Cuando llegó a la comisaría, Olga tenía la típica y tonta sonrisita de satisfacción que molestaba a cualquiera que no tuviera su felicidad. Incapaz de dejar de pensar en el maravilloso fin de semana pasado a solas con Alex, fue hasta la máquina de café y allí se encontró con Clara.
—Muy buenos días, compañera —saludó feliz.
—Lo serán para ti, mona.
Olga la miró extrañada. ¿Qué le pasaba?
—Vamos a ver. ¿Qué te pasa que te siento más agobiada que el fontanero del Titanic?
Con gesto ceñudo, Clara fue a decir un borderío, pero al ver la felicidad en los ojos marrones de su amiga, sonrió.
—Nada… ya sabes. Lunes… madrugar… no va conmigo —al ver que Olga no paraba de sonreír, suspiró—. Bueno, bueno, ¿de qué marca son los polvos que te has echado este fin de semana? Porque corro a comprármelos.
Olga se fijó en que nadie podía oírla y susurró:
—Ha sido un fin de semana de esos de película. Alex es… es… es…
—¡No me lo digas! Es to un peazo semental en la cama.
—¡Clara!
—No pongas cara de monja novicia, Olga Ramos, que nos conocemos. Sé perfectamente que lo que quieres decir es que te has apareado con el doctor Pichón con lujuria y desenfreno.
Por aquel tono de voz y en especial por su gesto de enfado, Olga tomó a Clara por el brazo y la obligó a entrar en el baño.
—Pero, bueno…, ¿se puede saber qué te pasa?
Clara la miró e hizo un puchero teatral.
—¿Quieres disparar de una puñetera vez? —apremió Olga.
—Soy retrasada sexual.
—¿Cómo?
—Sí. Lo que oyes —resopló Clara—. El viernes cuando Oscar y yo acabábamos de llegar a su casa, por cierto, ¡pedazo casa!, y estábamos lanzados a saltarnos los preliminares, le sonó el puñetero busca y tuvo que marcharse al hospital.
—¿Por eso estás así?
—No. —Tomó aire y prosiguió—. El caso es que como era ya tarde me dijo que me quedara en su casa, que él regresaría en cuanto pudiera. Al poco rato de marcharse, mientras yo veía la tele, sonó el teléfono… y… y… se jorobó todo.
—A ver, hermosa, como diría mi abuela, respira y echa el aire, porque sigo sin entender nada.
Echándose agua en la cara, Clara continuó:
—Cuando sonó el teléfono, saltó el contestador automático y oí la voz de una tía que le decía al imbécil del doctor Agobio que tenía libre el martes y que le esperaba en su casa con las bragas en la mano. Luego llamó otra guarra y dijo que había reservado no sé qué suite para el jueves, y que le esperaba deseosa para jugar con… con… con su maxipene taladrador tantas horas como él quisiera.
Olga intentó no sonreír. Pero cuando Clara rompió a reír, ella no pudo aguantar más y soltó una carcajada. Aunque se preparó para el berrinche que su amiga tendría después. No tardó en llegar. Clara podía pasar de la risa histérica a los llantos terribles en cuestión de segundos.
—Pensé que por fin había encontrado a mi príncipe azul —gimió—, pero no, solo era un sapo más.
—Venga… venga… deja ya de llorar. Seguro que tiene su explicación.
Olga tenía claro que Oscar podía ser cualquier cosa, menos un sapo.
Clara se sonó ruidosamente la nariz y dijo:
—Claro que tiene su explicación. El doctor Agobio es un picaflor, y yo no quiero tener nada que ver con él por mucho que me guste. Además, no me llama. ¡Le odio!
—Espera un momento, ¿dices que no te ha llamado?
—Desde hace tres horas, no —volvió a llorar.
—¿Pero antes sí?
Clara asintió y le dio el teléfono a Olga.
—¡Mi madre! ¿Tienes setenta y ocho llamadas perdidas de Oscar y todavía dices que no te llama?
—Mira, Olga —dijo levantándose—. Creo que lo mejor de todo es que me olvide de él, me compre una caja de pilas alcalinas, y me centre en Montoya.
Olga volvió a sonreír. Incluso en los momentos más tensos, Clara sacaba su humor latino.
—Tenías razón —prosiguió Clara antes de comenzar a sollozar—. Montoya está cuando le necesito y luego me deja la cama entera para mí.
Olga consoló a su amiga y pensó en llamar a Alex. Tenía que hablar con él.