El chalet de Alex también estaba en Somosaguas. Cuando el coche paró ante la verja, comenzaron a caer pequeños copos de nieve. Alex accionó un mando que sacó de la guantera y la puerta se abrió.
Con una sonrisa, Olga se acomodó en el mullido asiento de cuero del coche, mientras observaba el camino a través de los cristales.
—Alex… para el coche, por favor.
Rápidamente él paró y la miró.
—¿Qué pasa?
—¡Mi madre! No me digas que esta es tu casa —dijo bajándose del coche para observarla.
Sin apagar el motor, él bajó del coche y se puso a su lado.
—Sí. Vivo aquí desde hace un año más o menos. Cuando me separé, pasé un tiempo en casa de mi abuelo con la familia, pero luego me compré este terreno y Andrea, un amigo arquitecto, me construyó esta casa. ¿Te gusta?
Ante ellos se alzaba una bonita casa colonial de ladrillo oscuro, grandes ventanales y teja negra. La casa que toda persona desearía tener.
—Alex… es una pasada.
—Pues espera a verla a la luz del día. Te gustará más —dijo abrazándola.
En ese momento se acercó hasta ellos un perro negro y blanco al que Alex rápidamente saludó.
—Hola, Bronco.
El perro, feliz por verle, comenzó a saltar a su alrededor.
—Pero qué cosa más graciosa de perro —rió Olga tocándole—. Hola, Bronco. ¿De qué raza es?
—Un Border Collie —rió Alex—. Oye… ¿qué te parece si aparcamos el coche en el garaje y luego nos metemos en casa? Aquí hace un poco de frío, ¿no crees?
Con una sonrisa, ella asintió. Se despidió del perro y juntos fueron hasta el garaje.
—No me lo puedo creer. Hasta el garaje es bonito —se mofó Olga mientras salía del coche.
—Creo que eres muy exagerada —sonrió él mientras sacaba de la trasera del coche el trolley de Olga.
—¡Madre del amor hermoso! —gritó asustándole.
—¿Qué pasa?
—¡Madre mía! —silbó Olga—. ¿Es una Harley Davidson de pata negra?
Alex sonrió aliviado, soltó el trolley y fue hasta donde estaba ella.
—Sí. Esa moto fue de mi abuelo, luego de mi padre y ahora mía —y mirándola dijo—, y espero que algún día sea del primer hijo varón que tenga.
Al oírlo, Olga sintió un calor extraño que le subía por la garganta. Quería gritar «No me mires así, que yo no voy a tener hijos», pero en vez de eso susurró.
—Y si es una hija quien te la pide, ¿qué pasa?
Con una sonrisa encantadora, Alex la abrazó, le dio un cariñoso y dulce beso en los labios y dijo:
—Pues le enseñaré a montarla y se la regalaré. Aunque en mi familia ninguna mujer manejó motos.
—Uf… pues no saben lo que se pierden. La sensación que sientes cuando el aire te da en la cara es maravillosa, y cuando coges una buena curva…
—¿Sabes manejar motos? —preguntó Alex divertido. Ella asintió.
—Tuve hace unos ocho años una Honda Rebel 250. Pero una noche la dejé aparcada al lado de mi portal, y cuando salí por la mañana, me la habían levantado.
—¿El qué? —preguntó sin entenderla.
—Pues que me la habían robado. Joder… cada vez que recuerdo la sensación que me entró por el cuerpo cuando bajé y no la encontré… Te juro que si llego a pillarles con las manos en la masa, se las corto.
—Mujer… no sería para tanto —sonrió, pero ella le cortó.
—Sí, Alex, sí… era para tanto. ¿Y sabes por qué? —Él negó con la cabeza—. Pues porque estuve pagando el crédito de esa moto dos años sin tenerla, y eso joroba muchísimo.
—Eres una auténtica cajita de sorpresas, inspectora. Me gusta.
—¡Vaya! Qué bien. Pues prepárate, chato, que este fin de semana seguro que descubres alguna más… —mientras salían del garaje sonrió al pensar en Luna.
El sábado por la mañana, cuando Olga despertó entre los brazos de Alex, sonrió. La noche anterior había sido una noche perfecta. Sexo, dulzura y pasión, ¿qué más se podía pedir? Con cuidado apoyó la cabeza sobre la almohada y le observó.
Alex tenía todo lo que cualquier mujer podría desear. Guapo, rico, galante y encantador. Deseaba tocar su pelo oscuro y revuelto, rozar sus mejillas, besar sus labios carnosos, pero dormía de tal forma que prefirió no tocarle para no despertarle. La noche anterior le contó que la semana había sido agotadora en el hospital. Por eso le dejó dormir.
Las tripas le rugieron de hambre, y desnuda, se levantó de la cama, cogió unos calcetines y fue hasta el baño. Allí se lavó la cara, los dientes y se recogió el pelo en una coleta alta; luego se puso un albornoz oscuro que encontró y salió de la habitación.
Una vez en el pasillo miró a su alrededor. Bajó por las escaleras y llegó al salón. Un espacioso y lujoso sitio donde un enorme plasma de 42 pulgadas marca Loewe y varios aparatos de última tecnología presidían el lugar. Se dirigió hacia ellos, y sonrió al ver su sujetador y sus bragas de La Perla, junto a los boxes de Alex, dobladitos en una esquina.
«Vaya… qué ordenadito es este hombre», pensó, pero al ver el equipo Pioneer de música se olvidó de aquello y durante un buen rato lo estudió.
Con curiosidad miró una enorme estantería repleta de libros. Pasó un buen rato leyendo títulos como Traumatismos craneales, Neurorradiología diagnóstica y terapéutica, Lecciones de neurocirugía… y algunos impronunciables. Entonces el alien que llevaba en su tripa volvió a rugir. Se encaminó hacia la cocina. Abrió la enorme nevera americana y observó lo que allí había. Al final sacó un bote de mayonesa, pan Bimbo, jamón de York y queso, se sentó en el taburete y comenzó a prepararse un maxisándwich de tres pisos.
«Dios, qué hambre tengo», pensó mientras se chupaba un dedo pringado de mayonesa y comenzaba a zamparse con un apetito voraz el sándwich. Pero su estómago aquella mañana parecía no tener fin, y tras atacar una bolsa de patatas, se hizo otro sándwich al que añadió patatas.
«¿Dónde estará la cafetera?», pensó y al volverse pegó un grito al ver a un hombre de unos setenta años, con el pelo canoso e impoluto atuendo, mirándola con gesto serio.
—¡Mi madre! ¡Qué susto me has dado!
—Discúlpeme, señorita. Buenos días. Soy Horacio, el encargado de la casa, y no era mi intención asustarla —se disculpó él sin moverse de su sitio.
«Joder, majo… pues casi me dejas seca en el sitio».
—Uf… no se preocupe —sonrió mirándole—. Mi nombre es Olga y no pasa nada.
Él movía la cabeza en señal de conformidad mientras ella lo observaba. Pero no se movía y Olga, incómoda, preguntó:
—¿Quiere desayunar conmigo? —Señaló lo que tenía encima de la mesa y dijo—. Yo creo que aquí hay suficiente comida para un regimiento. ¿Se anima?
—No, señorita, muchas gracias. Desayuné hace horas.
En ese momento entró el perro que conoció la noche anterior, y rápidamente le saludó.
—Hola, Bronco —sonrió Olga—. ¿Qué tal, guapetón? —Miró de nuevo a Horacio y dijo—: ¡Venga! No sea tímido. ¿Quiere que le prepare un supersándwich mientras compartimos confidencias?
El hombre negó con la cabeza, se dio la vuelta y desapareció. Ella fue tras él.
—Señor Horacio. —Él se volvió a mirarla.
—Llámeme solo Horacio, por favor, señorita Olga.
—Vamos a ver —sonrió esta—. Si yo te voy a llamar solo Horacio, lo menos que puedo esperar de ti es que me llames solo Olga. —Él la miró con asombro, pero Olga se acercó y le susurró—: De verdad, Horacio, si mi abuela se entera de que me llamas de usted y yo te tuteo, se enfadará, ¡y menuda es mi abuela!
El hombre la miró con gesto serio, y cuando ella pensaba que no había nada que hacer con él, una tímida y agradable sonrisa se formó en la redonda cara de aquel.
—Uf… menos mal, Horacio. Por un momento pensé que la había cagado contigo.
Ante aquella expresión, el hombre se llevó la mano a la boca. Ambos sonrieron. ¿De dónde había salido aquella muchacha?, pensó divertido.
—Olga —susurró él acercándosele—. Creo que solo la llamaré por su nombre cuando estemos a solas. No quisiera que el señor Alexandro o su madre lo supieran.
—Por Alex no te preocupes, pero… esa bruja…
—¡Señorita Olga! —susurró Horacio con una sonrisa—. No diga eso.
Ambos volvieron a sonreír y él le hizo una seña de silencio.
—Oye, Horacio, me gustaría que me dijeras dónde está la cafetera porque es más difícil encontrarla que ponerle un pantalón a un pulpo.
Con un gesto divertido, el hombre se encaminó a la cocina. Movió una puerta giratoria y apareció la cafetera.
—¡Anda! Si es la que anuncia George Clooney, ¿verdad?
—Exacto, señ… Olga —sonrió él mientras abría un cajón—. ¿Qué tipo de café prefiere? Cappuccino, Latte Macchiato, Caffé Lungo, Espresso Intenso, Chococino, Espresso Ristretto, Cappuccino Ice, o Espresso Descaffeinato.
Olga se encogió de hombros y dijo mientras acariciaba al perro:
—Yo solo quería un café con leche.
Cada vez más divertido, el hombre se volvió y un par de minutos después puso ante ella una taza de humeante café con leche.
—¿Puedo hacerte una pregunta, Olga?
—Dispara.
—Oh… ya me la has contestado —se guaseó él. El perro se marchó.
Al ver cómo sonreía él, Olga intuyó su pregunta.
—No me lo digas. Ya has oído hablar de mí, ¿verdad?
Él asintió pero calló. Con solo ver la mirada y sonrisa de aquella muchacha, intuyó que nada de lo que había oído en la casa de la señora Perla era verdad.
—Y por lo que callas, nada bueno, ¿verdad?
—Olga… no me haga esto —susurró Horacio—. Llevo años trabajando para la familia O’Connors y nunca me ha gustado contar chismes.
—¿Sabes, Horacio? Te entiendo. Y por eso no te voy a preguntar nada más. Y sí… soy inspectora de policía. Gano un sueldo mísero para las horas que trabajo, y aunque hayas oído que lo que yo busco es el dinero de Alex, no lo creas. Si estoy con él, es… es…
De pronto Olga no supo explicar por qué. ¿Por qué estaba con Alex? ¿Por divertirse? ¿Por sexo? ¿O quizás porque quería estar con él?
«Ay, Dios… creo que me estoy enamorando», pensó horrorizada ante la mirada de Horacio.
—No tienes que explicarme nada —susurró aquel—. Si ustedes están juntos, sus motivos tendrán —y bajando la voz cuchicheó—: Es la primera vez que el señor trae a alguien a esta casa a dormir.
—Ay… madre —resopló Olga al sentir calor—. Me estás asustando, Horacio.
—No intento asustarte. Solo decirte que me alegro tanto como él de haberte conocido, y creo que no debes de perder nunca esa preciosa sonrisa que tienes, porque eso es lo que a él le hará feliz.
—Gracias por tu voto de confianza —asintió aturdida.
—Gracias a ti, Olga, por hacerle sonreír.