29

Cuando salía de la ducha, sonó el móvil. Olga lo cogió rápidamente.

—Dígame.

—¿Inspectora Ramos?

—Sí, soy yo.

—Hola, mi nombre es Juan Cruz. No sé si se acuerda de mí.

«El moreno de los GEOS», pensó.

—Sí, por supuesto. Me acuerdo de usted —respondió sin entender por qué la llamaba.

—Inspectora, tal vez esta llamada le resulte extraña, pero ¿le apetecería quedar conmigo para tomar una copa?

Aquello pilló a Olga tan desprevenida que apenas supo reaccionar.

—Mire, señor Cruz…

—Por favor, llámame Juan —corrigió él con voz suave.

—La verdad, Juan, es que me pillas en mal momento, y…

—No te preocupes, Olga, lo entiendo. Pero me gustaría que me llamaras algún día para poder tomar algo y charlar.

—De acuerdo —asintió ella—. Lo haré.

—Entonces, hasta pronto.

Cuando finalizó la conversación y colgó, Olga miró a Luna, que sonreía sobre la cama.

—Eh, tú… sinvergüenza —dijo tumbándose junto a ella—. No me mires así. Por muy guapo que sea, ese tipo no es nada para mí.

Le dio un beso en la punta de la nariz y la niña le chupó la barbilla. Ella sonrió. Aquel pequeño personaje cada día era más adorable, a pesar de que aún no la dejaba dormir.

—Deséame suerte, cagona —susurró aspirando su olor a bebé—. Hoy Alex va a saber de tu existencia y no sé cómo va a reaccionar. Pero lo que tengo muy claro es que quien me quiera a mí, primero tiene que quererte a ti.

La pequeña pareció entenderla y sonrió. Olga se carcajeó.

Mientras jugaba con la niña encima de la cama recibió la llamada de Oscar. El plan ya estaba en marcha. Se recogió el pelo en una coleta, se puso un vaquero, un body negro, sus nuevas botas negras de caña alta y con la pequeña Luna salió al salón.

—¡Bendito sea Dios! ¡Pero si pareces una heroína de película! —exclamó Pepa al verla.

—Sí. Solo me falta volar —se carcajeó aquella mientras dejaba al bebé en brazos de Maruja y se ponía un abrigo de cuero negro largo hasta los tobillos—. Por cierto, abuela, ¿te enfadarías mucho si te digo que este fin de semana te quedes tú sola con Luna?

—Pues no —asintió aquella—. No tengo planes. Por lo tanto, ve a donde creas que debes ir y pásalo bien.

—Gracias, preciosa. Eres la mejor —sonrió Olga besándola.

Oy… oy… oy… —suspiró Maruja—. Pero qué sexy estás, Superwoman.

—Eso es lo que quiero —guiñó el ojo la joven.

—¿No me digas que te vas a trabajar? —preguntó su abuela.

—Oh… no puede ser verdad, si apenas acabas de llegar —protestó Maruja.

—Tranquilas, señoras —asintió esta—. Tengo una cita y antes de que me preguntéis, os diré que es con ese doctor que tanto os gusta.

Ainsss… no me digas que la cita es con Alejandrito.

—Sí, abuela.

—¿Te has puesto liguero? —preguntó Maruja.

Olga la miró.

—No. Pero me he puesto un conjuntito precioso que me he comprado de La Perla —dijo haciéndolas reír—. Esta noche puedes cerrar el pestillo. No vendré a dormir.

—¡Será sinvergüenza esta muchacha! —sonrió Pepa al oírla.

—Di que sí, disfruta ahora que eres joven —aplaudió Maruja encantada. La pequeña sonrió.

—Pero ¿adónde vas con esa bolsa? —preguntó su abuela.

—Me llevo la ropa para el lunes. ¿O pretendes que a las nueve de la mañana vaya a la comisaría vestida así?

Las dos dijeron que no, Olga les plantó un beso a cada una y a la pequeña y, feliz, se marchó.

Ainss… ¡Pepa! ¡Qué esta vez nos cuaja la niña! —aplaudió Maruja.

—No estaría mal —asintió sonriendo a su biznieta—. Pero no encargaré el vestido de boda hasta el día antes. Con Superwoman no hay quien acierte.

Con una sonrisa en los labios, Olga cogió un taxi hasta el Kinépolis. En el camino pensó en su pequeña. Con casi cinco meses estaba preciosa y Olga se divertía mucho con ella. Cuando se bajó, una llamada de Oscar le confirmó que Alex estaba en el parking techado. Ella se encaminó hacia el lugar. Miró entre los coches con cuidado de no ser descubierta y le vio. Allí estaba junto a su espectacular cochazo.

«Uf… estás para hacerte un favor detrás de otro», pensó excitada.

Allí estaba él, con toda su presencia varonil y un gesto ceñudo mirando el reloj. Estaba guapísimo con aquel jersey de cuello vuelto caqui y los vaqueros. De pronto, el móvil de Alex sonó y Olga le oyó hablar enfadado.

—Venga ya, Oscar. Lo que no entiendo es por qué me has hecho venir hasta aquí si al final ibas a quedar con Clara.

Olga sonrió. Le debía un favor a Oscar.

—Déjalo, no te preocupes. Regresaré a casa.

Alex colgó el teléfono, suspiró y cuando se dio la vuelta para abrir el coche, Olga entró en acción. Acercándose hasta él, mientras se ponía unas gafas de sol oscuras dijo:

—Quieto… estás detenido.

Con gesto enfadado, Alex intentó darse la vuelta para protestar, pero ella no le dejó.

—Las manos en el coche, donde yo pueda verlas, amigo, y separa las piernas.

Al reconocer su voz, él sonrió. Plantó las manos en el coche.

—Ahora te estarás quietecito mientras te cacheo —susurró acercándose a su oído— o tendré que esposarte.

—Tranquila, agente, no me moveré.

—Inspectora —aclaró dándole un cachete en el culo—. Soy inspectora.

Alex, divertido pero confuso, al sentir su excitación miró a su alrededor. Suspiró al comprobar que no había nadie que pudiera verlos. Nunca le gustaron los espectáculos en la calle, algo a lo que ella, por su trabajo, estaba más que acostumbrada.

—Disculpe, inspectora, ha sido un error —dijo al notar las manos de ella en sus hombros.

Eso le hizo cerrar los ojos. Aquellas manos que tanto había deseado, estaban allí y bajaban juguetonas por su espalda hasta los tobillos. Luego subieron lentamente hasta pararse en el bulto de su erección.

—Vaya… qué tenemos aquí…

Alex, maravillado por cómo ella le tocaba sin ningún pudor en el parking, volvió a mirar a su alrededor. No había nadie.

—Olga… creo que hacer esto tiene su gracia, pero con quince años.

Ella no le dejó continuar, y tomándole del brazo con una facilidad que le dejó pasmado, se lo retorció de tal manera que le dio la vuelta para mirarlo de frente. Al ver que la miraba con el ceño fruncido, se quitó las gafas oscuras y sonrió, y echándose hacia atrás, se abrió el abrigo para colocarse las manos en las caderas.

—Te asusto, doctor…

Al verla de aquella guisa, Alex recorrió su cuerpo con la mirada y tragó saliva para no atragantarse. En especial cuando se fijó en las botas negras que le llegaban hasta los muslos. Estaba impresionante, sexy e indecente.

Con gesto divertido, Olga observó su erección y se acercó a él con paso chulesco para susurrarle al oído:

—Debajo de lo que tanto miras, llevo algo que aún te gustará más.

Y besándole en los labios, le hizo reaccionar. Boquiabierto y excitado, él soltó un suspiro tremendamente varonil y preguntó.

—¿Te has propuesto volverme loco?

Olga asintió lentamente, y con una mirada pérfida, cogió las grandes y cuidadas manos de él y se las llevó a su cintura. Al contacto, él rápidamente la asió con fuerza y ella de un salto se sentó en el capó del coche y lo atrajo hacia su boca.

—He venido a cumplir y que cumplas todos nuestros sueños. Además, quiero volverte tan loco que solo puedas pensar en mí.

—¿Más aún? —suspiró. Pero se percató de que una pareja entraba en el parking.

Ella volvió a asentir, y tomándole la boca con auténtica pasión, se la devoró de tal manera que Alex sintió que las piernas le fallaban.

En ese momento se oyeron voces. Alex miró, pero Olga volvió a poseer su boca mientras metía su mano bajo el pantalón de él, que se quedó petrificado.

—Suéltame, Olga. Pueden vernos.

Pssss… Nadie nos ve —suspiró besándole en el cuello—. Y si nos ven, desearán hacer lo que hacemos nosotros.

Incapaz de obviar a las personas que cada vez estaban más cerca, Alex intentó moverse, pero Olga no le dejó. Creyó morir cuando ella le agarró con fuerza su enorme erección. Sin decir nada, pero con gesto serio, se quedó quieto, mirándola a los ojos, mientras las personas pasaban justo por detrás de ellos a escasos metros, se montaban en su coche y se marchaban.

—Tranquilo, doctor. No han visto nada. Si acaso habrán imaginado.

—No me gustan estos juegos tontos.

Ummm… ¿No te gustan las emociones fuertes?

Dudoso, no supo ni qué responder. Claro que le gustaban las emociones fuertes. Pero estar en el parking de unos cines, expuestos a la mirada de todo el mundo, no era algo que acostumbrara a hacer.

Olga, al ver que no contestaba, volvió a atacar.

—¿Has hecho alguna vez el amor sobre el capó de tu coche?

Alex negó. Pero enloquecido por el deseo, la atrajo contra él y tras un húmedo beso, le susurró:

—Te arrancaría ahora mismo la ropa y te haría el amor de una manera tan salvaje como no he hecho en mi vida. Te deseo cada instante del día y de la noche, y estoy comenzando a perder la cabeza por ti y por tu locura.

—Me gusta saberlo —susurró tan excitada como él.

—Estoy tan excitado que te haría el amor aquí mismo, pero…

—Házmelo…

Alex la miró boquiabierto. Respiraba con dificultad, pero al ver de nuevo gente caminar por el parking, le dijo en tono duro.

—¿Te has vuelto loca? ¿Acaso crees que tengo dieciocho años para estar haciendo ese tipo de cosas en el coche, cuando tengo una casa para ello?

Con una sonrisa divertida, Olga aflojó su presión sobre él, bajó del capó, le dio un sonoro beso en la mejilla y resopló:

—Anda, abuelo, recomponte. Déjame guardar mi trolley en tu fabuloso coche y vamos… te invito a cenar. —Al ver que él no se movía, prosiguió—: Luego dejaré que me lleves a tu casa e intentaré cumplir tus deseos.

Alex, confuso, la miró. Debería matarla, pero al ver su sonrisa pícara, abrió el coche, esperó unos minutos a que su erección se bajara, se puso su abrigo y la siguió. Caminó cogido de la mano de ella como llevaba años sin hacer. Sus conquistas eran mujeres de una noche o dos, nada más. Pasear por aquel centro de ocio mientras ella le comentaba las películas de la cartelera era diferente. Muy diferente.

—Muy bien, abuelo —volvió a mofarse ella—. ¿Dónde te apetece cenar?

Alex miró a su alrededor y se encogió de hombros. Tenía hambre, pero el hambre que tenía era de ella, en privado.

—A ver —prosiguió Olga—. Tenemos cocina china, italiana, tradicional o el Burger.

—Me da igual. Lo que tú desees.

Al ver que aún estaba callado por lo ocurrido, Olga, para animarle, decidió.

—Muy bien. Pues como veo que ninguno tiene mucho apetito, creo lo mejor es que nos comamos una hamburguesa en el Burger. ¿Te parece?

Él asintió. Una vez allí, ella preguntó:

—¿Qué hamburguesa quieres? Aprovecha y pide que hoy invito yo.

Alex sonrió. Odiaba las hamburguesas, pero miró las fotos y contestó.

—Cualquiera con una cerveza.

—¿Algo más? ¿Helado? ¿Doble de queso? —Alex negó con la cabeza y ella comenzó a hacer el pedido—. Un menú Whooper con cerveza para él, y otro menú Whooper pero sin pepinillo ni tomate para mí, pero con doble de queso. Por cierto, en el menú dos, en vez de patatas, que sean aros de cebolla, y una Coca-Cola con mucho hielo. También unos Tenders de ocho y un Sandy de chocolate con virutas de colores.

—¿No decías que no tenías mucha hambre? —preguntó divertido.

—Y es cierto —sonrió besándole—. Estoy dejando un enorme hueco para luego comerte a ti.

Alex lanzó una sonora carcajada, luego recogieron el pedido y se encaminaron hacia una mesa donde comenzaron a comer mientras charlaban. Alex, aún sin centrarse, la miraba hablar, reír y gesticular mientras comía con un apetito voraz. Quince minutos después, mientras Olga rebañaba los últimos vestigios de su helado, al verle tan callado preguntó:

—¿Qué piensas?

—¿Siempre comes así?

Olga asintió.

—Mi cuerpo está acostumbrado a todo esto. Odio cocinar. Además no tengo tiempo.

—Sí… la cocina no es lo tuyo —sonrió al recordar los desastres en su casa.

—Me paso media vida en la calle con mis compañeros, y si no fuera por este tipo de comida, te puedo asegurar que lo pasaríamos fatal.

Alex sonrió, aunque cada vez que pensaba en el trabajo que ella tenía, no eran precisamente ganas de sonreír lo que le entraba.

—Hablando de trabajo, ¿tú no trabajabas este fin de semana y las próximas dos semanas?

Con fingida indiferencia, ella respondió:

—Sí… pero al final he podido librarme de ello.

—Te gusta mucho tu trabajo, ¿verdad?

—Sí… aunque gane cuatro duros —suspiró—. Y por mucho que os empeñéis en enumerar los peligros que tiene, para mí es un trabajo como otro cualquiera.

Alex volvió a sonreír.

—¿De qué te ríes?

—Inspectora, creo que tu trabajo no se puede calificar de «otro cualquiera». Otro cualquiera podría ser el de vendedora en una tienda de ropa. Pero ir todo el día con una pistola encima y jugarse la vida por cuatro duros, no creo que sea un trabajo cualquiera.

—Pero alguien tiene que hacerlo, ¿no crees? —él asintió—. Si no, el mundo sería una verdadera mierda, aunque en cierto modo ya lo es por mucho que la policía intente mantener el orden… uff… si yo te contara.

—Eres un encanto, ¿lo sabías? —asintió cogiéndole de la mano.

Olga le miró, le dio un corto beso y susurró:

—Gracias por lo de la hermana de Márquez. Ha sido un gesto precioso.

—De nada. Hablé con él y le dije que por nuestra parte lo que necesite. Pero creo que la cosa tiene difícil solución.

—Es una pena que una chica tan joven y llena de vida esté así —suspiró Olga.

Mirándola con una intensidad que le cortó el aliento, Alex dijo:

—Si algo te pasara en tu trabajo, me volvería loco. Me preocupa tu seguridad y cada segundo que pienso en ti y recuerdo que puedes estar en peligro, creo morir. Créeme.

Al oírlo, Olga sintió ganas de llorar. A excepción de su abuela, nadie había pronunciado nunca aquellas tontas palabras. Oírselas a él la emocionó. Pero como un vendaval oscuro, la presencia de Perla, la madre de él, ocupó su mente.

—Alex, ¿qué crees que pensaría tu madre si conociera nuestra relación?

Él parecía realmente sorprendido.

—¿A qué viene esa pregunta?

—No sé, simple curiosidad.

Él la besó y contestó:

—Ni lo sé, ni me importa. Yo no me meto en su vida, y espero que ella haga lo mismo.

«Uiss… si tú supieras, majo», pensó pero rápidamente volvió a preguntar.

—Alex, ¿qué tipo de mujer era tu ex?

—¿A qué te refieres?

—Pues no sé… Si era guapa, fea, brillante… ¿Qué perfil me darías de ella?

Él la observó durante unos segundos y luego contestó:

—Sabrina es una mujer alta, atractiva, culta y sofisticada. Su pelo es oscuro, sus ojos son verdes y se cuida en exceso para mi gusto. Se crió en los mejores colegios suizos y gracias a ello habla cuatro idiomas —Olga, impresionada asintió—. Cuando estábamos casados, creó su propia empresa de joyas, y hoy por hoy es una de las diseñadoras con más renombre en diseño innovador. Por último, mi relación con ella es buena.

«Mierda… yo a su lado soy calderilla», pensó desmoralizada.

Alex comprobó cómo su gesto cambiaba a cada palabra que decía de su ex, y tomándole la mano, continuó:

—Pero Sabrina es egoísta, egocéntrica, no mira más allá de su propia nariz —eso la hizo sonreír—. Carece de tu belleza, de tu sencillez, de tu valor, de tu sonrisa y, en especial, de tu locura. Y por muchas Sabrinas que yo me cruzara en la vida, no las miraría, porque yo, Alexandro O’Connors, solo tengo ojos para ti. ¿Me has entendido?

«Oh… sí, nene. Claro que te he entendido».

Olga asintió con una espléndida sonrisa, levantó los brazos, se los pasó por el cuello y le dio un dulce beso en los labios.

—Has conseguido que después de sentirme una rana, me convirtiera en una princesa, y mira que yo no creo en esas historias —él sonrió y ella prosiguió—: Y ahora la princesa quiere pasar el fin de semana con su guapo escocés en su castillo para cumplir sus deseos. ¿Sería posible?

—No lo dudes, cariño. Mi castillo y yo nos postramos a tus pies —le susurró al oído y sorprendiéndola la cogió en brazos y salió del Burger ante la sonrisa y el aplauso de la gente.

Llegaron al coche entre risas y Alex arrancó el motor, pero ella llamó su atención cogiéndole la cara.

—Me acabo de dar cuenta de una cosa que yo tengo y que tu ex no tiene.

—¿El qué? —preguntó Alex.

—Te tengo a ti.

Aquella frase hizo que a Alex se le encogiera de felicidad el corazón.