A las tres de la madrugada Olga y Clara, destrozadas por los tacones, tenían un humor de perros. El operativo que habían montado tenía pinta de no servir para nada. Allí la gente solo se divertía, comía y bailaba.
—¡Por Dios! Pero ¿es que esta gente no se cansa? —se quejó Olga, a quien le picaba la cabeza por los kilos de laca que llevaba—. Te juro que estoy por quitarme el puto sujetador y ponerme la liga como diadema.
—Te entiendo —gruñó Clara—. Estoy tan cansada que hasta veo feos a los camareros más guapos.
Aquello hizo sonreír a Luis que, tras la metedura de pata del principio, había intentado mantener la boca cerrada para asegurarse una noche tranquila.
—¿Qué sabes de Susi? ¿Ha dado señales de vida ya?-preguntó Clara a su amiga.
Al pensar en su prima, Olga sonrió. Hacía tres años que se había marchado a vivir a un pueblecito de las afueras de Londres y aún la echaba de menos.
—Hace cerca de un mes que no sé nada de ella. Le envié al apartado de correos que ella nos dio la medallita que la abuela le compró a la niña, pero claro, como no tienen teléfono, no sé si la han recibido o no.
—Aún no me imagino a Susi en plan vegetariano —sonrió Clara—. Ella que se zampaba a pares los Whooper con queso y doble de beicon.
—Chica, el amor le ha nublado la razón.
—Sí, y el sentido común —añadió Clara—. ¿Le mandaste dinero para el viaje?
—Claro, la abuela se empeñó. Quiere que venga a España unos días. Así podremos conocer a la niña. Pero ya sabes que está como una cabra.
—Bueno… bueno, tómatelo con calma —susurró Clara—. Piensa en lo feliz que se pondrá doña Pepa, con Susi y la pequeñaja aquí.
—Uf… ni te cuento. Aún no sabemos si vendrá y ya me tiene loca buscando por internet cómo se hacen unas croquetas vegetarianas —rió al pensar en su abuela—. Anoche mismo me dijo que quiere que salgamos a comprar cosas para Luna. Tuve que decirle que mi casa no se llena con inútiles cosas para un bebé. Cuando venga Susi, ya veremos.
Con solo pensar en su familia, a Olga se le alegraba el día. Su prima Susana y ella se habían criado con sus abuelos. Sus padres habían muerto años atrás en un accidente de avión, y su familia eran ellas tres, y ahora la pequeña Luna.
En ese momento, Márquez, el comisario, les hizo una seña y los tres se pusieron alerta. Al parecer, el señor Walter O’Connors se marchaba. Para ellos eso significaba que el operativo podía acabar en pocos minutos. Pero no… el buen señor parecía no arrancar.
—¡Joder, qué plasta el abuelo! —exclamó Clara—. Al final voy a tener que ir yo y meterle en el coche para que todos podamos irnos a casa.
Olga sonrió, pero la sonrisa se le heló al encontrarse con los ojos de Márquez. Esos ojos duros que ella conocía de verdad. Durante unos segundos se miraron, hasta que ella, incómoda, desvió la mirada.
—¿Quién dio el chivatazo de que atentarían contra el abuelo? —preguntó Olga, enfadada por lo que Márquez le había sugerido con la mirada.
—El Costras —respondió Clara.
—La madre que parió al Costras —bufó Olga.
—Tranquilas, inspectoras —susurró Luis.
—Creo que esta vez se ha reído de todos nosotros —se quejó Olga, a quien la liga con la pistola la traía por la calle de la amargura; incluso le había salido un sarpullido que le picaba horrorosamente.
—Os juro que a pesar del dolor de pies que tengo —susurró Clara—, cuando salga de aquí voy a meter en el trullo al Costras una temporada.
—Te acompañaré encantada a buscarle —asintió Olga.
—Relajaos. Ese sinvergüenza nunca nos ha fallado —animó Luis, que se adelantó unos metros para hablar con López, otro de los compañeros.
El patriarca de los O’Connors parecía despedirse de algunos invitados. A sus ochenta años era un hombre alto, con una espesa cabellera negra y una excelente salud. A su alrededor, Olga observó a sus dos guardaespaldas, que en ese momento ayudaban a levantarse a una invitada que había caído a sus pies.
—Venga… venga, abuelo —susurró Clara mientras miraba al anciano—. No te pares… sigue… sigue… venga… venga… ¡Oh… no, mierda! —soltó al ver que él se paraba a hablar con la mujer que había tropezado.
—¡Mi madre!… qué picor —se quejó Olga; no podía dejar de rascarse en el muslo—; no sé si son…
—Vaya… por fin te encuentro —dijo detrás de ellas una voz con acento grave.
Aunque sorprendida, Clara reaccionó rápidamente y sonrió. El que se dirigía a su amiga era El Pichón. Un guaperas de casi dos metros, con unos ojos negros impresionantes, un pelo oscuro como la noche y una sonrisa que podía parar el tráfico. Aunque Olga al verle solo pensó: «Joder… y ahora este».
—Hola. Te buscaba para invitarte a una copa —y tendiéndole la mano a modo de saludo señaló—: Mi nombre es Al…
Olga no le dejó terminar de hablar. Estaba cansada y lo que menos le apetecía era que intentaran ligar con ella.
—Mira, guaperas… vamos a dejar las cosas claras. Lo de antes fue un beso tonto. Te quité de encima a una petarda de tía a la que no aguantan ni en su casa. Pero yo no tengo ninguna intención de ligar contigo, y como desde hace tiempo elijo yo solita con quién quiero liarme o no… hasta ahí llegó nuestra amistad.
Él retiró la mano. Se quedó tan sorprendido por aquella reacción que no supo qué decir.
—Por lo tanto —continuó Olga con voz cortante—, ya estás moviendo tu culito de mi campo de visión si no quieres tener verdaderos problemas conmigo. ¿Lo has entendido, amigo?
Sin decir nada más, Olga volvió a mirar hacia Walter O’Connors, que reía a carcajadas con unas señoritas. Mientras, Clara miraba a su compañera y a aquel enorme tío tan sexy, que se encogió de hombros con una divertida sonrisa, se dio la vuelta y se marchó.
—Oye, reina —susurró Clara acercándose a ella—. Pero ¿ese no es el Pichón?
—El mismo.
—¿Cuándo has sacado a ese pedazo de hombretón de un apuro? ¿Y dónde narices estaba yo?
Olga comprobó de reojo que el tipo se había alejado, miró a su amiga y sonrió.
—Una de las veces que fui al baño lo vi en un aprieto, y ya sabes cómo soy, no me pude estar quietecita y le ayudé a salir de él.
—¿Cómo? —preguntó Clara asombrada.
—Le besé. Hice creer a la pesada de turno que yo era su pareja. Nada más.
Clara abrió la boca, miró hacia la barra. El Pichón, que las estaba observando, le sonrió y levantó su copa.
—¿Besaste a ese pedazo de tiarrón y lo dices así como si nada?
—Fue un beso tonto, nada más —respondió de mala gana.
De pronto, Olga observó un movimiento extraño cerca de la puerta. Miró rápidamente a Luis; él también lo había visto. Márquez ya corría. Clara vio a López y Dani correr hacia el señor O’Connors y supo que debía actuar. Con decisión, Olga se abrió la abertura lateral del vestido y tiró de su liga para coger la pistola. En ese momento se oyeron varios tiros y el caos se apoderó del lugar.
Los invitados corrían despavoridos pisándose unos a otros. El glamour y las buenas formas habían desaparecido en menos que canta un gallo y parecía que todos pensaban: «Sálvese quien pueda».
Clara y Olga corrían zigzagueando contracorriente pistola en mano. Al llegar junto al viejo O’Connors, Olga vio sangre en el brazo del anciano y rápidamente le atendió.
—¿Está usted bien? —preguntó tirándose encima de él mientras se oían chillidos y disparos.
El hombre sonrió con dulzura al ver que ella de un tirón se quitaba una especie de fular del cuello y con fuerza le rompía la manga de la chaqueta.
—Solo me ha rozado la bala, señorita —habló en un perfecto castellano, aunque se denotaba un profundo acento escocés que hizo sonreír a Olga—. ¿Mi familia está bien?
—No se preocupe por nada, estoy convencida de que sí —Olga tiró de él hasta ponerle tras el parapeto de una mesa que ella se encargó de volcar—; pronto le atenderán en un hospital.
—Señorita, siento decirle que acabo de manchar su vestido y su precioso brazo con mi sangre —informó el anciano.
Olga miró la mancha en la cintura de su vestido y sonrió.
—Esto en el tinte lo quitan fenomenal, no se preocupe —y para relajar la tensión del hombre añadió—: Por cierto, señor O’Connors, qué bien habla usted el español.
—Mi mujer, Rosa, era de Madrid, y mi hija Perla nació aquí. Todos en mi familia hablamos perfectamente el español.
Olga cruzó una mirada divertida con el anciano y luego miró a su alrededor. Márquez corría escaleras arriba con Dani. Luis esposaba a la barra a las dos mujeres que habían comenzado aquello, y Clara hacía un torniquete en la pierna a uno de los guardaespaldas de O’Connors, que se revolvía de dolor.
Como si de un vendaval se tratase, de pronto Olga se vio arrastrada hacia un lateral cuando un hombre se agachó ante el anciano. Olga iba a protestar, pero Clara con un silbido atrajo su atención y le indicó que, desde la primera planta, López hacía señas para que subieran.
—¿Estás bien, abuelo? —preguntó el hombre que, como todos, vestía esmoquin.
—Alex, ¿dónde están las mujeres?
—Tranquilo, abuelo. Están bien, con Jack y Raúl.
Al oír aquella voz, Olga miró de nuevo a Clara, quien con un seco gesto sonrió. ¡Aquel que había llamado abuelo a O’Connors era nada más y nada menos que el Pichón! Y lo peor de todo era que ahora se dirigía a ella.
—¿Está usted bien? —le preguntó al ver sangre en su vestido.
—Perfectamente —asintió Olga.
En ese momento sonaron varios disparos, y al levantar la cara Olga, vio a López contraer el gesto. Había sido alcanzado.
—Pide refuerzos y que vengan rápidamente varias ambulancias —gritó Olga a Clara, mientras corría tras Luis hacia las escaleras.
Pero de pronto sintió que alguien le agarraba el brazo y tiraba de ella. Al volverse se encontró con la cara desencajada del Pichón.
—¿Dónde vas, mujer? ¿Quieres que te maten?
—¿Quieres soltarme, gilipollas? —bramó enfadada.
López estaba herido y ella estaba perdiendo el tiempo.
—¡Pero estás loca! —exclamó él con su marcado acento, sin soltarla, incapaz de entender que una mujer tan bonita como aquella se expusiera a ese peligro.
En ese momento llegó Clara hasta ellos.
—¿Qué ocurre? —preguntó al ver cómo se retaban con la mirada.
—O haces que el imbécil me suelte el brazo —siseó Olga muy enfadada— o te juro que me lo cargo.
Clara iba a abrir la boca, pero la voz de Luis la interrumpió.
—Inspectora —gritó—, López está herido, pero por señas me dice que está bien, que no nos preocupemos.
—¿Inspectora? —susurró incrédulo el Pichón—. ¿Eres inspectora de policía?
—¿A ti que te parece, idiota? —gritó a punto de golpearle—. ¿Quieres hacer el favor de soltarme?
—Iré contigo. Soy médico y puedo ayudar —se ofreció el hombre. Olga resopló.
Clara intentó volver a hablar, pero la interrumpieron de nuevo.
—No. No vendrás conmigo o no me quedará más remedio que detenerte, ¿has entendido? —respondió Olga con seriedad.
—Pero…
—Maldita sea, ¡aquí mando yo! —gruñó Olga desesperada mientras se soltaba de un tirón—, y te ordeno que muevas tu culito escocés y te alejes de aquí.
Agazapado al final de la escalera, Luis gritó:
—¡Ramos, joder! Necesito que me cubras para llegar hasta López.
Olga sintió que la adrenalina le bombeaba con fuerza el corazón y antes de correr escaleras arriba le dijo a Clara, que se había interpuesto entre ella y aquel individuo:
—Llévate de aquí al doctor Iluminado antes de que le ocurra algo o se manche su precioso traje.
Y con una agilidad increíble, Olga subió los escalones de dos en dos a pesar de sus taconazos. En cuanto se acercó a Luis, este se levantó y, mientras ella le cubría, llegó hasta López.
—Será mejor que te apartes y nos dejes trabajar —indicó Clara al ver que aquel hombre no se achantaba ante la mala leche de su compañera—. Por favor, doctor. Espere allí con ellos hasta que controlemos la situación.
Sin mucho convencimiento, Alex volvió junto a su abuelo. Desde allí oyó el fuerte tiroteo y las voces procedentes del piso de arriba. Sintió que el vello de cuerpo se le erizaba.