EL BUENO de fray Pirulero tenía un gorro blanco y un gran corazón. Pero le daban mucho miedo los ratones. Cuando veía uno se subía a una silla. Por aquellos días, cuando abría el saco de la harina, ¡pumba!, salían siete ratones. Iba a partir un jamón y asomaban los siete a la vez; metía la mano en el saco de las castañas y le clavaban los dientes los siete.
Uno era muy bigotudo, debía de ser el padre; otro, muy blanco, debía de ser la madre, con el pelo muy bien peinado. A fray Bautista le pasaba tres cuartos de lo mismo: dio un día al fuelle del órgano y salieron bufando otros siete ratones por un tubo. Salían por un tubo y se metían, con toda su poca vergüenza, por otro.
—¡Vaya música ratonera! —dijo fray Bautista.
Por la noche dormían en las teclas, los siete juntitos, cada uno en una nota. Bueno, a fray Silvino, el de la bodega, le salieron doce ratones de un agujero. Abrían la espita de una cuba con la cola, y echaban un buen trago. Luego bailaban encima de una mesa. A fray Silvino no le gustaba ni pizca aquello.
En la biblioteca había siete ratones sabios. Comían diccionarios y geometrías. Cuando escribía fray Olegario, metían el rabo en el tintero y le llenaban el libro de garabatos. Otros se subían por la pluma y le hacían cosquillas en la nariz. Esto ocurría todos los días. Sí, hasta que un día se multiplicaron los ratones como las estrellas del cielo y las arenas del mar. Los siete de fray Pirulero se convirtieron en setecientos. Los de fray Bautista formaron una legión. Tocaba el órgano y, en vez de notas, salían ratones. Los doce de fray Silvino eran doce mil. Fray Olegario tenía que pedir permiso a los ratones para poder entrar en la biblioteca. Otros muchos se comían los colchones, las sandalias y mordían los pies a los frailes cuando estaban durmiendo.
Un día, el padre superior se puso la capucha y le salieron cinco ratones.
—¡Basta, manos a las escobas!
Los frailes tocaron a generala. Se armaron de escobas y zapatillas. El gato se afiló las uñas. Cada fraile se escondió detrás de una puerta. Fray Pirulero puso un trozo de tocino en medio del pasillo. Miles de ratones salieron de sus escondrijos oliendo a chamusquina. ¡La que se organizó! Escobazos por aquí, zapatillazos por allá, un fraile con un chichón, el gato dando saltos, los ratones dando chillidos. Fue una batalla encarnizada en la que los ratones llevaron la peor parte. Al ruido llegó fray Perico y se enfadó mucho:
—No tenéis corazón. Habéis matado a muchos indefensos ratones. ¡Dejad las escobas!
Fray Perico llevó a los heridos a la enfermería y los curó con yodo. Las patas rotas y los rabitos los pegó con cola de carpintero.
El entierro de los ratones muertos fue por la tarde. Iban todos los ratones vestidos de negro, llorando. Cada ratoncillo difunto era llevado a hombros de cuatro ratones. Los frailes iban detrás muy apesadumbrados.
Fray Perico, después del entierro, hizo firmar un papel a frailes y ratones, en el que se concertaba la paz. Los ratones se comprometieron a dejar el convento y marcharon a un pajar cercano, adonde fray Perico les llevaba todas las sobras del convento. Y os aseguro que durante muchos años vivieron tranquilamente, sin asomarse al convento nada más que el día de San Francisco, en que iban en peregrinación a saludar al santo moviendo el rabito en muestra de alegría.