36

Dos semanas después, Olga se había recuperado por completo de la varicela y volvió a su trabajo. Sus compañeros la recibieron entre aplausos. Tres días después estaba agotada, pero intentó soportar el tirón. Luna no le permitía descansar. Solo quería jugar y no había manera de hacerla dormir por las noches. Alex demandaba cada día más su presencia. Necesitaba estar con ella, disfrutarla y hacerle el amor, y en el trabajo, las órdenes de la comisaría la absorbían por completo.

Con el paso del tiempo, los dos tortolitos comenzaron a tener sus primeras riñas. En más de una ocasión tuvo que llamarle para decir que no podía ir a su cita. En un principio, Alex intentó entenderlo, pero llegó un momento en que aquello comenzó a molestarle. Nunca podía hacer planes con ella. Cuando no pasaba una cosa, era otra y él siempre se quedaba colgado y deseoso de verla.

Días después, un gran revuelo tomó la comisaría. La policía colombiana se había puesto en contacto con la española. Un chivatazo había filtrado una reunión clandestina de un narcotraficante español y otro colombiano en un descampado a las afueras de Madrid. La comisaría estaba llena de jefazos, policías y demás.

—¡Qué hambre tengo! —se quejó Olga.

—Y yo —asintió su compañera—. Cuando salgamos podíamos ir al bar de Paco y darnos la alegría de unas bravas.

—Me apunto e invito —se ofreció Dani.

—Vale. Pero rapiditas que hoy tenemos cenita y no quiero oír a Alex.

—Sí… sí, rapiditas —asintió Clara, que andaba en la misma situación de mosqueo con Oscar.

—¿Tenéis una cita? —se guaseó López.

—Sí —admitió Clara—. Hoy tenemos cita, cena y postre de lujo.

—Ya sabéis, muñecas. Mejor prevenir que bautizar —dijo Dani, y todos rieron.

Diez minutos después, mientras terminaban de rellenar unos informes, Clara susurró:

—Atención, Olga. El monumentazo de los GEOS, a tu izquierda.

Por su lado pasó Juan. Aquel moreno de ojos verdes y buen porte que siempre que veía a Olga le sonreía.

—Uf… con ese culito forraba yo pelotas —suspiró Clara.

—Si te oye eso que has dicho el doctor Agobio, te lo hará pagar —sonrió Olga.

—¿Ese es Juan Canales, uno de los jefes de los GEOS? —preguntó Dani.

Olga asintió. Siempre le había atraído ese cuerpo de élite.

—Ese era uno de mis objetivos —suspiró Olga—. Aunque ahora no sé si lo voy a llegar a cumplir, con la niña y todo el caos que rodea mi vida.

—¿Tú estás tonta? —recriminó Clara—. A ti te faltan dos tornillos y cada día estoy más convencida. Mira, Olga, quítate la idea de pertenecer al grupo de operaciones especiales o tendré que hablar con tu doctorcito para ver si te opera el cerebro.

—Ni se te ocurra —advirtió muy seria—. ¿Por qué dices eso?

—Porque pertenecer a esa brigada significa no tener casi vida privada. ¿Te parece poco?

—Yo no quiero vida privada, ¿lo has olvidado, Clarita?

—No. No lo he olvidado, ¡bonita!, pero creo que tú desde hace un tiempo, sí.

No hizo falta decir más. Ambas sabían de qué hablaban. Solo había que ver la foto que Olga había colocado en su mesa de Luna, rodeada por la perra Dolores y todos los cachorros. En ese momento, Márquez abrió su puerta y ordenó a su gente que pasara.

—Señores, se nos presenta una noche movidita —comenzó Márquez—. Tenemos dos operativos que cubrir. Uno en las cercanías de Majadahonda y otro en la calle Carretas. Por eso hoy nadie se va a su casa. ¿Entendido?

Olga y Clara suspiraron. Adiós cena romántica.

—A mi derecha —prosiguió Márquez—, les presento a Mario Ajero, comisario de la unidad de narcos de Colombia, John Kinsale y Reinaldo Pérez, inspectores de dicha unidad, y a mi izquierda, Goyo Santander y Juan Canales, altos mandos del Grupo de Operaciones Especiales español. Como les decía, tenemos dos operativos que cubrir. Juan Canales y su equipo necesitan cuatro personas. ¿Algún voluntario?

Varios levantaron la mano.

—Dani, Olga, Clara y López irán con ellos. Los restantes cubrimos el operativo de Majadahonda.

Márquez se levantó y dijo:

—Vayamos a la sala de reuniones. Aquí solo se quedarán los que ya he indicado con Canales y Santander. —Antes de salir Márquez miró a Olga y al resto y dijo—: Tened cuidado. Os quiero a todos de una pieza.

Una vez quedaron solos en el despacho, el mayor, un tal Goyo Santander, quiso dejar clara su superioridad.

—A ver, novato. Demuéstrame que sabes repartir las carpetitas.

Sin decir nada, Juan Canales cogió las carpetas y las repartió. Goyo Santander comenzó a hablar.

—Sabemos a través de un chivatazo que los prófugos Francisco y Álvaro Feijoo Martínez, más conocidos como el Besucón y el Tirillas, se encuentran a día de hoy en Madrid. Tienen en vigor cinco órdenes de busca y captura. Dos de ellas, detención e ingreso en prisión, y tres, detención y personación en los juzgados de Sevilla, Málaga y Jerez.

—¿Por qué se los busca? —preguntó Olga después de ojear los papeles.

—Están implicados en el asesinato de tres personas cometido hace un año en Sevilla y en dos secuestros —contestó Juan.

—Angelitos —se mofó López.

Con gesto desagradable, el gordo Santander los miró y prosiguió:

—La madre de los implicados, Amalia Martínez, ha muerto en su casa de Madrid, calle Carretas 21. Tenemos claro que si están aquí es porque esta noche pretenden visitar a su madre en su casa, antes de que sea mañana enterrada.

Todos asintieron.

—Vosotras, rubitas… —dijo Santander.

—Inspectoras —aclaró Olga con gesto serio—. Somos inspectoras.

El gordo la miró de arriba abajo.

—¡Qué susceptibilidad, por favor!

—Señor, disculpe —metió baza Clara—. No se trata de susceptibilidad, se trata de que somos inspectoras de Policía y nos gusta que nos traten como a tales.

Al oír a Clara, aquel desagradable hombre fue hasta la puerta, la abrió y dijo antes de salir:

—Novato, continúa tú. Hoy no tengo ganas de aplastar hormigas.

Dicho aquello, se marchó de un portazo. Olga se levantó.

—No merece la pena, Olga —dijo Dani sentándola—. Ese tipo solo te traerá problemas.

—¡Pero bueno! —gritó Clara enfadada—. Pero… pero qué se ha creído… ese… ese…

—¡Gilipollas! —puntualizó Juan, y todos asintieron—. Lo siento de verdad. Santander no es precisamente objeto de mi devoción, ni de muchos otros, pero no se puede hacer nada.

—No lo sienta —aclaró López indignado—. Usted no se ha comportado como un estúpido. El que lo hizo fue él.

El joven moreno de los GEOS asintió y dijo:

—Lo sé… Pero me guste o no tengo que trabajar con él, y parte de sus fallos son mis fallos.

—Olvidemos el tema, será mejor —dijo Clara y todos asintieron.

—Buena idea, inspectora Viñuelas —prosiguió Juan—. Necesito aclararles que buscábamos para este trabajo a dos agentes de sexo femenino, altas y de pelo claro. A Feijoo le vuelven loco las rubias. Hasta tal punto que no las puede obviar.

—¡Qué suertaza la nuestra! —se guaseó Olga.

—Habrá dos equipos: el equipo uno, comandado por Santander, que cubrirá en su totalidad la calle Carretas, incluidas las azoteas, y el equipo dos, comandado por mí, que nos posicionaremos en distintas zonas de la calle Carretas y alrededores.

—¿Usted también, señor? —preguntó Olga sorprendida.

—Sí —asintió aquel—. Me gusta ser útil. Todos llevaremos esto en la oreja, con lo que nos oiremos y podremos hablar. Ustedes —dijo señalando a López y Dani— serán clientes en el bar que hay junto al número 27. No les quitarán ojo a ellas dos, que harán de prostitutas —señaló a las chicas.

Uis… qué divertido —bromeó Clara.

Juan miró a las muchachas y dijo:

—Espero que nos disculpen, pero…

—No se preocupe, señor —contestó Olga—. No es la primera vez.

—Mi nombre, les recuerdo es Juan —aclaró, y al ver que esta sonreía, continuó—: Necesito que estéis en vuestros puestos a las once en punto.

Levantándose de la silla, Olga miró a su amiga divertida y le susurró:

—Mira. Al fin podré estrenar el vestidito de cuero que me regalaste para Navidad hace dos años.

Clara se carcajeó. Aquel trapo era cualquier cosa menos un vestido.

Cuando acabó la reunión y llegaron a sus mesas, Clara le preguntó a su compañera:

—¿Qué crees que dirán los doctores cuando les digamos que no podemos cenar con ellos?

Olga se encogió de hombros y con un resoplido advirtió:

—Comienza a preocuparte. Estoy segura de que no lo entenderán.

Y así fue. Diez minutos después, Olga se encontró en plena discusión con Alex.

—A ver, ¿quieres escucharme? —gritó descompuesta.

—No. No quiero escucharte. ¿Por qué tienes que ir esta noche a ese operativo si era tu noche libre? —bufó Alex preocupado por lo que oía.

—Mira, Alex, mi trabajo es como el tuyo. Tiene imprevistos que surgen y ya está.

—En mi trabajo no me dispararán ni me pueden matar —gruñó incapaz de creer que ella no viera el peligro.

—Joder… ya comenzamos con lo mismo de siempre.

—¿Pero tú es que no piensas en nadie, ni siquiera en tu hija?

Atacarla por aquel punto la hizo maldecir. En ocasiones había pensado en qué sería de su pequeña si algo le pasaba, pero se negaba a considerarlo en aquel momento.

—Tranquilo, doctor. Mi niña está protegida y te agradecería que no metieras a la cagona en esta tonta discusión.

—¡Maldita sea, Olga! ¿Y quién te protege a ti?

—Mis compañeros, tío listo —escupió enfadada—, e incluso, aunque no lo creas, yo misma. ¿O acaso crees que soy una inútil?

Alex, muerto de preocupación, gritó:

—Joder… no te entiendo.

—¡Mi madre, Alex! Acabas de decir una palabra de alto impacto —bromeó esta. Pero Alex no estaba para bromas—. Venga doctor, sonríe y no seas cenizo.

—No lo entiendo, Olga. No entiendo qué ves en ese empleo que solo puede traerte problemas.

—Es mi trabajo, Alex. Recuérdalo —suspiró mientras observaba a sus compañeros hablar.

—En mi trabajo salvo personas, no les apunto con una pistola ni corro el peligro de que me puedan apuntar a mí.

Clara colgó su teléfono de mala leche. Mal asunto.

—Eso es un golpe bajo, Alex —rugió Olga perdiendo la paciencia—. Mira, yo no me meto con tu trabajo ni con tus puñeteros turnos. Tú no te metas con el mío, ¿de acuerdo?

—No.

—Entonces creo que lo vamos a llevar muy mal. No pienso renunciar a lo que me gusta, ni por ti ni por nadie.

—Gracias —vociferó dolorido.

—Mira, Alex, no me toques más las narices. Te estás pasando del límite cuando sabes que tú y yo solo somos amigos o colegas.

En ese momento pasó delante de ella Juan Canales. Olga fingió una sonrisa y le saludó.

—Oh, me encanta oír eso, inspectora Ramos —vociferó aquel—. Muy agradable por tu parte. Gracias por tenerme en tan gran estima y consideración.

—Tan agradable como tú, doctor O’Connors —y al sentir la dura risa de él gritó—: Lo sabía. Sabía que tarde o temprano esta conversación llegaría. Mira, Alex, a ti y a mí nos separan demasiadas cosas, no solo el trabajo.

Clara, cabreada tras hablar con el doctor Agobio, cerró el cajón de su mesa, pero al oír los alaridos de su amiga se acercó a ella. Con rapidez tapó el auricular del teléfono con la mano y dijo:

—¿Qué coño haces? Cierra el pico de una maldita vez.

Pero Olga negó con la cabeza. No podía seguir engañándole. Debía decir lo que pensaba, aunque aquello le produjera dolor.

Aturdido, desde su despacho en el Hospital, Alex caminaba como un lobo encerrado de un lado para otro y al oírla vociferó:

—¿A qué viene eso de que nos separan demasiadas cosas?

—Yo… yo… ¡Yo no quiero tener hijos! Entre otras muchas cosas. Ea… ya te lo he dicho.

Clara se llevó las manos a la cabeza y blasfemó.

—¡¿Qué?! —gritó incrédulo.

Aquello era la tontería más grande que él había oído. Solo había que ver cómo se comportaba Olga con Luna para darse cuenta de que a ella le encantaban los niños.

—No quiero hijos. No quiero casarme contigo ni con nadie. No quiero formar una familia a excepción de la que por el destino me ha tocado —y a punto de llorar susurró—: Y no sé qué hago contigo cuando sé que tú quieres todo eso y yo no.

Después de un tenso silencio, al final Alex dijo:

—Pienso que no es momento de hablar de ello, ¿no crees?

—Sí, quizá tengas razón —susurró asustada por lo que había dicho.

Incapaz de cortar la conversación, Alex desesperado susurró.

—¿No te das cuenta que lo que hago es preocuparme por ti?… Te quiero, maldita sea. Me preocupa que pueda pasarte algo.

Olga suspiró. Le gustara o no, aquel que le decía te quiero, le había descongelado el corazón.

—Escucha, Alex. Siempre he tenido cuidado en mi curro y siempre lo voy a tener. Mi trabajo me gusta, y al igual que en el tuyo se pueden presentar complicaciones ante una operación, en el mío también. Pero discúlpame… yo no puedo ir pensando que me van a matar. Tengo que ser positiva porque en mi trabajo necesito positividad y concentración. Y por eso mismo no quiero nada de lo que tú buscas en la vida. ¿Lo entiendes?

—Olga, yo…

—No, Alex —interrumpió—, esto no puede continuar. Lo mejor es que acabemos antes de que nos hagamos realmente daño.

—¿Qué dices? —susurró incrédulo—. No puedes estar hablando en serio.

—Hablo completamente en serio y…

—Escúchame ahora tú a mí —interrumpió él con voz autoritaria—. No voy a seguir hablando contigo por teléfono de este tema. ¿Me has oído? —ella asintió—. Ve a ese maldito operativo y cuando acabes, llámame y hablaremos.

—Pero Alex, yo…

—No quiero escucharte, inspectora —volvió a cortar furioso—. Llámame. Estaré en el hospital.

Una vez dicho esto colgó con furia y tiró el teléfono de la oficina contra la pared. Olga miró el auricular confundida.