FRAY PERICO, que para que no le regañara el superior se había escondido en la cochiquera, pasó allí la noche con cinco cerdos gordos y lustrosos, que no cesaron de gruñir, roncar y masticar ni un instante. Unos picorcillos le advirtieron que, además de los cinco cochinos, había una infinidad de habitantes invisibles, pequeñitos, pero con una mandíbula fuerte como la de un león hambriento.
—¡Son pulgas! —dijo el fraile—. Así no hay quien duerma…
Fray Perico, compadecido de los gruñidos de los cerdos y pensando cuánto agradaría a los frailes hacer una obra de misericordia, abrió la pocilga, ató los cerdos con una cuerda y se los llevó al convento, procurando hacer el menor ruido posible. Roncaban los frailes a pierna suelta, pues eran las tres de la mañana, y fray Perico, averiguando por los ronquidos cuál era la celda de fray Sisebuto, abrió la puerta y acostó al primer cerdo, el más gordo y lustroso, en la cama del fraile. Luego buscó la celda de fray Pirulero que, como también era gordo, sería un excelente compañero para cualquiera de sus cochinos. Otro lo acostó en el lecho del propio padre Procopio, el del telescopio, pues era muy amante de bichos y plantas, y otro con fray Pascual que, como estaba magullado por las cornadas recibidas, necesitaba calor y compañía.
El último lo metió en la cama de fray Opas. Los cinco cerdos quedaron bien arropados, y pronto sus ronquidos denotaron que no echaban de menos el heno húmedo e incómodo donde habían dormido.
¡Qué susto el de los cinco frailes cuando despertaron al día siguiente!
Fray Procopio creía que estaba aún soñando cuando vio aquel animalote que le lamía la cara con la lengua. Pegó un pellizco al cerdo para ver si era sueño o realidad, y aquél le dio un mordisco en la barba que casi se la arrancó de cuajo.
El padre superior llamó airado a fray Perico:
—¿Por qué has hecho esto, fray Perico?
—Padre, su reverencia siempre dice que al que le sobra media capa debe darla, y el que come medio pan debe dar el otro medio. ¿Qué mal he hecho yo al dar medio colchón a estos pobres infelices?
No supo qué contestar el padre superior y le pareció de perlas la idea.
Pero en esto llegó fray Simplón rascándose; sin duda, las pulgas que los gorrinos llevaban en sus martirizadas costillas.
El padre superior comenzó a rascarse también, pues no hay cosa que se contagie mejor que el picor de una pulga; luego se rascó fray Ezequiel y después fray Cucufate, y al final se rascaban todos contra los quicios de las puertas.
Fray Nicanor pensó que lo mismo que la pocilga era sólo de los cerdos, así el convento debía ser sólo de los frailes. Y cada uno en su casa y Dios con todos; aunque temía la cara de San Francisco cuando se enterara de lo que iba a hacer: dar dos puntapiés a los cerdos en el trasero y mandarlos a freír espárragos con sus pulgas y sus ronquidos. Así lo hizo, y fray Perico retiró sus huéspedes y los llevó de nuevo a su corral con sus hermanas las pulgas.