39

Aún quedaban más de cuatro semanas para que finalizara el año, pero la Gran Vía de Madrid ya estaba engalanada de Navidad y luces de colores. Había pasado casi un mes desde lo ocurrido en el operativo, y tanto Dani como Clara y ella misma estaban bien.

Tras salir del hospital, Alex tomó las riendas de la relación y el tiempo que Olga estuvo de baja no se separó de ella y de la pequeña Luna ni un segundo. Pepa se inventó un viaje a Benidorm, y Alex hizo que Olga, la niña y los cachorros se trasladasen con rapidez a su casa de Somosaguas. En cuanto Horacio conoció a la pequeña y ella le hizo uno de sus gorgoritos, él se convirtió en su esclavo. Aquellos días Olga descansó como nunca mientras Horacio y Alex se ocupaban de la niña y de toda la jauría.

Pero cuando Olga se recuperó y decidió volver al trabajo, Alex y ella tuvieron una enorme discusión, que al final arreglaron gracias a la pequeña Luna. No podían vivir el uno sin el otro, pero Olga seguía empeñada en que no debían confundir las cosas. Lo que nunca le confesó era el miedo que sentía cada día al percibir que ansiaba y necesitaba más su cariño y su amor. Pero eso, a pesar de necesitarlo, Olga se lo negaba. No quería volver sufrir. No obstante, su coraza se fue resquebrajando día a día y la necesidad de sentirse amada y querida por Alex comenzó a poder con ella a pesar de su aparente frialdad.

Durante aquellos días Horacio fue feliz. La casa de Alex, aquella enorme y preciosa casa, de pronto tenía vida al estar Olga con la pequeña allí, los perros corriendo por la parcela, y Oscar y Clara visitándolos continuamente. Pero la felicidad que durante aquellas semanas había sentido también Alex, desapareció finalmente cuando Olga decidió volver al trabajo, regresar a su casa y llevarse a Luna y a todos los cachorros.

—¿De qué va este año lo de Cortilandia? —preguntó Clara al frenar en uno de los semáforos de la Gran Vía.

—Ni idea. Desde que hace cuatro años nos tocó ir allí a cubrir la seguridad, le cogí tal tirria que se me ponen los pelos como escarpias solo con pensar en meterme entre esa masa de niños y gente para ver angelitos y muñequitos cantar «cortilandia… cortilandia… vamos todos a cantar, alegría en todo el mundo, porque ya es Navidad».

—¡Joder, Olga!… Si te la sabes —se guaseó Clara.

—¡Qué remedio! Mi abuelos nos llevaban a Susi y a mí cada año a verlo. ¡Como para no habérmelo aprendido! Eso sí… ni loca traigo yo a mi niña aquí.

—Bueno, bueno… Yo que tú no decía eso. Al final caerás como todos los humanos y vendrás. Ya lo verás.

Al darse cuenta de que Clara tenía razón, Olga sonrió mientras observaba a la gente andar deprisa de un lado para otro.

—Pero ¿tú has visto cómo gasta la gente? ¡Y eso que estamos en crisis!

—¿Crisis? ¿Qué es eso? —suspiró Clara—. Oye, hablando de crisis. ¿Qué le compro a la cagona para Reyes?

—Uf… no sé. Pero por Dios, lo que le compres que no sea muy grande. Tengo la casa reventona.

—¿Y al Pichón qué le vas a comprar?

—Si te soy sincera, no tengo ni idea. Tiene de todo y no se me ocurre nada original que regalarle. Y tú, ¿qué le vas a regalar a Oscar?

—Un clásico. Una Black and Decker.

Olga la miró sorprendida.

—No me mires así. Creo que es un regalo excelente. Estoy harta de que cada vez que quiero colgar un cuadro, tener que esperar a que venga alguien y me lo ponga.

—Puede que tengas razón —asintió Olga, a quien le sonó el móvil. Habló unos segundos y colgó.

—No me lo digas —se mofó Clara—. Por tu sonrisa y ese tonito de voz entre tontuso y meloso, ¿a que hablabas con el doctor Pichón?

Olga no quería reconocer que Alex provocaba en ella aquella extraña reacción. Era verle o hablar con él por teléfono y una tonta sonrisa se adueñaba de ella. Incluso hasta le cambiaba la voz.

—Sí, era mi doctor Pichón.

Uhhhhh —sonrió Clara—. ¡Qué sentimiento de la propiedad! ¡Mi doctor!… Ainsss… Olga, que te estás enamorando.

—No digas tonterías.

—Por favor, reina, qué alérgica eres a la palabra amor. Mira, es pronunciarla y me parece ver que te sale un sarpullido por el cuerpo.

Olga sonrió.

—Vale. Lo admito. Me gusta mucho. Tanto que a veces me asusto yo sola, y ahora que he vuelto a mi casa tras pasar casi tres semanas en la suya, donde me ha mimado, me ha cuidado y me ha hecho necesitarle más de lo que quiero reconocer, le echo de menos mucho… muchísimo… demasiado… más que demasiado, y por favor, no quiero hablar más de este tema o te juro que soy capaz de ponerme a llorar aquí y ahora como una tontusa.

—¡Mi madre! —silbó Clara. Pero no quería agobiarla y preguntó—: ¿Qué quería ese doctor tuyo?

—Quería saber que ya estábamos de camino hacia el hospital con los bolsillos llenos de dinero para pujar por ellos.

Aquello le torció el gesto a Clara.

—¿No te parece una yankilada por no decir horterada, eso de hacer una rifa de solteros en el hospital? No me hace ninguna gracia que nadie puje por mi doctor.

—Mujer… es una manera divertida de sacar dinero para comprar juguetes a los niños más desfavorecidos. Todos los hombres solteros, viudos o separados del hospital entran en la rifa, y quien lo compre, se asegura una cena con él —asintió Olga no muy convencida—. Yo creo que es una excelente idea.

Ja… me río yo de las buenas causas. Seguro que más de una lagarta saca provecho a la cenita. Por si acaso, yo llevo trescientos euracos de vellón para pujar por mi doctor Agobio, y doscientos en calderilla. No pienso permitir que se vaya a cenar con ninguna de esas enfermeras —aseguró Clara—. ¿Cuántos llevas tú?

—Alex me dijo que con trescientos había más que suficiente. Pero por si acaso, llevo otros trescientos más, por si se presenta un caso de emergencia —musitó Olga divertida.

Dejaron el coche en el parking privado del hospital y con una sonrisa se dirigieron hacia el ascensor, aunque al llegar se les borró. Allí estaban Perla, la madre de Alex, y una mujer a la que no habían visto nunca y que por su gesto parecía tan avinagrada como la otra. Durante unos segundos, las cuatro se miraron, en especial Perla y Olga. Las lanzas estaban en todo lo alto.

—¿Cómo es que han dejado el coche en el parking privado? Ustedes deberían dejarlo en el parking público del hospital —preguntó Perla mirándolas.

—Bueno… ya empiezan a tocarme las narices —resopló Clara al oírla.

—Mire, señora —contestó Olga—, tengamos la fiesta en paz.

Cuando llegó el ascensor, entraron las cuatro, pero la incomodidad era patente.

—¿Habéis venido a la rifa de solteros? —preguntó la mujer más joven.

—Sí, a eso hemos venido —respondió Clara—. A ver si cazamos a algún tonto que nos saque de pobre, nos compre una preciosa casa y nos pague la peluquería todos los días.

Sin poder evitarlo, Olga se carcajeó mientras observaba cómo la mujer más joven la miraba de arriba abajo sin ningún tipo de decoro.

—No me lo puedo creer. ¡Menuda desfachatez! —se quejó Perla.

Una vez se abrieron los ascensores, Perla sujetó a Olga por el brazo y ésta la miró con el ceño fruncido.

—Que tengas buena suerte en la rifa —sonrió Perla, y empujándola hacia un lado se marchó del brazo de su glamurosa y estirada amiga.

A Olga le comenzó a salir humo por las orejas. Con rapidez Clara le susurró:

—A ver… espira e inspira antes de soltar alguna de las tuyas, que te conozco.

Olga sonrió. Aquella mujer quería dejarla en evidencia delante de todo el hospital, pero no lo conseguiría. Por ello instaló una forzada sonrisa en su boca, saludó a unas enfermeras que la reconocieron y dijo:

—Anda, vamos adentro antes de que cambie de opinión y le arranque a esa pija hasta los empastes.

Una hora después, en la sala de actos del hospital, el jolgorio era tremendo. Todos los hombres solteros pasaban uno a uno por el estrado y las mujeres —daba igual que fueran enfermeras, médicas o visitantes— pujaban por ellos.

—Pero bueno… No me digas que Walter también está en el lote a rifar —se carcajeó Olga a ver al anciano todo perfumado subir al estrado.

La puja por Walter comenzó con diez euros, y tras pujar varias enfermeras por él, al final ganó una que ofreció trescientos euros. Después de Walter, entre risas y aclamaciones rifaron a varios médicos, enfermeros y celadores del hospital. Las pujas llegaron a los cuatrocientos euros hasta que sortearon a James y Perla ofreció por él seiscientos euros.

—Uf… ¡qué nervios!, espero no tener que partirme la cara con nadie —suspiró Clara al ver a Oscar divertido subir al estrado con su característica sonrisa.

La puja comenzó por diez euros, una enfermera subió a cuarenta, Clara ofreció cincuenta, pero parecía que las enfermeras no estaban dispuestas a dejárselo y subieron la oferta hasta trescientos cincuenta euros.

—Ofrece cuatrocientos, yo te lo dejaré —pellizcó Olga a su amiga.

—Ya lo sé, el problema es si ofrecen más —y gritó—: ¡cuatrocientos euros!

Oscar le sonrió y le tiró un beso, pero la enfermera morena que había ofrecido trescientos cincuenta, la miró con gesto de mala leche y gritó:

—¡Mil euros!

Cuando todo el mundo oyó aquello, una exclamación recorrió la sala y Oscar, incrédulo, la miró.

—¡La madre que la parió! —gritó enfadada Clara—. Al final voy a tener que partirle la cara a alguna de estas frescas.

Y antes de poder hacer nada, la mujer que llevaba el sorteo dio un martillazo en la mesa y se lo adjudicó a la morena de grandes tetas, que subió al estrado a por Oscar. Sin poder hablar con Clara, él se marchó con cara de circunstancias.

—¿Ves ahora por qué no me hacía gracia este absurdo sorteo? —bufó Clara.

Olga, incómoda, miró hacia atrás. Vio a Perla divertirse de lo lindo junto a Walter y a James. Pero dos segundos después, Alex subió al estrado y un aplauso general estalló en el salón de actos. Olga sintió que se le revolvían las tripas. ¿Qué narices hacían todas aquellas lobas silbando a su chico?

—Oh… oh… —suspiró Clara al oírlo—. Creo que vamos a tener problemas.

Alex estaba guapísimo con su bata blanca y su gorrito de aviones. Pero claro, ¿cuándo no estaba espectacular? La rifa comenzó y él la miró con una sonrisa que la derritió. Desde su sitio, Olga le observaba y veía como sonreía ante los piropos que las mujeres le decían.

—Cien euros —gritó una enfermera del fondo.

—Ciento cincuenta —ofreció Olga orgullosa.

Pero el orgullo se le bajó a los pies cuando observó que el resto de las féminas subían y subían la apuesta; superaba ya los trescientos euros.

—A estas les arranco yo las extensiones —gruñó inquieta y gritó—: Cuatrocientos.

—Quinientos —gritó una mujer del fondo.

—Seiscientos —aulló una enfermera morena que rodeada de sus amigas se carcajeaba y las miraba.

—Esto es increíble —susurró Clara incrédula—. ¡Qué poco respeto tienen a la propiedad privada, las muy brujas!

Alex la observaba y por su gesto supo que aquello que estaba ocurriendo no le gustaba nada a O’Neill.

—Clara, ¿puedes dejarme tus quinientos euros?

—Tuyos son —asintió esta.

Entonces Olga se levantó y gritó con cara de enfado:

—Mil euros.

Todas la miraron, pero rápidamente la rubia del fondo pujó.

—Mil cien.

Olga contraatacó sin pensárselo e incluso Alex se sorprendió.

—Mil quinientos euros.

—¡Ostras!, que no tenemos tanto —susurró Clara a su amiga, pero esta parecía no oírla.

—Dieciocho mil euros —dijo una voz del fondo y todas se volvieron estupefactas.

—¡La madre del cordero! —susurró Clara, y al ver el gesto de su amiga dijo—: Olga, no se te ocurra abrir el pico, que esa apuesta no la podemos superar. ¡Es una burrada de dinero!

Consciente de que no podía llegar, se sentó enfadada. Las enfermeras, junto a Perla, aplaudían felices.

—¡Brujas! —murmuró Olga mirándolas con odio.

Agarrada a su silla vio que la mujer que había subido en el ascensor con la madre de Alex y ellas, le dio un beso a Perla, lanzó a Olga una mirada nada conciliadora y se encaminó hacia el estrado con sus taconazos impresionantes y su vestido sedoso de lo más sugerente.

Alex miró a la mujer con gesto de sorpresa y no apartó los ojos de ella; le dedicó una sonrisa, la besó en la mejilla, la agarró por la cintura y se marchó sin mirar atrás.

Diez minutos después, mientras la sala de actos se vaciaba, Olga continuaba sentada con un gesto indescriptible. ¿Por qué Alex había sonreído así a aquella mujer? Y sobre todo, ¿por qué sentía que le habían arrebatado algo que ella consideraba suyo?

«Oh, no… Esto no me puede estar pasando a mí», resopló tocándose el corazón.

—Vámonos, Olga. Aquí no hacemos nada —suspiró Clara. La conocía muy bien y sabía lo que estaba pensando en ese momento.

—¡Mi madre! —susurró sin levantarse—. Me va a dar algo. Tengo las pulsaciones a dos mil por hora y lo peor de todo: estoy tan terriblemente celosa que creo que me voy a marear.

—A ver. Espira… inspira… espira… inspira…

Olga obedeció y respiró como aquella le decía, se levantó y juntas fueron hasta la máquina de bebidas. Necesitaban algo fresco.

—Esto es surrealista —se quejó Clara, molesta por no saber dónde estaba Oscar.

—¡Ay, Dios! La he cagado —gimió Olga incrédula—. He dejado que el corazón me nuble la razón, y mira ahora cómo estoy, a punto de coger un cuchillo e ir a…

Pero las voces de unas enfermeras la hicieron callar…

—Esa es Sabrina, la ex del bombón O’Connors. De vez en cuando viene por aquí a visitarle. Aunque yo creo que viene a que él le dé un repasito en la cama. Según he oído, el doctorcito es una fiera pasional.

Olga las oyó y abrió la boca para protestar, pero los dedos de su compañera se la cerraron. Sin decir nada, sacaron un par de cervezas de la máquina y bajaron al aparcamiento.

—Ahora ya puedes —asintió Clara mirándola.

Y como un resorte, Olga comenzó a blasfemar contra todo bicho viviente. Se acordó de todos los antepasados de la ex mujer de Alex y también de su madre. Cinco minutos después, y más desahogada, miró a su amiga.

—Me muero por un vaso de agua. Tengo sed…

Clara, con una sonrisa, la abrazó y para hacerla sonreír le dijo entregándole uno de los botes:

—Ahorra agua, bebe cerveza.