuatro eses. —Olga frunció el ceño y antes de preguntar Alex aclaró—: Eres simpática, sincera, sencilla y sexy. ¿Qué más puede desear un hombre como yo?
«Ay, Dios… cómo no voy a estar loca por ti», pensó Olga mientras sonreía. Alex la besó.
—Me dejas sin palabras, doctor —resopló atontada.
—Arriésgate conmigo, cariño.
—Pero Alex, si es que somos como el día y la noche. Nuestras familias y amigos no tienen nada que ver. Nuestras vidas no son afines, incluso no te puedo invitar a una hamburguesa porque las odias, cuando a mí me vuelven loca.
Alex sonrió, le dio un delicado beso, la tumbó en el sofá y le susurró al oído:
—Es cierto, las odio. Pero me vuelve loco la chica que me invita.