Capítulo 7

Mi estado era tal que no lograba controlar voluntariamente el pensamiento. Me inundaba la ira, y sólo el deseo de venganza me proporcionaba fuerza y comedimiento, reprimía mis sentimientos y me permitía estar sereno y calculador en momentos en que, de otro modo, me hubiera abandonado al delirio y a la muerte. Mi primera decisión fue abandonar Ginebra para siempre; mis desgracias hicieron que aborreciese la patria que tan intensamente había amado cuando era feliz y querido. Me hice con una importante cantidad de dinero, y algunas joyas que habían pertenecido a mi madre, y partí.

Y aquí empezó una peregrinación que sólo con mi muerte terminará. He recorrido una inmensa parte del mundo, y he sufrido todas las penurias que suelen tener que afrontar los viajeros en los desiertos y en las tierras salvajes. Apenas sé cómo he sobrevivido; con frecuencia me he tendido desfallecido sobre la arena, rogando que me sobreviniera la muerte. Pero las ansias de venganza me mantenían vivo; no me atrevía a morir si mi enemigo continuaba con vida.

Al abandonar Ginebra, mi primer quehacer fue encontrar algún indicio que me permitiera seguir los pasos de mi infame enemigo. Pero estaba desorientado, y anduve por la ciudad durante muchas horas dudando sobre qué dirección tomar. Cuando empezaba a anochecer, me encontré en el cementerio donde reposaban William, Elizabeth y mi padre. Entré, y me acerqué a sus tumbas. Reinaba el silencio, turbado tan sólo por el murmullo de las hojas que el viento agitaba suavemente; era ya casi de noche, y la escena hubiera resultado solemne y conmovedora incluso para un observador ajeno a ella. Los espíritus de mis difuntos parecían rodearme, proyectando una sombra invisible pero palpable en torno a mi cabeza.

La honda tristeza que en un principio esta escena me había provocado pronto dio paso a la ira y a la desesperación. Ellos estaban muertos, y sin embargo yo vivía; también vivía su asesino, y para aniquilarlo debía yo continuar mi tediosa existencia. Arrodillado en la hierba, besé la tierra y, con labios temblorosos, grité:

—Por la sagrada tierra en la que estoy postrado, por los espíritus que me rodean, por el profundo y eterno dolor que siento, por ti, oh noche, y por los fantasmas que te pueblan, juro perseguir a ese demonio, que ocasionó estas desgracias, hasta que uno de los dos sucumba en un combate a muerte. A este fin preservaré mi vida; para ejecutar esta cara venganza volveré a ver el sol y pisar la verde hierba, de todo lo cual, de otro modo, prescindiría para siempre. Y yo os conjuro, espíritus de los muertos, y a vosotros, errantes administradores de venganza, a que me ayudéis y orientéis en mi tarea. ¡Que el maldito e infernal monstruo beba de la copa de la angustia y sienta la misma desesperación que ahora me atormenta!

Había comenzado el juramento en tono solemne, y con un fervor, que me hizo pensar que los espíritus de mis familiares asesinados escuchaban y aprobaban mi devoción; pero así que concluí, las Furias[94] se apoderaron de mí, y la ira ahogaba mis palabras.

Desde la profunda quietud de la noche, me llegó entonces una estruendosa y diabólica carcajada. Resonó en mis oídos larga y dolorosamente; los montes me devolvieron su eco, y sentí que el infierno me rodeaba burlándose y riéndose de mí. En aquel momento, de no ser porque aquello significaba que mi juramento había sido escuchado y que me aguardaba la venganza, me hubiera dejado dominar por el frenesí y hubiera acabado con mi existencia miserable[95]. La carcajada se fue extinguiendo, y una voz, familiar y aborrecida, me susurró con claridad, cerca del oído:

—¡Estoy satisfecho, miserable criatura! Has decidido vivir, y eso me satisface.

Corrí hacia el lugar de donde procedía el sonido, pero aquel demonio me eludió. De pronto salió la luna, iluminando su horrenda y deforme silueta, que se alejaba con velocidad sobrenatural.

Lo perseguí; y desde hace varios meses ese es mi objetivo. Siguiendo una vaga pista, recorrí el curso del Ródano, pero en vano; hasta llegar a las azules aguas del Mediterráneo. Casualmente, una noche vi cómo el infame ser abordaba y se escondía en un bajel con destino al Mar Negro. Zarpé en el mismo barco; pero escapó, ignoro cómo.

Aunque continuaba esquivándome, seguí sus pasos por las estepas de Tartaria y de Rusia. A veces, campesinos, atemorizados por su horrenda aparición, me informaban de la dirección que había tomado; otras, él mismo, temeroso de que si perdía toda esperanza me desesperara y muriera, dejaba tras de sí algún indicio para que me guiara. Cuando cayeron las nieves, hallé en la llanura la huella de su gigantesco pie. Para usted, que se encuentra comenzando la vida, que desconoce el sufrimiento y el dolor, es imposible saber lo que he padecido y aún padezco. El frío, el hambre y la fatiga eran los males menores que hube de aguantar; me maldijo un demonio, y llevo un infierno dentro de mí; sin embargo, algún espíritu bueno siguió y dirigió mis pasos, y me libraba de pronto de dificultades aparentemente insalvables. A veces, cuando vencido por el hambre me encontraba ya exhausto, encontraba en el desierto una comida reparadora que me devolvía las energías y me prestaba de nuevo aliento; eran alimentos toscos, del tipo que tomaban los campesinos de la región, pero no dudo de que los había depositado allí el espíritu que había invocado en mi ayuda. Muchas veces, cuando todo estaba seco, el cielo despejado y yo me encontraba sediento, aparecía una pequeña nube en el firmamento que, tras dejar caer algunas gotas para reavivarme, desaparecía.

Cuando podía, seguía el curso de los ríos; pero el infame engendro solía evitarlos por ser los lugares más poblados por los habitantes del país. En los lugares donde encontraba pocos seres humanos me alimentaba de los animales salvajes que se cruzaban en mi camino. Tenía dinero, y me ganaba las simpatías de los campesinos distribuyéndolo, o repartiendo, entre aquellos que me habían permitido el uso de su fuego y utensilios de cocina, la caza que, tras separar la porción que destinaba a mi alimento, me sobraba.

Esta vida me asqueaba, y únicamente mientras dormía saboreaba algo de alegría. ¡Bendito sueño! A menudo, encontrándome en el límite de mi angustia, me tendía a dormir, y los sueños me proporcionaban la ilusión de felicidad. Los espíritus que velaban por mí me deparaban estos momentos, mejor dicho, estas horas de felicidad, a fin de que pudiera retener las fuerzas suficientes para proseguir mi peregrinación. De no ser por este respiro, hubiera sucumbido bajo mis angustias. Durante el día, me mantenía y animaba la perspectiva de la noche, pues en mis sueños veía a mis familiares, a mi esposa y a mi amado país; veía de nuevo la bondadosa faz de mi padre, oía la cristalina voz de Elizabeth y encontraba a Clerval rebosante de salud y juventud.

Muchas veces, extenuado por una caminata agotadora, intentaba convencerme mientras andaba de que estaba soñando y que cuando llegara la noche despertaría a la realidad en brazos de los míos. ¡Qué punzante cariño sentía hacia ellos!; ¡cómo me aferraba a sus queridas siluetas, cuando a veces me visitaban, incluso estando despierto, e intentaba convencerme de que aún estaban con vida! En aquellos momentos, la venganza que me corroía el corazón se aplacaba, y continuaba mi camino hacia la destrucción de aquel demonio más como un deber impuesto por el cielo, como el impulso mecánico de un poder del cual era inconsciente, que como el ardiente deseo de mi espíritu.

Desconozco los sentimientos de aquel a quien perseguía. A veces dejaba cosas escritas en los troncos de los árboles o talladas en la piedra, que me guiaban o avivaban mi cólera. «Mi reinado aún no ha acabado —estas eran las palabras que se leían en una de las inscripciones—; sigues viviendo y mi poder es total. Sígueme; voy hacia el norte en busca de las nieves eternas, donde padecerás el tormento del frío y el hielo al que yo soy insensible. Si me sigues de cerca, encontrarás no lejos de aquí una liebre muerta; come y recupérate. ¡Adelante, enemigo!; aún nos queda luchar por nuestra vida; pero hasta entonces te esperan largas horas de sufrimiento».

¡Demonio burlón! De nuevo juro vengarme; de nuevo te condeno, miserable criatura, a atormentarte hasta la muerte. Nunca abandonaré mi persecución hasta que uno de los dos muera; y entonces, ¡con qué júbilo me reuniré con Elizabeth y aquellos que ya me preparan la recompensa por mis fatigas y sombrío peregrinaje!

A medida que avanzaba hacia el norte, la nieve aumentaba, y el frío era tan intenso que apenas si podía soportarse. Los campesinos permanecían encerrados en sus chozas, y sólo algunos de los más fornidos se aventuraban en busca de los animales que el hambre forzaba a salir de sus guaridas. Los ríos se habían helado y al no poder pescar me encontré privado de mi principal alimento.

La victoria de mi enemigo se consolidaba, así que aumentaban mis dificultades. Otra inscripción que me dejó decía: «¡Prepárate!: tus sufrimientos no han hecho más que empezar. Abrígate con pieles, y aprovisiónate, pues pronto iniciaremos una etapa en la que tus desgracias satisfarán mi odio eterno».

Estas burlonas palabras reavivaron mi valor y perseverancia. Decidí no fallar en mi resolución; e, invocando la ayuda de los cielos, continué con infatigable ahínco cruzando aquella desértica región hasta que, en la lejanía, apareció el océano, último límite en el horizonte. ¡Qué distinto de los azules mares del sur! Cubierto de hielo, sólo se diferenciaba de la tierra por una mayor desolación y desigualdad. Los griegos lloraron de emoción al ver el Mediterráneo desde las colinas de Asia[96], y celebraron con entusiasmo el fin de sus vicisitudes. Yo no lloré; pero me arrodillé y, con el corazón rebosante, agradecí a mis espíritus el que me hubieran guiado sano y salvo hasta el lugar donde esperaba, pese a las burlas de mi enemigo, poder enfrentarme con él.

Hacía algunas semanas que me había procurado un trineo y unos perros, lo que me permitía cruzar la nieve a gran velocidad. Ignoraba si aquel infame ser disfrutaba de la misma ventaja que yo; pero vi que, así como antes había ido perdiendo terreno, ahora me iba acercando más a él; tanto es así, que cuando divisé el océano sólo me llevaba un día de ventaja y esperaba poder alcanzarlo antes de llegar a la orilla. Con renovado valor proseguí mi carrera, y al cabo de dos días llegué a una miserable aldea de la costa. Pregunté a los habitantes por aquel villano y me dieron datos precisos. Un gigantesco monstruo, dijeron, había llegado la noche anterior, armado con una escopeta y varias pistolas, haciendo huir, atemorizados ante su espantoso aspecto, a los habitantes de una solitaria cabaña. Les había robado sus provisiones para el invierno, y las había puesto en un trineo, al cual ató varios perros amaestrados que asimismo robó. Esa misma noche, y ante el alivio de aquellas asustadas personas, había reanudado su viaje sobre el helado océano en dirección a un punto donde no había tierra alguna; suponían que pronto sería destruido por alguna de las grietas que con frecuencia se abrían en el hielo, o que moriría de frío.

Al oír esto, sufrí un ataque momentáneo de desesperación. Había conseguido escapar de mí; y yo debía ahora emprender un viaje peligroso e interminable a través de las montañas de hielo del océano, bajo los rigores de un frío que pocos indígenas podían soportar, y que yo, nativo de una tierra cálida y soleada, no resistiría. Pero, ante la idea de que aquel engendro viviera y venciera, se me avivó de nuevo la ira y el ansia de venganza y, cual poderoso alud, barrieron mis otros sentimientos. Tras un breve descanso, durante el cual me visitaron los espíritus de mis difuntos y me animaron a la venganza, me preparé para el viaje.

Cambié el trineo de tierra por uno adecuado a las irregularidades del océano helado; y, después de comprar una buena cantidad de provisiones, abandoné tierra firme tras de mí.

No puedo calcular los días que han pasado desde entonces; pero he padecido torturas que, de no ser por el eterno sentimiento de una justa retribución que me inflama el corazón, nada hubiera podido hacerme padecer. Con frecuencia inmensas y escarpadas montañas de hielo me cerraban el camino, y muchas veces oía rugir, amenazante, una mar gruesa. Pero las constantes heladas garantizaban la solidez de las sendas del mar.

A juzgar por la cantidad de provisiones consumidas, debían haber transcurrido tres semanas. Más de una vez, la continua demora en alcanzar lo que tanto deseo, esperanza que me acompaña siempre, me arrancaba lágrimas de dolor. En una ocasión la desesperación casi se adueñó de mí, y estuve a punto de sucumbir; los pobres animales que me arrastraban habían alcanzado con esfuerzo increíble la cima de una montaña, muriendo uno de ellos de fatiga, y yo contemplaba con angustia la inmensidad del hielo ante mí, cuando de pronto divisé un minúsculo punto oscuro en la distancia. Agudicé la vista para adivinar lo que era, y prorrumpí en una jubilosa exclamación al distinguir un trineo y las deformes proporciones de aquella figura tan conocida. ¡Con qué ardor volvió la esperanza a mi corazón! Cálidas lágrimas brotaron de mis ojos, aunque las enjuagué con rapidez para que no me hicieran perder de vista aquella infame criatura; pero las ardientes gotas seguían nublándome la visión y, finalmente, bajo la emoción que me embargaba, prorrumpí en llanto.

No era éste momento para entretenerme; desaté los arneses del perro muerto, di de comer a los restantes en abundancia y, tras descansar una hora, lo cual era imprescindible, aunque estaba inquieto por continuar, proseguí mi camino. Aún veía el trineo en la lejanía; no volví a perderlo de vista, excepto cuando algún saliente de las rocas de hielo lo ocultaba. Iba ganándole terreno; y cuando, al cabo de dos días, me encontré a menos de una milla de mi enemigo, temí que el corazón me estallara de alegría.

Pero, justo entonces, cuando estaba a punto de darle alcance, mis esperanzas se vieron de pronto truncadas, y perdí todo rastro de él. Empecé a oír el bramido del mar; las olas se abatían furiosamente bajo la capa de hielo, y notaba cómo se henchían y se hacían más amenazadoras y terribles. En vano intenté proseguir. El viento se levantó; el mar rugía; y, como con la tremenda sacudida de un terremoto, se abrió el hielo con un ruido atronador. Pronto concluyó todo; en pocos minutos, un agitado mar me separó de mi enemigo, y me hallé flotando sobre un témpano de hielo, que menguaba por momentos y me preparaba una horrenda muerte.

Así pasaron horas terribles; murieron varios de mis perros; y yo estaba a punto de sucumbir, cuando divisé su navío, que navegaba sujeto por el ancla y me devolvió la esperanza de vivir. Ignoraba que los barcos se aventuraran tan al norte y me sorprendió verlo; rápidamente destruí una parte de mi trineo para hacer con él unos remos y así pude, con enorme esfuerzo, acercar mi improvisada balsa hacia el barco. Había decidido que, caso de que ustedes se dirigieran hacia el sur, me encomendaría a la clemencia de los mares antes que desistir de mi propósito. Esperaba poder convencerlo de que me diera un bote con el cual pudiera aún perseguir a mi enemigo. Pero iban hacia el norte. Me subieron a bordo cuando mis fuerzas estaban ya agotadas, y cuando mis múltiples desgracias me arrastraban hacia una muerte que aún no deseo, pues mi tarea está inconclusa.

¿Cuándo me permitirán gozar del descanso que tanto anhelo los espíritus que me guían hacia el infame ser?; ¿o es que yo debo morir y él sobrevivirme? Si así fuere, júreme Walton, que no lo dejará escapar; júreme que usted lo acosará, y llevará a cabo mi venganza dándole muerte. ¿Pero puedo pedirle que asuma mi peregrinación, que sufra las penurias que yo he pasado? No; no soy tan egoísta. Pero, cuando yo haya muerto, si él apareciese, si los dioses de la venganza lo condujeran ante usted, júreme que no vivirá; júreme que no triunfará sobre mis desgracias, y que no podrá hacer a otro tan desgraciado como me hizo a mí. Es elocuente y persuasivo; incluso una vez logró enternecerme el corazón; pero desconfíe de él. Tiene el alma tan inmunda como las facciones, y repleta de maldad y traición. No lo escuche; invoque a William, Justine, Clerval, Elizabeth, mi padre y al infeliz Víctor, y húndale la espada en el corazón. Yo me encontraré a su lado para dirigir el acero[97].

Prosigue la narración de Walton:

26 de agosto de 17…

Has leído este extraño e impresionante relato, Margaret; ¿no sientes que, como a mí aún ahora, se te hiela la sangre en las venas? Había veces en que el sufrimiento lo vencía, y no podía continuar su narración; otras, con voz entrecortada y conmovedora, pronunciaba con dificultad las palabras tan repletas de dolor. A veces los ojos hermosos y expresivos le brillaban con indignación; otras, el dolor los apagaba y llenaba de tristeza. A veces podía controlar sus sentimientos y palabras y narraba los más horrendos sucesos con voz serena, suprimiendo toda señal de agitación; pero de pronto, como un volcán en erupción, su rostro tomaba una expresión de fiereza, y, lanzaba mil insultos contra su perseguidor.

La historia es coherente y la ha contado con la naturalidad que da la verdad más sencilla; pero te confieso que las cartas de Félix y Safie, que me enseñó, y la visión del monstruo que tuvimos desde el barco, me convencieron más que todas sus afirmaciones, por muy coherentes y convincentes que parecieran. No tengo ninguna duda, pues, de que existe semejante monstruo; pero sin embargo estoy lleno de asombro y admiración. He intentado que Frankenstein me cuente en detalle la creación del ser; pero sobre este punto permaneció inescrutable.

—¿Está usted loco, amigo mío? —me contestó—. ¿Hasta dónde le va a llevar su absurda curiosidad? ¿Es que quiere crear, también, un ser diabólico, enemigo suyo y del mundo? Si no, ¿a dónde quiere ir a parar con sus preguntas? ¡No insista! Aprenda de mis sufrimientos, y no se empeñe en aumentar los suyos.

Frankenstein observó que tomaba notas de su narración; quiso verlas, y él mismo las corrigió y aumentó en muchos puntos; sobre todo en los diálogos con su enemigo, a los que dotó de mayor autenticidad.

—Ya que ha anotado usted mi narración —dijo—, no quisiera que la posteridad la heredara en forma mutilada.

Así ha transcurrido una semana, escuchando la historia más extraña que jamás hubiera podido concebir imaginación alguna. El interés que siento por mi huésped, y que ha despertado tanto su relato como la nobleza y dulzura de su carácter, me ha seducido la mente y el alma por completo.

Quisiera ayudarlo; pero ¿cómo aconsejar que siga viviendo a alguien tan infeliz y carente de toda esperanza? La única dicha de que puede gozar es la que experimentará preparando su dolorida alma para la paz y la muerte. Disfruta, empero, de algún consuelo, fruto de la soledad y el delirio: cree, cuando en sueños conversa con los seres que le fueron queridos, y obtiene de esa comunicación cierto alivio para su sufrimiento o ánimo para la venganza, no que sean creaciones de su fantasía, sino que ciertamente son seres reales que, desde el más allá, vienen a visitarlo. Esta fe da a sus delirios una solemnidad que hace que me resulten casi tan imponentes e interesantes como la verdad misma.

Nuestras conversaciones no se limitan tan sólo a su historia y la de sus desgracias. Demuestra poseer un gran conocimiento de la literatura, y una aguda y rápida percepción. Su elocuencia cautiva y conmueve; hasta el punto de que, cuando narra un episodio patético, o intenta provocar la piedad o el cariño, no puedo escucharlo sin que los ojos se me llenen de lágrimas. ¡Qué magnífico hombre debió ser en sus tiempos de felicidad para mostrarse tan noble aun en la desgracia! Parece tener conocimiento de su propia valía, y de la magnitud de su ruina.

—Cuando era joven —me dijo un día— sentía como si hubiera nacido para llevar a cabo grandes cosas. Tengo una naturaleza sensible; pero poseía entonces una serenidad de juicio que me capacitaba para triunfar. Este convencimiento de mi valía me ha sostenido en situaciones en que otros hubieran sucumbido; pues me parecía poco digno malgastar en vanas lamentaciones unos talentos que podían ser de utilidad a mis semejantes. Cuando recuerdo lo que he conseguido, nada menos que la creación de un ser racional y sensible, no me puedo considerar simplemente como uno más entre el conjunto de científicos. Pero esta sensación, que me sostenía al principio de mi carrera, ahora sólo sirve para hundirme más en la miseria. Todas mis esperanzas y proyectos no son nada, y, como el arcángel que aspiraba al poder supremo, me encuentro ahora encadenado en un infierno eterno. Tenía una viva imaginación y a la vez una gran capacidad de análisis y concentración; mediante la estrecha colaboración de estas dos cualidades concebí la idea, y llevé a cabo la creación de un hombre. Incluso ahora no puedo rememorar con serenidad las ilusiones que me invadían mientras no tuve terminado el trabajo. Llegaba con la imaginación hasta las más altas esferas, a veces exultante de júbilo ante mi poder, otras estremecido al pensar en las consecuencias de mi investigación. Desde pequeño había concebido las mayores ambiciones y esperanzas; ¡cómo me he hundido! Amigo mío, si me hubiera conocido antaño, no me reconocería en mi actual estado de denigración. Desconocía casi por completo lo que era el desánimo; parecía estar destinado a un brillante porvenir, hasta que me hundí para siempre.

¿Habré, pues, de perder a tan admirable ser? He añorado la compañía de un amigo; he buscado a alguien que me apreciara y comprendiera. Y he aquí que lo encuentro en estos remotos mares; mas temo que sólo me valga para conocer su valía, justo antes de que muera. Quisiera reconciliarlo con la vida, pero odia esta idea.

—Le agradezco, Walton —dijo—, las buenas intenciones que demuestra hacia alguien tan miserable como yo; pero, cuando habla usted de nuevos lazos, de nuevos afectos, ¿piensa que hay alguno que pudiera sustituir jamás a aquellos que ya he perdido? ¿Puede otro hombre significar para mí lo mismo que Clerval?; ¿qué mujer podría ser otra Elizabeth? Incluso cuando nuestro amor no viene reforzado por cualidades superiores, los compañeros de niñez siempre ejercen sobre nosotros una influencia que amigos posteriores raras veces suelen tener. Conocen nuestras primeras inclinaciones, que, por mucho que después se modifiquen, jamás se llegan a borrar; y en cuanto a la honestidad de nuestros actos, son los que mejor pueden juzgar nuestros motivos. Un hermano no podrá jamás sospechar que el otro lo engaña o traiciona, salvo que esta inclinación se haya manifestado desde edad muy temprana, mientras que a un amigo, pese a que su afecto sea inmenso, le puede invadir, incluso a pesar suyo, la desconfianza. Pero he tenido amigos a los que he querido no sólo por costumbre o contacto, sino por sus cualidades personales; y donde quiera que me encuentre, la apacible voz de Elizabeth y la conversación de Clerval siempre susurrarán en mis oídos. Ellos han muerto; y en mi soledad sólo hay un objetivo que pueda inducirme a conservar la vida. Si me encontrara realizando una importante empresa que revistiera utilidad para mis semejantes, podría seguir viviendo para concluirla. Pero no es éste mi sino; debo perseguir y destruir al ser que creé; y entonces, sólo entonces habré cumplido mi cometido en la tierra y podré morir.

2 de septiembre

Mi querida hermana:

Te escribo acechado por un grave peligro, e ignoro si el destino me permitirá volver a ver mi querida Inglaterra y a los amigos que allí viven. Me cercan montañas de nieve que impiden la salida y amenazan a cada momento con aplastar el barco. Los valerosos hombres, a quienes convencí de que me acompañaran, vienen a mí en busca de una solución; pero no tengo ninguna que ofrecer. Hay algo terriblemente espantoso en nuestra situación, pero aún conservo la confianza y el valor. Quizá sobrevivamos; y, si no, como Séneca, moriré con buen ánimo.

¿Pero cuáles serán tus pensamientos, Margaret? No sabrás que he muerto, y esperarás ansiosamente mi regreso. Pasarán los años, y vivirás momentos de desesperación, pero siempre te atenazará la tortura de la esperanza. ¡Mi querida hermana!, la horrible desilusión de tus esperanzas me resulta más terrible aún que mi propia muerte. Pero tienes a tu marido y a tus hermosos hijos; y puedes ser feliz. ¡Que el cielo te bendiga, y permita que lo seas!

Mi desdichado huésped me mira con la mayor compasión. Intenta devolverme la esperanza; y habla de la vida como de un tesoro preciado. Me recuerda la frecuencia con que estos accidentes les han ocurrido a otros navegantes que se aventuraron hasta estos mares y, a pesar mío, me contagia la idea de buenas perspectivas. Incluso los marineros notan el poder de su elocuencia; cuando él habla vuelven a confiar; reaviva sus energías, y, mientras lo escuchan, llegan a creer que estas gigantescas montañas de hielo son pequeños montículos, que desaparecerán bajo la fuerza de la voluntad humana. Estos sentimientos son pasajeros; cada día que transcurre, la frustración de sus esperanzas les llena de espanto, y temo que el miedo les haga amotinarse.

5 de septiembre

Acaba de suceder algo tan insólito que, aunque es muy probable que nunca llegues a leer estos papeles, no puedo por menos de narrarlo.

Seguimos rodeados de montañas de nieve, y en inminente peligro de que nos aplasten. El frío es intensísimo, y muchos de mis desafortunados compañeros ya han encontrado su tumba en este paraje desolador. La salud de Frankenstein empeora día a día; le sigue brillando una luz febril en los ojos, pero está extenuado, y si hace el menor esfuerzo, vuelve a caer en la total agonía.

Mencioné en la última carta el temor que tenía a que se produjera un motín. Esta mañana, mientras contemplaba el ceniciento rostro de mi amigo —los ojos entornados y los miembros inertes—, me interrumpieron media docena de marineros, que querían entrar en el camarote. Les hice pasar y el que actuaba de portavoz se dirigió a mí. Me dijo que él y sus compañeros habían sido elegidos por el resto de la tripulación para que, a modo de delegación, me comunicaran una petición, a la que en justicia no me podía negar. Estábamos cercados por el hielo, y probablemente no lograríamos escapar; pero temían que, si acaso, como era posible, el hielo cediera y se abriera un camino, yo fuera lo bastante imprudente como para querer continuar mi viaje, y los condujera a nuevos peligros, después de haber salvado éste felizmente. Pedían, pues, que me comprometiera bajo solemne promesa a que, si el barco quedaba libre, me dirigiría de inmediato al sur.

Esta petición me perturbó. Aún no había perdido las esperanzas; ni siquiera había pensado en regresar, caso de quedar libres del hielo. Sin embargo, ¿podría yo, en justicia, oponerme a ello?; ¿tenía siquiera la posibilidad de hacerlo?[98] Pensaba en estas preguntas antes de contestar, cuando Frankenstein, que en un principio había permanecido callado y parecía no tener ni fuerzas para atender, se incorporó; los ojos le brillaban y tenía las mejillas encendidas por un repentino rubor. Dirigiéndose a los hombres, dijo:

—¿Qué significa esto? ¿Qué estáis pidiendo a vuestro capitán? ¿Tan pronto os desanimáis? ¿No le llamabais a ésta la expedición gloriosa?, ¿por qué iba a ser gloriosa?, ¿porque la ruta era fácil y apacible como un mar del sur? No; la llamabais así porque estaba llena de peligros y acechanzas; porque a cada nueva dificultad debíais renovar vuestro valor y fortaleza; porque os rodeaba el peligro y la muerte y debíais vencer ambas. Por esto la llamabais gloriosa, porque era una empresa digna. La posteridad os aclamaría como bienhechores de la humanidad; se veneraría vuestro nombre, como el de aquellos hombres valerosos que se enfrentaron con honor a la muerte en beneficio de la especie humana. ¡Y mirad ahora!: con la primera impresión de peligro, o, si lo preferís, la primera gran prueba, vuestro valor se desvanece y estáis dispuestos a pasar por hombres que no tuvieron la fuerza suficiente para afrontar el frío y el peligro…; los pobres tenían frío y volvieron junto a sus chimeneas. En verdad que para esto no se hubieran requerido tantos preparativos; no teníais por qué haberos aventurado hasta aquí, ni hacer pasar a vuestro capitán por la vergüenza del fracaso, para demostrar que sois unos cobardes. ¡Sed hombres!, ¡sed más que hombres! Sed fieles a vuestros propósitos, firmes como las rocas. Este hielo no está hecho del mismo material del que podrían estar hechos vuestros corazones; es vulnerable, no puede venceros si os empeñáis en que no lo haga. No volváis a vuestras familias con la frente marcada por el estigma de la vergüenza. Regresad como héroes que lucharon y vencieron y que desconocen lo que es darle la espalda a su enemigo.

A lo largo del discurso, su voz se había ido adaptando tan bien a los distintos sentimientos que expresaba, y sus ojos brillaban tan llenos de heroísmo y sana ambición, que no fue de extrañar que mis hombres se conmovieran. Se miraron unos a otros, sin saber qué decir. Yo me dirigí a ellos, y les rogué que recapacitaran sobre lo que habían oído; añadí que por mi parte no seguiría avanzando hacia el norte en contra de su voluntad, pero que esperaba que, tras considerarlo, recobraran el valor perdido.

Salieron, y me volví hacia mi amigo; pero se hallaba muy abatido y casi privado de aliento.

Ignoro cómo concluirá todo esto; pero preferiría la muerte a regresar, cubierto de vergüenza, sin haber podido alcanzar mis objetivos. Sin embargo, temo que ese sea mi destino; sin el ánimo que les pudiera infundir la idea de la gloria y el honor, mis hombres jamás se avendrán a proseguir sus actuales penurias.

7 de septiembre

¡La suerte está echada!, he accedido a nuestro regreso si los hielos nos lo permiten. Veo truncadas mis esperanzas por la cobardía y la indecisión; regreso desilusionado e ignorante. Necesitaría más tolerancia de la que me ha sido dada para sufrir esta injusticia con paciencia.

12 de septiembre

Todo ha concluido; vuelvo a Inglaterra. He perdido mis esperanzas de gloria y mi ansia de servir a la humanidad; y he perdido a mi amigo. Pero trataré, querida hermana, de contarte con detalle estos tristes sucesos; no quiero navegar rumbo a Inglaterra, y hacia ti, lleno de pesadumbre.

El diecinueve de septiembre[99] el hielo empezó a ceder, y en la distancia escuchamos atronadores crujidos, así que las islas de hielo se resquebrajaban en todas las direcciones. Corríamos enorme peligro; pero, puesto que nada podíamos hacer, todo mi interés se centraba en mi infeliz huésped, cuya salud había declinado hasta el punto de no poder levantarse de la cama. El hielo se rompió a nuestras espaldas y fue empujado con rapidez en dirección norte; del oeste comenzó a soplar una brisa y el día once el camino hacia el sur quedaba despejado. Cuando los marineros vieron esto, y comprendieron que quedaba asegurado su regreso a su país natal, prorrumpieron en continuos gritos de loca alegría. Frankenstein, que se había adormilado, despertó, y preguntó la causa del alboroto.

—Gritan —contesté—, porque pronto regresarán a Inglaterra.

—¿Regresa usted entonces?

—Sí —respondí—, no puedo oponerme a sus peticiones. No puedo conducirlos hacia nuevos peligros contra su voluntad, y debo volver.

—Hágalo si quiere. Yo me quedo. Usted puede abandonar su objetivo; pero el mío me lo fió el cielo, y no puedo renunciar. Estoy débil; pero confío en que los espíritus que me ayudan en mi venganza me prestarán las fuerzas necesarias.

Al decir esto intentó saltar de la cama, pero el esfuerzo fue demasiado grande; cayó y perdió el sentido.

Tardó mucho en volver en sí, y a menudo me pareció que había muerto. Finalmente abrió los ojos; respiraba con dificultad, y no podía hablar. El médico le dio un brebaje reconstituyente, y nos ordenó que no lo molestáramos. A mí me advirtió que a mi amigo le restaban pocas horas de vida.

Se había pronunciado su sentencia, y a mí ya sólo me quedaba lamentarme y tener paciencia. Permanecí sentado a la cabecera de su lecho, mirándolo; tenía los ojos cerrados, y pensé que dormía. De pronto, con voz apagada, me llamó, indicándome que me acercara, y dijo:

—Me abandonan las fuerzas en las que confiaba. Presiento que pronto habré de morir, y él, mi enemigo y verdugo, está aún con vida. No piense, Walton, que en mis últimos instantes mi alma rezuma todavía el punzante odio y la sed de venganza que días pasados le manifesté, pero creo que estoy justificado al desear la muerte de mi adversario. Durante estos días he meditado sobre mis acciones pasadas y no hallo en ellas nada reprensible; en un ataque de loco entusiasmo creé una criatura racional, y tenía para con él el deber de asegurarle toda la felicidad y bienestar que me fuera posible darle. Esta era mi obligación, pero había otra superior. Mis obligaciones para con mis semejantes debían tener prioridad, puesto que suponían una mayor proporción de felicidad o desgracia. Impulsado por esta creencia, me negué, e hice bien, a crearle una compañera al primer ser. Dio pruebas entonces de una maldad y un egoísmo sin precedentes: asesinó a mis seres más queridos; se consagró a la destrucción de personas llenas de delicadeza, sabiduría y bondad; e ignoro dónde terminará esta sed de venganza. Desgraciado como es, debe morir a fin de que no pueda hacer desgraciados a los demás. La tarea de su destrucción me había sido encomendada a mí, pero he fracasado. Empujado por motivos egoístas e insanos, le pedí a usted que completara mi labor; ahora, empujado únicamente por la razón y la virtud, se lo reitero.

»Sin embargo no puedo pedirle que renuncie a su país y a sus amigos para llevar a cabo esta labor; y ahora, que regresa a Inglaterra, tendrá pocas ocasiones de encontrarse con él. Pero dejo en sus manos el reflexionar sobre estos puntos, y el determinar lo que usted considere que es su deber. La proximidad de la muerte turba mis pensamientos y mi razón, y no me atrevo a pedirle que haga lo que yo considero justo, pues puedo estar cegado por la pasión.

»Me inquieta el que siga con vida y sea un instrumento de maldad; y sin embargo, esta hora, en la que aguardo que cada instante me traiga la liberación, es la única en la que durante muchos años he sido feliz. Pasan ante mí los espíritus de aquellos a los que tanto quise, y corro hacia ellos. ¡Adiós, Walton! Busque la felicidad en la paz y evite la ambición, aun aquella inofensiva en apariencia, de distinguirse por sus descubrimientos científicos. ¿Mas por qué hablo así?; yo he visto truncadas mis esperanzas, pero otro puede triunfar.

La voz se le iba apagando a medida que hablaba; y finalmente, vencido por el esfuerzo, se acalló del todo. Media hora más tarde intentó volver a hablar pero no pudo; oprimió mi mano débilmente, y sus ojos se cerraron para siempre mientras sus labios esbozaron una débil sonrisa.

Margaret, ¿qué puedo decir sobre la prematura muerte de esta magnífica persona? ¿Qué puedo decir para que entiendas lo profundo de mi pesar? Todo lo que dijera sería pobre e inadecuado. Las lágrimas abrasan mis mejillas; y una nube de desilusión nubla mi mente. Pero navego rumbo a Inglaterra, y allí quizá encuentre un consuelo.

Me interrumpen. ¿Qué significan estos ruidos? Es medianoche; la brisa sopla suavemente y, en cubierta, los hombres de guardia no se mueven. De nuevo el ruido; parece la voz de un hombre, pero mucho más ronca; viene del camarote donde reposan los restos de Frankenstein. Debo levantarme a ver qué sucede. Buenas noches, hermana mía.

¡Dios mío!, ¡qué escena acaba de tener lugar! Todavía estoy aturdido con el recuerdo. Apenas sé si tendré fueras para contarla; mas el relato que he anotado quedaría incompleto sin referir esta última y soberbia catástrofe.

Entré en el camarote donde yacían los restos de mi malhadado y admirable amigo. Sobre él se inclinaba un ser para cuya descripción no tengo palabras; era de estatura gigantesca, pero de constitución deforme y tosca. Agachado sobre el ataúd, tenía el rostro oculto por largos mechones de pelo enmarañado; tenía extendida una inmensa mano, del color y la textura de una momia. Cuando me oyó entrar, dejó de proferir exclamaciones de pena y horror, y saltó hacia la ventana. Jamás he visto nada tan horrendo como su rostro, de una fealdad repugnante y terrible. Involuntariamente cerré los ojos e intenté recordar mis obligaciones acerca de este destructivo ser. Le ordené que se quedara.

Se detuvo, y me miró sorprendido; y, volviéndose de nuevo hacia el cadáver de su creador, pareció olvidar mi presencia; sus facciones y sus gestos parecían animados por la furia de una pasión incontrolable.

—Esa es también mi víctima —exclamó—; con su muerte[100] consumo mis crímenes. El horrible drama de mi existencia llega a su fin. ¡Frankenstein!, ¡hombre generoso y abnegado!, ¿de qué sirve que ahora implore tu perdón? A ti, a quien destruí despiadadamente, arrebatándote todo lo que amabas. ¡Está frío!; no puede contestarme.

Su voz se ahogaba; y mis primeros impulsos, que me inducían a la obligación de cumplir el último deseo de mi amigo, y destrozar a aquel ser, se vieron frenados por una mezcla de curiosidad y compasión. Me acerqué a esta extraña criatura; no me atrevía a mirarlo, pues había algo demasiado pavoroso e inhumano en su fealdad. Traté de hablar, pero las palabras se me quedaron en los labios. El monstruo seguía profiriendo exaltadas y confusas recriminaciones. Por fin logré dominarme y, aprovechando una pausa en su agitado monólogo, dije:

—Tu arrepentimiento es ya superfluo. Si hubieras escuchado la voz, de la conciencia, y atendido a los dardos del remordimiento, antes de llevar tu diabólica sed de venganza hasta este extremo, Frankenstein seguiría vivo.

—¿Imagina —respondió la infernal criatura— que era insensible al dolor y al remordimiento? Él —continuó, señalando el cadáver—, él no ha sufrido nada con la consumación del hecho; no ha sufrido ni la milésima parte de angustia que yo durante el distendido proceso. Me impulsaba un terrible egoísmo, a la par que el remordimiento me torturaba el corazón. ¿Piensa que los estertores de Clerval eran música para mí? Tenía el corazón sensible al amor y la ternura; y cuando mis desgracias me empujaron hacia el odio y la maldad, no soporté la violencia del cambio sin sufrir lo que usted jamás podrá imaginar.

»Tras la muerte de Clerval regresé a Suma con el corazón destrozado. Sentía compasión por Frankenstein, y mi piedad se fue tornando en horror, hasta tal punto que me aborrecía a mí mismo. Pero al descubrir que él, el autor de mi existencia a la vez que de mis atroces desdichas, se atrevía a esperar la felicidad; que, mientras por su culpa se acumulaban sobre mí tormentos y aflicciones, él buscaba la satisfacción de sus sentimientos y pasiones, satisfacción que a mí me estaba vedada, una envidia incontrolable y una punzante indignación me atenazaron con la insaciable sed de la venganza. Recordé mi amenaza y decidí llevarla a cabo. Sabía que yo mismo me estaba preparando una terrible tortura; pero me encontraba esclavo, no dueño, de un impulso que detestaba, pero no podía desobedecer. Mas cuando ella murió, no experimenté ningún pesar. En lo inmenso de mi desesperación, había conseguido desechar todos mis sentimientos y ahogar todos mis escrúpulos. A partir de ahí, el mal se convirtió para mí en el bien. Llegado a este punto ya no tenía elección; adapté mi naturaleza al estado que había escogido voluntariamente. El cumplimiento de mi diabólico proyecto se convirtió en una pasión dominante. Y ahora se ha terminado, ¡ahí yace mi última víctima!

Al principio la narración de sus sufrimientos me conmovió, pero cuando recordé lo que Frankenstein me había dicho respecto de su elocuencia y poder de persuasión, y vi ante mí el cuerpo inanimado de mi amigo, sentí cómo revivía en mí la indignación.

—¡Miserable! —grité—, ¿ahora vienes a lamentarte de la desolación que has creado? Lanzas una antorcha encendida en medio de los edificios y, cuando han ardido, te sientas a llorar entre las ruinas. ¡Engendro hipócrita!, si aún viviera éste a quien lloras, volvería a ser el objeto de tu maldita venganza. ¡No es pena lo que sientes!; sólo gimes porque la víctima de tu maldad escapó ya a tu poder.

—No; no es así —me interrumpió el engendro—. Aunque esa debe ser la impresión que le causan mis actos. No intento despertar su simpatía; jamás encontraré comprensión. Cuando primero traté de hallarla, quise compartir el amor por la virtud, el sentimiento de felicidad y ternura que me llenaba el corazón. Pero ahora que esa virtud es tan sólo un recuerdo, y la felicidad y ternura se han convertido en amarga y odiosa desesperación, ¿dónde debo buscar comprensión? Me avengo a sufrir en soledad, mientras duren mis desgracias; y acepto que, cuando muera, el odio y el oprobio acompañen mi recuerdo. Tiempo atrás mi imaginación se colmaba de sueños de virtud, fama y placer. Antaño esperé ingenuamente encontrarme con seres que, obviando mi aspecto externo, me quisieran por las excelentes cualidades que llevaba dentro de mí. Me nutría de elevados pensamientos de honor y devoción. Pero ahora la maldad me ha degradado, y soy peor que las más despreciables alimañas. No hay crimen, maldad, perversidad, comparables a los míos. Cuando repaso la horrenda sucesión de mis crímenes, no puedo creer que soy el mismo cuyos pensamientos estaban antes llenos de imágenes sublimes y trascendentales, que hablaban de la hermosura y la magnificencia del bien. Pero es así; el ángel caído se convierte en pérfido demonio. Pero incluso ese enemigo de Dios y de los hombres tenía amigos y compañeros en su desolación; yo estoy completamente solo.

»Usted, que llama a Frankenstein su amigo, parece tener conocimiento de mis crímenes y sus desventuras. Pero, por muchos detalles que de ellos le diera, no pudo contarle las horas y meses de miseria que he soportado, consumiéndome bajo pasiones impotentes. Pues, aunque destruía sus esperanzas, no por ello satisfacía mis propios deseos, que seguían ardientes e insatisfechos. Seguía necesitando amor y compañía y continuaban rechazándome. ¿No era esto injusto? ¿Soy yo el único criminal, cuando toda la raza humana ha pecado contra mí? ¿Por qué no odia usted a Félix, que arrojó de su casa, asqueado, a su amigo? ¿Por qué no maldice al campesino que intentó matar a quien acababa de salvar a su hija? Pero estos son seres virtuosos y puros. Yo, el infeliz, el proscrito, soy el aborto, creado para que lo pateen, lo golpeen, lo rechacen. Incluso ahora me arde la sangre bajo el recuerdo de esta injusticia.

»Pero es cierto que soy despreciable. He asesinado lo hermoso y lo indefenso; he estrangulado a inocentes mientras dormían, y he oprimido con mis manos la garganta de alguien que jamás me había dañado, ni a mí ni a ningún otro ser. He llevado a la desgracia a mi creador, ejemplo escogido de todo cuanto hay digno de amor y admiración entre los hombres; lo he perseguido hasta convertirlo en esta ruina. Ahí yace, pálido y entumecido por la muerte. Usted me odia; pero su repulsión no puede igualar la que yo siento por mí mismo. Contemplo las manos con las que he llevado esto a cabo; pienso en el corazón que concibió su ruina, y ansío que llegue el momento en que pueda mirarme a mí mismo, y mis remordimientos no torturen más mi corazón.

»No tema, no volveré a cometer más crímenes. Mi tarea casi ha concluido. No se necesita su muerte ni la de ningún otro hombre para consumar el drama de mi vida, y cumplir aquello que debe cumplirse; sólo se requiere la mía. No piense que tardaré en llevar a cabo el sacrificio. Me alejaré de su bajel en la balsa que me trajo hasta él y buscaré el punto más alejado y septentrional del hemisferio; haré una pira funeraria, donde reduciré a cenizas este cuerpo miserable, para que mis restos no le sugieran a algún curioso y desgraciado infeliz la idea de crear un ser semejante a mí. Moriré. Dejaré de padecer la angustia que ahora me consume, y de ser la presa de sentimientos insatisfechos e insaciables. Ha muerto aquel que me creó; y, cuando yo deje de existir, el recuerdo de ambos desaparecerá pronto. Jamás volveré a ver el sol, ni las estrellas, ni a sentir el viento acariciarme las mejillas. Desaparecerán la luz, las sensaciones, los sentimientos; y entonces encontraré la felicidad. Hace algunos años, cuando por primera vez se abrieron ante mí las imágenes que este mundo ofrece, cuando notaba la alegre calidez, del verano, y oía el murmullo de las hojas y el trinar de los pájaros, cosas que lo fueron todo para mí, hubiera llorado de pensar en morir; ahora es mi único consuelo. Infectado por mis crímenes, y destrozado por el remordimiento, ¿dónde sino en la muerte puedo hallar reposo?

»¡Adiós! Lo abandono. Usted será el último hombre que vean mis ojos. ¡Adiós, Frankenstein! Si aún estuvieras vivo, y mantuvieras el deseo de satisfacer en mí tu venganza, mejor la satisfarías dejándome vivir que dándome muerte. Pero no fue así; buscaste mi aniquilación para que no pudiera cometer más atrocidades; mas si, de forma desconocida para mí, aún no has dejado del todo de pensar y de sentir, has de saber que para aumentar mi desgracia no debieras desear mi muerte. Destrozado como te hallabas, mis sufrimientos eran superiores a los tuyos, pues el zarpazo del remordimiento no dejará de hurgar en mis heridas hasta que la muerte las cierre para siempre.

»Pero pronto —exclamó, con solemne y triste entusiasmo— moriré, y lo que ahora siento ya no durará mucho. Pronto cesará este fuego abrasador. Subiré triunfante a mi pira funeraria, y exultaré de júbilo en la agonía de las llamas. Se apagará el reflejo del fuego, y el viento esparcirá mis cenizas por el mar. Mi espíritu descansará en paz; o, si es que puede seguir pensando, no lo hará de esta manera. Adiós.

Con estas palabras saltó por la ventana del camarote a la balsa que flotaba junto al barco. Pronto las olas lo alejaron, y se perdió en la distancia y en la oscuridad.

FIN