Dos días después en la comisaría, Olga no daba crédito a lo que oía. Su abuela lloraba al teléfono y le decía que habían llamado del consulado español en Londres, para avisarles que su prima Susana, Greg y varios de su comunidad habían muerto por beber agua contaminada con unos productos nocivos para la salud. Una fábrica de productos tóxicos cercana a la comuna había sufrido una rotura en una de sus tuberías sin que nadie se diera cuenta, y el agua que bebían los envenenó.
Con el dolor latente en sus caras y en especial en sus corazones Olga y Pepa, acompañadas por Clara, viajaron a Londres, donde reconocieron los cadáveres de Susi y de Greg —él no tenía familia— y decidieron enterrarles allí mismo. A Susana le hubiera gustado estar con él. Visitaron a la pequeña Luna Armoni en el hospital, donde habían comprobado que ella estaba bien, y cumplimentaron con los asistentes sociales el papeleo reglamentario. Desde ese momento Olga pasó a ser la tutora y responsable —por no decir madre— de la pequeña Luna.
Tras acabar con aquello, tristes y desoladas, regresaron a Madrid.
—Ay, abuela… No me lo puedo creer. ¿Por qué? ¿Por qué le ha tenido que pasar esto a Susi? —murmuró entre sollozos, sentada en su sofá, sin poder creer aún lo sucedido—. ¿Qué vamos a hacer?
Aún con el gesto desencajado por la terrible pérdida, Pepa se sentó junto a su nieta y pasándole el brazo por los hombros para abrazarla, le susurró con cariño mientras le secaba con un pañuelo las lágrimas.
—Lo único que podemos hacer, mi niña, es tirar para adelante con el recuerdo de Susi en nuestros corazones y criar a Lunita como ella hubiera hecho. Sé que es duro y es difícil de entender lo ocurrido, pero no nos queda más remedio, tesoro mío —al ver a su nieta llorar Pepa continuó—. Mi amor, no llores más. La vida es así de puñetera. Se lleva a los seres queridos cuando menos lo esperamos y los que quedamos debemos aprender a vivir sin ellos y a continuar nuestro camino. No hay más, hermosa… no hay más.
Durante unos segundos ambas se abrazaron entre sollozos hasta que un movimiento en el cesto del bebé les hizo entender que se había despertado. Con rapidez, Pepa acogió entre sus brazos a aquella pequeña niña de aspecto angelical, y secándose las lágrimas primero de su rostro y luego del rostro de su nieta Olga, dijo:
—Susi nos ha dejado a esta belleza, y la tenemos que cuidar y querer tanto como la hubiera querido ella, ¿no crees?
—Por supuesto, abuela. Eso no lo dudes —asintió Olga tocando el precioso óvalo de la cara del bebé—. Pero me preocupa cómo. Yo apenas tengo tiempo y…
Pepa no la dejó terminar. Todos esos días supo que tarde o temprano saldría aquella maldita conversación, y el momento había llegado.
—Tienes que tener tiempo para ella, mi vida. Ya no eres tú sola. Ahora sois tú y ella.
—Y tú también —aclaró Olga mirándola con desafío.
La mujer la miró con una triste sonrisa y suspiró al ver que su nieta se resistía a no incluirla en el lote.
—Ay, hermosa… Ya sé que yo también existo para ti. Lo sé y me agrada mucho. Pero me refiero a que ahora Lunita es tu hija y debes comenzar a pensar en cómo criarla y…
Olga se tensó. Llevaba días pensando en aquello. Luna ahora era su responsabilidad, pero era incapaz de centrarse en ello. Estaba claro que la niña ahora estaba a su cargo. Lo que no tenía claro era cómo salir adelante con aquella nueva empresa sin fallar.
—Abuela, tú no te preocupes por nada. Saldremos de esta, no sé cómo, pero saldremos. Eso sí, déjame decirte que necesito tu ayuda más que nunca. Yo… yo no sé cómo cuidar un bebé y si tú ahora me dejas… yo… —la mujer sonrió.
—Yo no te voy a fallar nunca, mi amor. Aquí estaré para ti y para Lunita el resto de mi existencia.
Emocionada por aquello y por todo lo que su abuela siempre había luchado por sacar adelante a ella y a su prima, con los ojos encharcados en lágrimas y un hilo de voz, le dijo:
—Abuela, te quiero más que a nadie en este mundo.
Pepa sonrió, besó a su valiente nieta con cariño en la mejilla y poniéndole el bebé en sus brazos, murmuró antes de abrazarla:
—Yo también te quiero, hermosa mía. Pero ahora tú y yo tenemos que hacer todo lo posible porque Lunita se sienta la más querida y amada de esta familia. ¿Seremos capaces?
Con la emoción reflejada en su cara, Olga asintió y Pepa, secándose las lágrimas, se levantó y dijo con orgullo:
—Así me gusta. Esta es mi Superwoman.
Las primeras tres semanas fueron las más complicadas para todos. Por un lado Pepa, a pesar de su fortaleza, lloraba al recordar a Susi. Para una abuela era muy duro asumir la muerte de una nieta. Olga desesperada intentaba atender a Pepa y a la niña. Pero en ocasiones perdía la paciencia. Para ella tampoco estaba siendo fácil. La pequeña lloraba a todas horas y apenas la dejaba dormir. Esto desesperaba a Olga y la sacaba de sus casillas. Aunque reconocía que cuando le sonreía la cagona de ya casi cuatro meses, se le olvidaba todo.
Intentó de todas formas que la pequeña durmiera en la cuna, pero era imposible. Agotada, Olga se tumbaba en la cama con la pequeña encima de ella. Pronto comenzó a darse cuenta de que la niña se relajaba con los sonidos de su corazón.
Durante ese tiempo, Olga se desconectó del mundo, de la comisaría y de todo. No tenía tiempo para nada, y cada vez que su abuela la veía encender un cigarro, se lo apagaba o la echaba de casa. De pronto su casa se había convertido en un búnker solo dedicado al cuidado y bienestar de la pequeña intrusa. La cuna de la niña, el cambiador, el calientabiberones, el esterilizador de biberones y los miles de productos que para ella hubo que comprar, relegaron a un lado la comodidad que Olga siempre había tenido cuando llegaba a su casa.
Durante esos días, Pepa y Olga pensaron qué hacer con Dolores y los cachorros. Ahora, con la niña, tener la casa llena de perros no era lo más higiénico, pero al final Pepa decidió esperar un tiempo. Cuando ella regresara a Benidorm, se los llevaría, algo que a Olga le parecía una locura. Primero, porque su abuela no podía vivir con tanto perro, y segundo, porque ella no podía encargarse sola de la pequeña Luna y necesitaba la ayuda de su abuela.
—Es preciosa. Qué manitas tan chiquititas tiene, y esos ojitos tan redonditos, me los comía-dijo Clara con la niña en brazos, mientras Olga, asomada a la ventana, fumaba un cigarro.
—Yo también me la comía a veces. En especial cuando no me deja pegar ojo por las noches —suspiró agotada.
—Anda ya… pero si es una santa.
—Sí, solo le falta el halo dorado alrededor de la cabeza y las arpas sonando —se mofó aquella, que al oír la puerta abrirse, apagó el cigarro en la maceta y cerró la ventana.
Pepa entró con Maruja y la miró. Antes de que ella dijera nada, Olga la atajó:
—Abuela, he abierto la ventana para fumar. Por lo tanto, cierra el pico.
La mujer la regañó con la mirada y fue a la cocina a dejar las bolsas, mientras Maruja, la mujer que no se había separado de ellas en aquel duro trance, se acercaba a la niña.
—Oy… oy… oy… Si es un angelito —dijo al verla dormida.
—Sí, del infierno —resopló Olga.
—Anda, cállate, gruñona —le dio una patada Clara haciéndola reír.
—A ver… es la hora del baño de mi Lunita —dijo Pepa al salir de la cocina, y Clara le entregó a la pequeña—. Olguita, ¿quieres bañarla tú?
—No, abuela. Si no te importa, te cedo los honores. Así puedo charlar un rato con Clara.
—Yo te ayudaré —se ofreció Maruja, y ambas desaparecieron por el pasillo.
Nada más quedar a solas, Olga abrió la ventana y comenzó a fumar un nuevo cigarrillo.
—A ver, dispara —dijo Clara.
La conocía muy bien y sabía que aquella situación estaba pudiendo con sus nervios y su paciencia.
—¿Te has dado cuenta de la mierda de vida que llevo? —gruñó Olga.
—Tampoco es tan mala. No trabajas y estás en casa. ¿Qué más se puede pedir?
Clara sonrió, y antes de que su amiga explotara, se fijó en las profundas ojeras que aquella tenía por todo lo ocurrido y añadió:
—Vale, reina mora, te entiendo. Estas no son vacaciones, y en cuanto a lo de estar en casa, rodeada de un bebé llorón, tu abuela, ocho perros y Maruja, tengo que reconocer que no es la mejor idea del mundo.
—Te juro que hay momentos en los que creo que me va a dar algo. —Apagó el cigarro en la maceta, cerró la ventana y se sentó junto a su amiga—. Me siento fatal, Clara. Susi, mi Susi está muerta —murmuró emocionada— y yo tengo que ocuparme de su hija, pero esto me está destrozando a mí. La cagona es una preciosidad, pero me ha descabalado la vida. Si antes no tenía horarios, ahora mi abuela y esa llorona se empeñan en que los tenga, ¡y yo lo odio!
Clara, la miró y la entendió. Su vida había sufrido un giro abismal.
—Y luego está la continua pregunta: ¿qué voy a hacer con la cagona cuando mi abuela decida marcharse a Benidorm? Porque la muy puñetera me amenaza continuamente con eso.
Clara sonrió. Aunque entendía que la papeleta que se le presentaba a su amiga no era fácil de digerir, para relajarla dijo:
—Lo primero de todo espira… inspira… espira… —cuando vio que esta sonreía y se encendía un nuevo cigarro añadió—: Vayamos por partes, como dijo Jack el destripador.
—Madre mía, Clara. Necesito dormir, ligar, reír, bailar, tomarme unas cervezas con vosotros —y bajando la voz le susurró—: Pero si no tengo tiempo ni para utilizar a Lucas Fernández. Desde que esa cagona llenó mi casa de pañales, colonia Nenuco y chupetes, ¡no tengo intimidad!
—Olga, te entiendo, reina —murmuró con dulzura Clara—. Dejemos que el tiempo pase, seguro que la pitufa dejará de llorar en algún momento y se acostumbrará a ti…
—¡Que se acostumbre a mí! —voceó mientras abría la ventana—. Oh… si eso ya lo ha hecho la muy sinvergüenza. Solo duerme por la noche si la tengo encima de mí, y me escucha el corazón. El problema es que yo no duermo porque tengo miedo a olvidar que ella está allí y aplastarla. Me voy a morir de sueño… lo sé… lo intuyo.
Clara no quería sonreír, pero era inevitable.
—Anda, no seas exagerada. Ni que fueras la primera madre soltera que tiene que criar a su hija. Por cierto, ¿sabes algo del doctor Pichón?
Al pensar en él, Olga dio una fuerte calada y se encogió de hombros.
—Si te soy sincera, no tengo ni idea de si me ha llamado o no. Estoy tan liada con todo lo que me ha ocurrido últimamente que hasta le agradezco que no me llame. Aunque claro, siempre cabe la posibilidad de que se haya enterado de lo que me ha pasado y pase olímpicamente de mí.
—Repito: eres una lamentosa.
—Clara, joder, ponte en mi lugar. De pronto mi vida de soltera independiente ha cambiado a una vida en la que tengo que apechugar con una cagona y llorona que me está volviendo loca. Yo no quería ser madre. Ni soltera ni casada. Pero las circunstancias… me obligan a algo de lo que siempre he huido.
Para ponerla a prueba, Clara propuso:
—Pues solo tienes tres opciones. La primera, que cuando se vaya a Benidorm tu abuela se la lleve con ella. La segunda, que apechugues con la cagona, busques una guardería y comiences a pensar que ya no eres tú sola. Y la tercera, hablar con los servicios sociales y buscar una familia para Luna.
Olga abrió los ojos con gesto amenazador, pero al ver cómo su amiga se carcajeaba dijo:
—Eso no lo dirás ni en broma, ¿verdad? Mi abuela me mataría y Susi no me lo perdonaría. Además, la cagona es mi niña y nadie se la va a llevar —luego con una sonrisa añadió—: Aunque a veces, en especial por las noches o cuando un tufillo apestoso le sale del culo, me dan ganas de regalarla.
Clara se levantó, la abrazó y le dio un sonoro beso en la mejilla. Luego dijo:
—No te agobies y da tiempo a que todo se tranquilice. Lo que ha ocurrido y el giro que ha dado tu vida no debe ser fácil para nadie —Olga hizo un mohín—. No olvides que también me tienes a mí para poder malcriar a la pequeña Luna, ¿vale?
Olga asintió y suspiró.
—Por cierto —rió Clara—. ¿Recuerdas lo que nos dijo la gitana en Ibiza?
Olga asintió. Iba a decir algo justo cuando su abuela Pepa apareció con la pequeña recién bañada y con olor a colonia Nenuco. Se la puso en los brazos y Olga, con un gesto tierno, le dio el biberón.