9

Una hora después y con la lágrima colgando por la peli, Olga fue a la cocina a preparar un par de sándwiches. De pronto vio entrar a uno de los cachorros con un papel en la boca.

¡Risto! ¿Pero qué haces aquí?

Con cuidado cogió al animalillo y se encaminó hacia el comedor donde vio que habían volcado la caja donde solían estar y los cachorros caminaban a sus anchas por la casa.

—Oh, no. ¡Qué asco! —se quejó al sentir que había pisado algo húmedo.

Rápidamente colocó la caja de cartón y metió un par de ceniceros para que no la volcaran; luego introdujo a Risto y se quitó el calcetín.

Dolores —gritó a la perra que dormía tranquilamente—, podías echar una mano, guapa. Al fin y al cabo son tus hijos, no los míos.

Como siempre, la perra la miró, pero volvió a colocar la cabeza encima de las patas y continuó durmiendo.

—La madre que te parió —se quejó al ver su pasividad, mientras corría tras los cachorros por la casa.

Metiéndose bajo el armarito del baño, cazó a Mariano y a Vampirela y los devolvió a la caja. Sin perder tiempo corrió hacia su habitación donde pilló a Grissom y Dinio, y al salir cogió con rapidez a Horacio y Pope.

—¡Ya os tengo, pequeños delincuentes! —sonrió al tener a aquellos cuerpecitos entre sus manos.

Pero la sonrisa le duró poco cuando de pronto sintió que pisaba algo caliente y resbaladizo.

—¡Mierda! —gritó al ver que lo que había pisado—. ¡Mierda… mierda!

Sin apoyar el pie en el suelo, soltó aquellos cachorros de nuevo en la caja y blasfemó.

—¡Qué asco! —gruñó al ver su pie manchado y luego el suelo.

A la pata coja fue hasta la cocina para coger la fregona y limpiarse el pie, pero al entrar, el olor a quemado la paralizó.

—Joder… joder, ¡los sándwiches!

Con un rápido movimiento tiró del cable de la sandwichera para desenchufarla, pero al plantar el pie en el suelo, se resbaló y al intentar agarrarse a algo cayó al suelo tirándose encima la mesita de la cocina, con la sandwichera, el azucarero y todo lo demás.

El guantazo fue monumental.

—Maldita sea mi suerte. Qué dolor de culo. Ay… Dios. Me he debido de romper la rabadilla —lloriqueó al verse en el suelo en medio de aquel desastre—. ¿Qué más me puede pasar?

En ese momento sonó el timbre de la puerta.

—Un momento —gritó Olga levantándose dolorida, mientras con un trozo de papel de cocina se limpiaba el pie.

En ese momento vio a Dolores chupar el azúcar del suelo y gritó:

—¡Fuera de mi vista, mala madre!

Ante aquel alarido, el animalillo salió disparado a esconderse tras el sillón.

El timbre volvió a sonar.

—¡Que ya voy! —vociferó Olga, masajeándose el culo y quitándose el azúcar del pelo.

Cojeando, con el trasero dolorido, el ojo negro como la noche y el pómulo hinchado, Olga fue hasta la puerta y la abrió. Y casi vuelve a caerse de nuevo al ver que ante ella estaba el guapísimo doctor. Más sexy que nunca, con un ramo de margaritas blancas en la mano.

—Pero… qué t… —intentó decir al verla. Ella le interrumpió:

—Ni se te ocurra preguntarme absolutamente nada —siseó levantando un dedo.

Le dolía horrores la rabadilla del culo como para ponerse a dar explicaciones.

Alex, por su parte, aún no salía de su asombro. No sabía si reír o salir corriendo. Ante él tenía el desastre personificado en mujer. Tenía el pelo revuelto sujeto en una coleta alta que más que sujetar, descolocaba. Vestía un enorme y nada sexy pijama de franela azul con números amarillos y ahora, sin gafas ni gorra, el aspecto de su cara no la favorecía en exceso.

—¿Qué haces aquí y qué quieres? —preguntó Olga mientras se apoyaba en la puerta e intentaba disimular el dolor.

—Tu abuela me llamó. Me invitó a cenar.

Olga cerró los ojos y movió la cabeza.

«Abuela, te juro que cuando regreses te haré picadillo», pensó mientras daba sentido a su afán porque se peinara o se quitara el pijama.

—Mire, señor O’Connors —dijo ella tras coger aire—, creo que no es el mejor momento y…

—Alex, por favor —corrigió él.

—Pues vale… Alex —repitió—. No es el mejor momento y…

—De eso nada —interrumpió él y sin avisarle, la tomó en brazos y cerró la puerta—. Estoy totalmente seguro de que tu abuela no te avisó de mi llegada, y eso yo también lo considero una encerrona. Pero ahora estoy aquí. Veo tu aspecto, y de aquí no me muevo hasta saber que estás bien.

—Pero…

—No hay peros que valgan, inspectora —susurró este tapándole la boca mientras la sentaba en el sillón—. Soy médico y tu gesto me dice que algo te duele, y no es solo ese feo golpe que tienes en la cabeza, ¿verdad?

Ella negó a punto de llorar como una niña pequeña, mientras él con cuidado le inspeccionaba el derrame del ojo, el golpe en la frente y la mejilla.

—¿Dónde te duele? —preguntó con voz dulce mirándola a los ojos.

El dolor en la rabadilla la estaba matando, pero no pensaba decírselo.

—No te preocupes, Alex, ya se me está pasando —susurró con rapidez.

—Inspectora Ramos, soy médico —aclaró al ver donde ella se tocaba.

«Sí, un médico que está como un queso y al que no le voy a decir que me duele el culo».

—He dicho que ya se me está pasando, doctor —repitió.

Alex intuía dónde le dolía, pero al ver que era imposible que se lo indicara, se fijó en el televisor y vio una imagen parada:

—¿Estabas viendo una película?

—Sí. Posdata: Te quiero. ¿La has visto?

—¿Así se llama la película? —rió incrédulo.

—Sí.

—Uf… debe ser malísima —rió él de nuevo.

Pero la risa se le cortó al sentir como ella le miraba y apagaba el televisor.

«Serás idiota», pensó molesta.

—Pues no. No es malísima. Es justamente todo lo contrario —defendió—. La historia de amor que cuenta es preciosa, triste, divertida y emotiva, y precisamente tú al ser medio escocés, deberías verla. Se supone que habla un poco de Escocia y sus gentes.

Al sentirla tan ofendida, la miró y dijo:

—No te enfades, inspectora. Pero no me gusta ver películas de amor. Si veo alguna, intento que su trama sea más interesante.

—Pues no sabes lo que te pierdes —respondió tocándose con disimulo el trasero.

Aunque la conocía poco, Alex sabía que si continuaba por aquel camino, la cosa con ella se iba a poner más difícil. Suspiró y preguntó:

—¿Tienes sed?

—Sí. ¿Podrías traerme un poco de agua? La cocina ya sabes dónde está.

Al levantarse Alex se fijó en la cabeza de la pequeña perra que asomaba tras el sillón, pero al entrar en la cocina y ver el desastre que allí había, se paró. En el suelo había de todo.

—Por lo que veo —sonrió mientras recogía aquello—, lo tuyo no es la cocina.

Olga suspiró.

—Pues aunque no lo creas, sé cocinar bastante bien.

Unos minutos después Alex aparecía con un vaso de agua y con una caja de color amarillo en la otra mano.

—¿Qué es eso?

—Al ir a coger un vaso, miré en la caja donde guardas los medicamentos. Creo que el Thrombocid te irá muy bien.

—¿Para qué?

—Me vas a disculpar, pero creo saber dónde te duele, y por vergüenza no me lo dices.

Olga vio su sonrisa y se quedó paralizada.

—No se te ocurrirá darme de eso en…

—Oh… sí —asintió él con gesto decidido.

—No te lo voy a permitir —gruñó enfadada.

Al ver aquel gesto Alex no pudo por menos que sonreír. Aquella mujer, con la cara con más tonos que un cuadro de Picasso, era desconcertante y encantadora.

—Mira, inspectora, soy medio escocés, pero muy, muy cabezón —indicó muy serio—. Tienes dos opciones, cooperar o no.

Olga quiso gritar, pero Alex se le adelantó poniéndole un dedo en la boca.

—Si te tumbas aquí en el sillón, solo tienes que bajarte un poquito el pantalón —al ver que ella se ponía colorada dijo—: Te prometo que no tocaré, ni miraré, lo que no deba tocar, ni mirar. Venga, no seas tonta. Di que sí.

«Joder, doctorcito, ni que fuera fácil decir que sí», pensó al ver que aquel tipo quería darle crema casi en el culo.

—Soy médico y ambos somos adultos, ¿no crees?

—Sí.

—¿Entonces? —preguntó él mientras levantaba la ceja.

—Vale —asintió finalmente—. Pero no se te ocurra tocar más de lo que debes o te juro que te abro la cabeza.

Alex soltó una carcajada. Ella, con gesto de dolor, se tumbó boca abajo en el sillón, se subió la camiseta y se bajó un poco el pantalón del pijama.

Roja como un tomate, Olga sintió como las manos grandes y suaves de él comenzaban a masajearle justo donde la espalda perdía su nombre, y cuando comenzaba a relajarse y a disfrutar de aquel suave masaje, él habló.

—Muy bien, ¡ya está!

—¡¿Ya?! —preguntó sorprendida.

—Sí —asintió mientras cerraba la pomada—. Cómo habrás comprobado, he sido profesional y no he tocado ni mirado nada que no tuviera que tocar o mirar.

Aquello no era cierto del todo. Alex, sin poder evitarlo se recreó en la suave piel de ella mientras le daba la crema. Le fascinó su suavidad.

Al ver su cara, con rapidez Alex preguntó:

—¿Ocurre algo?

—Oh, no —sonrió sentándose—. Llevo siglos sin darme un masaje y la verdad es que me estaba encantando.

—Si quieres puedo continuar.

—No. Déjalo. No sería buena idea.

—¿Por qué? —preguntó al sentir su cara muy cerca de la de ella.

«Porque me estas poniendo como una moto y temo lanzarme a tu yugular», pensó Olga.

—Pues porque no es momento de jugar a los masajitos, ¿verdad, doctor?

—Tienes razón, inspectora —asintió con voz ronca—. No es momento de jugar a masajitos.

Sin decir nada más la atrajo hacia él y atrapó su boca sin ninguna oposición por parte de ella. Al ver y sentir que ella le respondía, Alex la besó con ansia y posesión mientras ella se sentaba a horcajadas encima de él en el sillón.

—Te va a doler la espalda si te pones así —susurró Alex que con rápido movimiento la tumbó de nuevo en el sillón quedando ahora él encima—. Mejor así.

Como atraída por un imán, Olga levantó la cabeza y atrapó los carnosos labios de aquel moreno que había irrumpido en su vida de una manera bestial. Y sin pensar en nada más llevó sus manos hasta las duras posaderas de él y le obligó a apoyarse sobre ella. De esa manera Olga sintió sobre su propio deseo, su erección bajo los pantalones.

«Ay, Dios mío, que no voy a poder parar», pensó mientras se dejaba llevar por el momento.

Alex, enloquecido por la pasión que le mostraba mientras le desabrochaba su preciosa camisa de Pedro del Hierro, no dudó en hacer lo mismo. Le desabrochó la parte delantera del pijama, dejando al descubierto unos pechos generosos y bien formados que se alzaban hacia él en busca de mimo y excitación.

Al sentir la boca de Alex sobre su pezón, Olga soltó una pequeña exclamación de placer. Aquello era morboso, y le gustaba sentir cómo aquel casi desconocido la desnudaba, la tocaba y la chupaba sin pedir permiso. Le gustaba mucho… demasiado.

La fuerte respiración de Alex, la manera posesiva en que la tocaba, sus apasionados besos y su dura erección consiguieron que Olga se olvidara de todo. Incluido el dolor. Mientras él con maestría le quitaba los pantalones del pijama y la dejaba desnuda a excepción del culotte de camuflaje.

—Bonito tatuaje —susurró Alex al ver el dibujo en el hombro derecho.

—Es mi hada de la suerte.

—Preciosa hada —la besó con morbo en los labios—… y preciosa tú.

—Vaya, doctor —suspiró excitada—. Percibo por tu maestría que eres todo un Don Juan. ¿Me equivoco?

—Eso no te interesa, inspectora. Pero tranquila, ninguna se ha quejado nunca.

Esa contestación no le gustó. Y poniéndole las manos en el pecho lo separó de ella. Alex, con más fuerza, la volvió a atraer hacia él y con una sonrisa preguntó:

—¿Eres celosa, inspectora?

—No.

—Creo que sí.

—Pues no, listillo.

—Anda, confiésalo. Di que sí —sonrió él.

«Antes muerta so… presuntuoso».

—Que no.

—Entonces, ¿por qué me miras así?

Olga no supo qué decir y para desviar el tema preguntó:

—¿Tú eres celoso?

—No. Esa palabra no entra en mi vocabulario.

De pronto Olga se sintió ridícula. Estaba celosa, y lo peor de todo es que estaba celosa de un tipo que apenas conocía y con el que se estaba dando el lote del siglo.

—Veamos, señorita —sonrió sentándose con ella encima—. ¿Qué pasa por esa linda cabecita magullada? ¿Y por qué me miras con ese mohín tan serio?

Olga se sintió idiota. ¿Qué estaba haciendo?

—¡Oye, tú! —exclamó ella—. A mí no me trates como si fuera tonta.

Al percibir el cambio en el tono de su voz, Alex le retiró el pelo de la cara y le preguntó con extrañeza:

—Pero bueno… ¿qué te ocurre?

—¡Mierda… mierda… y más mierda! —gritó dándole un manotazo en la mano para que le soltara el pelo—. ¿Me puedes decir cómo coño hemos podido llegar a esta situación?

Alex se sintió confuso ante su tono de voz y en especial al sentir el manotazo. ¿Qué había ocurrido? Pero cuando vio que ella se levantaba con gesto de enfado y se ponía la parte superior del pijama, suspiró y también se levantó.

«Mujeres. ¿Quién las entiende?»

Como una autómata y sin mirarle, Olga se puso los pantalones del pijama también y, quitándose una goma del pelo que llevaba en la muñeca, se recogió la melena con rapidez en una especie de fuente en medio de la cabeza.

«Eres preciosa, inspectora», pensó maravillado, pero no abrió la boca.

Verla moverse de un lado para otro con aquel brío, le recordó a las leonas enjauladas del zoológico de Madrid, por lo que sentándose en el sillón aún sin camisa se limitó a admirarla. Dolores se le subió encima y él la acarició.

—Vamos a ver —dijo por fin ella parándose ante él—. Esto que ha ocurrido. No va a volver a ocurrir. ¿Y sabes por qué no va a volver a ocurrir? —Alex negó con la cabeza—. Pues porque no voy a volver a dejar que me pongas un solo dedo encima. ¿Te has enterado? —Él asintió mientras arrugaba la frente—. Me da igual lo que tramaras con mi abuela a escondidas. Yo no quiero liarme con nadie. No quiero tener una relación con nadie, y por supuesto no quiero tener sexo con nadie que no decida yo.

—Pero…

—¡No quiero oírte! —interrumpió Olga haciéndole callar—. Pero bueno… ¿Quién te has creído tú para presentarte en mi casa con un ramo de margaritas blancas y creer que voy a tirarme a tu cuello? ¿Tan irresistible te crees, ricachón? ¿O crees que por ser un señoritingo adinerado puedes colarte en mi casa y en mi vida?

Alex fue de nuevo a contestar, pero Olga señalándole con el dedo le ordenó callar, y él calló. No porque ella se lo ordenara, sino porque la visión de esa loca con aquel pijama enorme y aquella especie de fuente castaña sobre la cabeza le encantaba.

—Vamos a ver —continuó—. Quiero que te pongas tu preciosa camisa de diseño y dejes de mostrarme tus currados abdominales. No quiero verlos.

Alex alargó la mano, asió la camisa y sin levantarse, con la perra encima, se la puso. No podía dejar de mirar cómo Olga refunfuñaba de un lado para otro mientras con la mano se masajeaba la parte de arriba del culo.

—Notarás dolor en ese lugar durante unos días —dijo él antes de que ella quitara con rapidez la mano de su redondo trasero y le dirigiera una mirada intensa.

—¿Quieres dejar de mirarme el culo? —gritó ella.

—No lo hacía.

—¡Qué asco de tíos! Todos sois iguales…

Sin poder evitarlo, Alex sonrió, pero la sonrisa se le borró cuando ella le tiró algo encima.

—Toma tu chaqueta. Sal de aquí antes de que te eche yo misma a patadas o te meta en el calabozo por colarte en mi casa.

Aquel comentario ya no le gustó. ¿Calabozo? ¿Colarse en su casa? Nunca nadie le había tratado así y no iba a consentir que aquella gruñona fuera la primera. Levantándose aún con la perra en brazos se acercó a ella. Al verlo tan cerca, Olga cerró el pico.

—¿Sabes, teniente O’Neill? —dijo él con gesto taciturno—. Creí que había conocido a toda clase de mujeres. Pero tras conocerte a ti, me doy cuenta de que aún me quedaba alguna por descubrir.

Ella fue a hablar, pero él con su altura y su gesto tosco, la calló.

—Me voy —dijo caminando hacia la puerta—. Pero no porque tú me eches, sino porque no estoy dispuesto a soportar que una idiota como tú me dé órdenes a mí, y aún menos me acuse de venir a su casa a seducirla.

—¡Perfecto! —asintió Olga.

Y tras un sonoro portazo, Alex desapareció dejando a Olga todavía más confundida que cuando estaba ante ella. El silencio del salón y el dolor de culo la hicieron regresar a la realidad.

—Qué manera de cagarla… —susurró al sentirse mal por lo que había escupido.

De pronto unos golpes en la puerta atrajeron su atención. Un extraño estallido de júbilo le hizo correr hacia ella y abrirla. Allí estaba de nuevo Alex.

—Toma tu pastora de Massachusetts —dijo tendiéndole a Dolores. Ella la cogió—. No quiero que me acuses de rapto de animales o sabrá Dios de qué más.

Al tomar a la perra, sus manos y las de él se tocaron y sus ojos chocaron. Olga, incómoda por lo que había ocasionado fue a decir algo, pero Alex retiró con rapidez la mirada, se dio la vuelta y sin decir nada se marchó. Durante unos minutos Olga permaneció apoyada en su puerta, mientras escuchaba sus pasos alejándose. Cuando oyó el sonido del hierro forjado del portal al cerrar, con un suspiró cerró su puerta y se sentó en su sofá con la perra aún en los brazos.

Dolores, no me mires así. Ya sé que Alex es un bombonazo de tío, pero yo no quiero responsabilidades con nadie, y menos con alguien de su clase que lo único que puede hacerme es daño… —Oyó un ruidito procedente de la caja y añadió—: O si no, fíjate cómo has acabado tú. Sola y criando a toda una prole. No, Dolores, no, yo no quiero responsabilidades. Estoy muy bien así.

La perra le chupó en la mano y ella sonrió.