El sábado, Pepa y Maruja decidieron salir con la pequeña Luna a pasar el día fuera. Olga cogió su Seat Ibiza y pasó a buscar a Clara. Sobre las doce de la mañana ambas cantaban en el coche mientras iban camino del picnic.
«… que nunca volverás… que nunca me quisiste… se me olvidó otra vezzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz… que solo yoooooo te quiseeeeeeeeeeeeee…».
—¡Qué bueno es el grupo Maná! —reflexionó Olga mientras Clara cambiaba el CD.
—Pues ahora vamos a escuchar a Bustamante, que me gusta mucho.
Dos segundos después, sumergidas en el tráfico de Madrid, cantaban en el coche.
«Que nunca sepa el amor que sentimosssssss… que nunca sepa que estamos perdidossssssssssssss… por ellaaaaaaaaaaaaaaaaa… por ellaaaaaaaaaaaaaaa,… déjala y piensa que nunca existioooooo… alza tu copa y brindemossss… por ellaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa».
Se dirigieron a Somosaguas en aquel soleado día de noviembre, sortearon calles con muchos árboles y finalmente el GPS les indicó que habían llegado.
—No me digas que es aquí —susurró Clara incrédula ante la enorme valla que se cernía ante ellas.
—Pues, chica, me imagino que sí —contestó Olga mirando a su alrededor.
Con decisión se acercó con el coche hasta la valla, pulsó un botón y una voz metálica preguntó:
—¿Sí?
—Hola, venimos a la fiesta —dijo Clara.
—Sus nombres, por favor —volvió a decir la voz metálica.
—Olga Ramos y Clara Viñuelas —gritó la primera, y la valla se abrió.
Disfrutando del paisaje, se adentraron en un pequeño bosque hasta que al fondo se vislumbró una casa enorme.
—¡Joder con los O’Connors! —silbó Clara—. La chocita que tienen.
Un hombre con chaleco granate, camisa blanca y pantalón negro, salió rápido a atenderlas.
—Buenas tardes, señoritas. Yo aparcaré.
Con una sonrisa, Olga y Clara se bajaron del coche y el hombre las miró extrañado.
—¿Ocurre algo? —preguntó Clara, mientras cogía la cesta con las toallas.
Sin saber que decir, el hombre rápidamente negó con la cabeza. Olga cogió el radiocasete, se lo pasó a su amiga y le entregó las llaves a aquel.
—Este coche tiene truco. Tienes que cerrarlo con la llave. El mando se me rompió y el Ferrari lo tengo en el taller.
El hombre asintió y con una sonrisa les indicó:
—Sigan el camino de baldosas y les llevará hasta el jardín cubierto.
—Anda, mira… como en El mago de Oz. Sigamos el caminito de baldosas amarillas —se guaseó Olga.
Con las gafas de sol y las gorras puestas, las chicas se dejaron guiar por las baldosas. De pronto salieron a una gran pradera con el césped más verde que habían visto en su vida. Clara susurró:
—¡Joer! ¡Qué pasada!
Pero Olga no se fijó en la pradera. Sus ojos se clavaron en la gente que, vestida como para un cóctel, charlaba tranquilamente en el interior de un acristalado jardín.
—Eso digo yo, qué pasada —suspiró Olga agarrándola del brazo.
En ese momento, Clara volvió la cabeza hacia donde su amiga indicaba y se quedó tan quieta como ella unos segundos antes.
No muy lejos de Alex, junto a Oscar charlaban con un par de hombres. Alex notó que su amigo le hacía señas. Con disimulo miró hacia donde él le indicaba y se quedó sin habla al ver a Clara y Olga allí. Se disculparon y se separaron del grupo, y Alex se dispuso a ir hacia ellas, pero Oscar le paró.
—¿Qué demonios hacen así vestidas? —gruñó Alex al ver a Olga con unos vaqueros, una cazadora militar y la gorra de Nike.
—No sé —sonrió Oscar al fijarse en que Clara traía hasta radiocassette—. Creo que han pensado que iban a un picnic. ¿Qué les dijiste?
—Le indiqué claramente a Olga que esto sería un evento con los colegas y algunos familiares. Nada formal, pero… pero…
Incrédulo por lo que veía, Alex la miró confuso. ¿Qué hacer? Si ellas se acercaban con esa pinta, ¿qué pensarían todos aquellos médicos honorables, colegas del hospital?
Olga y Clara, aún sin percatarse de que las habían visto, continuaban pensando.
—Te juro que me dijo que esto era un picnic —bufó Olga—. Creo que lo más inteligente es volver a recorrer el caminito de baldosas amarillas y pirarnos de aquí antes de que alguien nos vea.
—¡Y una mierda! —gruñó Clara—. Me he gastado ciento sesenta y siete euros con cincuenta en un bikini a conjunto con un pareo que me queda como Dios, y no pienso marcharme sin que lo vea hasta el que limpia la piscina.
Olga creyó que su amiga se había vuelto loca. Pero no, a escasos metros de donde esa gente tomaba el vermut muy peripuesta, había otro acristalamiento donde parecía haber una bonita piscina. Con una sonrisa se miraron.
Al ver lo que ellas se proponían, Alex comenzó a maldecir, hasta que Oscar, con una sonrisa, le dijo:
—Si sigues palideciendo a cada segundo, al final todo el mundo se dará cuenta de que te pasa algo.
—Pero ¿tú has visto lo que hacen?
Oscar comprobó que nadie más miraba y asintió.
—Toma… —dijo entregándole una nueva copa de Martini—. Bebe un poco, que lo necesitas.
Alex, confuso y sorprendido, se la bebió de un solo trago. El comportamiento de ellas era totalmente inapropiado.
Clara y Olga llegaron de una carrera hasta el otro acristalamiento, y allí se desnudaron semiescondidas y se sentaron en dos preciosas hamacas junto a dos chicas morenas.
—¡La madre del cordero!… ¡Olga!
—¿Qué?
—Acabo de ver al doctor Agobio —resopló Clara.
—¿Y qué?
—Pues que estoy por ir y decirle: «Chato, baja el taxímetro y cóbrame la tarifa».
No reírse con Clara a veces era imposible.
—Pero… pero… ¿has visto lo mono que está así vestido?
—Sí… sí… monísimo —suspiró Olga al ver también a Alex.
—¡Ay, madre! Es que está para comerle hasta la etiqueta del pantalón, aunque ponga Made in China.
Pero Olga no la oía. Sacó su móvil y dijo:
—Llamaré a Alex.
En ese momento a Alex, le tembló el móvil. Al ver en la pantalla «Inspectora» rápidamente lo cogió, pero antes de que Olga pudiera hablar, él gruñó:
—¿Se puede saber a qué demonios estáis jugando?
Olga no le entendió.
—¿Qué dices?
—¿Cómo se te ocurre aparecer con esas pintas y desnudaros en la piscina?
Olga se puso a la defensiva. Al mirar hacia donde tomaban el vermut aquellos, le vio junto a Oscar. Estaba guapísimo vestido con aquel pantalón y polo claro.
—Oye, guapetón, cierra el pico si no quieres que vaya yo misma a cerrártelo. —Él se calló—. Me dijiste que esto sería un evento con colegas y familia, ¡un puñetero PICNIC!… y yo pensé que…
—Ah… pero ¿tú piensas? Qué novedad, inspectora, y…
Olga no escuchó más y colgó. Bastante cabreada estaba como para encima aguantar al idiota aquel. El móvil le comenzó a pitar y al ver que era él, apagó el teléfono.
—¿Qué haces? —preguntó Clara mirándola.
—Pues no va el… el…
—No digas palabrotas —susurró Clara.
—El imbécil de Alex —gruñó Olga, y las chicas morenas de la tumbona la miraron— y me dice que qué hacemos con estas pintas, y que el problema es que he pensado…
—Será cabrón —blasfemó Clara, pero al verla tan furiosa, intentó calmarla—. A ver, Olga, inspira y sonríe.
Cuando consiguió atraer su atención con un cómico gesto, Clara resopló y dijo:
—Está claro que hemos metido la pata. Pero no porque nosotras seamos tontas, sino porque en el lugar del que provenimos, un picnic con los colegas y familia es una fiesta con los amigos. Todos nos relajamos, bebemos litros de cerveza o Coca-Cola, y en la barbacoa portátil cocinamos chuletas, chorizo y panceta. Por cierto… creo que aquí panceta, ¡poca!
Olga no tuvo más remedio que sonreír. Más tranquila, miró hacia donde estaba Alex. Él aún la observaba con gesto serio. Levantándose, se quitó la gorra, se soltó el pelo y susurró:
—Déjame tu pareo.
—¿Para qué quieres el pareo? —preguntó Clara entregándoselo.
Olga se lo anudó a la cintura y con una sonrisa nada tranquilizadora, anunció:
—Ahora va a ver este quién soy yo.
Desde su tumbona, las chicas morenas las observaban con diversión.
—No me jodas, Olga. ¿Qué vas a hacer?
—Yo nada —resopló mientras caminaba hacia ellos en bikini y con el pareo atado a la cintura—. Solo le voy a enseñar que hasta desnuda tengo más clase que él y sus absurdos colegas.
—Olga, no irás a desnudarte, ¿verdad? —gritó Clara al imaginar el desastre que se les venía encima.
—Ja… ya quisieran ellos ver mis lorzas.
Con paso rápido, Olga llegó hasta donde estaban Alex, Oscar y el resto de los invitados, quienes al verla llegar la examinaron de arriba abajo. Alex, al tenerla tan cerca con aquel minúsculo bikini caqui, no supo qué decir, y ella con una tranquilidad pasmosa y sintiéndose el centro de las miradas de los hombres, cogió un vaso de una bandeja y con una estupenda sonrisa dijo:
—Disculpen, pero me moría de sed en la piscina cubierta.
Entonces sus ojos se encontraron con los oscuros de Alex, y comprobó que él, incómodo, observaba cómo aquellos ilustres colegas se la comían con la mirada.
—Mi nombre es Giovani Caracole —saludó un hombre que, tendiéndole la mano, preguntó—: ¿A quién tengo el placer de conocer?
—Olga. Mi nombre es Olga —respondió con calidez, tanta que Alex enfermó.
—Un bonito nombre, una bonita mujer y un bonito tatuaje el que llevas en la espalda… Olga.
Ella iba contestar, pero vio que Alex se abría paso entre la gente; cogiéndola con posesión por la cintura, dijo con voz amable:
—Cariño, él es Giovani —le dio un beso en los labios y añadió—: Un neumólogo amigo de la familia.
El italiano sonrió ante aquel gesto y entendió lo que Alex daba a entender. Hubo varias presentaciones más y Olga mantuvo el control, aunque sentía la mano caliente de Alex y cómo le cosquilleaba con su dedo en la cintura. Entonces se fijó en unas mujeres que la miraban. Rápidamente las reconoció. ¡Las avinagradas del ascensor! Con disimulo, se volvió.
—Hola, muchachita, qué bueno que viniste —saludó el viejo Walter con una sonrisa al ver cómo su nieto la agarraba por la cintura.
—Hola, señor O’Connors —contestó Olga.
—Llámame Walter —la regañó—. ¿Dónde está tu compañera?
Olga iba a contestar, pero se le adelantó Oscar. Señaló hacia la piscina e indicó con una boba sonrisa:
—Allí la tienes Walter. Hecha toda una sirenita.
Su buen humor hizo sonreír a Olga, pero de reojo vio que Alex continuaba con su gesto serio e impoluto. ¿Dónde estaba el Alex bromista y besucón?
Poco después, y harta de las miraditas del italiano, preguntó:
—¿Aquí nadie se baña en la piscina?
—Solo los más jóvenes —respondió Alex con dureza—. Los que no tienen relaciones o negocios que tratar en este tipo de eventos.
Olga asintió. Ahora lo entendía todo. Aquello no era una fiesta, era una reunión informal, nada que ver con lo que ella pensaba.
—Pues es una pena —respondió—. Porque con la maravillosa piscina que tenéis, sería un momento estupendo para relajarse y disfrutar.
Walter sonrió. Giovani, el italiano, asintió, y Olga notó que las manos de Alex apretaban su cintura. Quería salir corriendo de aquel lugar, pero Alex la tenía bien cogida y no podía huir sin montar una escena.
—Olga —llamó una de las chicas morenas que se acercaban junto con Clara—, ¿te apetece volver a la piscina con nosotras?
—Oh, sí —admitió y tras mirar a Alex, dijo—: Aquí hace demasiado calor.
Alex, molesto por tener que privarse de su compañía, antes de soltarla, la atrajo hacia él y sin importarle quien le mirara, la besó. Fue un beso ligero pero lleno de sensualidad y posesión.
—Venga… venga, Alex, deja que Olga se marche y disfrute el día —animó Walter, incrédulo ante lo que su rígido y serio nieto hacía.
Mientras caminaban con rapidez junto a las chicas, los nervios la tenían tan atenazada que Olga apenas podía hablar. Al llegar a la piscina, una de las chicas la paró y sonrió.
—Soy Eva, la hermana del idiota de Alex. Y no te preocupes por nada, cuando no tiene que resolver temas de trabajo es más agradable.
—Yo soy Lidia, la otra hermana del idiota y melliza de Eva. Si necesitas a alguien para matarle, acude a mí. Te ayudaré.
—Encantada de conoceros —sonrió Olga.
Aquellas muchachas se parecían bastante a Alex. Sus ojos y sus sonrisas eran idénticos.
—Gracias por salvarme del desastre —agradeció Olga—. El italiano ese me estaba poniendo de los nervios con sus miraditas lascivas.
—Uf… es insoportable —suspiró Lidia, la más alta.
—Giovani Caracole es el típico italiano conquistador —cuchicheó Eva—. Un plasta.
—Exacto —asintió Olga—. El caraculo ese me tenía frita con sus continuos guiños y morritos.
—Pero ¿quién es el caraculo? —preguntó Clara.
—Aquel que se cree tan chulo que debe mear colonia —señaló con disimulo Olga.
Eva y Lidia, impresionadas por cómo se comunicaban aquellas, comenzaron a reír y cuando pararon, Eva dijo:
—En realidad a mí ya me conocéis, aunque fue tan breve nuestro encuentro que quizá no me recordéis.
—¿Te conocemos? —preguntó Clara, mientras Olga con disimulo miraba a Alex, que parecía hablar con un par de hombres.
—Tengo un Porsche 911 amarillo, ¿os suena de algo?
Ambas se miraron. Al ver la pícara sonrisa de aquella, Olga susurró:
—Tú eras la que estaba dentro del coche en el parking del hospital.
Aquella asintió.
—Hija… casi desarmáis el Porsche —dijo Clara, y todas rieron.
—Oye —preguntó Lidia—, ¿es cierto que sois policías?
—Inspectoras Ramos y Viñuelas para lo que necesites —asintió Olga.
Lidia miró a su hermana con una radiante sonrisa, y las cuatro sonrieron.