Dos días después de aquella primera cita en París, Olga y Alex comenzaron a verse siempre que podían, y siempre… siempre acababan haciendo el amor apasionadamente. Aquella tarde, mientras estaban en un operativo y esperaban en un coche en la calle Segovia a que El Tórtola —un camello a pequeña escala— apareciera, Olga suspiró:
—¡Quiere hijos!
—Oh… qué horror, y tú ya tienes uno —se mofó Clara mientras atacaba las patatas.
Olga parecía no oírla.
—Y lo peor de todo es que aunque yo no quiero nada serio con él, me gusta.
—Normal. Está buenísimo —convino Clara.
—Me parece sexy. Me hace gracia su seriedad en ocasiones, y me vuelve loca en la cama. ¡Mi madre! En la cama es tremendo.
—Pues chica, no lo pienses y disfruta el momento, ¿no es tu lema?
Extasiada asintió.
—Mira, Olga —suspiró su amiga tras meterse un puñado de patatas en la boca—. Por mi tortuosa experiencia a nivel de machitos ibéricos, creo que debes pasarlo bien. Además, si tienes claro que tú no eres para él, ni el doctor Pichón es para ti… ¡Pásalo bien y ya está!
Eso molestó a Olga, pero calló. Clara continuó.
—No te agobies, ni por él ni por nada.
—Intento hacerlo, pero Alex… es diferente.
—Mira, haz lo que quieras. Pero siento decirte que a ti no te aguanta ni tu abuela.
Aquello las hizo sonreír.
—Por lo tanto y resumiendo —continuó Clara—: Disfruta del momento e intenta que tu corazoncito de hierro no se funda por culpa del doctor, ¿has escuchado bien?
Olga asintió. No pensaba enamorarse de Alex, pero cuando la miraba, sentía algo que nunca había sentido por nadie. Ni siquiera por Márquez.
—Tienes razón —asintió—. Demasiado perfecto.
—Yo que tú le miraba la etiqueta por si pone Made in China. Nadie es perfecto. Algún defecto tiene que tener. ¿Quizás le huelan los pies?
Olga dijo:
—Eres una envidiosa de no te menees.
Clara iba a contestar, pero en ese momento apareció El Tórtola. Con tranquilidad le dejaron subir a su casa; vivía en un segundo piso y una vez allí sería más fácil detenerle. Pero se equivocaron. Su compañero de piso vio llegar a las polis y le avisó, y el chorizo, ni corto ni perezoso, se tiró por la ventana. Se levantó y con una agilidad increíble salió corriendo.
—¿Dónde se supone que vas, Superwoman? —gritó Clara mientras agarraba a su compañera, ya subida a la ventana.
Al ver la cara de esta, Olga se percató de que iba a cometer una imprudencia y, dando un salto hacia atrás, se bajó.
—Pero ¿tú estás tonta o qué? —volvió a gritar Clara—. ¡Joder, qué susto me has dado!
—Vale… vale… tienes razón —se disculpó Olga por su imprudencia.
Guardaron las pistolas y se marcharon de nuevo hacia su coche. Al llegar se sorprendieron al ver que dos mindundis conocidos intentaban abrir la cerradura del automóvil con un alambre.
—¿Se puede saber qué hacéis? —gritó Clara.
A pesar del ciego que llevaban, Mortadelo y su hermano Simbad las reconocieron.
—¡Anda! Pero si es la jodida pasma —rió Mortadelo.
—Ten cuidado con lo que dices —advirtió Olga quitándoles el alambre.
—Ahora entiendo por qué El Tórtola corría —rió el chorizo.
Sin ningún tipo de miramiento, Olga cogió al chaval que pesaba menos que una pluma y retorciéndole el brazo, le susurró al oído:
—¿Dónde está El Tórtola? No te lo voy a volver a preguntar otra vez.
El otro intentó huir, pero Clara se lo impidió.
—O cantáis ahora hasta la Traviata, o lo haréis cuando lleguemos a comisaría.
Dos minutos después, las inspectoras se montaban en el coche acompañadas por Mortadelo y Simbad. Un par de horas más tarde, tras avisar a varias patrullas, detuvieron a El Tórtola, a algunos de sus colegas, y un buen alijo de chocolate recién traído de Melilla.
Poco después, Olga llegó a su casa, recogió a la pequeña Luna y a su abuela y fueron al pediatra. Este les indicó que la pequeña estaba como un roble. Ya pesaba diez kilos.