17

Al día siguiente habló con su abuela de la cita y ella le dijo que no se preocupara por nada, y menos por la niña. Se duchó, se alisó el pelo y revolvió el armario entero sin saber qué ponerse. Finalmente se decidió por el vestido azul de Cortefiel que llevó el año anterior a la boda de una amiga. Se miró al espejo y vio que aún le quedaba bien; cogió los zapatos negros de tacón y al calzárselos se sintió más cercana a un pato mareado que a una modelo de pasarela. Tomó aire y salió al salón. Allí, Pepa y Maruja con la pequeña Luna en brazos, veían su programa favorito de las tardes.

Cuando Olga apareció ante ellas toda peripuesta, se miraron incrédulas.

—¡Bendito sea Dios, Superwoman! —gritó Pepa mientras se levantaba—. ¡Pero qué guapa te has puesto!

Oy… oy… oy… pero ¿adónde vas tú tan requeteguapa? —preguntó Maruja levantándose para acercarse.

Olga, contenta con la reacción de ellas, se dio por satisfecha y tras darle un besito a la pequeñaja, sonrió. No sabía por qué, pero quería impresionar al doctor, demostrarle que ella no tendría tanto dinero como él, pero tenía clase.

—Bueno… ¿Qué tal? ¿Me veis bien?

—Pero bueno, hermosa —se llevó las manos Pepa a la boca—. Has pasado de ser la mujer policía a una modelo de revista cara.

—¡Por Dios, muchacha! Si yo tuviera ese cuerpo y tu edad, la de hombres que babearían por mis carnes.

—Un momento, no te muevas —dijo Pepa; desapareció por el pasillo y volvió a aparecer con la máquina de fotos en la mano—. Haznos una foto, Maruja. No sé cuándo volveré a ver a mi niña de nuevo así de guapa.

—Abuela, por Dios —se quejó Olga mientras la agarraba—. Cualquiera que te oiga creerá que voy hecha una zarrapastrosa todo el día.

Cuando Maruja dejó encima del sofá a la pequeña dormida, cogió la cámara y dijo:

—A ver… mirad al pajaritoooooooo y decid patataaaaaaaa.

—No, cariño, no vas hecha una zarrapastrosa —aclaró Pepa tras las fotos—. Pero llevaba años sin verte maquillada, peinada, con tacones y con un vestido decente.

—Abuela, para mí es más cómodo llevar pantalones en mi trabajo que ir vestida como voy ahora. ¿No estás de acuerdo?

—A eso me refiero. Entre que siempre llevas pantalones y botas, y que cada dos por tres tienes algún vendaje o moratón en el cuerpo… verte así ¡es algo inaudito!

—Bueno… bueno ¿y a qué se debe esta elegancia? —preguntó Maruja, que volvió a coger a la pequeña.

—Esta noche cenaré con Alex —y acercándose a Maruja, dijo—: Déjame que lleve a la cagona a la cuna. Con un poco de suerte aguanta un poquito antes de que le toque el siguiente biberón.

Con sumo cuidado, Olga la cogió y cuando llegó a la habitación le besó el moflete antes de dejarla en la cuna y susurró:

—Pórtate bien. No le des mucha guerra a la abuela. Regresaré dentro de unas horas.

La pequeña se movió y con una sonrisa Olga la dejó en la cunita y tras un último vistazo a la pequeña se marchó.

—¿Cenarás con el doctor guapetón? —preguntó Pepa y su nieta asintió.

Al ver las caras y en especial los gestos de aquellas dos, con rapidez Olga añadió:

—Eh… tranquilas. Esto es simplemente una cena entre amigos.

—Bendito sea Dios, ¡qué ilusión! Por fin sales con un hombre que se viste por los pies —aplaudió su abuela.

—¿Te has puesto liguero? —preguntó Maruja.

—Pues no. No me he puesto liguero.

Oy… oy… oy… con lo que les gusta eso a los hombres.

—¡Maruja! —gruñó Olga. Pero tuvo que reír al ver como aquellas dos se carcajeaban.

—Cuéntale lo de la niña. Que sepa que no estás sola —detalló su abuela y Olga la miró.

—¿Por qué le voy a contar que tengo a Luna?

—Haznos caso, Superwoman —cuchicheó Maruja—. Si lo haces, nunca podrá decir que le engañaste en cuanto a que tienes una hija.

«Pero es que yo no tengo una hija», pensó sin querer.

En ese momento sonó el timbre del portero automático y Olga le dijo a Alex que ya bajaba y colgó.

—Vamos a ver —dijo mirándolas—. Llevaré el móvil encendido toda la noche. Cualquier cosa que pase, abuela, ¡llámame!

—Sí, hermosa, tranquila. Ve y pásalo bien, no ocurrirá nada.

—Si la niña se pone mala o lo que sea, llámame y enseguida estaré aquí. Y por último, pero no menos importante, no quiero que descolguéis el telefonillo para cotillear, ¿me habéis oído?

Ambas asintieron y Olga, tras tomar un pequeño bolso negro y un abrigo en tono beige, repitió:

—¿Me habéis oído?

—Que sí, pesada —asintió su abuela empujándola—. Venga… venga no le hagas esperar y pásatelo bien.

Después de darles un beso, Olga salió al descansillo del piso y antes de marcharse, se volvió con una última mirada de advertencia. Al llegar al portal se cruzó con el señor Luis, un jubilado castizo y bravucón, muy piropeador, que vivía en el bajo derecha.

—¡Olé… la hembra guapa y española!

—Gracias, señor Luis —le contestó mientras sus ojos veían a Alex. Guapísimo como él solo, con un pantalón oscuro y un abrigo también negro, la esperaba apoyado fuera del portal.

—Lástima que no sea bizco para verte dos veces, ¡so guapa!

—¡Mi madre!, señor Luis —bromeó Olga—. ¡Qué humor tiene usted!

Se despidió de él con una sonrisa, abrió el portal y se encontró con Alex. Él la encontró tan cambiada que se quedó boquiabierto mirándola. Las veces que la había visto siempre iba de sport, con pijama o incluso con un ojo morado. Por ello al verla ante él tan sexy y elegante, se atragantó y no supo qué decir.

—Pero muchacho, dile algo y no te quedes callado como un muerto —gritó Maruja desde el balcón.

—Sí, hermoso —apuntilló Pepa divertida—. Para un día que se ha vestido de mujer y no de machorro se merece todos los piropos del mundo y más.

Olga cerró los ojos y creyó morir.

«Las mato… las mato a las dos, lo juro», pensó avergonzada.

Cuando abrió los ojos, miró para arriba y vio a su abuela y a Maruja apoyadas en la barandilla de la terraza, tan panchas.

Alex se divertía con todo aquello, pero al ver la cara de mala leche de Olga, rápidamente reaccionó y acercándose a ella dijo:

—Estas preciosa, inspectora —y para impresionar todavía más a las del balcón, le entregó una rosa que Olga cogió muerta de vergüenza.

Olé y olé… el detalle fino y galante que acabas de tener, muchacho —gritó el señor Luis desde su ventana—. Te llevas un pedazo de hembra, que porque yo ya estoy algo enquistao, porque si no, no se me escapaba.

—Esto es increíble —susurró incrédula Olga.

Aquello de pronto parecía un circo, y Alex y ella, los payasos.

Contó hasta veinte para no soltar un típico gruñido inspectora Ramos, luego miró hacia arriba, pero rápidamente su abuela gritó:

—Tú dijiste que no cogiéramos el telefonillo. No dijiste nada de que no nos asomáramos al balcón.

Incrédula, volvió a mirar a Alex, que la observaba con semblante divertido.

—A veces entiendo el porqué de algunos asesinatos en serie.

Con una sonrisa, Alex no le dio tiempo a decir nada más y la tomó por la cintura.

—No te preocupes, no pasa nada. Te puedo asegurar que mi abuelo, en ocasiones, es peor —y mirando a las mujeres del balcón y al hombre que desde su ventana les observaba, dijo—. No se preocupen, la devolveré sana y salva.

—Más te vale, muchacho, si no quieres tener problemas conmigo —apuntilló el señor Luis dejando nuevamente a Olga sin palabras.

—Pasadlo bien, hermosos —gritó Pepa disfrutando de aquel momento—. Olga, no te preocupes por nada y ah… no echaré la cadenita por si vuelves esta noche.

Aquello ya era demasiado, pero sin mirar a su abuela, susurró:

—Nos vamos antes de que suba y les cante las cuarenta al frente juventudes.

—Por supuesto, tengo el coche aparcado en aquella calle —respondió divertido.

Cuando desaparecieron del campo de visión de su abuela y compañía, Olga por fin se relajó.

—Oye, de verdad, Alex, disculpa la guasa de… ¡Joder! —gritó al ver a Alex accionar un mando y unas luces parpadear—. No me digas que el Lamborghini Murciélago Lp 640 del que acaban de encenderse las luces es tuyo.

Impresionado por el grito que había dado y en especial porque ella conociera tantos datos de aquel coche, asintió.

—Pero ¿cómo se te ocurre aparcar aquí este coche? ¡Madre mía!, qué locura, por Dios —susurró incapaz de dejar de admirar aquella maravilla—. Te lo podían haber desguazado en el rato que me has estado esperando en el portal, o algún graciosillo podría haberlo rayado con las llaves. Tú no sabes cómo se las gastan por esta zona.

Él se encogió de hombros.

—Es el coche que utilizo a diario, y sinceramente, no me lo he planteado.

Pero ella parecía no oír. Solo tenía ojos para el automóvil.

—¡Mi madre! ¡Qué pasada de buga! Lo que daría yo por conducir un coche así.

—Toma, condúcelo —le ofreció las llaves.

Durante una fracción de segundo Olga dudó. ¿Debería coger aquellas llaves? Por un lado le apetecía horrores, pero llevaba puestos los tacones y sabía que no iba a disfrutar del momento. Al final negó con la cabeza y dijo:

—Te lo agradezco, pero creo que hoy no.

—¿Por qué?

Ella no habló. Le señaló los zapatos y él entendió.

—Pero me gustaría que no olvidaras ese ofrecimiento por si hubiera otra ocasión —respondió ella.

—¿Otra ocasión de qué?

—Pues de volver a quedar contigo.

Alex sonrió y tiró de ella para atraerla hacia él, la besó sin importarle nada ni nadie, solo ella. Desde que la había visto salir del portal de su casa, había deseado besarla. Estaba preciosa, sexy y diferente. Parecía mentira que aquella delicada mujer pudiera ser la misma policía de lenguaje en ocasiones vulgar que lo había hechizado.

Cuando el beso acabó Olga continuaba con los ojos cerrados.

—Bueno, inspectora —sonrió él—, ¿nos vamos?

Ella le miró y asintió.

—Sí, anda. Vámonos de aquí, antes de que los chorizos de mi barrio te roben hasta las llantas.