En el coche de vuelta a casa, Olga, se enteró del porqué del mal humor de su amiga. El abogado, supuesto ligue de Clara, en un despiste había marcado su número de móvil y ella había oído algo que no debió.
—Le odio… le odio… Te juro que cuando le vea se la corto en trocitos, por listo y picha brava —explotó Clara.
—¿Pero estás segura de lo que has oído?
—Completamente —respondió molesta—. Ya soy mayorcita y conozco muy bien los ruiditos que hace ese sinvergüenza cuando fornica.
Poco después llegaron hasta su barrio, Aluche. Clara aparcó el Mondeo, se despidieron y se encaminaron a sus casas dispuestas a dormir. Estaban agotadas.
Eran las ocho de la mañana cuando Olga entró en su hogar y no se sorprendió al ver a su abuela despierta y con su habitual marcha. Desde hacía un par de años, su abuela había decidido pasar algunas temporadas en su apartamento de Benidorm y otras con ella en Madrid, algo que a Olga le encantaba pese a reconocer en silencio que cuando esta se marchaba a Benidorm, su vida volvía a la normalidad. Y eso quería decir nevera vacía, fuera horarios los días que no trabajaba, y sexo en su propia cama.
—Buenos días, hermosa —sonrió su abuela—, comenzaba a estar preocupada por ti. ¿Qué tal está Miguelito?
Miguelito era López. Su abuela se empeñaba en nombrar con diminutivo a toda persona más joven que ella, algo a lo que todos se habían acostumbrado.
—Le han operado de urgencia para extraerle la bala, pero está muy bien —respondió mientras se sentaba en el sillón para ver cómo su abuela hacía aerobic para mayores delante del televisor.
—¡Pobre Marisita! ¡Qué susto se habrá dado el angelito!
—No te preocupes. Todo fue bien en la operación, y cuando López se despertó, Marisa ya fue feliz.
Sin decir nada más miró a su abuela. A sus setenta y dos años seguía a la perfección los movimientos del vídeo de aerobic de Jane Fonda.
—Tienes cara de cansada, hermosa —murmuró Pepa, su abuela, al acabar su clase de aerobic matutina—. Vete a la cama a descansar. Yo me iré ahora a andar con las vecinas. No creo que tarden en avisarme.
De pronto una especie de gemido atrajo la atención de Olga.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó incorporándose para mirar alrededor.
Pero no necesitó preguntar más. Solo con ver la cara de su abuela supo que un nuevo animal había llegado a su hogar.
—Abuela, no habrás…
—Antes de que digas nada, corazón mío, quiero que…
«Oh, Dios mío… otro animal no», pensó Olga.
Hacía apenas dos meses que su perro Colombo, de catorce años, había muerto de un infarto y lo que menos deseaba era otro animal, otra responsabilidad.
—Vamos a ver, abuela —intervino para no dejarla hablar—, creía que te quedó claro que… no más perros, no más responsabilidades…
Pero su abuela también la interrumpió.
—Mira, hermosa. Cuando bajé a tirar la basura, la vi metida en una caja con tal pena en los ojos que no pude regresar aquí sin ayudarla y… bueno, resulta que… pues eso, que anoche…
«Ay, madre… temo oírla», pensó Olga al ver que ella dudaba.
—Vale, abuela. Me estás poniendo de los nervios, suéltalo de una vez, ¿dónde está?
—Ahí, en la caja de pañales que encontré en la basura. Detrás del sillón —señaló Pepa.
Con decisión, Olga se levantó y se asomó por encima del sillón. Casi se desmaya al ver lo que vio.
—Pero… ¡abuela!, ¿qué es esto? —gritó al ver a una diminuta perra que en ese momento daba de mamar a varios cachorritos más pequeños que un bolígrafo.
—Creo que es una mestiza. Pero eso no debería preocuparte. Es un animalito con su corazoncito y no tiene hogar —respondió la mujer, sin entenderla.
—Abuela, ¡por Dios!, no me refiero a que es mestiza. Pero son… son muchos y…
—Siete cachorritos preciosos más la madre —sonrió con dulzura al mirar hacia la caja—. Lo sé, hija. Lo sé. Pero cuando me subí la caja con Dolores…
—¿Dolores? ¿Quién es Dolores? —preguntó Olga.
—La perra. Le puse de nombre Dolores, por su gesto de dolor cuando la vi.
«Dame paciencia, Dios mío… que es mi abuela», pensó Olga, mientras la anciana proseguía hablando y ella dejaba su pistola encima de la mesa.
—En ningún momento pensé que estuviera preñada. Solo la vi sedienta y temblona. Pero cuando me he levantado esta mañana y la he ido a ver, te aseguro, hermosa, que casi me da un tabardillo al ver tanto gentío arremolinado en la caja.
En ese momento sonó el timbre.
—Uf… —señaló la mujer que corrió a abrir—. Me marcho a andar con Maruja. Cuando regrese, hablamos.
Y sin darle tiempo a decir nada más, la mujer cerró la puerta y se marchó.
Con un gesto de rabia y agotamiento, Olga se dirigió a la cocina. Necesitaba un café. Pero como era de esperar, su abuela se lo había tomado. Con paciencia tomó su cafetera italiana, llenó el depósito de agua y café, y lo puso al fuego. Mientras el café se preparaba pensó en sentarse en el sillón a esperar. Le dolían los pies por los tacones de la noche anterior.
«¿Cómo puede haber mujeres que estén todo el santo día en tacones?»
Pensó en su abuela. No pudo evitar una sonrisa. Según ella, debía encontrar un buen mozo que la quisiera, casarse y tener niños. Pero Olga no estaba dispuesta a eso. A ella le gustaba la libertad y en especial no tener ataduras. Odiaba las ataduras.
El ruido proveniente de la caja la hizo volver a pensar en los animalillos. ¿Debería llamar a la protectora de animales? No estaba dispuesta a cargar con ellos. Cargó durante años con Colombo, un labrador precioso, y no estaba dispuesta a sacrificarse por otro animal más. Cómo si le leyera los pensamiento, la perra color canela, mezcla de cocker lanudo y chucho callejero, saltó de la caja y se sentó frente a ella.
—Lo siento, Dolores —dijo Olga—, pero no quiero tener más animales. Mi trabajo es un poco complicado, la casa no es muy grande y creo que no seríamos compatibles.
La perra la escuchó con atención, se levantó y se acercó a ella, e inexplicablemente de un salto se sentó encima de las rodillas de Olga, y con un descaro increíble se alzó hasta ella y le lamió la punta de la nariz.
—Oh… no. No me hagas esto, por favor —gimió al sentir el cuerpito del perro encima del suyo—. No tengo tiempo ni sitio para estar pendiente de ti, bonita, y mucho menos de tus cachorros. Venga… venga, bájate que estoy cansada y necesito dormir.
La perra, tras llenarle la cara de babas, se bajó con la misma agilidad con la que había subido, lanzó un gemido que partió el corazón de Olga, y se marchó con sus cachorros.
Olga se acercó y se sentó en el sillón que estaba junto a la caja y mientras miraba a los cachorros dormir, sus párpados cansados se cerraron poco a poco hasta que se quedó completamente dormida. Estaba agotada.
—Guau… guau… guau… guau… guau…
Se despertó sobresaltada por el ruido de los ladridos.
—Joder… con la puñetera perra. Cállate, por Dios.
Se quejó al sentir que la cabeza le tronaba. Miró el reloj. Apenas había dormido media hora y la perra ladraba como una posesa.
—Pero ¿tú eres tonta o qué narices te pasa? —gritó enfurecida Olga y con un gesto brusco retiró a la perra que se empeñaba en subir al sillón—. Fuera de aquí y deja de molestar o te juro que te retuerzo el pescuezo.
Pero de pronto, el olor a quemado atrajo su atención. ¡El café!, pensó rápidamente y levantándose como una flecha corrió a la cocina, donde la humareda era tremenda. Como una idiota, lo primero que hizo fue coger la cafetera con la mano y se quemó. Soltó un chillido de dolor, apagó el fuego, cogió uno de los guantes del horno y de un manotazo tiró la cafetera, que cayó estruendosamente en el fregadero. Con rapidez abrió la ventana de la cocina y tosió con los ojos llenos de lágrimas por el humo y por el dolor que sentía en la palma de la mano derecha.
Cuando el humo comenzó a desaparecer, Olga vio que la perra asomaba tímidamente su cabeza por la puerta de la cocina y la miraba.
Agradecida por los ladridos, y a pesar del tremendo dolor que sentía en la mano, se agachó.
—Gracias, Dolores. —Ante aquel tono de voz, la perra se acercó con valentía—. Si no hubiera sido por ti, preciosa, hoy habríamos organizado las fallas en Madrid.
Media hora después, dolorida, con sueño y de muy mal humor, se sobresaltó al oír el portero automático.
—Sí… —gritó de muy malos modos.
—¿Olga Ramos?
—Sí. ¿Quién es?
—Soy Alexandro O’Connors.
Al oír aquel nombre, Olga se paralizó. ¡El Pichón!
—¿Qué quiere? ¿Cómo sabe mi dirección? ¿Y qué coño está haciendo usted aquí?
A Alex le causaron gracia todas aquellas preguntas. Esperaba ser interrogado, pero no con tanto ímpetu.
—Siento molestarla —respondió apoyado aún en la puerta cerrada del portal—. Y para responder comenzaré por su tercera pregunta. Estoy aquí porque he venido a traerle su cazadora vaquera. Su dirección la sé porque miré en la cartera que junto con la cazadora se dejó, y en cuanto a qué quiero… Yo no quiero nada. En todo caso usted querrá la cazadora. ¿O me equivoco?
—No. No se equivoca —gimió Olga al sentir una punzada de dolor en la mano.
—¿Baja a por ella o se la dejo tirada en el portal?
Olga reaccionó, tocó el pulsador y dijo:
—Súbala, por favor.
Con los ojos cargados por el cansancio acumulado y por el dolor que sentía, Olga estaba dispuesta a coger la cazadora y cerrar la puerta ante las narices de aquel imbécil. Ajena a su aspecto desaliñado, abrió la puerta justo en el momento en que Alex subía los últimos escalones.
—Uf… —sonrió él al llegar—. Llevaba años sin entrar en un portal sin ascensor. ¿Cuántos años tiene esta casa?
—Muchos —gruñó y extendiendo la mano izquierda dijo—: Gracias por traer la cazadora y, si no le importa, estoy cansada y necesito dormir.
Alex advirtió de inmediato el enrojecimiento que tenía en la palma derecha, y sin importarle el gesto de contrariedad cuando él cogió su mano, preguntó:
—¿Con qué te has quemado?
—A usted no le importa.
—Deja de hablarme de usted y respóndeme: ¿Con qué te has quemado?
Ella intentó apartar la mano, pero le dolía demasiado como para hacerlo.
—¡Joder, qué plasta! —suspiró Olga—. Con la cafetera. La puse al fuego, me quedé dormida y cuando me desperté, como una imbécil intenté agarrarla y me quemé.
—¿Qué te has echado?
—Nada.
—¡Nada! —exclamó Alex contrariado; sin pedir permiso empujó a Olga y con rapidez entró en la casa—. ¿La habrás metido en agua fría por lo menos?
Ella asintió mientras intentaba no llorar. Le dolía demasiado.
—¿Dónde tienes un botiquín?
—En la cocina. En el armarito azul de la derecha. Dentro de una caja de galletas María.
Alex entró en la cocina, vio la cafetera achicharrada tirada en el fregadero y rápidamente localizó el armarito azul. Revisó la caja de medicamentos, comprobó que nada de lo que allí había le servía y salió al comedor.
—Voy a mi coche a buscar un maletín. Subo enseguida.
Olga estaba tan dolorida que asintió, se sentó en el sillón sujetándose la mano y no dijo más. Dos minutos después, Alex entró con un maletín y sin mediar palabra, le tomó la mano y la revisó, sacó una pomada y comenzó a untarla con cuidado.
—Mierda… que me duele la mano —protestó Olga retirándola.
Con una sonrisa, Alex la miró y se la cogió de nuevo.
—Venga… venga… no seas quejica —en ese momento la perra se sentó frente a ellos y Alex la saludó—. Vaya… veo que tienes un perro.
Olga advirtió que la perra la miraba con sus tristes ojos saltones.
—Sí. Es Dolores —asintió integrándola de pronto en la familia.
—¿Qué raza es? —preguntó para entretenerla.
—Según mi amiga Lydia, Dolores sería una pastora de Massachusetts.
Alex soltó una carcajada e iba a decir algo cuando la puerta de la entrada se abrió y aparecieron dos mujeres en chándal, una con el pelo teñido en rojo chillón y la otra, algo mayor, con el pelo canoso.
—Bendito sea Dios, hermosa —gritó la del pelo canoso.
—Oy… oy… oy… —murmuró la del pelo rojo tocándose la barbilla.
—Pero por el amor de Dios, ¿qué te ha pasado?
Olga iba a responder, pero Alex se le adelantó mientras comenzaba a vendarle con cuidado la mano.
—No se preocupe, señora. Su hija tiene una quemadura de primer grado, pero con cuidados y un poco de tranquilidad, en cinco días más o menos su mano estará mejor.
—No es mi hija. Es mi nieta. Pero gracias por el piropo, buen mozo —aclaró la mujer con coquetería—. ¿Y tú quién eres, jovenzuelo?
Olga volvió a abrir la boca para contestar, pero de nuevo Alex se adelantó.
—Según su nieta la inspectora… un plasta —rió al decir aquello ganándose una mirada de enfado de Olga y una radiante sonrisa de las mujeres.
Una vez terminó el vendaje, se levantó y tendió la mano a las mujeres; se presentó.
—Mi nombre es Alexandro O’Connors.
Ellas se miraron: «Qué buen mozo para la niña».
—Yo soy Maruja Limón, vecina de Superwoman —sonrió aquella mientras pensaba: «¡Qué hombre más guapo!»
—Y yo Josefina, pero me gusta más que me llamen Pepa. Soy la abuela de la imparable inspectora Ramos.
Aquel comentario hizo sonreír a todos menos a Olga.
—No quisiera ser desagradable —protestó esta—, pero me está comenzando a cabrear tanto retintín.
Cruzaron una sonrisa de complicidad y las mujeres se interesaron por lo ocurrido. Les encantó saber que él era médico. Aunque se llevaron las manos a la cabeza cuando se enteraron que Olga se había quedado dormida con la cafetera en el fuego. Como era lógico, abuela y nieta comenzaron a discutir.
—Bueno —interrumpió Alex—. Yo me voy. Dejo aquí mi tarjeta con mis teléfonos. Por favor, Pepa, Maruja, no dudéis en llamarme para cualquier cosa —luego se dirigió a Olga que lo miraba con el ceño fruncido—. Por supuesto, tú también.
—No lo dudes —asintió Maruja como tonta.
—Por supuesto, hijo, nunca viene mal un médico en la familia —asintió la mujer ganándose una mirada de reproche de su nieta.
—Esta crema con sulfadiazina de plata al 1% te aliviará la quemazón —dijo clavando sus oscuros ojos en Olga, que miraba con reproche a su abuela y su vecina—. Tómate ahora un ibuprofeno para que te calme el dolor y vete a descansar, lo necesitas.
—Ahora mismito meto a esta cabezona en la cama —suspiró la mujer—. Ainsss… alma cántaro, si es que me vas a matar a disgustos —y con picardía dijo—: ¿Te puedes creer que con lo preciosa que es mi nieta no tiene ni novio ni nada?
—¡Abuela! —protestó Olga.
—Será porque ella no quiere —respondió Alex divertido.
—Un hombretón como tú es lo que le conviene a nuestra Olga —asintió la vecina.
—¡Maruja! —gruñó de nuevo Olga.
«Os voy a matarrrrrrrrrrrr.»
—Pues claro que sí, un mozo como tú es lo que le venía bien a mi chica —prosiguió la mujer sin importarle las protestas de su nieta—. Pero claro, seguro que estarás casado o comprometido, ¿verdad?
«¡Mi madre! Las mato. Hoy las mato por indiscretas y cotillas», pensó Olga mientras cerraba los ojos para contener su rabia.
—Ni lo uno ni lo otro —respondió Alex divertido ante los propósitos de ellas.
—Ay… Dios —gritó la abuela tapándose la boca—. Entonces, no me lo digas… ¿Eres gay?
—Oy… oy… oy… —susurró la vecina moviendo la cabeza—. Con el porte que tú tienes, sería una pena, criatura.
Olga ya no podía seguir oyéndolas y gritó:
—¡Abuela, Maruja!… por Dios, ¿queréis cerrar el pico?
Muerto de risa, Alex respondió como pudo:
—Estoy divorciado. Y no, gay no soy.
—Uisss… ¡Qué bien! —exclamó Maruja ante la incredulidad de Olga.
—Pero ¿qué me dices? —Pepa miró a su nieta, que estaba roja como un tomate, y añadió—: Pues cuando quieras, llama a mi nieta e invítala a cenar. Es monísima.
—Y muy simpática —apuntó Maruja.
—¡Se acabó! —gritó Olga descompuesta—. Vosotras dos: ¡A callar!
Eran unas alcahuetas y no estaba dispuesta a entrar en su juego.
—Señor O’Connors, gracias por todo —se despidió Olga empujándole fuera de su casa.
—Hasta pronto, doctor —sonrió Maruja.
—Adiós, hermoso —dijo Pepa mientras ellos salían—. Ha sido un placer conocerte. Ya sabes dónde estamos.
Cuando llegaron al portal, Olga se volvió roja de rabia hacia él, que callado había bajado tras ella.
—Muchas gracias —asintió Olga—, y por favor disculpe a mi abuela y a Maruja, pero ellas…
—No se preocupe, son encantadoras. No pasa nada.
Ambos se quedaron unos segundos en silencio, luego Olga abrió la puerta de calle y Alex salió.
—Señorita Ramos —dijo dándose la vuelta—, no dude en llamarme para cualquier cosa, ¿vale? —ella asintió.
Al ver que ella sonreía, dijo:
—¿Tengo que seguir hablándole de usted o puedo llamarte Olga?
Eso la hizo sonreír. Aquel tipo era muy agradable, y guapo, demasiado guapo.
—Vale. Puedes llamarme Olga.
Con una sonrisa que a esta le cortó en sentido común, él preguntó:
—Oye, Olga, no sé cómo decir esto, pero ¿te apetecería cenar conmigo?
Al escuchar aquello Olga se tensó. No quería líos, y menos con ricachones guapos. Iba a responder cuando por el telefonillo del portero automático se oyó: «Como esta nieta mía diga que no a semejante hombretón es tonta, pero tonta de remate.» Ambos se miraron y no pudieron evitar reír.
—Te llamo, ¿vale? —insistió Alex.
Aunque muerta de vergüenza, Olga asintió y mientras le veía alejarse, se acercó al telefonillo y dijo:
—Vosotras dos me las vais a pagar en cuanto suba. ¡Alcahuetas!
Luego cerró la puerta del portal y con una sonrisa, se dirigió hacia su casa.