A las cuatro de la tarde Olga estaba metida en la ducha y oía a su abuela trastear en la cocina. Aún no le hablaba por la encerrona que le hizo con Alex, pero tras solucionar la noche anterior sus problemas con él, pensó que había llegado el momento de solucionarlos con ella y con Maruja. Al salir de la ducha se encontró con Dolores mirándola con sus ojazos redondos.
—Hija, por Dios, solo te falta hablar —dijo Olga al verla.
Ataviada con un albornoz negro y una toalla del mismo tono en la cabeza, Olga se dirigió hacia la cocina. Al entrar, Pepa la miró y saludó.
—Hola, hermosura mía. ¿Quieres un café?
—Ya me lo pongo yo abuela.
Aquel tono de voz hizo sonreír a Pepa. Conocía muy bien el tono de voz de su nieta, y aquel le gustó.
—Llegaste muy tarde hoy, ¿verdad?
—Sí. Al salir del trabajo nos fuimos a tomar unas copas en honor a sor Celia, que se casa.
—¡Oh, qué maravillosa noticia! —sonrió Pepa— Celitita se casa… ¡Qué bien!
—Bueno —Olga se encogió de hombros—. Si tú lo dices.
Pepa vio cómo su nieta abría el cajón de las galletas y se echaba medio paquete en el tazón. También cogió los donuts.
—Hermosa, por Dios, no comas tanto dulce que vas a engordar.
—Abuela —se quejó ella—. Ya te he dicho mil veces que yo paso de ser un figurín. Además, ¿tú me ves gorda?
Pepa la miró. La verdad era que su nieta no estaba gorda, pero tampoco delgada.
—No, hija, no estás gorda. Pero sigo pensando que eres demasiado galga, y siempre estás comiendo cosas que no son buenas, donuts, palmeras de chocolate, bolsas de patatas. Cómete un bocadillo de jamón y deja de comer guarrerías.
—También me los como, abuela —sonrió al pensar en sus desayunos con los compañeros.
En ese momento sonó el teléfono y Olga lo cogió.
—Dígame.
—Holaaaaaaaaaaaaaaaaaa, Superwoman.
—¡Susana! —gritó Olga y soltó el donuts de golpe.
Hablar con su prima era algo difícil. Allí donde vivía no se permitían móviles, y solo hablaban con ella una vez al mes, cuando ella y algunos de su comunidad bajaban al pueblo más cercano a comprar las cosas necesarias.
Pepa rápidamente se secó las manos con un paño de cocina y se puso a su lado. Comenzó a preguntarle cosas.
—Hola, primita. ¿Qué tal estas?
—Bien… bien, espera que conecto el manos libres, que si no la abuela no me va a dejar hablar.
—Hola, abuelaaaaaaaaaaaa.
—Ainsss… mi niña. ¿Cómo estáis, corazón mío? —dijo Pepa, emocionada al oír a su nieta.
—Bien, abuela. Luna y yo estamos perfectamente bien.
—¿Y cuándo venís? Estoy deseando achucharte a ti y a mi biznieta.
—Sí, hermosa, sí —se guaseó Olga—. A ver si vienes porque la abuela está que se sube por las paredes.
—¿Me estás llamando pesada? —gruñó Pepa.
—No, abuela, no por Diossssssssssssss.
—Venga, no empecéis como siempre —se carcajeó Susana desde el otro lado del teléfono—. Decidme qué tal estáis.
—Pues como siempre, Susi —respondió Olga—. Liada con el trabajo y esas cosas.
—Superwoman tiene un ojo morado y ha tenido la cara medio desfigurada —se chivó Pepa ganándose una mirada de enfado.
—¡Abuela! —se quejó Olga—. No le digas eso que la vas a preocupar.
—Oh, Dios mío, Olga. ¿Qué te ha pasado? —gritó Susana—. Dime que estás bien.
—Pues claro que estoy bien, tontorrona —dijo rápidamente mientras Pepa gesticulaba—. No te preocupes. Me di un golpe con Clara en uno de los operativos, pero nada más. Lo que pasa es que ya sabes que la abuela es muy exagerada.
—Sí, claro —refunfuñó la anciana.
—Olga, deberías dejar ese trabajo tan peligroso —se quejó su prima.
—Eso le digo yo, tesoro mío —metió baza Pepa.
Olga sonrió y se encendió un cigarro para disgusto de la mujer.
—¿Cuándo os daréis cuenta de que yo no soy «de paz y amor y el plus para el salón»? —se mofó Olga.
—¿Qué es eso? —preguntó Susana.
Olga sonrió. Era inevitable.
—Un anuncio de la tele —contestó Pepa, que sonrió por la ocurrencia de su nieta—. Pero digo yo que con treinta y dos años ya no eres una niña como para andar corriendo detrás de los drogadictos y los narcotraficantes. Lo que debería es echarse un novio en condiciones. No como ese comisarucho antipático de tres al cuarto que le rompió el corazón.
—¡Abuela! —regañó Olga—. ¿Por qué no te callas?
—Mira, hermosa —respondió la mujer—. Esa frase quedó muy bien cuando se la dijo Juanito al moreno, pero en tu boca no me gusta. No me callo porque tengo razón y punto. Deberías crear tu propia familia y dejar de ser una Superwoman.
—Abuela, te he dicho miles de veces que no quiero una familia ni hijos, porque no quiero tener más responsabilidades de las que tengo. Quiero libertad de movimientos, ir donde quiera, cuando quiera y como quiera.
—Pues así nunca serás feliz.
—Ese será mi problema, ¿no crees, abuelita?
—No me llames abuelita que me haces parecer una ancianita.
—Pues no me quieras hacer cargar con una familia cuando yo no quiero.
—Eh… que yo sigo aquí —rió Susana para atraer su atención.
Se miraron con dureza durante unos segundos, y luego Olga dijo:
—¿Sabes, Susi, que la abuela tuvo una cita la otra noche y no vino a dormir?
—Será puñetera —murmuró Pepa.
—Pero… ¿qué me estás contando? —rió Susana—. Abuela, ¿una cita? ¡Qué moderna!
—Uf… —se guaseó Olga—. Si yo te contara.
En ese momento, Pepa le dio un pescozón a su nieta en el cuello y ella rió.
—No, hija, si la cita fue lo de menos. Era un auténtico carcamal gruñón al que se le caía la dentadura cada vez que hablaba —al ver que sus nietas se reían, ella también lo hizo—. Lo que pasa, Susanita de mi alma, es que entre Maruja y yo le habíamos preparado a Superwoman una cita sorpresa con Alexandrito… mmm… si es que hasta el nombre lo tiene bonito. Un doctor monísimo y con una clase… oy… oy… oy… ¡Qué clase tiene el jodío! Quería dejarle la casa enterita para ella.
—Oy… oy… oy… —se guaseó Olga—. Abuela, me acabas de recordar a Maruja.
—Jajajaja, es verdad —rió Susana—. Olga, ¿y qué tal con el doctor? ¿Estaba bueno?
—Es guapo a rabiar —respondió Pepa y mirando a su nieta preguntó—: ¿O me vas a decir que no?
—No, abuela, no te voy a decir que no —asintió ella—. Alex es un tío bastante interesante.
—Guauuuuuuuu, prima. Oírte decir eso es algo raro. ¿Tan mono es?
—Bueno… bueno… bueno… —se guaseó Pepa—. Si tú lo vieras, estoy convencida de que te lo quedabas para ti y dejarías de comer solo repollo.
Olga miró a su abuela. No le gustó la idea de que otra mujer, en este caso su prima, se enrollara con Alex, pero con disimulo sonrió.
—Oye, cambiando de tema —dijo Olga—. ¿Cómo estás tú? ¿Cómo está mi sobrina?
—Ainsss… sí, mi niña… —sonrió Pepa emocionándose—. ¿Cómo está mi pequeña Lunita?
—Luna Armoni ya pesa siete kilos y lo que más le gusta es comer y llorar.
—Sigo pensando que el nombrecito de Luna Armonía es una auténtica horterada —indicó Olga, que recibió un codazo de su abuela—. Luna, a secas, me gusta más.
—Ya lo sé, prima —sonrió Susana—. Pero Luna Armoni es el nombre que hemos elegido Greg y yo. Es hija de los dos, y al igual que yo quería llamarla Luna, Greg deseaba ponerle Armoni, o Armonía como se dice en español.
—¿Cuándo nos la vas a traer para que la conozcamos? —susurró Pepa secándose las lágrimas—. Mira, Susanita, corazón mío, que como no vengas en breve, me cojo un avión y me planto en la casa esa donde vives en medio del campo y me importa un pimiento lo que digan esos melenudos.
—Abuela, puedes venir cuando quieras. En esta comunidad no nos comemos a nadie.
—Por no comer, no comen ni carne —se guaseó Olga.
Su abuela le dio otra colleja, y Olga blasfemó.
—Susanita, hermosa mía, ¿estás bien alimentada, cariño?
—Sí, abuela. No te preocupes.
—Ainssss —protestó la mujer—. Se oyen cosas tan raras que yo…
—Buenoooo —suspiró Olga—, llegó el momento del drama.
—Desde luego tienes menos sentido común que un berberecho —gruñó Pepa a su nieta—. Claro que me preocupo por Susanita. ¿Cómo no me voy a preocupar por ella? Si aún recuerdo lo que le gustaban los bocadillos de mortadela con aceitunas y los de chorizo de Pamplona, y ahora… fíjate tú. Solo come verduras y poco más, y todo porque el melenudo ese se lo ha metido en la cabeza.
Al final del incómodo silencio en que se quedaron las tres, Olga preguntó:
—¿Te llegó la cadenita con la medalla que enviamos?
—Sí, gracias, muy bonita. Pero ¿por qué has puesto tu teléfono?
—Lo hice poner yo —aclaró Pepa—. Tú no tienes teléfono y si la niña se pierde, por lo menos la pueden localizar a través de nosotros.
—¿Por qué se va a perder la niña? —preguntó a la defensiva Susana.
—Ay, hermosa, no sé —susurró su abuela.
—Bueno, corramos un tupido velo —dijo Olga para cortar el tema—. ¿Cuándo vienes?
—Aún no lo sé, pero tranquilas, iré…
En ese momento se oyó el llanto de un bebé. Pepa y Olga se miraron emocionadas. Aquella era su pequeña Luna.
—Bueno, familia, creo que se me acabó el hablar con tranquilidad. Se acaba de despertar, y conociéndola, estoy segura de que no va a parar de llorar. ¡Es una llorona!
—¿La alimentas bien? ¿No llorará por hambre? —se preocupó Pepa.
—Le doy el pecho, solo tiene tres meses. Además, abuela, tú ya sabes que eso es lo más sano para ella. No te preocupes.
—Muy bien, cariño. Dale un achuchón de mi parte —dijo emocionada, en un hilo de voz, mientras Olga alargaba la mano para abrazarla.
—Dale besitos y achuchones de su bisabuela y su tía, y tú cuídate e intenta llamarnos más a menudo, ¡descastá! ¡Que eres una descastá! —sonrió Olga.
—Vale… vale… os dejo que esta ya comienza a cantar. Adiós. Ya os llamaré.
Y se cortó la comunicación.
Olga y Pepa se sentaron en el sillón y estuvieron calladas durante unos segundos. No les gustaba nada la vida que Susana llevaba, pero debían de respetarla. Ella era mayor de edad y si por amor había decidido seguir al melenudo de Greg y hacerse vegetariana, no podían hacer nada.
—Bueno, voy a terminar de recoger la cocina —dijo Pepa levantándose del sillón.
—Abuela, oye…
—Sí, ya lo sé. Están bien y es lo que importa —asintió la mujer sin mirarla y luego desapareció por la puerta de la cocina.
Para Olga, ver a su abuela con lágrimas en los ojos no era plato de buen gusto, pero poco podía hacer. Había intentado hablar con Susana, pero todo fue inútil. Ella quería vivir así y debían de asumirlo como tal.
Sonó de nuevo el teléfono. Era Clara, y el manos libres aún seguía conectado.
—¿Con quién hablabas? Llevo llamándote un rato y tienes apagado el móvil.
—Llamó Susi —respondió Olga mientras encendía el móvil.
—¿Cuándo viene?
—No lo sabe aún —suspiró Olga mientras cogía a Grissom, uno de los cachorros, sin ver que su abuela salía de la cocina.
—Bueno… bueno… ¡lo que tengo que contarte! ¡Viva tu prima y sus regalos! —dijo Clara—. Quiero que sepas que Montoya se ha comportado como un auténtico machote durante las últimas horas… oh… Dios mío, ¿por qué no me habías hablado de estos chismes antes? —Olga sonrió—. Por Dios, Olga, he acabado por primera vez en mi vida las pilas que traía e incluso he bajado a los chinos a comprar más. Joderrrr… ha sido maravilloso. Mi pepitilla y yo estamos locamente satisfechas. La mejor experiencia en la cama, en el sillón, encima de la lavadora o en la encimera de la cocina que he tenido hasta el momento.
—¡Mi madre! —exclamó Olga mientras se partía de risa.
Clara, era un auténtico caso.
—Oye, ¿has estrenado ya a tu nuevo Lucas Fernández?
—¿Quién es ese Lucas Fernández? —preguntó Pepa sobresaltando a Olga, que rápidamente pulsó el botón del teléfono para quitar el manos libres.
—Nadie, abuela —respondió roja como un tomate—. Son tonterías entre Clara y yo.
—Mándale un beso a Clarita de mi parte. Jesús… Jesús… esta juventud, la tontería que tenéis encima —suspiró Pepa y se marchó.
—No jodas que la que te ha preguntado por Lucas Fernández era la abuela.
—Sí —rió Olga—. La misma.
A partir de ese momento ninguna de las dos pudo parar de reír.