Una semana después mientras tomaba café con los compañeros y con la nueva oficial, una tal Patricia que tenía cara de santita, a Olga le sonó el móvil. Un mensaje.
«Tengo dos horas para comer, ¿te animas, O’Neill?»
Sonrió al leerlo. Era Alex y le apetecía un montón verle.
—Clara, ¿te importa si hoy no como contigo?
Esta vio la impaciencia en sus ojos y contestó:
—Anda, ve y revuélcate con el doctor Pichón, con lujuria y desenfreno. Pero recuerda que esta tarde a las seis tenemos reunión con Márquez y compañía.
Con una sonrisa de oreja a oreja, cogió su bolso, le dio un beso en la mejilla y desapareció.
Diez minutos después, Clara, miró el reloj. Las 15:00 horas. ¿Dónde puedo ir a comer? Rápidamente pensó en Luna y decidió marcharse a La Vaguada a comprarle un regalo. Allí comería algo.
Cuando llegó al centro comercial, dejó su coche en el parking subterráneo, y se puso en la cola para comer en el Burger King. Una hamburguesa rápida sería perfecta.
—Hola —saludó a la chica que la atendió—, quisiera un menú Whooper con queso, pero sin lechuga, tomate ni pepinillo. Aros de cebolla en vez de patatas, y de bebida Coca-Cola light.
—¿Algo más? —preguntó la muchacha.
Clara dudó. El caso es que tenía un hambre atroz.
—Bueno… sí; póngame también una burger cheese beicon sin mostaza ni pepinillo, pero solo la hamburguesa, no el menú. Ah… y a la Coca-Cola de antes ponle mucho hielo, por favor.
—¿Algo más? —volvió a preguntar la muchacha.
—Pues sí… un Sandy de chocolate.
De pronto, una voz detrás de ella logró atraer su atención.
—Por favor señorita, no le pregunte si quiere algo más. Los demás también queremos comer.
Al volverse, Clara resopló al reconocerle.
«El que faltaba. El doctor Agobio aquí. Pues no pienso hacerle caso. Total… no nos conocemos», pensó muy digna, y sin hacer ningún comentario, pagó su comida y cuando le dieron su pedido se alejó de él todo lo que pudo.
Cinco minutos después, cuando había pegado un enorme bocado a su Whooper y creía haberse escabullido, su voz volvió a sonar a su lado.
—¿Puedo sentarme contigo para comer?
Clara le miró. Se fijó en sus pantalones oscuros y en su polo blanco de Tommy Hilfiger. ¡Será pijo!, pensó mientras sonreía al ver aquel pelo a lo Bon Jovi. Pero ella no podía hablar. Tenía la boca llena de hamburguesa, y lo peor de todo, el kétchup le corría por la barbilla. Con algo parecido a un gruñido le respondió que no. No se podía sentar con ella. Ante su negativa, él se encogió de hombros y se sentó en la mesa de al lado.
«Maldita cabezona», pensó él.
Comer una hamburguesa cuando te miran es lo peor. Y más si el que te mira es un tipo que no está nada mal. Eso fue lo que le ocurrió a Clara, aunque intentó comer como si él no estuviera allí.
«Me daré prisa. Así le perderé de vista antes», pensó Clara.
Comenzó a comer a toda velocidad, pero de pronto un trozo de carne y pan se le fueron por otro lado y no podía respirar. Intentó disimular, pero al ver que se estaba ahogando, se volvió hacia Oscar en busca de ayuda. Él la levantó con rapidez, se puso detrás de ella, colocó sus manos por encima del ombligo y comenzó a presionar hasta que salió el trozo de pan y carne.
—Estás mejor —susurró Oscar en su oído.
Clara comenzó a respirar. Y aunque le temblaban las piernas por el susto, se sintió extraña al estar aún entre los brazos de él, que se resistía a soltarla.
—Gracias… si no es por ti, la diño —susurró sin mirarle.
Oscar, aún con las manos cruzadas bajo su pecho, le susurró con voz pausada y sexy, muy… muy sexy, cerca de su oído.
—Lo que acabo de hacer se llama maniobra Heimlich —ella asintió—. Si alguna vez más te ocurre y estás sola, lo que debes de hacer es correr hacia cualquier mueble cercano e intentar presionar tu estómago contra él. ¿De acuerdo?
Ella volvió a asentir y en ese momento Oscar la soltó. Pero se cercioró de sentarla antes de soltarla completamente.
Oscar volvió a sentarse en su mesa y terminó de comer la hamburguesa. Clara ya no pudo comer. Se le había quitado el hambre. Cuando él terminó, se levantó y con un movimiento de cabeza, sin molestarla, se alejó. Eso apenó a Clara; se sintió fatal por cómo le había tratado.
Poco después, cuando se hubo repuesto del todo, vació su bandeja en el contenedor del Burger y se dispuso a buscar un regalo para Luna. Entonces volvió a verle. Oscar era un hombre atractivo. A diferencia de Alex, que era moreno de pelo corto, Oscar era castaño y con melenita, algo que siempre le había gustado en los hombres. Y allí ante ella le tenía, sentado en una cafetería, leyendo un periódico y tomando un café. Sin pensárselo dos veces se acercó hasta él.
—¿Te puedo invitar a un café?
Él levantó la vista, y sorprendiéndola contestó.
—No, gracias —volvió a concentrarse en el periódico.
Sintiéndose como una tonta parada ante él, que la ignoraba, no supo qué hacer. Humillada, se dio la vuelta y se marchó.
«Será imbécil el tío este. Anda y que le den morcillas», pensó rabiosa, sin ver que él bajaba el periódico, la miraba y sonreía.
Cinco minutos después, volvió a coincidir con él en otra tienda, luego en Zara, más tarde en una tienda de niños, donde compró unos mordedores y un vaquero para Luna, y cuando los dos daban vueltas en la Casa del Libro por la sección de novela romántica, Clara sonrió al ver que él, con disimulo, le mostraba un libro llamado Tenías que ser tú.
Divertida, cogió uno y le señaló el título: Coqueteando con el peligro. Oscar miró a su alrededor con una pícara sonrisa y le mostró dos títulos: Amante eterno —ella puso los ojos en blanco— y después Si te atreves. Divertida y con ganas de jugar, Clara, más chula que un ocho, le enseñó Cázame si puedes. Ahora el que se reía era él.
Muerta de risa, Clara cogió el libro de la Ward —le encantaba esa escritora— y salió de la tienda. Apoyada en la pared le esperó; seguro que salía tras ella. Pero se decepcionó cuando cinco minutos después él aún no había salido. Con la humillación en todo lo alto, refunfuñó como un perro pachón por creerse especial y se dirigió hacia el parking subterráneo. Pero al llegar sonrió al verle apoyado en su coche con una gran torre de libros en el capó, mientras aparentaba leer Amante y enemigo.
La carcajada de Clara fue el detonante para que él levantara la vista. Aquel extraño juego había conseguido que ella bajara las defensas, y eso le gustó.
—Vaya, MacGyver, veo que también sabes sonreír.
Sin poder enfadarse con él, Clara, miró los títulos de los libros y no se sorprendió al ver que eran todos los que se habían mostrado.
—¿Tú vas a leer estos libros?
—No lo sé —sonrió él—. Pero sentí que me los tenía que llevar. Ellos me han ayudado a hacerte reír. —Clara volvió a sonreír y él prosiguió—: La pena es que alguien se llevó el que más sugerente se me hacía —murmuró Oscar acercándose a ella que quedó contra la columna del parking.
«Ay, madre… que me veo venir», pensó Clara sin apartar sus ojos de él, que la miraba con deleite.
—¿Quizás buscabas Amante eterno? —Y ella sacó de su bolsa el libro.
Oscar, al ver aquella guasona sonrisa, no lo dudó, y antes de besarla le susurró:
—MacGyver, eres una chica muy mala y a mí me gustan las chicas como tú.