COMO hacía frío, fray Perico llevó el burro a un pajar que había cerca y lo acostó en un montón de paja. Le puso el termómetro y marcaba cuarenta y dos grados de fiebre. Fray Perico no sabía qué hacer. Salió al huerto y vio que el convento estaba apagado. Los frailes se habían ido a la cama. Hacía mala noche y llovía. Fray Perico pensó que sólo San Francisco podía ayudarle y se fue a la iglesia. Abrió despacito la puerta y asomó la nariz. San Francisco dormía también, de pie, en su altar. Fray Perico quería mucho a San Francisco. Le limpiaba los zapatos con betún, le espantaba las moscas, le remendaba el hábito con hilo de zurcir, le traía flores, tomaba velas a otros santos y se las ponía a San Francisco, aunque los demás protestaban. Y San Francisco, ¡cómo quería a fray Perico!
El fraile se sentó humildemente a los pies de San Francisco sin decir nada. Se acurrucó como un ovillo a su lado. Empezó a sacarle brillo a un zapato con una manga. San Francisco pensó que fray Perico quería pedirle algo. Fray Perico le tiró del rosario y volvió a tirar. Después le agarraba del hábito. Tanta lata le dio que el santo bajó la cabeza y dijo:
—¿Qué quieres, fray Perico?
—Pedirte por mi burro.
—¿Pero tienes un burro?
—Sí, lo compré a los gitanos.
—Y ¿qué le pasa?
—Está muy malo.
—¿Dónde lo tienes?
—En el pajar.
—¿En el pajar? Mejor estaba en el convento.
—Ya lo sé. Pero los frailes no quieren. Lo han echado.
—¡Pobrecito! Yo pediré por él.
—No quiero que pidas; quiero que lo cures.
Fray Perico se agarró a sus hábitos, le asió los pies y tiró de él. El santo, al ver tanta fe, bajó del altar y dijo:
—¡Vamos corriendo!
Llegó San Francisco con la lengua fuera de tanto correr. ¡Hacía tanto tiempo que no se movía de su altar! El borrico estaba quieto, parecía de trapo. Al santo le dio lástima. Se arrodilló junto a él y puso su mano sagrada en la frente. El borrico abrió sus ojos, se desperezó, sacudió la cabeza y lanzó un rebuzno. Fray Perico, loco de alegría, se echó a los pies del santo besándole las sandalias. San Francisco se sonrió, tiró de las orejas al burro y se fue hacia la puerta.
—¡San Francisco!
—¿Qué?
—¿No podrías, no podrías?…
—¿Qué, fray Perico?
—¿No podrías ponerle el pelo blanco al borrico?
San Francisco se sonrió y le mandó traer un cubo de agua del pozo. San Francisco roció al borrico y el borrico fue tomando un color blanco blanco, como la nieve de una montaña. Luego empezó en seguida a comer paja.
—Ahora habrá que buscar el dinero —dijo fray Perico.
—Pues yo no tengo nada —respondió San Francisco.
—¿No tienes nada en el cepillo?
—Poco será. Toma la llave y mira.
Volvieron a la iglesia y miraron. Sólo había quince reales, y fray Perico quedó muy apenado.
—¿De dónde sacaré yo los quince reales que faltan?
—No te apures. Yo tengo mi anillo de oro.
—¿Cuál?
—El que me regalaron los del pueblo cuando los salvé de la peste.
—¡Es verdad!
—Podrías empeñarlo en casa del señor Hildebrando, el usurero —dijo San Francisco.
En esto se oyeron las pisadas de los frailes. Fray Perico tomó el anillo y salió corriendo a casa del usurero. Vivía éste en una buhardilla miserable.
—¡Qué mal huele! —dijo fray Perico. Le encontró contando su dinero en un rincón. Un baúl abierto, un candil en el suelo y muchas telarañas fue lo primero que vio fray Perico.
—¡Dios le guarde, señor Hildebrando! —dijo fray Perico.
El avaro guardó apresuradamente el dinero en el baúl, lo cerró y se sentó encima mirando a fray Perico con sus pequeños ojos de araña.
—¿Qué quieres? ¿Vienes a robarme?
—Vengo a pedirle quince reales.
El viejo dio un salto, abrazó el baúl con sus largos brazos y se puso blanco, luego amarillo y al final verde. Sus piernas temblaban y los dientes le castañeteaban:
—¡No, no, no! Ya sabes que soy muy pobre, muy pobre.
—Traigo un anillo de oro en prenda.
Entonces el avaro dio un brinco, como un saltamontes, y arrebató el anillo a fray Perico.
—¡Zambomba! —gritó el anciano, sacándole brillo con el gorro de dormir. Luego lo mordió para ver si era bueno y lo olió con su larga nariz.
—¡Es de oro! ¡Es de oro!
Luego abrió el baúl carcomido, sacó un calcetín de lana y contó quince reales varias veces:
—Uno, dos, tres, cuatro…
—¡Qué bueno es usted, señor Hildebrando!
—¡Bah! Me gusta hacer el bien… Cinco, seis, siete, ocho, nueve…
—¿Y cuándo tengo que devolverlos?
—El mes que viene. Si no, me quedo con el anillo.
Entonces dio los quince reales a fray Perico, que los metió en la capucha. Pero el avaro volvió a pedírselos y los contó otras dos docenas de veces por si se había equivocado. Luego escondió el anillo en el baúl y se sentó sobre él para dormir.
—¡Caramba! Huele tan bien el anillo… Algo así como a nardos y rosas.