Sentada en el asiento del copiloto, Olga no podía dejar de admirar y tocar todo a su alrededor. Era la primera vez que, después de lo de Susi, dejaba a solas a su abuela y la niña para tener una cita. Durante el trayecto, Alex quedó impresionado por lo mucho que ella sabía de mecánica, algo que las mujeres de su familia y su entorno ni siquiera sabían que existía.
Cuando Alex aparcó y salieron del coche, ella miró a su alrededor y se extrañó.
—Pero ¿qué hacemos en la Base Aérea de Torrejón de Ardoz?
Alex respondió:
—Es parte de la cita.
—¿Cómo?
—Quiero invitarte a cenar en un sitio muy especial para mí —dijo él mientras saludaba a unos guardias.
—¿En una base aérea?
—No —sonrió él.
—Entonces, ¿adónde vamos? —al ver que él no respondía se paró bruscamente. No quería alejarse demasiado por si su abuela la necesitaba—. De aquí no me muevo hasta que no me digas adónde vamos. Yo… yo no puedo alejarme demasiado de Madrid.
—Es una sorpresa. Y tranquila, esta misma noche o como muy tarde de madrugada, estarás en tu casa.
Ella no supo si alegrarse; estaba desconcertada.
—Odio las sorpresas, doctor.
Aún recordaba la última sorpresa que Márquez, su ex, le dio.
—Eso es mentira. A las mujeres os encantan las sorpresas —sonrió él.
—No sé qué clase de mujer has conocido ni me interesa. Pero a mí, o me dices dónde vamos o, como te he dicho, no me muevo de aquí.
—¿Confías en mí?
Aquella pregunta la pilló de sorpresa. ¿Cómo iba a confiar en él si apenas le conocía? Pero por otro lado, sus ojos, su sonrisa, todo en él le indicaba que podía confiar.
Con delicadeza y con una mirada que le quitó hasta la palabra, Alex la acercó a él y la besó con dulzura. Primero en la punta de la nariz, luego los labios y por último el cuello.
—Di que sí. Llevo casi tres semanas solo pensando en ti.
Olga sintió que todo el vello de su cuerpo se erizaba al sentir el calor y la fuerza de aquellas palabras. No sabía qué tenía aquel tipo que no hubieran tenido hasta el momento los demás, pero sentía como si la personalidad de él pudiera doblegar su voluntad.
—Venga, inspectora Ramos, di que sí —volvió a susurrarle en el oído mientras sentía cómo su dedo pulgar le hacía circulitos lentos en el centro de la espalda.
«Dios… cómo me estás poniendo, doctorcito», pensó embriagada.
Con la lengua pegada al paladar por el estado de excitación que Alex le había creado, Olga asintió con la cabeza. Con una encantadora sonrisa, él la besó y juntos cruzaron una puerta donde un coche los recogió y los llevó hasta un hangar.
Bajaron del coche y Olga vio el jet privado que estaba ante ellos. La palabra «O’Connors» cruzaba de lado a lado aquel bicho. Dos segundos después, Alex le presentó a Roger Miller, el comandante que pilotaría el avión.
Media hora después, ya en vuelo, Olga, sentada en un cómodo y amplio asiento forrado de cuero claro, hablaba con Alex mientras intentaba aparentar normalidad. Para ella todo aquello era nuevo y espectacular. Aunque no le faltó de nada y siempre se consideró una afortunada en la vida, aquel lujo y glamour la estaban desconcertando.
—Bueno, doctor, ¿me vas a decir ahora adónde vamos?
—Pues te voy a llevar a cenar a un sitio precioso, desde el cual tendrás unas vistas magníficas de una ciudad que he oído que tienes muchas ganas de visitar.
Durante unos segundos Olga le miró. De pronto se le iluminó la cara.
—¿París? ¿Vamos a cenar a París?
Este asintió. Olga olvidó sus remilgos, sus vergüenzas y todo tras lo que se había escondido durante varios meses. Se tiró a sus brazos y le besó. A él le gustó eso y lo disfrutó.
Una vez tomaron tierra en el aeropuerto de Orly, se montaron en un coche que les llevó directamente hasta el centro de la ciudad, donde las luces comenzaban a encenderse.
—¡Madre mía! ¡Qué bonito es París! —murmuró Olga mirando su alrededor.
—Sí, realmente precioso —asintió Alex mirándola a ella.
El coche paró en la Avenue Du Maine 33, el mismo chofer del coche les abrió la puerta del edificio. Montaron en el ascensor y subieron a la planta 56, donde un señor muy francés saludó a Alex, y con una amabilidad increíble, los llevó hasta una estupenda mesa junto a la ventana. Allí tenían unas impresionantes vistas de París.
Con la inquietud de una niña pequeña, Olga disfrutó de aquello, mientras Alex, acostumbrado a aquel tipo de lujo, disfrutaba de ella.
Después de ver la carta, de primero pidieron ensalada de langosta a las hierbas verdes y foie-gras Ciel de Paris, y de segundo solomillo con salsa de trufas y asado de lubina salvaje, todo ello bañado por un excelente chardonnay francés. Degustaron todo aquello y Alex se tomó un café solo, mientras Olga pidió un helado de chocolate con nata montada.
—Ummmm… estaba todo buenísimo —suspiró ella mientras rebañaba el plato con verdadero deleite—. Me encanta el helado de chocolate.
—No lo dudo —afirmó él.
—Eh… ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?
Alex sonrío. Verdaderamente le tenía alucinado.
—Tienes un apetito atroz. No he conocido nunca a una mujer con tu apetito.
—¿Me estás llamando gorda? —soltó Olga la cuchara.
—Pues no. Solo te digo que no…
—Vale… vale… lo entiendo. No estás acostumbrado a que tus citas pidan postre —se mofó ella.
—Más o menos —y tomándole la mano, la atrajo hacia él y dijo—: Mi ex era una obsesiva de la comida light. Mi madre, mis hermanas o cualquiera de sus amigas se pasan media vida calculando las calorías que se meten en el cuerpo.
Al oírlo, Olga pensó en su prima Susi y en su fervor por la comida antes de hacerse vegetariana. Alex vio aquella sonrisa triste y preguntó:
—¿A qué se debe la tristeza que veo en tus ojos?
Sorprendida, ella respondió:
—Al decir eso sobre la comida recordé a mi prima Susi. Ella… Susi ha muerto recientemente. Era una muchacha joven llena de vida y… y… —pensó en Luna y no supo proseguir.
Tomándola de la mano, él hizo que le mirara y susurró:
—Lo siento. No lo sabía. ¿Cuándo ha ocurrido?
—Hace tan poco que aún no me lo creo —respondió pesarosa—. Ha sido algo terrible. Una muerte inesperada y la abuela… bueno, ella no lo está pasando bien.
—Tú tampoco —dijo clavando sus ojos en ella.
—Tienes razón. Yo tampoco. Pero como dice la abuela, hay que seguir adelante. La vida continúa y no se para porque los seres queridos se marchen.
Él la miró y asintió. Pasados unos segundos, ella se recompuso y preguntó con una sonrisa:
—Bueno, doctor, cambiando de tema… En tu tiempo libre ¿qué sueles hacer?
—Uf… la verdad es que no suelo tener mucho. Pero cuando lo tengo, me gusta leer libros de medicina, asistir a la ópera, escuchar música o simplemente cerrar los ojos y descansar.
«Eso es justo lo que yo necesito», pensó Olga, pero con tono de burla dijo:
—¡Qué emocionante vida la tuya!
—A ver, inspectora. En tus ratos libres, ¿qué haces tú para que tu vida sea más emocionante?
—Pues mira, cuando tengo ratos libres, que últimamente no son muchos —pensó en Luna y suspiró—, me gusta pasarlo bien con los amigos, ir a conciertos, al cine, o en su defecto ver pelis en la tele. Me vuelve loca viajar a Ibiza. Acudir a fiestas, comer helados, escuchar música. ¡Dios!, me encanta la música. Leer algún buen libro, ir al parque de atracciones o la Warner, y montarme en alguna atracción para soltar adrenalina. ¡Te lo recomiendo! —él sonrió—. Y cuando necesito pensar, me encanta ir a Faunia, a la zona donde están los pingüinos, sentarme en la semioscuridad del lugar y observarlos. Eso me relaja muchísimo. Deberías probarlo.
Alex sonrió.
—No me puedo permitir perder el tiempo.
—¿Quién te ha dicho que eso es perder el tiempo? —protestó Olga, y dándole con el dedo en la frente le señaló—. Eso, señor O’Connors, es vivir. Y repito, deberías probarlo.
Él asintió. «Quizá tuviera razón».
—¿Puedo hacerte una pregunta bastante personal? —preguntó ella.
—Por supuesto, siempre y cuando luego yo pueda hacértela a ti.
—¿Hace mucho que te separaste?
—En septiembre hizo dos años.
—¿Qué ocurrió?
—Dijiste una pregunta, y con esta serían dos —sonrió él—. Ahora me toca a mí.
Olga asintió.
—El comisario Márquez, ese que siempre está enfadado, ¿fue tu pareja?
—Sí —respondió mientras cogía la cuchara y la chupaba.
Después de un pequeño silencio, ella preguntó:
—¿Cuánto tiempo estuviste con ella?
—Doce años.
—¿Y tú con él?
—Casi tres.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Olga.
—Se aburrió de mí, y yo me aburrí de pedirle hijos.
Olga le miró y suspiró. ¡Hijos! Aquello no tenía futuro.
—Márquez también se aburrió de mí —Alex enarcó las cejas—. No estábamos casados, pero vivíamos juntos. Me engañó cientos de veces y le perdoné, hasta que descubrí una relación paralela a la nuestra que duraba más de seis meses, y entonces le dejé.
Tras aquellas confidencias llegaron muchas más, pero Olga no habló de Luna. Aquel tema aún no sabía cómo enfocarlo y prefirió no decir nada. A la una de la madrugada decidieron poner rumbo a Madrid.
Una vez en el aire, Alex le preparó algo de beber, un ron con Coca-Cola. Él se tomó un Cardhu. Se sentó frente a ella y sin quitarle los ojos de encima, comenzó a beber. Sus ojos parecían desnudarla y Olga, inquieta y excitada por lo que aquel tipo le hacía sentir, percibió cómo una ráfaga de lujuria y desenfreno llamaba a su puerta. Deseaba con todas sus fuerzas besarle, pero temía parecer demasiado fresca y libertina. En ese momento, Alex la miró y sonrió; eso la hizo arder.
«Lo sabe. Sabe que le deseo. Muy bien, doctorcito, tú te lo has buscado», pensó levantándose de su sillón para sentarse a horcajadas encima de él con su vaso en la mano.
Sorprendido, él echó atrás su cabeza hasta que dio contra el respaldo del asiento. Era excitante tenerla encima de él, tras una noche perfecta y con aquella sonrisa que prometía un buen rato.
Los cálidos y sensuales labios de ella se posaron en su cuello durante unos segundos, los suficientes como para hacer que a él se le erizara todo el vello del cuerpo.
—Inspectora, si sigues con este juego, no voy a querer parar —advirtió muerto de deseo por ella.
Olga le miró y con una sonrisa sexy, le contestó.
—No quiero que pares, doctor.
Excitado como nunca, dejó el vaso de Cardhu encima de la mesita y sin ningún tipo de miramiento posó sus grandes y cuidadas manos en el trasero de ella para atraerla más hacia el centro de su deseo, que ardía desde hacía horas por tenerla así.
—Ya no te duele por aquí, ¿verdad? —preguntó con voz ronca al tocarle la zona donde días antes le había puesto crema.
«Ay… Dios mío, desnúdame y desnúdate. Pero ya».
—Bésame, Alex —suplicó ella.
Deseoso por hacerlo, él la atrajo hacia él y la besó. Ella apretó sus senos contra su pecho, y enredando sus dedos en aquel pelo negro, le devoró la boca hasta que le oyó gemir de placer. Así le gustaba tenerle.
—Quítame el vestido —le susurró arqueándose. Él parecía tan aturdido en aquel momento que Olga tuvo que repetir—: Alex, quítame el vestido, por favor.
Sin perder un segundo, esta vez Alex obedeció. Le sacó el vestido y lo tiró al suelo; Olga se encontró semidesnuda encima de él.
—Dijiste que nadie nos interrumpiría hasta llegar a Madrid, ¿verdad?
Alex asintió como atontado. No entendía qué le pasaba. Era la primera vez que una mujer conseguía anularle en el juego del sexo. Eso le excitó tanto que no supo cuánto tiempo iba a poder aguantar sin poseerla.
Sin importarle absolutamente nada, Olga bajó su mano hasta el bulto que contra su deseo latía, y sonrió contra su oreja al sentir como él saltaba al notar sus manos calientes y juguetonas en él.
En aquel momento, Alex no pudo más y agarrándole la cara la atrajo hacia él y la devoró. La poseyó con su boca y con sus exigentes manos. La tocó de tal manera que ahora fue Olga la que tembló.
Mirándola a los ojos, bajó su mano por la espalda hasta posarla en su cintura. Con suavidad llevó la palma de su mano hasta el vientre de ella y comenzó a tocarla hasta que ella con un respingo se la retiró.
—¿Por qué me la quitas? —preguntó Alex con voz ronca—. ¿Qué pasa, Olga?
—Vamos a ver —susurró con un gesto que Alex no supo descifrar—. Te he quitado de ahí la mano porque no me gusta que me toques mi michelín.
Entonces Alex sonrió e intentó bajar la mirada, pero Olga no le dejó.
—Eh… eh… —sonrió al oírle reír—. No lo mirarás. Esta noche me acusaste de tragar más comida que todas las mujeres de tu familia, y aunque deseo que me poseas más que nada en este mundo, no estoy dispuesta a que mires y admires mis lorzas.
Aquella cara de guasa y la picardía en su mirada, le excitó aún más, y ansioso por penetrarla, quitó las manos de su cintura, le desabrochó el sujetador y lo tiró junto al vestido. Alex sintió que iba a explotar y al ver los pechos de Olga ante él, como un autómata se lanzó a por ellos. Los devoró y estrujó hasta conseguir que ella suspirara y gimiera de placer.
Caliente y deseosa de recibir su pene en ella, le acarició el cuello con mimo, mientras sentía cómo le succionaba los pezones y la hacía arder. Necesitaba con urgencia ser penetrada por aquel miembro que bajo ella parecía que iba a explotar.
Sin necesidad de hablar, Alex se levantó con ella en brazos, y tumbándola sobre uno de los amplios sillones de cuero beige, echó el respaldo para atrás.
—Aquí es donde yo quería llegar.
—Déjame quitarte la camisa —imploró desabrochándole los botones.
Luego miró extasiada su duro y fibroso cuerpo.
—Tienes un cuerpo muy bonito, Alex. Debes hacer mucha gimnasia para mantener esas tabletas de chocolate tan bien puestas.
Al oírla él se carcajeó, y quitándose los pantalones y los boxes negros con premura para satisfacción de Olga, respondió:
—Inspectora, tú sí que eres preciosa.
«Madre mía… madre mía, qué bien armado estás, muchacho», pensó al ver aquel oscuro y tentador pene dispuesto ante ella.
Sin decir más, le quitó las bragas, se tumbó sobre ella y comenzó a besarla de nuevo. Esta vez, los besos fueron más salvajes, posesivos y sensuales. A punto de estallar, Olga le colocó sus piernas alrededor de las caderas, y ambos se estremecieron al sentir el calor que sus cuerpos radiaban.
«Más vale prevenir que bautizar», pensó Olga, mientras recordaba que en su bolso llevaba algunos preservativos.
—Oye, Alex…
Pero él no la dejó hablar, la besó con premura, con exigencia, mientras posicionaba la punta de su pene en su húmeda intimidad. Tras una arrebatadora embestida la penetró y ambos suspiraron de placer.
—Te gusta… te gusta así —susurró embelesado al sentirla gemir y moverse bajo él.
Incapaz de responder, Olga le miró y asintió con la cabeza, mientras se dejaba llevar una y otra vez por aquellas embestidas que la hacían arder. Alex, incapaz de retener ni un segundo más sus impulsos sexuales, se dejó llevar y bombeó dentro de ella hasta que sintió cómo se arqueaba y gemía de placer. En ese momento, él se retiró con fuerza del interior, y posando la cara en su vientre, su pene escupió el ardor y el calor que por ella sentía.
Cuando por fin Alex se relajó sobre ella, Olga aún continuaba con la respiración entrecortada. Cerró los ojos y con una tierna sonrisa, le revolvió el pelo y sonrió.
—Doctor… no podemos volver a hacer esto sin protección. No quiero problemas.
—Tienes razón —asintió agotado—. Debemos ser más precavidos.
En ese momento, el comandante les habló a través del interfono.
—En diez minutos tomaremos tierra en el aeropuerto de Madrid. Abróchense los cinturones.
—¿Ya hemos llegado? —preguntó decepcionada Olga.
—Sí, inspectora —asintió levantándose de encima para coger un kleenex y limpiarse—. Ya hemos llegado. Espero que el vuelo haya sido placentero.
Ella sonrió. Haber practicado sexo con él había sido lo mejor que le había pasado en mucho tiempo.
Sin poder evitarlo, Alex le besó el tatuaje y ella sonrió.
—Me encanta tu hada de la suerte.
—¿Sabes una cosa?
—¿Qué?
—Eres la primera persona, aparte de mí, que toca mi hada de la suerte.
—Y espero ser la única —murmuró, mientras ella se vestía de espaldas.
Aquella que ahora se escondía era la misma que minutos antes le sedujo con una sensualidad desbordante que le volvió loco.
Poco después el avión tomó tierra, y Alex la llevó en su cochazo hasta la puerta de su casa, donde se besaron y quedaron en llamarse.