37

A las once de la noche, subidas a unos taconazos de escándalo, dos espectaculares rubias, una más clara y otra más oscura, movían su pandero mientras caminaban por la calle Carretas con tranquilidad. Clara se puso una falda de cuero negro con un top rosa, y Olga, el minivestido de cuero negro que destapaba más que tapaba y sus botas de caña alta.

¡Buenorrasssssssss! —les silbó un taxista al pasar. Aquel fue el piropazo más suave que oyeron durante horas…

—Chicas —se guaseó López por el pinganillo desde el bar—. Creo que habéis confundido vuestra profesión.

Eso las hizo sonreír.

—Sí, López, sí —se mofó Olga—. De putas… nos forramos.

Sin mucha gracia, el gordo Santander dijo, enfadándolas:

—Dime cuanto cobras, rubia, que rápidamente te doy trabajo.

Ellas se miraron y maldijeron. Mejor ni contestarle. Dos horas después, sobre la una de la madrugada, el dolor de pies ya era molesto. Su humor contra Santander era terrible y pésimo. Era un tío muy desagradable.

—Como alguien más me vuelva a preguntar «¿Cuánto?» o me hable de una cubanita o algo por el estilo —bufó Olga—, juro que…

—¡Ay, Dios!… que me meo —se quejó Clara—. ¿Dónde puedo entrar a mear?

—Entra en el bar donde están tus compañeros, pero no los mires —respondió la voz suave de Juan a través del pinganillo.

Ambas se miraron y Clara entró en el bar. Olga se quedó sola andando calle Carretas abajo. Sobresaltándola, un grupo de tres hombres tomaron a Olga del brazo y tirando de ella la metieron en un portal. Eran tres borrachos.

—Como no me soltéis, gilipollas —gritó al verse acorralada contra la pared—, os juro que…

Pero no le dio tiempo a decir más. Juan, el jefe, junto a varios más vestidos con ropa de calle, salieron por una puerta y tras esposar a los borrachos, que se asustaron, los metieron dentro de una casa. No podían jorobar el operativo. En ese momento quedaron a solas Juan y Olga en el portal. Este tocándole en la oreja, le apagó el pinganillo, luego apagó el suyo.

—¿Te han hecho algo? —preguntó mirándola.

—No tranquilo, solo eran tres borrachos.

Tras un silencio extraño para los dos, Juan la miró y sonrió.

—Cuando todo esto acabe, me gustaría tomar una copa contigo y charlar.

Olga le miró con sorpresa e iba a responder cuando Clara entró como una tromba al portal.

—Pero ¿qué coño ha pasado?

—Nada —respondió Olga—. Unos borrachos intentaron propasarse, pero nada…

Juan, con una sonrisa que hizo que Olga le mirara con atención, se acercó de nuevo a ella, le tocó de nuevo el pinganillo en la oreja y lo encendió. Luego se lo encendió él.

—Muy bien, inspectoras, todo controlado.

Segundos después, aquel extraño hombre desapareció por la puerta por donde había salido.

Al ver que su amiga iba a decir algo, Olga le tapó la boca y se señaló la oreja. Las escuchaban. Clara asintió y sin decir nada, salieron del portal y comenzaron a andar de nuevo por la calle Carretas. Veinte minutos después, uno de los hermanos Feijoo, Francisco el Besucón, se bajó de un coche rojo que no aparcó y se marchó.

—Atención —dijo Juan a través del pinganillo—. Francisco Feijoo acaba de llegar. Que nadie actúe. Esperaremos a que llegue su hermano y los pillaremos a los dos.

Como bien se imaginaron, al ver a las dos despampanantes rubias el delincuente no pudo resistirse.

—Hola, guapas —saludó y ellas sonrieron—. ¿Vais a estar por aquí?

—Todo depende, amorcito —murmuró Clara.

Olga, muy metida en su papel, se acercó a él y le dijo algo al oído; él sonrió. Sacó un fajo de billetes de su bolsillo, los exhibió, cogió dos billetes de cincuenta pavos y metiendo uno en el pecho de Olga y otro en la cinturilla de Clara, les susurró:

—Si estáis aquí dentro de un ratito… os prometo más.

Y dándose la vuelta, les dio a las dos un azote en el culo y con una sonrisa mellada se metió en el portal número 21.

—¡Capullo! —susurró Olga.

—Muy buena actuación, rubitas —se guaseó Santander por el pinganillo y ambas blasfemaron.

A las cinco de la madrugada, pocas personas pululaban por aquellas calles, a excepción de travestis, borrachos y chaperos. Cansadas de andar, se apoyaron en la esquina y olvidándose de los pinganillos comenzaron a hablar.

—Creo que has metido la pata con el Pichón —dijo Clara.

—No quiero hablar de ello.

—Por mí como si quieres ser monja —respondió Clara—. Has metido la pata, la zarpa y todo el cuerpo hasta el fondo. Te has pasado. Has soltado tu lengua de víbora y has dicho más de lo que en el fondo querías decir.

—Ah, ¿sí? ¿No me digas, listilla? —replicó Olga—. ¿Y tú qué?

—Lo mío es diferente.

—Ah, sí… ¿y se puede saber por qué?

—Lo nuestro es pura y dura atracción sexual. Nada más.

Olga se quedó mirándola, luego se encendió un cigarro y dijo:

—Pues como yo.

—No.

—Sí.

—No —volvió a negar Clara—. ¿Y sabes por qué lo sé? —Olga la miró y esperó—. Olguita, mi amor, son muchos años juntas y al igual que sé que la talla de tu sujetador es la 95 copa C y que odias las lentejas, sé cuándo un tío te gusta o no, y el doctor Pichón te gusta… Y te gusta más de lo que tú quieres reconocer, y no me digas que no, porque no me pienso bajar de la burra.

Tras aquella parrafada, Olga no supo qué decir. Clara tenía razón, aunque no pensaba reconocerlo.

En ese momento se acercó con disimulo López y con gesto cansado, cuchicheó:

—El pinganillo… joder.

Ambas blasfemaron. Luego se oyó la desagradable risotada del imbécil de Santander, y eso las irritó más.

Media hora después, a punto de quitarse los tacones y liarse a taconazos con los borrachos y en especial con ese tal Santander, Clara se fijó en que un par de coches oscuros habían pasado dos veces por la calle Carretas a una velocidad lenta.

—¿Alguien se ha fijado en los dos BMW oscuros que van a pasar por tercera vez por delante de nosotras?

—Sí, Clara —respondió Juan—. Creemos que es él. Pero no queremos actuar hasta no tenerlos juntos.

Con los nervios en tensión, todos agazapados en sus lugares esperaron que aquellos coches de cristales tintados se detuvieran, pero no lo hicieron. Dieron una vuelta más. Finalmente, uno paró sobre la acera.

—¡Atención! En el momento en que comprobemos que es el Tirillas —dijo Santander por el pinganillo—, quiero que mi equipo entre en la casa de la madre y detenga al Besucón.

—No me jodas, Santander —protestó Juan harto de soportarlo—. Hemos quedado en que esperaríamos a que los dos estuvieran dentro de la casa para detenerlos. No me jodas, hombre.

Dani y López, agarrados por el cuello, simulaban ser dos borrachos que meaban en medio de la calle.

—Confirmado, jefe. Es él. El Tirillas —dijo una voz.

—Alerta equipo uno —gritó el gordo Santander.

—Maldita sea —gruñó Juan—. Vas a joder todo el operativo por no esperar unos segundos.

—Mira, novato —se oyó decir a Santander—. No me ralles y acabemos con esto.

Al oírlos, Olga habló:

—Señor, por favor, Juan tiene razón. Esperar a que estén los dos juntos nos facilitaría a todos las cosas —espetó Olga, al ver que aquel iba a desmantelar el operativo por su impaciencia.

Pero Santander no quiso escuchar y sentenció:

—Equipo uno, actúen…

Y así, de una patada, derribaron la puerta de la casa, y en menos de dos segundos se oyó por el pinganillo:

—Objetivo cumplido, jefe. El Besucón atrapado.

En ese momento el Tirillas vio a las rubias. Pero les sonrió y se dio la vuelta. Más tarde las buscaría. Con paso chulesco se dirigió al portal cuando le sonó el móvil, miró hacia atrás y salió corriendo. El coche que le esperaba medio subido a la acera arrancó y se marchó a toda velocidad.

—Maldito gordo de mierda —vociferó Dani al pensar en Santander.

—¡López! —gritó Olga quitándose el pinganillo y los zapatos—. ¿Adónde vas?

Pero López ya corría tras aquel, al igual que Juan y otros tantos policías que se habían desviado hacia la calle de la Bolsa.

—Mierda… mierda… —gritó Clara al oír disparos.

—Vamos… —vociferó Olga dándole un tirón del brazo.

Sacaron de sus pequeños bolsos las pistolas y comenzaron a correr por la calle Carretas arriba. De pronto, y en dirección contraria, apareció uno de los BMW negros. Alguien sacó el brazo por la ventanilla del copiloto y comenzó a disparar. Dani advirtió el peligro que corrían sus compañeras, las alcanzó y las empujó para que cayeran por la rampa de entrada de unos de los parking de la plaza Mayor. El golpe que se dieron contra el suelo fue tremendo. Pero el de él fue peor.

—Decidme que estáis bien —susurró Olga boca arriba, mientras sentía que la sangre corría por su cara y la espalda le dolía horrores.

Oyyyyy… mi nariz y mi mano, creo que no —gimió Clara.

—¡Dani! —gritó Olga al verle tumbado a pocos metros de ella con el abdomen ensangrentado—. Dani, cariño, no te muevas. Ahora mismo te llevamos al hospital.

—¡Una ambulancia! —gritó Clara con desesperación—. Necesitamos una ambulancia.

El chirriar de unas ruedas las hizo reaccionar. Pero no se quisieron separar de su compañero mal herido. Aquel coche iba de nuevo a por ellas y comenzó a disparar.

—¡Nooooooo! —vociferó López desde lo alto de la barandilla, que comenzó a disparar enloquecido al coche. Uno de los disparos impactó contra el brazo de Olga, y esta cayó hacia atrás.

A López se le unieron Juan y varios compañeros hasta que varios de los proyectiles impactaron contra el copiloto y el conductor. Este perdió el control del coche antes de entrar en el carril del parking, y volcó produciéndose un aparatoso accidente.

Sin perder tiempo, López y Juan se tiraron desde lo alto de la rampa para llegar hasta las chicas, que intentaba hablar con Dani.

—¡Pedid por radio una ambulancia! ¡Rápido! —gritó Olga sin importarle su herida.

Las ambulancias tardaron en llegar menos de cinco minutos. Pero fueron cinco minutos de pura angustia. Dani apenas reaccionaba, Olga también estaba herida y Clara no paraba de gritar.

—Joder… joder… —gritaba López con desesperación.

—Olga, mírame… ¡Inspectora! —gritó Juan. Ella le miró—. Tranquilízate y suelta a tu compañero para que puedan atenderle.

Con las manos temblorosas y llenas de sangre, Olga miró a Clara que, agachada en el suelo parecía llorar mientras rebuscaba en su bolso.

—Tiene una herida muy fea en la cabeza, señorita, y otra en el brazo —dijo uno de los médicos del Samur—. Siéntese aquí y se la miraré.

—¡No! —gritó Olga—. Yo estoy bien. Mi compañero… él…

Cuando volvió a mirar a Dani, se sintió morir y agarrando al médico del Samur por la chaqueta le gritó:

—Llévanos al Hospital O’Connors, allí nos atenderán.

—Por favor, señorita —señaló aquel—. Tranquilícese y déjenos trabajar.

Pero ella, como una fiera, cogió al médico del Samur por la chaquetilla y dijo señalando a Dani.

—Quiero que hagas lo posible, luego lo imposible y después lo impensable para que se recupere. ¿Me has oído?

Este la miró y asintió. No era la primera vez que un policía, con los nervios a flor de piel, se ponía así con él. Otro médico intentó mirar la herida de su cabeza, pero ella se volvió a retirar. No quería que la atendieran a ella. Solo quería ver que atendían a Dani. López y Juan intentaron abrazarla, pero ella de un tirón se soltó.

—Olga —gritó Clara con la cara llena de sangre y el móvil en la mano—. Vamos, nos esperan en el Hospital O’Connors.

Quince minutos después, dos ambulancias frenaron ante el hospital. Rápidamente abrieron las puertas y los médicos bajaron la camilla de Dani.

—Herida de bala en el abdomen —gritó uno de los médicos—. Ha perdido mucha sangre y aunque hemos conseguido estabilizarle, sus constantes no son normales.

El gesto de horror de Alex y Oscar al verlas lo resumió todo. Pero con rapidez Alex reaccionó y se fue a atender a Dani, mientras Oscar las ayudaba a bajar de la ambulancia.

—Tiene el pulso muy débil —dijo una enfermera.

—Rápidamente, al box uno —gritó Alex.

Sin dejarse atender por Oscar, las chicas llegaron hasta el box para mirar a través de los cristales. En ese momento llegaron López, Juan y otros policías.

—La bala le ha perforado el diafragma —oyeron decir a Alex mientras le examinaba—. Que preparen el quirófano seis y llamad a los doctores Martínez y Peláez.

—Código azul. Entra en parada… entra en parada —informó la enfermera, y un pitido constante y continuo comenzó a sonar.

Todos los que miraban dejaron de respirar. Oscar entró con rapidez en el box.

—Dame las palas —pidió Alex a su amigo con gesto serio—. Carga a 200. ¡Fuera!

El impulso que aquello dio al cuerpo de Dani fue espectacular, pero el pitido continuó, no paró.

—Sube a 300. —Oscar asintió—. ¡Fuera!

De nuevo el cuerpo de Dani se movió como un muñeco de trapo, ante el horror de Olga y de sus compañeros. Pero sus constantes no subían.

—Sube a 360 —gritó Alex en el momento en que tres médicos entraban en aquel box.

Una vez más el cuerpo de aquel se movió ante la descarga. Esta vez, el incómodo y terrible sonido de la muerte cesó, y se oyeron los entrecortados pitidos de sus constantes.

—Ritmo bueno —asintió Oscar mirando una pantalla.

—Buen trabajo, Alex —felicitó uno de los médicos—. Nos lo llevamos a quirófano.

—Avísanos si nos necesitáis —dijo Oscar y, al ver el gesto de Olga, pidió—: Y cuando terminéis también.

Sin decir más, aquellos desconocidos se llevaron a Dani a la sala de operaciones. Mientras, Olga, Clara, López y Juan, junto con otros policías, se abrazaban y sonreían.

Desde el interior del box, Alex y Oscar los observaban. Aquellos que tras los cristales lloraban y sonreían, eran personas como ellos que se jugaban la vida todos los días en beneficio de los demás. Pequeños héroes no reconocidos a los que la muerte en demasiadas ocasiones les rondaba demasiado cerca.

En ese momento, Olga vio entrar por la puerta a Goyo Santander y como una leona fue a por él. Le tiró al suelo y comenzó a propinarle puñetazos que le hicieron gritar de dolor.

—¡Maldito hijo de puta! —gritó como una loca—. Más te vale que Dani se recupere porque si no, te juro que yo te mato.

—¡O te mato yo! —sentenció Clara lanzándose también contra él.

López y Juan y el resto de los policías lograron sujetarlas, mientras una enfermera ayudaba a Santander a levantarse, algo que no hicieron los policías que había a su alrededor.

—Esto es una locura —susurró Alex quitándose los guantes con rapidez, mientras observaba a Olga blasfemar como una fiera, con una pinta desastrosa. ¿Qué hacía así vestida?

—Sí, amigo —asintió Oscar, que miraba a Clara patalear—. El problema es que ellas son nuestra locura, nos guste o no.

Se miraron con complicidad, salieron del box y, empujando a algunos policías, entre ellos Juan, llegaron hasta sus chicas, las tomaron en brazos y sin contemplaciones las metieron en la sala de curas.

Al ver aquello, Juan quiso decir algo, pero un gesto de López le hizo callar.

Una vez los cuatro entraron en la sala de curas, tras cerrar la puerta y comenzar a examinarlas, Alex gritó con desesperación al ver el tiro en el brazo de Olga:

—¿Me puede explicar alguna de vosotras qué ha ocurrido?

Las dos, confundidas por lo que había pasado, le miraron con gesto hosco, pero ninguna habló.

—MacGyver, ¿estás bien? —se preocupó Oscar al verla tan callada.

—Sí —respondió ella aunque le dolía la nariz horrores.

—Menos mal, cielo. Por un momento pensé que te habías tragado la lengua —se mofó.

—¡Vete a la mierda! —gritó como una posesa—. ¡Me duele de cojones la nariz, tonto del culo!

Oscar asintió y sonrió. Buena señal. Después miró a su amigo, que continuaba ceñudo y le susurró:

—Esta es mi chica. Ya está mejor. No hay duda.

Alex, a quien aún le palpitaba el corazón al verla tan ensangrentada, gritó mientras intentaba verle el brazo:

—¿Quieres hacer el favor de responderme de una santa vez? ¿Qué ha pasado?

—A mí no me chilles ni me toques o te digo una palabra de alto impacto, ¡joder! —maldijo Olga dándole un manotazo cuando él intentó ver sus heridas.

—Estás en mi hospital, y te toco porque aquí mando yo —gritó mirándola con enfado y cara de pocos amigos.

—Vaya, doctor —se mofó ella al oírle—. Eso de aquí mando yo, me lo tenías guardado desde el día en que nos conocimos, ¿verdad?

Alex tomó aire y se acercó de nuevo a ella.

—Así es, inspectora, no veía el momento de poder controlar yo la situación —y tras darle un rápido beso en los labios, dijo—: prometo no chillar más si tú me dejas curar esas heridas que tienes en tu brazo y en tu hueca cabecita… para empezar.

Ja y ja… mira cómo me río —se mofó ella sin ganas.

Un minuto después, y ante la atenta mirada de Clara y Oscar, Alex dijo:

—La herida de bala ha sido solo un rasguño y en la cabeza tienes dos heridas que necesitan puntos. Siento decirte que voy a tener que cortar y rasurar algo de tu bonito pelo.

—Ni lo pienses, guaperas-se negó Olga haciéndoles sonreír.

Clara sabía del pánico que su compañera le tenía a las agujas y tomándole de la mano, susurró:

—Olga, no lo sentirás. Ni siquiera verás la aguja. El doctor Pichón tendrá cuidado de no enseñártela.

—¿Quién es el doctor Pichón? —preguntó Alex.

Al ver que ellas ponían los ojos en blanco, Oscar contestó.

—Me temo que el amigo del doctor Payaso o Agobio, como prefieras.

«Estos tíos son idiotas», pensó Olga.

—Alex —llamó Clara mientras le hacía señas—, ¿verdad que Olga no verá la aguja?

Él negó con la cabeza mientras, con los brazos cruzados, digería que era el doctor Pichón. Olga le sacó la lengua. Eso le hizo sonreír.

—Bueno, una vez acabadas las presentaciones —se guaseó Oscar—, ¿qué ha ocurrido esta noche?

—Estábamos en un operativo y… —suspiró Clara.

—¿Así vestidas? —se mofó Alex mirándolas.

—Sí… debíamos parecer prostitutas —asintió Olga dolorida.

A Alex se le cayó la mandíbula al oírla. Oscar, divertido, se la cerró.

—¿Me estás diciendo que anulas una cena conmigo para ir a vestirte de prostituta? —gritó Alex.

—No. Anulé una cena contigo porque tenía que trabajar —aclaró Olga, que entonces vio la mesita y el instrumental y sintió que las fuerzas estaban comenzando a fallarle.

—A cualquier cosa le llaman hoy en día trabajar —se guaseó Oscar. Clara le calló de un patadón.

—No me lo puedo creer —susurró Alex atónito.

—¡Pues créetelo! ¡Joder!, me duele de cojones —se quejó Olga. Alex ni la miró. Odiaba cuando se ponía tan brusca.

—Bien, como decía —repitió Clara con gesto dolorido—, estábamos en un operativo y el capullo de Santander, porque no tiene otro nombre el seboso de mierda, ha querido dárselas de listo y por su culpa Dani está herido.

—¿Sólo Dani? —preguntó Oscar, levantándole la barbilla para ver su nariz.

—Vale… nosotras también —admitió ella—. Y por Dios… no me toques la nariz si no quieres que yo te la rompa a ti.

Oscar la soltó y dio un paso atrás con gesto ceñudo.

—Cuidado, doctor Agobio —se mofó Alex mientras cogía una jeringuilla—. Tu MacGyver te acaba de advertir.

«Ay, Dios… la aguja… qué largaaaaaa», pensó Olga al mirar las manos de Alex.

—Muy gracioso, doctor Pichón —rió Oscar y volviendo a mirar a Clara, cuchicheó—. A ver, MacGyver, tú decides: ¿operar o sacrificar?

—Imbécil —respondió muerta de dolor.

—Clara —susurró Olga—. No dejes que me pinche con…

Pero no terminó la frase. Olga se desplomó contra Alex, que rápidamente la sujetó. Al ver a su amiga inconsciente, Clara le dio una patada a Alex, y este la miró con enfado.

—Te dije, pedazo de cabezón, que Olga no debía ver la aguja. Les tiene pavor.

Alex comprobó que Olga estaba bien. Con una sonrisa, la cogió en brazos y se la llevó a otra habitación. Que se las apañara Oscar con MacGyver; bastante tenía él con cuidar de su teniente O’Neill.