INFORME DE PROGRESOS 16

14 de julio. Era un mal día para ir a Warren —gris brumoso—, y esto explica quizá la depresión que me invade cuando pienso en ello. O quizá, sin que quiera confesarlo, es la idea de ser enviado allí la que me altera. He cogido el coche de Burt. Alice quería venir conmigo, pero tenía que ir solo. Le he ocultado a Fay esta visita. Hay media hora en coche hasta el pueblecito agrícola de Warren, en Long Island, y no he tenido ninguna dificultad en encontrar el lugar: un inmenso conjunto de edificaciones grisáceas, conectado al mundo exterior por una entrada enmarcada en dos columnas de hormigón, al final de un camino estrecho y una placa de cobre muy pulido donde se puede leer: Warren State Home and Training School.

Un disco limitaba la velocidad a 30 kilómetros por hora, así que pasé lentamente ante los enormes bloques de edificios, en busca de la Administración.

Un tractor venía en mi dirección a través de la pradera, y además del hombre del volante había otros dos sentados detrás. Saqué la cabeza por la ventanilla y pregunté:

—¿Pueden indicarme donde está el despacho del señor Winslow?

El conductor detuvo el tractor e hizo un gesto hacia la izquierda.

—En el Hospital Principal. Gire a la izquierda y luego a la derecha.

No pude impedir observar el chico de aire ausente que se sujetaba a la parte trasera del tractor. No iba afeitado y tenía una vaga sonrisa vacía. Llevaba un sombrero de marino con el borde infantilmente echado para abajo para proteger sus ojos, pese a que no hacía sol. Sus ojos fijos, interrogantes, se cruzaron por un instante con los míos, y tuve que desviar la vista. Cuando el tractor volvió a ponerse en marcha vi por el retrovisor que continuaba mirándome con curiosidad. Esto me perturbó… porque me recordaba a Charlie.

Me sorprendí al descubrir que el psicólogo jefe era muy joven, un hombre alto y delgado de rostro cansado. Pero la tranquila calma de sus ojos azules revelaba una fuerza de carácter que iba más allá de su expresión juvenil.

Dimos la vuelta a todo el recinto en su propio coche, y luego me mostró la sala de recreos, el hospital, la escuela, la parte administrativa y los pabellones de dos plantas construidos en ladrillo que él llamaba cottages y donde vivían los pacientes.

—No he visto ninguna cerca alrededor de Warren —dije.

—No, sólo una verja en la entrada y setos para evitar la mirada de los curiosos.

—¿Pero cómo impide que sus… esto… pensionistas… se vayan?

Se encogió de hombros y sonrió.

—De hecho, no podemos. Algunos se van, pero la mayoría vuelven.

—¿No intentan perseguirlos?

Me miró como si quisiera adivinar lo que podía haber oculto tras mi pregunta.

—No. Si crean problemas lo sabemos rápidamente por las gentes del pueblo… o bien nos los trae la policía de vuelta.

—¿Y si no ocurre así?

—Si no oímos hablar más de ellos o no nos dan noticias suyas, presumimos que han podido adaptarse de alguna manera satisfactoria al mundo exterior. Comprenda, señor Gordon, que esto no es una prisión. El Estado exige, en principio, que hagamos todo lo que esté en nuestras manos para recuperar a nuestros pacientes, pero no estamos equipados para vigilar estrecha y permanentemente a cuatro mil personas. Los que se las componen para escapar son todos retrasados superiores… aunque no acojamos a muchos de este tipo. Actualmente lo que más recibimos son casos de lesiones cerebrales que exigen una vigilancia constante. Los retrasados superiores pueden ir y venir más fácilmente, y generalmente al cabo de una semana la mayor parte de ellos vuelven, cuando descubren que fuera de aquí nada ha sido hecho para ellos. El mundo no los quiere, y en seguida se dan cuenta de ello.

Bajamos del coche y fuimos hasta uno de los cottages. Dentro, las paredes estaban embaldosadas en blanco y un olor a desinfectante flotaba por el edificio. El vestíbulo de la planta baja se abría sobre una sala de recreo donde estaban sentados unos setenta y cinco chicos, esperando a que sonara la campana del almuerzo. Lo que llamó inmediatamente mi atención fue uno de los mayores, sentado en una silla, en un rincón, que acunaba en sus brazos a otro chico de catorce o quince años. Todos se volvieron para mirarnos cuando entramos, y algunos de los más atrevidos se acercaron y me examinaron.

—No se asuste —dijo, viendo mi expresión—. No le harán ningún daño.

La encargada de la planta, una alta y robusta mujer, con la blusa arremangada y un delantal de algodón sobre su almidonada falda, avanzó hacia nosotros. De su cintura pendía un manojo de llaves que entrechocaban al andar, y sólo cuando giró la cabeza vi que la parte izquierda de su rostro estaba cubierta por una gran mancha color vino.

—Hoy no esperábamos a nadie, Ray —dijo—. Nunca me trae visitantes los jueves.

—Thelma, le presento al señor Gordon, de la Universidad Beekman. Sólo quiere echar una ojeada para hacerse una idea del trabajo que hacemos aquí. Sabía que para usted no tenía ninguna importancia, Thelma. Todo está bien arreglado aquí, sea cual sea el día.

—Oh, sí —dijo ella riendo—, pero los miércoles les damos la vuelta a los colchones. Huele mejor aquí los jueves.

Observé que se mantenía a mi izquierda, de modo que la mancha de su rostro quedara oculta. Me hizo visitar el dormitorio, la lavandería, la despensa y el comedor, donde estaban puestos los cubiertos, no esperando más que los platos que traerían desde la cocina central. Sonreía al hablar y su expresión, su peinado con un moño en la parte superior de la cabeza, hacían que se pareciera a una bailarina de Lautrec, pero nunca me miraba de frente. Me pregunté qué representaría para mí vivir allí bajo su vigilancia.

—Son bastante manejables en este edificio —dijo—, pero ya sabe lo que es esto. Trescientos chicos, setenta y cinco por planta, y sólo somos cinco para cuidar de ellos. No es fácil tenerlos bajo control. Claro que es mejor que en los cottages sucios. El personal no dura mucho allí. Con los bebés no hay mucho problema, pero cuando se trata de adultos y todavía no pueden cuidar de sí mismos, la cosa se vuelve de una suciedad inaudita.

—Usted me parece una persona excelente —dije—. Los chicos son afortunados teniéndola como encargada de este pabellón.

Rió francamente, mirando siempre frente a ella y mostrando sus blancos dientes.

—No son ni mejores ni peores que los otros. Me gustan mis chicos. No es un trabajo fácil, pero una se siente recompensada cuando sabe la necesidad que tienen de ti. —Su sonrisa se borró un momento—. Los niños normales crecen demasiado aprisa, dejan de necesitarla a una… se van de tu lado… olvidan a quien les ha querido y cuidado. Pero éstos tienen necesidad de todo lo que puedas darles… durante toda su vida. —Rió de nuevo, dándose cuenta de que se había puesto demasiado seria—. El trabajo es duro aquí, pero vale la pena.

Cuando volvimos abajo, donde nos esperaba Winslow, sonó la campana del almuerzo y todos los chicos se dirigieron en fila al comedor. Observé que el muchacho que acunaba al más pequeño antes lo llevaba ahora a la mesa cogido de la mano.

—Es sorprendente —dije, mostrándolos con un gesto de la cabeza.

Winslow inclinó también la cabeza.

—El mayor es Jerry, y el otro es Dusty. Esto lo vemos muy a menudo aquí. Cuando nadie tiene tiempo de ocuparse de ellos, a veces se las arreglan para buscar algún contacto humano, un afecto entre ellos mismos.

Mientras pasábamos ante uno de los otros cottages en dirección a la escuela, oí un grito seguido de un gemido, repetido como un eco por otras dos o tres voces. Había barrotes en las ventanas.

Winslow se mostró incómodo por primera vez aquella mañana.

—Un cottage de seguridad —explicó—. Retardados con alteraciones emocionales. Si encontraran la ocasión se harían daño a sí mismos o se lo harían a los demás. Los tenemos en el cottage K. Siempre encerrados.

—¿Pacientes con alteraciones emocionales aquí? ¿No tendrían que estar en hospitales psiquiátricos?

—Oh, por supuesto —dijo—, pero es difícil controlarlos. Algunos, que son casos límite, no caen en las alteraciones emocionales hasta después de haber estado un tiempo aquí. Otros nos son enviados por los tribunales, y no podemos hacer otra cosa que admitirlos, incluso si no tenemos plaza para ellos. El verdadero problema es que no hay plaza para nadie en ninguna parte. ¿Sabe cuántos tenemos en nuestra lista de espera? Mil cuatrocientos. Y quizá tengamos plaza para veinticinco o treinta de ellos de aquí a final de año.

—¿Dónde están esos mil cuatrocientos ahora?

—Con sus familias. En alguna parte afuera, esperando una plaza aquí o en alguna otra institución. Comprenda, nuestro problema de espacio no es el mismo que el de los hospitales repletos. Nuestros pacientes vienen generalmente para quedarse el resto de su vida.

Mientras llegábamos al edificio nuevo de la escuela, una construcción de una sola planta de cristal y cemento con grandes ventanas, intenté imaginarme lo que sería encontrarme como paciente entre aquellos largos corredores. Me vi en medio de una hilera de hombres y muchachos esperando entrar en un aula. Quizá fuera uno de aquellos que empujaban a otro chico en una silla de ruedas, o que guiaban a uno por la mano, o que tenían a otro más joven entre sus brazos.

En una de las clases de carpintería, donde un grupo de los mayores fabricaban bancos bajo la dirección de un profesor, se reunieron todos alrededor nuestro, mirándome con curiosidad. El profesor dejó su sierra y vino hacia nosotros.

—Le presento al señor Gordon, de la Universidad Beekman —dijo Winslow—. Quiere echar una ojeada a algunos de nuestros pacientes. Piensa comprar el lugar.

El profesor se rió y mostró a sus alumnos.

—B-bueno, si p-piensa com-mprar ten-tendrá que comprarlo con nos-otros den-dentro. Y ten-drá que comp-prar más ma-madera para tra-bajar.

Me enseñó el taller. Observé lo tranquilos que estaban todos los chicos. Se afanaban en su trabajo, lijando o barnizando los bancos terminados, pero ninguno hablaba.

—Son m-mis chicos si-silenciosos, ¿sa-sabe? —dijo, como comprendiendo mi muda pregunta—. Sor-sordomudos.

—Tenemos más de un centenar aquí —explicó Winslow— como parte de un estudio especial financiado por el Gobierno Federal.

¡Era increíble! Qué desprotegidos estaban, desarmados en relación con los demás seres humanos. Retrasados mentales, sordomudos… y sin embargo lijaban ardientemente los bancos.

Uno de los chicos que estaba aserrando un tablón de madera en su banco de trabajo detuvo lo que hacía, tocó el brazo de Winslow, y señaló un rincón donde se secaban en estantes numerosos objetos ya terminados. Mostró un pie de lámpara en el segundo estante, después se señaló a sí mismo. Era un trabajo mal acabado, basto, con las pastas mal dadas y el barniz demasiado espeso y desigual. Winslow y el profesor se lo alabaron entusiásticamente, y el chico sonrió orgulloso y me miró, esperando también mis elogios.

—Oh, sí —dije, pronunciando exageradamente las palabras—, es muy bueno… muy bonito. —Lo dije porque él necesitaba oírlo, pero sonaba vacío en mí. El chico me sonrió y, cuando ya nos íbamos, se acercó y me tocó el brazo para decirme adiós. Sentí que las lágrimas acudían a mis ojos y tuve que esforzarme para dominar mi emoción hasta que estuvimos de nuevo en el corredor.

La directora de la escuela era una pequeña dama rolliza, maternal, que me hizo sentar ante un gran gráfico con indicaciones caligrafiadas, mostrando los distintos tipos de pacientes, el número de maestros que prestaban sus servicios en cada categoría y los temas que se estudiaban.

—Por supuesto —explicó—, ya no recibimos pacientes cuyo C. I. sea relativamente elevado. Los C. I. de sesenta a setenta van cada vez más a las clases especiales de las escuelas comunales, o a establecimientos particulares que se ocupan de ellos. La mayor parte de los que recibimos son capaces de vivir fuera, en pensiones o casas de familia, y trabajan en tareas sencillas en granjas, talleres o lavanderías…

—O en panaderías —sugerí.

Frunció el ceño.

—Sí, creo que podrían. Así que clasificamos a nuestros niños (yo los llamo a todos niños; sea cual sea su edad, todos son niños aquí), los clasificamos como limpios o sucios. Esto hace la administración de sus cottages más fácil, dividiéndolos de esta manera. Algunos de los sucios son casos graves de lesiones cerebrales, los mantenemos en camas especiales, y allí estarán hasta el fin de sus días…

—O hasta que la ciencia encuentre un medio de acudir en su ayuda.

—Oh —dijo, mirándome con una sonrisa—, temo que estén ya más allá de toda ayuda.

—Nadie está más allá de toda ayuda.

Me miró, insegura.

—No, no, claro, tiene usted razón. Hay que tener siempre esperanza.

La había puesto nerviosa. Sonreí interiormente al pensar en su reacción si me traían allí para ser uno de sus niños. ¿Sería limpio o no?

De regreso al despacho de Winslow, tomamos café mientras charlábamos de su trabajo.

—Es un buen lugar —dijo—. No tenemos psiquiatra fijo, sino tan sólo un consultor que viene una vez cada dos semanas. Pero es suficiente. Todos los componentes del personal psiquiátrico se dedican por entero a su trabajo. Hubiera podido contratar a un psiquiatra, pero con el sueldo que hubiera tenido que pagarle puedo contratar a dos psicólogos… gente que no duda en convertir a esos pobres seres en parte de sí mismos.

—¿Qué quiere decir con «parte de sí mismos»?

Me estudió un instante, y en su tranquilidad hubo un asomo de cólera.

—Hay montones de gentes que darían dinero o cosas así, pero muy pocas que estén dispuestas a dar parte de su tiempo o de su afecto. Eso es lo que quiero decir.

Su voz se hizo áspera, y me señaló un biberón vacío en uno de los estantes de la biblioteca, al otro lado de la habitación.

—¿Ve ese biberón?

Le dije que al entrar en su despacho me había preguntado qué hacía allí.

—Bueno, ¿cuántas personas conoce usted que estuvieran dispuestas a coger entre sus brazos a un hombre adulto y darle el biberón? ¿Con el riesgo de que el pobre se le orine o haga sus necesidades encima suyo? Parece usted sorprendido. Desde la cúspide de su torre de marfil de investigador no puede comprender esto, ¿verdad? ¿Qué sabe usted lo que significa ser excluido de toda experiencia humana como lo han sido nuestros pacientes?

No pude reprimir una sonrisa, y eso al parecer lo irritó, pues se puso en pie y cortó bruscamente nuestra conversación. Si vuelvo aquí para quedarme y descubre mi historia, estoy seguro de que comprenderá. Es un hombre que puede hacerlo.

En el coche, alejándome de Warren, no sabía qué pensar. Una sensación gris y helada giraba a mi alrededor… una especie de resignación. No era cuestión de rehabilitación, de curación, de conseguir que aquellos desgraciados recuperaran un día su lugar en el mundo. Nadie había hablado de esperanza. Era una sensación de muerte en vida… o incluso peor, de no haber vivido nunca realmente. Seres vacíos desde su origen y condenados a permanecer marginados en el tiempo y en el espacio durante cada uno de sus días.

Me pregunté acerca de la encargada del cottage con su rostro manchado de vino, y el profesor tartamudo del taller, y la maternal directora, y el joven psicólogo de aspecto cansado, y hubiera querido saber qué los había conducido hasta allá, para trabajar y dedicarse a aquellos seres rudimentarios. Como aquel chico que tenía a uno de sus compañeros más pequeños entre sus brazos, cada uno de ellos había encontrado una profunda satisfacción haciendo donación de una parte de sí mismos a aquellos que estaban tan indefensos.

¿Pero qué era de aquellos que no me habían mostrado?

Quizá muy pronto venga a Warren para pasar aquí el resto de mis días con los demás… esperando.

15 de julio. Cada día voy dejando para mañana el visitar a mi madre. Quiero ir a verla y no quiero. No antes de estar seguro de lo que va a ocurrirme. Veamos primero cómo va mi trabajo y lo que descubro.

Algernon se niega ahora a recorrer el laberinto, su motivación general ha menguado. Fui a verlo hoy, y Strauss estaba también allí. Nemur y él tenían un aspecto preocupado mientras miraban a Burt dándole de comer a la fuerza. Es extraño ver a esa bolita de pelusa blanca atada a la mesa de trabajo y a Burt embutiéndole la comida con ayuda de un cuentagotas.

Si esto continúa tendrán que terminar alimentándolo por vía intravenosa. Esta tarde, viendo a Algernon debatirse en sus minúsculas ataduras, casi las sentía en torno a mis brazos y piernas, me ahogaba, y he tenido que salir del laboratorio para respirar un poco de aire. Tengo que dejar de identificarme con él.

Fui al Murray’s Bar y bebí unos tragos, después llamé a Fay e hicimos el circuito de los clubs. Fay está disgustada porque ya no la llevo a bailar, ayer se enfadó conmigo y me dejó plantado. No tiene la menor idea de mi trabajo y no se interesa por él en absoluto, y cuando intento hablarle de él no hace el menor esfuerzo por ocultar su fastidio. No quiere preocupaciones, y no puedo reprochárselo. Por lo que puedo juzgar, sólo hay tres cosas que le interesan: el baile, la pintura y el sexo. Y lo único que de hecho tenemos en común es el sexo. Es estúpido por mi parte querer interesarla en mi trabajo. Así que se va a bailar sin mí. Me ha dicho que la otra noche soñó que entraba en mi apartamento, prendía fuego a todos mis libros y papeles, y que los dos bailábamos alrededor de las llamas. Tengo que ir con cuidado. Se está volviendo posesiva. Esta noche acabo de darme cuenta de que mi apartamento comienza a parecerse al suyo… un amasijo de cosas. Tengo que dejar de beber.

16 de julio. Alice conoció ayer a Fay. Estaba preocupado por lo que pasaría cuando se encontraran frente a frente. Alice vino a verme después de saber, por Burt, el estado de Algernon. Sabe lo que esto puede significar y sigue sintiéndose responsable por haberme animado al principio.

Tomamos café y charlamos hasta tarde. Sabía que Fay había ido a bailar al Stardust Ballroom y no esperaba que volviera tan pronto a casa. Pero a las dos menos cuarto de la madrugada la repentina aparición de Fay en la escalera de incendios nos sobresaltó. Llamó, empujó la ventana entreabierta y saltó valseando al interior con una botella en la mano.

—Me invito a vuestra fiesta —dijo—. Traigo bebida.

Le había dicho que Alice colaboraba en el proyecto de la universidad y, al principio, le había hablado a Alice de Fay, así que no se sorprendieron al encontrarse. Y después de estudiarse algunos segundos empezaron a hablar de arte y de mí, y todo ello como si olvidaran que yo estaba allí, a su lado. Se habían caído bien mutuamente.

—Voy a hacer café —dije, y huí a la cocina para dejarlas solas.

Cuando volví, Fay, que se había quitado los zapatos, estaba sentada en el suelo y bebía ginebra directamente de la botella. Estaba explicándole a Alice que, para ella, no había nada mejor que los baños de sol para el cuerpo humano, y que las colonias de nudistas eran la solución a los problemas morales del mundo.

Alice reía nerviosamente ante la proposición de Fay, que quería que nos inscribiéramos los tres en una colonia de nudistas, y se inclinó hacia adelante para aceptar el vaso de ginebra que le había llenado Fay.

Nos sentamos a charlar hasta el alba, e insistí en acompañar a Alice a su casa. Cuando protestó diciendo que no era necesario, Fay me apoyó declarando que ella enloquecería si tuviera que ir sola por las calles a estas horas. Así que bajé con ella y llamé un taxi.

—Tiene un algo —dijo Alice por el camino—, y no sé qué es. Su franqueza, su confiado candor, su desinteresada generosidad…

Asentí.

—Y te quiere —dijo Alice.

—No. Quiere a todo el mundo —insistí—. Yo no soy más que el vecino de al lado.

—¿No estás enamorado de ella?

Sacudí la cabeza.

—Usted es la única mujer a quien he amado.

—No hablemos de esto.

—Entonces me corta un gran tema de conversación.

—Sólo hay una cosa que me preocupa, Charlie. Que bebes tanto. He oído hablar de lo que viene a veces a continuación.

—Dígale a Burt que limite sus observaciones y sus informes a los datos experimentales. No quiero que la preocupe con respecto a mí. Puedo arreglármelas por mí mismo en lo que se refiere a la bebida.

—Ya he oído decir esto antes.

—Pero nunca en lo que a mí respecta.

—Ésa es la única objeción que tengo contra ella —dijo—. Te ha arrastrado a la bebida y te ha impedido llevar a cabo tu trabajo.

—Puedo arreglármelas también con esto.

—Ese trabajo es ahora muy importante, Charlie. No sólo para el mundo y millones de seres desconocidos, sino también para ti. Charlie, tienes que encontrar la solución de este problema para ti mismo. No dejes que nadie te ate las manos.

—Así que ésa es la razón —interrumpí—. Querría que la viera menos a menudo.

—No he dicho eso.

—Pero es lo que ha querido decir. Si me impide llevar a cabo mi trabajo, tengo que borrarla de mi vida.

—No, no creo que tengas que borrarla de tu vida. La necesitas. Necesitas una mujer que conozca la vida como la conoce ella.

—También la necesito a usted.

Desvió la mirada.

—No de la misma manera que a ella. —Me miró de nuevo a la cara—: Esta noche he venido a tu apartamento dispuesta a odiarla. No quería verla más que como una chica despreciable y estúpida que te llenaba los sesos, y tenía grandes planes para interponerme entre vosotros y salvarte de sus garras aunque no quisieras. Pero ahora que la he conocido me doy cuenta de que no puedo juzgar su conducta. Creo que la necesitas. Y esto me desarma. Siento simpatía hacia ella, aunque desapruebe lo que hace. Pero pese a ello, si tienes que pasarte la vida bebiendo con ella y perdiendo el tiempo yendo a bailar con ella a los clubs y a los cabarés, entonces es un obstáculo en tu camino. Y es un problema que sólo tú puedes resolver.

—¿Otro más? —sonreí.

—¿Eres capaz? Estás muy ligado a ella. Me doy cuenta.

—No tan ligado.

—¿Le has dicho la verdad acerca de ti?

—No.

La vi relajarse imperceptiblemente. Al guardar mi secreto para mí no me había entregado enteramente a Fay. Por maravillosa que fuera, nunca lo hubiera entendido: Alice y yo lo sabíamos.

—Tenía necesidad de ella —dije— y, en cierto modo, ella tenía necesidad de mí, de modo que vivir uno junto al otro era llamémosle cómodo, y eso es todo. Pero nunca le llamaría a eso amor… y no es lo mismo que lo que existe entre nosotros.

Bajó los ojos y miró sus manos, con el ceño fruncido.

—No estoy segura de saber lo que existe entre nosotros.

—Un sentimiento tan profundo y absoluto que el Charlie que aún vive en mí se horroriza cada vez que parece que haya la menor oportunidad de que haga el amor con usted.

—¿Y no con ella?

Me encogí de hombros.

—Por eso sé que con ella no es importante. No lo es tanto como para que Charlie se asuste.

—¡Magnífico! —exclamó—. E infernalmente irónico. Cuando hablas así de él lo odio por interponerse entre nosotros. Estás convencido de que no te dejará nunca… no nos dejará nunca…

—No lo sé. Espero que lo haga algún día.

La dejé en su puerta. Nos estrechamos la mano y sin embargo, extrañamente, fue algo mucho más definitivo, más íntimo que un beso.

Volví a casa e hice el amor con Fay, pero mientras lo hacíamos no pude dejar de pensar en Alice.

27 de julio. Trabajo sin parar. Pese a las protestas de Fay, me he hecho instalar una cama en el laboratorio. Se está volviendo demasiado posesiva y demasiado celosa de mi trabajo. Creo que podría tolerar a otra mujer, pero no esta dedicación completa a una actividad que no puede seguir. Temía que eso fuera a ocurrir, pero ya no tengo ninguna paciencia con ella. Necesito todos los momentos para mi trabajo… y me irrito con cualquiera que intente robarme algo de mi tiempo.

Aunque la mayor parte de los momentos que dedico a escribir están consagrados a las notas que guardo en un dossier aparte, de tanto en tanto debo pasar al papel mis pensamientos y mis estados de ánimo, aunque sólo sea por puro hábito.

El análisis de la inteligencia es un estudio apasionante. En cierto modo, es el problema que más me ha interesado en toda mi vida. A ello es a lo que debo aplicar todos los conocimientos que he acumulado.

El tiempo ha adquirido ahora una nueva dimensión: el trabajo y la concentración para la búsqueda de una solución. El mundo a mi alrededor y mi pasado parecen lejanos y deformados, como si el tiempo y el espacio fueran una pasta de modelar que se puede alargar, redondear, retorcer y deformar hasta que no pueda ser reconocida. Los únicos objetos reales son las jaulas y los ratones y el instrumental de este laboratorio, en el cuarto piso del edificio principal.

Ya no existen ni día ni noche. Debo llevar a cabo toda una vida de investigación en algunas semanas. Sé que debería descansar, pero no puedo hacerlo hasta que no sepa la verdad sobre lo que va a ocurrir.

Alice representa ahora una gran ayuda para mí. Me trae bocadillos y café, pero no me pregunta nada.

Acerca de mi percepción: todo es nítido y claro, cada sensación es excitada y avivada hasta tal punto que los rojos, los amarillos y los azules resplandecen. Dormir aquí produce un extraño efecto. El olor de los animales de laboratorio, perros, monos, ratones, me arrastra en un torbellino de recuerdos, y me es difícil saber si experimento una nueva sensación o si vuelve a mí una sensación antigua. Es imposible descifrar la proporción de recuerdos y lo que existe en el presente, ya que se forma una extraña mezcla de recuerdos y realidad, de pasado y presente, de reacción a los estímulos almacenados en mis centros cerebrales y de reacción a los estímulos provenientes de esta sala. Es como si todo lo que he aprendido se hubiera fundido en un universo de cristal que gira ante mí de tal modo que puedo ver brillar todas sus facetas en espléndidos estallidos de luz…

Un mono sentado en medio de su jaula me observa con sus ojos indolentes, se frota las mejillas con sus pequeñas manos de viejo… chi… chii… chiii… y salta a los barrotes de su jaula, trepa para balancearse encima del otro mono sentado que mira al vacío. Se orina, defeca, suelta un pedo, me mira y ríe… chiii… chiiii… chiii….

Y salta, da una voltereta, salta por el aire, vuelve a caer, se columpia, intenta pillar la cola del otro mono, pero éste, sentado en la barra, lo rechaza sin miramientos fuera de su alcance. Gentil mono… hermoso mono… de ojos vivaces y cola ágil. ¿Puedo darle un cacahuete? ¡No!, grita el guardián. El cartel dice que no hay que darles comida a los animales. Es un chimpancé. ¿Puedo acariciarlo? No. Quiero acariciar al chin-pan-zé. No hay nada que hacer, así que vamos a ver a los elefantes.

Afuera, una multitud se pasea al sol con ropa de primavera.

Algernon está acostado entre sus excrementos, inmóvil, y el olor es más fuerte que nunca. ¿Qué va a ser de mí?

28 de julio. Fay tiene un nuevo amigo. Ayer volví a casa deseoso de reunirme con ella. Pasé primero por mi apartamento y tomé una botella, después salí a la escalera de incendios. Pero afortunadamente miré antes de entrar. Estaban en el sofá. Es extraño, pero no me hizo ningún efecto. Casi fue un alivio.

Volví al laboratorio, para trabajar con Algernon. Hay momentos en que sale de su letargo. De tanto en tanto recorre el laberinto transformable, pero si se equivoca y se encuentra con el camino bloqueado reacciona violentamente. Cuando llegué al laboratorio fui a verlo. Estaba despierto y vino hacia mí como si me reconociera. Tenía ganas de trabajar y cuando lo hice pasar por la puertecilla corredera al laberinto de techo enrejado corrió rápidamente por los pasillos hasta alcanzar la llegada. Por dos veces recorrió con éxito el laberinto. A la tercera vez hizo la mitad del recorrido, se detuvo en un cruce, y con un movimiento de duda, tomó el pasillo erróneo. Vi lo que iba a pasar y hubiera querido inclinarme y cogerlo antes de que llegara a la barrera que bloqueaba el camino, pero me contuve y lo observé.

Cuando se dio cuenta de que seguía un recorrido que no reconocía, refrenó su marcha y sus actos se hicieron desordenados: avanzar, detenerse, volver hacia atrás, dar media vuelta, avanzar de nuevo, hasta alcanzar finalmente el callejón sin salida que, con una pequeña descarga eléctrica, le advertía que se había equivocado. En aquel momento, en lugar de volver atrás para seguir el otro camino, empezó a girar en círculos, chillando como una aguja de tocadiscos mal reglada. Se arrojaba contra las paredes del laberinto, caía, y volvía a arrojarse de nuevo. Por dos veces se colgó de la tela metálica del techo, chillando muy fuerte, después se soltó y lo intentó de nuevo, desesperadamente. Por fin, se acurrucó hasta formar una apretada pelotita.

Cuando la tomé no ofreció ninguna resistencia, pero permaneció en una especie de estupor cataléptico. Cuando yo movía su cabeza o sus patas, se quedaban como las había dejado, como si fueran de cera. La puse en su jaula y la observé hasta que pasó el estupor, en cuyo momento empezó a comportarse normalmente.

Lo que se me escapa es la razón de su regresión. ¿Es un caso especial? ¿Una reacción aislada? ¿O hay un principio general de fracaso común a todo el proceso? Tengo que encontrar el motivo.

Si lo descubro, si añado aunque sólo sea una mota de información a lo que ya puede haber sido hallado respecto al retraso mental y la posibilidad de acudir en ayuda de otros como yo, me sentiré satisfecho. Ocurra lo que me ocurra, habré vivido millones de vidas con lo que pueda aportar a todos aquellos que aún no han nacido.

No pido más.

31 de julio. Estoy a punto de descubrirlo. Lo presiento. Todos creen que me mato trabajando a este ritmo, pero lo que no comprenden es que vivo en la cúspide de una lucidez y una belleza cuya existencia ignoraba hasta ahora. Cada parte de mí mismo está en perfecta armonía con este trabajo. Durante el día me impregno de él por todos los poros y, por la noche —en los instantes que preceden al sueño— las ideas estallan en mi cabeza como fuegos artificiales. No hay mayor alegría que el estallido de la solución de un problema.

Es increíble que esta bullente energía, este entusiasmo que anima todo lo que hago, me pueda ser quitado. Es como si todos los conocimientos que he absorbido en el transcurso de los últimos meses se combinaran para elevarme hacia un apogeo de luz y de comprensión. Es la belleza, el amor y la verdad reunidos. Es la alegría. Y ahora que he encontrado todo esto, ¿cómo puedo abandonarlo? La vida y el trabajo es lo más maravilloso que puede tener un ser humano. Estoy apasionado por lo que hago ya que la solución del problema está en mi cerebro y pronto —muy pronto— estallará en mi mente. Ruego a Dios que me deje resolver este único problema, es su solución lo que deseo, no quiero nada más, y aunque no lo consiga intentaré estarle reconocido por todo lo que me ha dado.

El nuevo amigo de Fay es un profesor de baile del Stardust Ballroom. No puedo odiarle porque tengo tan poco tiempo para dedicarlo a ella.

11 de agosto. Hace dos días que estoy en un callejón sin salida. Nada. En algún lugar me he equivocado de camino, puesto que encuentro respuestas a montones de preguntas, pero no a la más importante de todas: ¿en qué afecta la regresión de Algernon a la hipótesis básica de todo el experimento?

Afortunadamente, sé lo suficiente sobre los procesos mentales como para que este blocaje no me preocupe demasiado. Antes que desanimarme y abandonar (o, lo que sería peor, encegarme buscando respuestas que no acuden), debo arrojar el problema de mi cabeza durante un tiempo y dejarlo madurar. He ido tan lejos como he podido a nivel consciente, y ahora se trata de afrontar esas misteriosas operaciones que se desarrollan por debajo del nivel de la consciencia. Es algo inexplicable constatar hasta qué punto todo lo que he aprendido me conduce hasta este problema. Encegarse demasiado en él no hace más que bloquearlo. ¿Cuántos grandes problemas han quedado irresolutos porque los investigadores no sabían lo suficiente acerca de ellos, o no tenían bastante confianza en el proceso de creatividad ni en sí mismos como para dejar que todo su cerebro trabajara en ellos?

Así pues, ayer decidí dejar a un lado el trabajo por un momento y acudir al cóctel que daba la señora Nemur en honor de los dos miembros del consejo de la Fundación Welberg que contribuyeron a que su marido obtuviera la subvención. Tenía intención de llevar a Fay, pero pretextó que tenía una cita y prefería ir a bailar.

Fui a la velada con la firme intención de ser amable y hacer amigos. Pero desde hace un tiempo tengo dificultades en comunicar con la gente. No sé si es culpa mía o de ellos, pero todo intento de conversación se desvanece siempre al cabo de uno o dos minutos y en su lugar se levanta una barrera. ¿Acaso tienen miedo de mí? ¿O tal vez simplemente no les interesa lo que yo digo, y lo mismo ocurre a la recíproca?

Bebí un trago y vagué por el salón. Se habían formado pequeños grupos de gente sentada que conversaba sobre temas en los que considero imposible mezclarme. Finalmente, la señora Nemur me tomó de la mano y me presentó a Hyram Harvey, uno de los miembros del consejo de la Fundación. La señora Nemur es una mujer seductora, rozando la cuarentena, cabellos rubios, muy maquillada, con grandes uñas lacadas en rojo. Pasó su brazo bajo el de Harvey.

—¿Cómo va esa investigación? —indagó.

—Tan bien como puede esperarse. En estos momentos intento resolver un problema difícil.

Encendió un cigarrillo y me sonrió.

—Sé que todos los que trabajan en este proyecto le están reconocidos por haberse integrado en él y ayudarles a llegar a buen fin. Pero imagino que usted preferiría trabajar en investigaciones personales. Debe ser un poco aburrido reemprender el trabajo de alguien, en lugar de otro que uno haya concebido y creado por sí mismo.

Era inteligente, no cabía duda. No quería que Harvey olvidara que el mérito era de su marido. No pude impedir el devolverle la pelota.

—Nadie emprende nunca algo nuevo, señora Nemur. Todo el mundo edifica sobre los fracasos de los demás. No hay nada realmente original en ciencia. Lo que cuenta es lo que cada uno aporta al total de conocimientos.

—Por supuesto —dijo ella, dirigiéndose a su invitado de mayor edad antes que a mi—. Es lamentable que el señor Gordon no hubiera estado allí un poco antes para ayudar a resolver esos últimos pequeños problemas —se rió—. Pero… oh, lo olvidaba, usted no estaba en condiciones de llevar a cabo experimentaciones psicológicas.

Harvey se rió a su vez, y pensé que era mejor que me callase. Bertha Nemur no me dejaría decir la última palabra y, si íbamos más lejos, la cosa podría convertirse en desagradable.

Vi al doctor Strauss y a Burt que hablaban con el otro miembro de la Fundación Welberg, George Raynor. Strauss estaba diciendo:

—El problema, señor Raynor, es obtener medios financieros suficientes para trabajar en proyectos como éste, sin verse frenados por obstáculos relacionados con el empleo del dinero. Cuando las cantidades están afectas a propósitos muy específicos, no se puede realmente trabajar.

Raynor asintió con la cabeza y agitó su grueso cigarro hacia el grupito que lo rodeaba.

—El verdadero problema es convencer al consejo de que este tipo de investigaciones tienen un valor práctico.

Strauss asintió a su vez con la cabeza.

—El punto sobre el cual querría insistir es que este dinero va destinado a la investigación. Nadie puede saber jamás si un proyecto cristalizará en un resultado útil. Los resultados son a menudo negativos. Aprendemos que algunas cosas no son ciertas… y esto es tan importante como un descubrimiento positivo para aquel que reemprenda la investigación a partir de allí. Al menos, sabrá lo que no tiene que hacer.

Al acercarme a su grupo, vi a la esposa de Raynor, a la que ya había sido presentado. Era una hermosa morena de unos treinta años. Me miraba con ojos muy abiertos, o mejor dicho miraba por encima de mi cabeza como si esperara a que surgiera algo de allí. La miré a mi vez, y se sintió incómoda. Se volvió hacia el doctor Strauss.

—¿Y cómo va el proyecto en curso? ¿Prevén poder utilizar esas técnicas sobre otros retrasados mentales? ¿Podrán ser utilizadas en el mundo entero?

Strauss se encogió de hombros y me señaló con la cabeza.

—Es aún demasiado pronto para decirlo. Su marido nos ayudó a incluir a Charlie en el proyecto, y depende mucho de lo que él encuentre.

—Por supuesto —intervino el señor Raynor—, todos comprendemos la necesidad de la investigación pura en un campo como el suyo. Pero será una bendición para nuestro prestigio si podemos presentar un método verdaderamente aplicable para obtener resultados permanentes fuera del laboratorio, y si podemos mostrar al mundo que de todo ello resulta un bien tangible.

Fui a decir algo, pero Strauss, que sin duda presentía lo que yo iba a decir, se levantó y pasó su brazo por mis hombros.

—Todos en Beekman sabemos que el trabajo que realiza Charlie es de la máxima importancia. Su papel es ahora descubrir la verdad, sea cual sea su resultado. Dejamos a la Fundación las relaciones públicas y la educación de la sociedad.

Sonrió a los Raynor y me arrastró por el brazo.

—No es eso lo que iba a decir —exclamé.

—Me he dado cuenta —murmuró, apretándome el codo—. He visto en tus ojos una luz que me ha indicado que ibas a echarte sobre ellos. Y no podía dejar que lo hicieras, ¿no crees?

—Es verdad —admití, tomando otro martini.

—¿Es bueno para ti beber tanto?

—No, pero intento distraerme un poco y creo que he escogido mal el lugar.

—Bueno, tómatelo con tranquilidad —dijo—, y no te busques complicaciones esta noche. Esa gente no son imbéciles. Saben lo que puedes pensar de ellos y, aunque tú no los necesites, nosotros sí.

Le hice un saludo.

—Lo intentaré, pero procure tener a la señora Raynor un poco apartada de mí. Voy a decirle algo si continúa mirándome de este modo.

—¡Chiiiist! —murmuró—. Va a oírte.

—¡Chiiiist! —hice eco—. Lo siento. Voy a ir a sentarme a un rincón y mantenerme alejado de todo el mundo.

La neblina me rodeaba, pero a su través podía ver a la gente que me miraba. Supongo que debía estarme hablando a mí mismo… demasiado audiblemente. No recuerdo lo que decía. Un poco después tuve la sensación de que la gente se iba anormalmente pronto, pero no le presté demasiada atención hasta que Nemur se me acercó y se plantó ante mí.

—¿Quién crees que eres para comportarte de este modo? Nunca vi una grosería tan insoportable en mi vida.

Conseguí levantarme.

—Veamos, ¿qué es lo que le hace decir esto?

Strauss intentó contenerlo, pero Nemur se aclaró la garganta y farfulló:

—Lo digo porque no sientes ninguna gratitud ni tienes ninguna consideración hacia las circunstancias. Después de todo les debes mucho a esa gente, si no a nosotros… y desde varios puntos de vista.

—¿Desde cuándo un cobayo tiene que mostrar reconocimiento? —grité—. He servido a sus fines y ahora intento rectificar sus errores, así que ¿qué infiernos le debo a quién?

Strauss hizo un movimiento para hacerme callar pero Nemur lo detuvo.

—Espera un momento. Quiero oír eso. Creo que ya es tiempo de que lo suelte.

—Ha bebido demasiado —dijo su mujer.

—No tanto como eso —gruñó Nemur—. Se le entiende bien. He aguantado muchas cosas de él. Ha puesto en peligro —si es que no destruido— nuestra obra, y ahora quiero oír de su boca lo que para él es su justificación.

—Oh, vamos —dije—. Usted no siente el menor deseo de oír la verdad.

—Pero dila, Charlie. Al menos tu versión de la verdad. Quiero saber si sientes alguna especie de gratitud por todo lo que se te ha dado… las facultades que has adquirido, las cosas que has aprendido, las experiencias que has tenido. ¿O tal vez piensas que estabas mejor antes?

—En algunos aspectos, sí.

Esto lo sorprendió.

—He aprendido mucho en estos últimos meses —dije—. No solamente sobre Charlie Gordon, sino también sobre la vida y la gente, y he descubierto que nadie se interesa realmente por Charlie Gordon, sea un retrasado o un genio. Entonces, ¿qué diferencia hay?

—Oh —dijo Nemur—, te lamentas por ti mismo. ¿Pero qué es lo que esperabas? Este experimento estaba calculado para aumentar tu inteligencia, no para que todo el mundo te quisiera. Nosotros no teníamos ningún control sobre lo que le ocurriría a tu personalidad, y así, de un joven retrasado pero simpático, te has convertido en un bastardo arrogante, egocéntrico y antisocial.

—El problema, mi querido profesor, es que usted quería a alguien a quien pudiera volver inteligente, pero que pudiera ser mantenido en una jaula y exhibido cuando fuera necesario para que usted pudiera recoger los honores que andaba buscando. Lástima que yo soy una persona.

Estaba furioso, y veía que dudaba entre la idea de terminar con aquello y la de intentar aún otra vez hundirme.

—Eres injusto, como siempre. Sabes que siempre te hemos tratado bien, que hemos hecho por ti todo lo que hemos podido.

—Todo, salvo tratarme como un ser humano. Cuántas veces se ha vanagloriado de que yo no era nada antes del experimento, y sé el porqué. Porque, si yo no era nada, usted me habría creado, y así se convertiría en mi dueño y señor. Se irrita porque no hago testimonio público de mi gratitud a todas las horas del día. Pues bien, créalo o no, le estoy reconocido. Pero lo que usted ha hecho por mí —por maravilloso que pueda ser— no le da derecho a tratarme como a un animal de experimentación. Soy un individuo ahora, y Charlie también lo era antes de que entrara por primera vez al laboratorio. ¡Parece sorprendido! Sí, de pronto acabamos de descubrir que siempre he sido una persona —incluso antes— y esto desafía su creencia según la cual una persona que tenga un C. I. inferior a 100 no es digno de consideración. Profesor Nemur, creo que, cuando me mira, su conciencia lo atormenta.

—Ya he oído bastante —exclamó—. Estás borracho.

—No —repliqué—. Porque, si lo estuviera, vería otro Charlie Gordon distinto al que conoce ahora. Sí, el otro Charlie Gordon, el que desapareció en las sombras, está siempre aquí, entre nosotros. En mí.

—Ha perdido la cabeza —dijo la señora Nemur—. Habla como si existieran dos Charlie Gordon. Será mejor que lo examine, doctor.

El doctor Strauss agitó la cabeza.

—No. Sé lo que quiere decir. Se manifestó recientemente en las sesiones de psicoterapia. Desde hace aproximadamente un mes se ha evidenciado una extraña disociación. Ha experimentado varias veces la sensación de verse a sí mismo como era antes de la experiencia —en tanto que individuo distinto y separado que tiene aún una existencia real al nivel de su consciente—, como si el antiguo Charlie Gordon luchara por tomar de nuevo posesión de su cuerpo.

—¡No! ¡Yo no he dicho nunca esto! No lucha por tomar de nuevo posesión de su cuerpo. Charlie está ahí, de acuerdo, pero no lucha conmigo. Simplemente espera. Nunca ha intentado dirigir mis actos ni impedirme hacer lo que yo quería hacer —después, recordando a Alice, rectifiqué—: Bien, casi nunca. El Charlie humilde, discreto, del que hablaban hace un momento, espera pacientemente. Confieso que lo aprecio por muchas razones, pero no por su humildad ni por su discreción. He aprendido lo que esto degrada a una persona en nuestro mundo.

—Te has vuelto cínico —dijo Nemur—. Esto es todo lo que te ha dado esta oportunidad. Tu genio ha destruido tu fe en el mundo y en tu prójimo.

—Esto no es totalmente cierto —dije suavemente—. Pero he aprendido que la inteligencia por sí sola no significa gran cosa. Aquí, en su Universidad, la inteligencia, la educación, el saber, se han convertido en grandes ídolos. Pero ahora sé que hay un detalle que han olvidado: la inteligencia y la educación que no han sido templadas en el afecto humano no valen gran cosa.

Tomé otro martini del bar y proseguí mi sermón.

—Entiéndanme bien —dije—. La inteligencia es uno de los mayores dones del hombre. Pero demasiado a menudo la búsqueda del saber oculta la búsqueda del amor. Ésta es otra de las cosas que he descubierto por mí mismo recientemente. Se la ofrezco en forma de hipótesis.

»La inteligencia sin la capacidad de dar y recibir un afecto conduce al derrumbe mental y moral, a la neurosis e incluso a la psicosis. Y digo que la mente absorbida en un interés egoísta tomado como un fin en sí mismo, con exclusión de toda relación humana, no puede conducir más que a la violencia y al dolor.

»Cuando era un retrasado tenía montones de amigos. Ahora no tengo ninguno. Oh, conozco a mucha gente. Montones y montones de gente. Pero no tengo verdaderos amigos. No como los tenía en la panadería. No hay en el mundo un amigo que signifique algo para mí, y nadie para quien yo signifique algo. —Me di cuenta de que mi lengua se volvía estropajosa y mi cabeza giraba—. Esto no puede ser justo, ¿no creen? —insistí—. Quiero decir, ¿qué piensan sobre esto? ¿Piensan que esto… es… justo?

Strauss se acercó y me tomó del brazo.

—Charlie, será mejor que te eches un rato. Has bebido demasiado.

—¿Por qué me miran todos así? ¿Qué he dicho mal? ¿He dicho algo que no sea cierto? Nunca he querido decir nada que no fuera cierto.

Me daba cuenta de que las palabras se volvían pastosas en mi boca, como si me hubieran inyectado novocaína en el rostro. Estaba borracho… había perdido todo control sobre mí mismo. En aquel momento, casi como si apretara un botón, estuve contemplando la escena desde la puerta del comedor, y me vi como si fuera otro Charlie… allá junto al bar, con un vaso en la mano y enormes ojos asustados.

—Siempre intento hacerlo todo lo mejor que puedo. Mi madre me enseñó a ser siempre amable con la gente porque, decía, así nunca te crearás enemistades y tendrás siempre muchos amigos.

Podía ver, por el modo como se balanceaba y se retorcía, que tenía imperiosa necesidad de ir al lavabo. Oh, Dios mío, no delante de ellos.

—Excúsenme, por favor —dije—. Tengo que irme… —no sé cómo, en aquel estado de embriaguez conseguí alejarlo de ellos y llevarlo hasta los servicios.

Llegó a tiempo y, al cabo de un momento, recobré el control. Apoyé mi mejilla contra las baldosas de la pared y después me refresqué la cara con agua fría. Vacilaba aún un poco, pero podía dominarme.

Entonces vi a Charlie que me miraba desde el espejo encima del lavabo. No sé como supe que era él y no yo. Quizá por la expresión ausente e inquieta de su rostro. Sus ojos redondos y asustados como si, a mi primera palabra, fuera a huir y hundirse en las profundidades del mundo del espejo. Pero no huía. Me miraba fijamente, con la boca abierta, la mandíbula caída.

—Hola —dije—. Así que finalmente has venido a enfrentarte conmigo.

Frunció ligeramente el ceño, como si no comprendiera lo que quería decirle, como si quisiera una explicación, pero no sabía cómo pedírmela. Después renunció, y sus labios se curvaron en una sonrisita forzada.

—Quédate aquí, frente a mí —grité—. Ya estoy harto de que me espíes desde las puertas y los rincones oscuros donde no puedo cogerte.

Continuó mirándome.

—¿Quién eres, Charlie?

Ninguna respuesta salvo su sonrisa.

Sacudí la cabeza y él sacudió la cabeza.

—¿Qué es lo que quieres? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—Oh, vamos —dije—. Has de querer algo. Me sigues siempre…

Bajó la vista, y yo miré mis manos para ver lo que miraba.

—Quieres que te las devuelva, ¿no? Quieres que me vaya para poder regresar y empezar desde el punto donde te quedaste. No te lo reprocho. Después de todo es tu cuerpo y tu cerebro… y tu vida, incluso aunque no fueras capaz de hacer gran uso de ella. No tengo derecho a quitarte todo esto. Ni nadie. ¿Quién puede decir que mi luz vale más que tu oscuridad? ¿Quién puede decir que la muerte es mejor que tu oscuridad? ¿Quién soy yo para permitirme decirlo?…

»Pero voy a decirte algo más, Charlie —me erguí y me aparté del espejo—. Yo no soy tu amigo. Soy tu enemigo. No abandonaré mi inteligencia sin luchar. No voy a volver a bajar a esa caverna. No hay ningún lugar donde yo pueda ir ahora, Charlie. Así que es preciso que tú no vuelvas. Quédate en mi inconsciente, ése es tu lugar, y deja de seguirme por todas partes. No voy a abandonar… pese a lo que puedan pensar los demás. Por solitario que pueda ser mi combate. Quiero conservar lo que me han dado, y hacer grandes cosas para el mundo y para aquellos que son como tú.

Al girarme hacia la puerta, tuve la impresión de que me tendía la mano. Pero todo aquello era ridículo. Sencillamente estaba borracho, y él no era más que mi propia imagen en el espejo.

Cuando salí Strauss quiso meterme en un taxi, pero le aseguré que me encontraba perfectamente y que podía volver solo a casa. No necesitaba más que un poco de aire y no quería que nadie me acompañara. Quería volver a pie, solo.

Me veía tal y como me había vuelto realmente: Nemur lo había dicho. Era un bastardo arrogante y egocéntrico. Al revés de Charlie, era incapaz de hacer amigos o de pensar en los demás y en sus problemas. No me preocupaba más que de mí y solamente de mí. Durante un momento, en el espejo, me había visto con los ojos de Charlie… me había observado y había visto en qué me había convertido. Y sentía vergüenza.

Dos horas más tarde me hallé ante la casa de apartamentos. Subí la escalera y tomé el pasillo débilmente iluminado. Al pasar delante del apartamento de Fay vi luz y me giré hacia la puerta. Pero en el momento en que iba a llamar oí su voz y la risa de un hombre en respuesta.

Llegaba demasiado tarde.

Entré despacio en mi apartamento y me quedé allí un momento, en la oscuridad, sin atreverme a dar un paso, sin atreverme a encender la luz. Me quedé simplemente allí, y sentí un torbellino en mis ojos.

¿Qué me ha ocurrido? ¿Por qué estoy tan solo en el mundo?

4:30 a. m. La solución ha llegado hasta mí justo en el momento en que me dormía. ¡Iluminación! Todo encaja, y ahora veo lo que tendría que haber sabido desde el principio. No puedo dormir más. Debo volver al laboratorio y verificarlo todo con los resultados del ordenador. Ahí está por fin el fallo del experimento. Lo he encontrado.

¿Qué va a ser ahora de mí?

26 de agosto. Carta al profesor Nemur (copia).

Querido profesor Nemur:

En sobre aparte le envío un ejemplar de mi informe titulado «El efecto Algernon-Gordon: un estudio sobre la estructura y el funcionamiento de la inteligencia incrementada», que puede usted publicar si lo considera oportuno.

Como usted sabe, mis investigaciones han terminado. He incluido en mi informe todas mis fórmulas, así como los análisis matemáticos de los datos señalados en el índice. Por supuesto, tienen que ser verificados.

Los resultados son claros. Los aspectos más espectaculares de mi rápida ascensión no pueden disimular los hechos. Las técnicas de cirugía y de quimioterapia desarrolladas por usted y el doctor Strauss deben ser consideradas —en el momento presente— como carentes de toda aplicación práctica para el incremento de la inteligencia humana.

Tomemos el caso de Algernon: aunque sea todavía físicamente joven, mentalmente ha sufrido una regresión. Actividad motriz debilitada, reducción general de las funciones glandulares, pérdida acelerada de coordinación, y fuerte indicación de amnesia progresiva.

Tal como demuestro en mi informe, esos síndromes de deterioro físico y mental, y otros, pueden ser predichos con resultados estadísticamente significativos, por la aplicación de mi nueva fórmula. Aunque el estímulo quirúrgico al que ambos hemos sido sometidos haya producido una intensificación y una aceleración de todos los procesos mentales, el fallo, que me he permitido llamar el «Efecto Algernon-Gordon», es la consecuencia lógica de toda esta estimulación de la inteligencia. La hipótesis aquí demostrada puede ser definida sencillamente en los siguientes términos:

LA INTELIGENCIA INCREMENTADA ARTIFICIALMENTE SE DETERIORA EN EL TIEMPO A UN RITMO DIRECTAMENTE PROPORCIONAL A LA AMPLITUD DEL INCREMENTO.

Mientras sea capaz de escribir continuaré anotando mis pensamientos y mis ideas en mis Informes de Progresos. Es uno de mis pocos placeres solitarios, y estoy seguro de que servirán para redondear esta investigación. De todos modos, según todas las indicaciones, mi propia deterioración mental será muy rápida.

He controlado y vuelto a controlar diez veces mis datos, con la esperanza de encontrar un error en ellos, pero lamento tener que decir que los resultados deben ser mantenidos. Sin embargo, estoy satisfecho de la pequeña contribución que aporto aquí al conocimiento del funcionamiento de la mente humana y de las leyes que gobiernan el incremento artificial de la inteligencia humana.

La otra noche, el doctor Strauss decía que el fracaso de un experimento, la refutación de una teoría, eran tan importantes para el avance del conocimiento como pueda serlo un éxito. Ahora sé que esto es cierto.

Sin embargo, lamento que mi propia contribución en este campo tenga que apoyarse en las cenizas del trabajo de su grupo, y especialmente del de aquellos que tanto han hecho por mí.

Anexo: informe.

Con copia a: Doctor Strauss.

Fundación Welberg.

Sinceramente, Charlie Gordon.

1 de setiembre. No debo dejarme ganar por el pánico. Pronto aparecerán los síntomas de inestabilidad emocional y de pérdida de memoria, los primeros síntomas del fin. ¿Podré reconocerlos en mí mismo? Todo lo que puedo hacer ahora es continuar anotando mi estado mental tan objetivamente como me sea posible, recordando que este diario psicológico será el primero en su género, y tal vez el último.

Esta mañana Nemur envió a Burt con mi informe y los datos estadísticos a la Universidad Hallston, a fin de que las mayores autoridades en este campo verifiquen mis resultados y la aplicación de mis fórmulas. Durante la pasada semana, Burt fue encargado de examinar minuciosamente mis experimentos y mis gráficos metodológicos. No tendría que extrañarme de sus precauciones. Después de todo, yo soy solamente Charlie-el-neófito, y le es difícil a Nemur admitir que mis trabajos pasen por encima de los suyos. Ha llegado a creer en el mito de su propia autoridad y, después de todo, yo no soy más que un intruso.

Ya no me preocupa lo que él piense, ni tampoco lo que piense cualquier otro de entre ellos. Ya no tengo tiempo. El trabajo está hecho, los datos han quedado establecidos, y lo único que queda por ver es si he proyectado con la suficiente exactitud la curva sobre los elementos relativos al caso Algernon para predecir lo que va a ocurrirme a mí.

Alice lloró cuando le comuniqué esas noticias. Después se marchó corriendo. Tengo que convencerla de que no hay ninguna razón para que se sienta culpable.

2 de setiembre. Todavía no se produce nada definido. Me muevo en un silencio de deslumbrante luz blanca. Todo a mi alrededor está a la espera. Sueño que estoy solo en la cumbre de una montaña, y contemplo el panorama en torno mío, verdes y amarillos… y el sol en su cenit, que reduce mi sombra a una apretada bola bajo mis pies. Cuando el sol desciende en el cielo de la tarde, la sombra se estira y se alarga hacia el horizonte, larga y delgada, y muy lejos tras de mí…

Debo repetir aquí lo que ya le he dicho al doctor Strauss. Nadie tiene por qué censurarse por lo que pueda ocurrirme a mí. El experimento fue minuciosamente preparado, ampliamente ensayado en animales y refrendado estadísticamente. Cuando decidieron utilizarme para el primer ensayo humano, estaban razonablemente seguros de que esto no traería consigo ningún peligro físico. No existía ningún medio de prever los riesgos psicológicos. No quiero que nadie sufra por lo que me ocurra a mí.

Ahora sólo queda una única pregunta: ¿qué debo esperar conservar de todo esto?

15 de setiembre. Nemur dice que mis resultados han sido confirmados. Esto significa que el fracaso está en la misma base e invalida toda la hipótesis. Quizá algún día obtengamos el medio de superar este problema, pero este momento no ha llegado aún. He desaconsejado realizar otros ensayos sobre seres humanos antes de que todo sea clarificado mediante investigaciones suplementarias en animales.

Mi idea personal es que el más fructuoso camino se encuentra en las investigaciones que realizan los hombres que estudian los desequilibrios de las enzimas. Como en tantos otros casos, el tiempo es el factor clave: rapidez en el descubrimiento de la deficiencia, rapidez en la administración de sucedáneos hormonales. Quisiera poder colaborar en estos trabajos y en la investigación de radioisótopos que pudieran ser utilizados para el control local al nivel del córtex, pero sé que ya no tengo tiempo.

17 de setiembre. Aparecen lagunas de memoria. Pongo cosas en mi despacho o en los cajones de las mesas del laboratorio, y cuando no puedo encontrarlas me encolerizo y le armo escándalos a todo el mundo. ¿Serán los primeros síntomas?

Algernon murió hace dos días. La encontré, a las cuatro y media de la madrugada, al volver al laboratorio después de haber vagabundeado por las calles. Estaba echado sobre un lado, en el rincón de su jaula, con las patas muy tensas. Como si corriera en su sueño.

La autopsia muestra que mis predicciones eran exactas. Comparado a un cerebro normal, el de Algernon había disminuido de peso, y mostraba una desaparición general de las circunvoluciones cerebrales así como un ahondamiento y una ampliación de las hendiduras.

Es horrible pensar que tal vez en estos momentos me esté ocurriendo a mí lo mismo. Haberlo visto producirse en Algernon convierte la amenaza en real. Por primera vez siento pánico ante el futuro.

Puse el cuerpo de Algernon en una cajita de metal y lo llevé conmigo a casa. No iba a dejarles que lo echaran en el incinerador. Es estúpido y sentimental, pero ayer noche, ya de madrugada, lo enterré en el patio trasero. Lloré mientras ponía un ramillete de flores silvestres sobre la tumba.

21 de setiembre. Mañana voy a ir hasta Marks Street a visitar a mi madre. La noche pasada, un sueño desencadenó una serie de recuerdos que iluminaron toda una fracción de mi pasado, y es importante que lo pase al papel antes de que lo olvide, ya que parece que cada vez olvido más aprisa. Este fragmento de pasado concierne a mi madre y, hoy más que nunca, deseo comprenderla, saber cómo era y por qué actuó como lo hizo. No quiero odiarla.

Tengo que llegar a una especie de acuerdo con ella antes de verla, de modo que no me muestre excesivamente duro o incongruente con ella.

27 de setiembre. Tendría que haber escrito todo esto inmediatamente, porque es importante que esta relación sea completa.

Hace tres días que fui a ver a Rose. Finalmente me obligué a pedirle de nuevo el coche a Burt. Estaba inquieto, y sin embargo sabía que tenía que ir.

Cuando llegué a Marks Street creí por un momento que me había equivocado. No correspondía en absoluto al recuerdo que guardaba de ella. Era una calle infecta, con terrenos baldíos cuyas casas habían sido derribadas. Una nevera abandonada bostezaba en la acera con su puerta arrancada, y en medio de la calle un viejo somier destripado ofrecía el triste espectáculo de sus rotas entrañas. Algunas casas tenían sus ventanas clavadas con maderas, otras se parecían más a barracas acondicionadas que a verdaderas casas. Aparqué el coche a una manzana de la casa y fui a pie.

No había niños jugando en Marks Street… no como en la imagen mental que me había llevado conmigo, con niños por todas partes y Charlie que los miraba desde la ventana (es extraño cómo la mayor parte de mis recuerdos de esta calle están encuadrados por una ventana, con yo siempre en el interior, viendo jugar a los demás). Ahora no quedaban más que personas de edad resguardadas en las sombras de los destartalados portales.

Al acercarme a la casa recibí un segundo choque. Mi madre estaba fuera, con un viejo suéter marrón, lavando las ventanas de la planta baja, pese a que hacía un frío viento. Se afanaba como siempre, para mostrar a los vecinos lo buena esposa y buena madre que era.

Lo más importante para ella había sido siempre lo que los demás pensaran; las apariencias pasaban siempre ante ella y su propia familia. Hacía de ello una virtud. Muchas veces Matt había repetido que lo que pudieran pensar los demás no era lo único importante en la vida. Pero no servía de nada. Norma debía ir bien vestida, la casa tenía que estar bien amueblada. Charlie debía quedarse dentro a fin de que los demás no supieran que no era del todo normal.

Me detuve un instante para mirarla mientras ella se enderezaba y recuperaba el aliento. Ver su rostro me hizo temblar, pero no era el rostro que tanto había buscado en mis recuerdos. Sus cabellos se habían vuelto blancos, con mechas gris acero, y la piel de sus delgadas mejillas se había agrietado. El sudor brillaba en su frente. Se dio cuenta de mi presencia y me miró.

Hubiera querido girar la vista a otro lado, dar media vuelta y regresar por donde había venido, pero no podía… no después de haber ido tan lejos. Simplemente preguntaría el camino, haciendo ver que me había perdido en un barrio que no conocía. Ya tenía bastante con haberla visto. Pero todo lo que hice fue quedarme allá, esperando a que ella diera el primer paso. Y todo lo que hizo ella fue quedarse allá, mirándome.

—¿Necesita alguna cosa? —su voz, ronca, despertó un claro eco en los corredores de mi memoria.

Abrí la boca, pero nada surgió de ella. Mis labios se movían, me daba cuenta de ello, y luchaban por emitir algún sonido, por hablarle, porque en aquel momento vi una luz de reconocimiento en sus ojos. No era así como quería que me viese. No allí de pie ante ella, con aire estúpido, incapaz de hacerme entender. Pero mi lengua continuaba enredándose como en un enorme nudo, y tenía la boca seca.

Finalmente, surgió un sonido. No el que hubiera querido (había planeado decir algunas palabras tranquilizadoras y animosas a fin de dominar la situación y borrar todo el doloroso pasado), sino que todo lo que surgió de mi reseca garganta fue:

—Maaa…

Con todo lo que había aprendido, todas las lenguas que sabía, todo lo que hubiera podido decirle mientras ella estaba allá en la puerta mirándome, y lo único que salió fue:

Maaa —como un corderillo recién nacido con los sedientos labios pegados a la ubre.

Se secó la frente con el brazo y frunció el ceño, como si no pudiera ver claramente. Pasé la verja y avancé hacia los peldaños que conducían a la entrada. Retrocedió.

No supe en un primer momento si me había reconocido o no, pero entonces exclamó:

¡Charlie!… —y no lo gritó, ni siquiera lo murmuró. Simplemente lo dijo, con voz sofocada, como alguien que sale de un sueño.

—Mamá… —jadeé, subiendo los peldaños—. Soy yo…

Mi movimiento la sobresaltó y retrocedió, volcando el cubo de agua jabonosa, y la sucia espuma goteó por los peldaños.

—¿Qué haces aquí?

—Solo quería verte… hablarte…

A causa de mi lengua aún trabada, mi voz surgía diferente de mi garganta, con un tono espeso, como sin duda había hablado en otro tiempo.

—No te vayas —imploré—. No huyas de mí.

Pero había entrado en la casa y cerrado la puerta con llave. Un instante después la vi mirándome con aire aterrorizado tras el fino visillo blanco del cristal de la puerta. Sin que yo pudiera oírla, sus labios articulaban:

—¡Vete! ¡Déjame tranquila!

¿Por qué? ¿Quién se creía que era para renegar así de mí? ¿Con qué derecho me daba la espalda?

—¡Déjame entrar! ¡Quiero hablar contigo! ¡Déjame entrar! —golpeé tan fuerte contra el cristal de la puerta que se rompió, y un trozo se me clavó en la mano. Ella debió creer que me había vuelto loco y que había venido para hacerle daño. Se apartó de la puerta y huyó por el vestíbulo que conducía al apartamento.

Empujé de nuevo. El pestillo cedió y, no esperando que se abriera así de repente, perdí el equilibrio y caí en medio del vestíbulo. Mi mano sangraba por la herida causada por el cristal que había roto y, no sabiendo otra cosa que hacer, me la metí en el bolsillo para impedir que la sangre ensuciase el suelo recién fregado.

Avancé, pasando la escalera que tan a menudo había visto en mis pesadillas. Tantas veces había sido perseguido a lo largo de aquella estrecha escalera por demonios que me agarraban por las piernas y me arrastraban al sótano, mientras yo intentaba gritar sin poder hacerlo, sintiendo que la lengua se me trababa y me obstruía la garganta. Como los chicos mudos de Warren.

La gente que vivía en el segundo piso —nuestros caseros, los Meyer— siempre habían sido amables conmigo. Me daban bombones y me dejaban ir a sentarme a su cocina y jugar con su perro. Hubiera querido verlos, pero sin que nadie me lo hubiera dicho sabía que se habían ido de allí y habían muerto, y otra gente vivía ahora arriba. Aquel camino me estaba vedado para siempre. Al final del vestíbulo estaba la puerta por la cual Rose había huido y tras la que se había encerrado, y por un momento me quedé allá, indeciso.

—Abre la puerta.

Me respondió un agudo lloriqueo de perrito, tomándome por sorpresa.

—Vamos —dije—. No tengo intención de hacerte daño ni nada parecido, pero he venido de muy lejos y no me iré sin hablar contigo. Si no abres la puerta, voy a echarla abajo.

—Chissst, Nappie… —la oí decir—. Aquí, vete a la habitación. —Un momento después sonó el click de la cerradura, la puerta se abrió, y estuvo delante mío, mirándome fijamente.

—Mamá —murmuré—. No voy a hacerte nada, sólo quiero hablar contigo. Quiero que comprendas que ya no soy el mismo. He cambiado. Ahora soy normal. ¿No lo entiendes? Ya no soy un retrasado. Ya no soy un idiota. Soy como todo el mundo. Soy normal, como tú, como Matt, como Norma.

Proseguí hablando, pronunciando palabras que impidieran que ella cerrara la puerta. Intenté explicarle todo de golpe.

—Me han transformado, me han hecho una operación y me han vuelto distinto, como siempre quisiste que fuera. ¿No lo has leído en los periódicos? Un nuevo experimento científico que transforma las facultades de la inteligencia, y yo soy el primero en quien lo han ensayado. ¿No puedes entenderlo? ¿Por qué me miras así? Ahora soy inteligente, más inteligente que Norma o tío Herman o Matt. Poseo conocimientos que ni siquiera los catedráticos universitarios tienen. ¡Háblame! Ahora puedes estar orgullosa de mí y decírselo a los vecinos. Ya no tienes que ocultarme en el sótano cuando vengan visitas. Sólo dime algo. Cuéntame cómo eran las cosas cuando yo era niño, es todo lo que te pido. No te haré daño. No te odio. Pero tengo que saberlo todo sobre mí, para comprenderme a mí mismo antes de que sea demasiado tarde. Entiéndelo, no puedo ser una persona completa si no puedo comprenderme, y tú eres la única en el mundo que puede ayudarme ahora. Déjame entrar y sentarme sólo un momento.

Era mi manera de hablar y no lo que decía lo que la hipnotizaba. Permanecía allá en el umbral, mirándome fijamente. Sin darme cuenta, saqué de mi bolsillo mi mano cubierta de sangre y la agité en mi súplica. Cuando la vio, su expresión se ablandó.

—Te has hecho daño… —No era que lo sintiera por mí. Hubiera hecho lo mismo por un perro que se hubiera herido una pata o un gato arañado en una pelea. No era porque yo fuera Charlie, sino a pesar de serlo—. Entra y lávate. Tengo vendas y tintura de yodo.

La seguía hasta el desportillado fregadero con el escurridor ondulado donde tantas veces me había lavado la cara y las manos cuando volvía del patio de atrás o cuando iba a la mesa o a la cama. Me miró mientras me subía las mangas.

—No tenías que haber roto el cristal. El propietario se pondrá furioso, y no tengo con qué pagarle.

Después, impacientándose al verme en apuros con una sola mano, me cogió el jabón y me lavó la herida. Al hacerlo, se concentró de tal modo que permanecí silencioso, temiendo romper el encanto. Ocasionalmente, hacía chasquear su lengua o suspiraba: «Charlie, Charlie, nunca prestas atención. ¿Cuándo aprenderás a ser cuidadoso?». Había vuelto veinticinco años atrás, cuando yo era su pequeño Charlie y ella estaba dispuesta a batirse con quien fuera para que tuviera mi lugar en el mundo.

Cuando la sangre estuvo lavada y hubo secado mis manos con toallitas de papel, levantó los ojos a mi rostro y sus ojos se abrieron asustados.

—Oh, Dios mío —murmuró, echándose atrás.

Empecé a hablar de nuevo, suavemente, con tono persuasivo, para convencerla de que todo iba bien y de que no pensaba hacerle ningún daño. Pero, mientras le hablaba, podía darme cuenta de que su mente iba a la deriva. Miró vagamente a su alrededor, llevó su mano a la boca y gimió, levantando de nuevo su mirada hacia mí.

—La casa está tan desordenada —dijo—. No esperaba visitas. Mira esas baldosas, y esas maderas.

—Todo está bien, mamá. No te preocupes por eso.

—Tengo que encerar de nuevo el suelo. Tendría que brillar. —Vio unas huellas de dedos y, tomando un trapo, las hizo desaparecer. Cuando levantó los ojos y vio que la observaba frunció el ceño—. ¿Ha venido usted por lo de la factura de la luz?

Antes de que yo pudiera decir que no, agitó su dedo como para reñirme.

—Enviaré un cheque a primeros de mes, pero mi marido está de viaje de negocios. Ya les he dicho que no se preocupen por el dinero, mi hija recibirá la paga esta semana y podremos liquidar todas las facturas. No tienen que preocuparse por el dinero.

—¿Es hija única? ¿No tiene usted otros hijos?

Se sobresaltó, luego sus ojos miraron a lo lejos.

—Tenía también un chico. Tan brillante que todas las otras madres estaban celosas. Y le echaron un mal de ojo. Ahora le llaman el C. I., pero era el mal C. I. Hubiera sido un gran hombre de no ser por eso. Era realmente muy brillante… excepcional, decían. Hubiera podido ser un genio…

Tomó un cepillo de limpieza.

—Ahora perdone. Tengo que hacer la casa. Mi hija ha invitado a un joven a cenar y quiero que todo esté limpio. —Se puso de rodillas y comenzó a sacarle brillo al ya reluciente suelo. No volvió a mirarme.

Murmuraba para sí misma, y me senté junto a la mesa de la cocina. Esperaba a que se recuperara, a que me reconociera y comprendiera quién era. No podía irme antes de que supiera que era su Charlie. Era preciso que alguien comprendiera.

Se había puesto a canturrear tristemente, pero se detuvo, con el cepillo a mitad de camino entre el bote de cera y el suelo, como si notara de pronto una presencia tras ella.

Se volvió, con el rostro serio y los ojos brillantes, y levantó la cabeza.

—¿Cómo lo has conseguido? No lo entiendo. Todos me dijeron que no podrían cambiarte nunca.

—Me operaron, y eso me ha cambiado. Ahora soy célebre. Se ha hablado de mí en todo el mundo. Ahora soy inteligente, mamá. Puedo leer, y escribir, y puedo…

—Gracias, Dios mío —murmuró—. Mis plegarias… durante todos estos años creyendo que no eran escuchadas, y sí eran escuchadas. Esperaba Su hora para manifestar Su voluntad.

Se limpió el rostro con el delantal y, cuando la rodeé con mis brazos, lloró abundantemente en mi hombro. Y todas las penalidades habían desaparecido, y me sentía feliz por haber venido.

—Tengo que decírselo a todo mundo —dijo con una sonrisa—, a todas esas maestras de escuela. Oh, espera a ver sus caras cuando se lo diga. Y los vecinos. Y tío Herman… tengo que decírselo a tío Herman. Estará tan contento. ¡Y espera a que papá vuelva a casa, y Norma! Oh, se sentirá tan feliz de verte. No tienes idea.

Me apretaba entre sus brazos, animándose mientras hablaba, haciendo proyectos para la nueva vida que viviríamos juntos. No tenía valor para recordarle que casi todas las maestras de mi infancia se habían ido de aquella escuela, que los vecinos se habían cambiado hacía tiempo, que tío Herman hacía años que había muerto, que mi padre la había abandonado. La pesadilla de todo aquel pasado ya había sido suficientemente dolorosa. Quería verla sonreír y saber que había sido yo quien la había hecho feliz. Por primera vez en mi vida había traído una sonrisa a sus labios.

Después, al cabo de un momento, hizo una pausa pensativa, como si recordara algo. Me di cuenta de que su mente iba a divagar.

—¡No! —exclamé, haciéndola volver a la realidad con un sobresalto—. ¡Espera, mamá! Eso no es todo lo que quiero decirte antes de irme.

—¿Irte? No puedes irte ahora.

—Tengo que irme, mamá. Hay cosas que tengo que hacer. Pero te escribiré y te enviaré dinero.

—¿Pero cuando volverás?

—No lo sé… aún. Pero antes de irme quiero darte esto.

—¿Una revista?

—No es eso exactamente. Es un informe científico que he escrito. Muy técnico. Mira, lo he titulado: El Efecto Algernon-Gordon. Es un descubrimiento que he hecho y que lleva en parte mi nombre. Quiero que guardes este ejemplar de mi informe de modo que puedas mostrarle a la gente que tu hijo ha sido al final algo muy distinto que un simple de espíritu.

Miró el informe y sacudió la cabeza.

—Es… es tu nombre. Sabía que esto ocurriría. Siempre dije que ocurriría algún día. Intenté todo lo que pude. Tú eras demasiado joven para acordarte de ello, pero lo intenté todo. Les dije a todos que irías al colegio y que serías un hombre de respeto en el mundo. Se reían, pero yo se lo dije.

Me sonrió a través de sus lágrimas y, en un momento, su mirada se esfumó. Tomó su trapo y se puso a limpiar el marco de la puerta de la cocina mientras cantaba —más alegremente, me pareció— como en un sueño.

El perro ladró de nuevo. La puerta de entrada se abrió y se cerró.

—Vamos, Nappie, vamos. Soy yo —dijo una voz al perro, que saltaba alegremente golpeando la puerta de la habitación.

Me enfurecí por haber caído en la trampa. No quería ver a Norma. No teníamos nada que decirnos, y no quería que mi visita fuera estropeada. No había puerta trasera. El único medio era saltar por la ventana al patio y pasar por debajo de la cerca. Pero cualquiera que me viera me tomaría por un ladrón.

Cuando oí la llave girar en la cerradura le susurré a mi madre, no sé por qué:

—Norma ha vuelto a casa —le toqué el brazo, pero no me oyó. Estaba demasiado ocupaba canturreando mientras limpiaba.

La puerta se abrió. Norma me vio y frunció el ceño. No me reconoció al primer momento, estaba oscuro y no habíamos dado la luz. Dejó la bolsa de provisiones que llevaba y pulsó el conmutador.

—¿Quién es usted…? —pero, antes de que pudiera responder, se llevó la mano a la boca y se apoyó contra la puerta—. ¡Charlie! —dijo en el mismo tono que mi madre, con voz ahogada. Se parecía a lo que había sido mi madre tiempo atrás, delgada, de rasgos angulosos, bonita como un pajarillo—. ¡Charlie! ¡Dios mío, qué sorpresa! Podrías haber escrito o telefoneado para avisarme. No sé qué decir… —Miró a mi madre, sentada en el suelo, junto al fregadero—. ¿Se encuentra bien? No le habrá afectado o…

—Ha salido un momento de este estado. Hemos hablado un rato.

—Me alegro. Desde hace un tiempo no recuerda muchas cosas. Es su edad, la senilidad. El doctor Portman quiere que la lleve a un asilo, pero no acabo de decidirme. No soporto imaginarla en una de esas casas de viejos. —Abrió la puerta de la habitación para dejar salir al perro. Cuando se puso a saltar y a lanzar grititos de alegría, lo cogió y lo abrazó—. Realmente, no puedo hacerle esto a mi madre —me miró y me sonrió, vacilante—. Bueno, vaya sorpresa. Nunca lo hubiera soñado. Déjame mirarte. No te hubiera reconocido si nos hubiéramos cruzado en la calle. Eres tan distinto —suspiró—. Estoy contenta de verte, Charlie.

—¿Lo estás realmente? Nunca hubiera creído que sintieras deseos de volver a verme.

—¡Oh, Charlie! —tomó mis manos entre las suyas—. No digas esto. Estoy contenta de verte. Te esperaba. No sabía cuándo, pero estaba segura de que volverías. Desde que leí lo de Chicago, cuando te escapaste —retrocedió para verme mejor—. No sabes cuántas veces he pensado en ti y me he preguntado dónde estabas y qué hacías. Hasta que ese profesor vino aquí. ¿Cuánto hace de ello? ¿En marzo pasado? ¿Hace apenas siete meses? No tenía ni idea de que estuvieras aún vivo. Ella me dijo que habías muerto en Warren. Cuando me dijeron que estabas vivo y que te necesitaban para este experimento no sabía qué hacer. El profesor Nemur… ¿es éste su nombre?… no quiso dejarme verte. Temía trastornarte antes de la operación. Pero cuando vi en los periódicos que había sido un éxito y que te habías vuelto un genio… ¡oh, no sabes lo que representó para mí leer esto!

»Se lo conté a todo el mundo en la oficina, y a las otras chicas del club de bridge. Les mostré tu foto en el periódico y les dije que pronto ibas a venir a vernos. Y lo has hecho. Lo has hecho de verdad. No nos has olvidado.

Me abrazó de nuevo.

—Oh, Charlie, Charlie… es tan maravilloso descubrir de pronto que una tiene un hermano mayor. No puedes tener idea. Siéntate, voy a prepararte algo de comer. Tienes que contármelo todo y decirme cuáles son tus proyectos. Yo… no sé qué preguntas hacerte. Debo parecerte ridícula… como una chiquilla que acaba de descubrir que su hermano es un héroe o una estrella de cine o algo así.

Estaba confuso. No había esperado una acogida así por parte de Norma. Nunca se me había ocurrido pensar que todos aquellos años que había pasado sola con mi madre podían haberla cambiado. Y sin embargo era inevitable. Ya no parecía la chiquilla demasiado mimada de mis recuerdos. Había crecido, se había vuelto amable, sensible, afectuosa.

Charlamos. Me producía una extraña sensación el estar sentado junto a mi hermana, hablando con ella de mi madre, que estaba en la habitación, como si no estuviera allí. Cada vez que Norma quería hablar de su vida común se giraba para ver si Rose escuchaba, pero estaba absorbida por su propio universo, como si no comprendiera nuestro lenguaje, como si nada de todo aquello le concerniera. Vagaba por la cocina como un fantasma, recogía los objetos, los guardaba, sin molestarnos para nada. Era horrible.

Miré a Norma mientras daba de comer al perro.

—Al final lo has conseguido. Nappie es un diminutivo de Napoleón, ¿no?

Se enderezó y frunció el ceño.

—¿Cómo lo sabes?

Le expliqué mis recuerdos: aquella vez que trajo su examen a casa esperando conseguir el perro, y cómo Matt se había opuesto. Mientras se lo contaba se formaron arrugas en su frente.

—No recuerdo nada de esto. Oh, Charlie, ¿fui tan mala contigo?

—Hay un recuerdo que excita mi curiosidad. No estoy seguro de que sea un recuerdo o un sueño, o si simplemente lo he imaginado. Fue la última vez que jugamos juntos como amigos. Estábamos en el sótano y jugábamos a ser chinos, cada uno con una pantalla en la cabeza, y saltábamos sobre un viejo colchón. Tú tenías siete u ocho años, creo, y yo alrededor de trece. Y, al menos en mi recuerdo, tú te caíste fuera del colchón y te golpeaste la cabeza contra la pared. No muy fuerte, sólo un golpe, pero papá y mamá llegaron corriendo porque gritabas y les dijiste que yo había querido matarte.

»Mamá reprochó a Matt que no me vigilara, que nos dejara solos, y me pegó con una correa hasta que casi perdí el sentido. ¿Recuerdas esto? ¿Ocurrió así?

Norma me escuchaba, fascinada por la descripción que yo hacía de mis recuerdos, como si aquello despertara en ella imágenes olvidadas.

—Todo es tan vago. ¿Sabes?, creía que todo fue un sueño. Recuerdo las pantallas y el colchón —miró a lo lejos por la ventana—. Te detestaba porque siempre se ocupaban de ti. Nunca te pegaban por no hacer bien tus deberes o por no haber traído buenas notas a casa. A menudo ni siquiera ibas a la escuela y te quedabas jugando en la calle; yo, en cambio, tenía que aprender cosas difíciles. Oh, cómo te odiaba. En la escuela mis compañeros dibujaban en la pizarra a un chico con un gorro de asno y escribían debajo: El hermano de Norma. Y también escribían cosas en la calle y en el patio: La hermana del idiota, y La familia de Gordon el imbécil. Cuando, un día, no fui invitada a la fiesta de cumpleaños de Emily Raskin, supe que era por tu causa. Y, cuando jugamos en el sótano con las pantallas en la cabeza, tenía que vengarme. —Se echó a llorar—. Así que mentí y dije que me habías hecho daño. Oh, Charlie, que tonta era… que estúpida y malcriada. Siento tanta vergüenza…

—No te lo reproches. Tuvo que ser duro enfrentarte con los otros chicos. Para mí, esta cocina era mi universo, junto con la habitación de al lado. El resto no contaba mientras aquí estuviera seguro. Tú tenías que enfrentarte al mundo exterior.

—¿Pero por qué te enviaron fuera, Charlie? ¿Por qué no podías quedarte aquí y vivir con nosotros? Siempre me lo he preguntado. Cada vez que he querido saberlo, ella me ha respondido siempre que era por tu propio bien.

—Y en cierto modo tenía razón.

Sacudió la cabeza.

—Te envió fuera por mi causa, ¿no? Oh, Charlie, ¿por qué pasó todo esto? ¿Por qué nos pasó a nosotros?

No sabía qué responderle. Hubiera querido poder decirle que, como la dinastía de Atreo o Cadmo, pagábamos por los pecados de nuestros antepasados, cumpliendo un antiguo oráculo griego. Pero no tenía explicación ni para ella ni para mí.

—Todo esto pertenece al pasado —dije—. Estoy contento de haberte encontrado de nuevo. Ahora todo es más fácil.

Me cogió repentinamente por el brazo.

—Charlie, no sabes lo que he tenido que pasar durante todos estos años con ella. Este apartamento, esta calle, mi trabajo. Ha sido una pesadilla, volver cada noche a casa preguntándome si ella estaría aún aquí, si no se habría hecho daño, y sintiéndome culpable por tales pensamientos.

Me levanté y dejé que pusiera su cabeza en mi hombro, y lloró.

—Oh, Charlie, estoy tan contenta de que hayas vuelto. Necesitamos a alguien aquí. Estoy tan cansada…

Había estado soñando en un momento como aquél, pero ahora que lo vivía, ¿a qué me conducía? No podía decirles lo que me esperaba. Y sin embargo, ¿podía aceptar su afecto bajo este engaño? ¿Para qué hacerme ilusiones? Si hubiera sido aún el viejo Charlie débil de espíritu, una carga, no me hubiera hablado del mismo modo. ¿A qué tenía derecho ahora? La máscara me sería arrancada muy pronto.

—No llores, Norma. Todo irá bien —me oí a mí mismo pronunciar palabras tranquilizadoras—. Intentaré ocuparme de vosotras, tengo algunos ahorros y con lo que me paga la Fundación podré enviaros algo de dinero con regularidad… al menos durante algún tiempo.

—¡Pero tú no te irás! Vas a quedarte aquí, con nosotras…

—Tengo que hacer algunos viajes, investigaciones, unas conferencias, pero intentaré volver a veros de nuevo. Cuida bien de ella. Ha sufrido mucho. Te ayudaré tanto como pueda.

—¡Charlie, no te vayas! —se aferraba a mí—. ¡Tengo miedo!

El papel que siempre me había gustado hacer, el de hermano mayor.

En aquel momento sentí que Rose, que se había sentado tranquilamente en un rincón, nos miraba fijamente. Su rostro había cambiado. Tenía los ojos muy abiertos y estaba inclinada hacia adelante en su silla. Me hizo pensar en un halcón listo para lanzarse sobre su presa.

Me aparté de Norma pero, antes de que pudiera decir nada, Rose estaba de pie. Había tomado el cuchillo de la cocina de sobre la mesa y lo apuntaba hacia mí.

—¿Qué estás haciendo? ¡Déjala! ¡Ya te he dicho lo que te haría si te atrevías a tocar a tu hermana! ¡Sucio bastardo! ¡No eres digno de permanecer con la gente normal!

Retrocedimos los dos y, no sé por qué insensata razón, me sentía culpable, como si me hubieran descubierto haciendo algo condenable, y sabía que Norma experimentaba el mismo sentimiento. Era como si la acusación de mi madre fuera cierta y nos hubiera descubierto haciendo algo indecente.

Norma gritó:

—¡Mamá! ¡Deja ese cuchillo!

Ver así a Rose con su cuchillo trajo a mi mente la imagen de la noche en que obligó a Matt a sacarme de casa. Ahora la estaba reviviendo. Yo no podía ni hablar ni moverme. Me estaba invadiendo la náusea, la sensación de ahogo, el zumbido en mis oídos, el estómago retorcido por los espasmos como si quisiera salirse de mi cuerpo.

Tenía un cuchillo, Alice tenía un cuchillo, mi padre tenía un cuchillo y el doctor Strauss tenía un cuchillo… Afortunadamente, Norma tuvo la presencia de ánimo de quitárselo de las manos, pero no pudo borrar el temor que reflejaban los ojos de Rose mientras gritaba:

—¡Hazle salir de aquí! ¡No tiene derecho a mirar a su hermana pensando esas suciedades!

Rose, después de su grito, se derrumbó en su silla, llorando.

No sabía qué decir, y Norma tampoco. Los dos nos sentíamos violentos. Ahora sabía por qué me habían enviado fuera.

Me preguntaba si alguna vez había hecho lo que fuera que hubiera justificado los temores de mi madre. No recordaba nada de ello, pero ¿cómo podía estar seguro de que no había horribles pensamientos reprimidos tras las barreras de mi atormentada consciencia? En los corredores emparedados, más allá de los muros que mi mirada no alcanzaría jamás. Quizá lo ignoraba por siempre. Sea cual sea la verdad, no puedo reprocharle a Rose el haber protegido a Norma, tengo que comprender el modo cómo veía las cosas. Ya que, si no se lo perdono, ya no tendré nada.

Norma temblaba.

—No te preocupes —dije—, no sabe lo que hace. No era contra mí contra quien estaba furiosa. Era contra el viejo Charlie. Tenía miedo de lo que él pudiera hacerte. No puedo reprocharle el haber querido protegerte. Pero no tenemos que pensar más en esto, ya que ha desaparecido para siempre, ¿no?

No me escuchaba. Su rostro había adquirido un aire ausente.

—Acabo de experimentar una de esas extrañas sensaciones que uno tiene por un momento, cuando se produce un acontecimiento y se tiene la sensación de que se sabe que va a venir, como si ya hubiera ocurrido, exactamente del mismo modo, y se le viera pasar de nuevo…

—Es una impresión muy frecuente.

Sacudió la cabeza.

—Por un momento, cuando la he visto con ese cuchillo, ha sido como un sueño que hubiera tenido yo hace mucho tiempo.

Para qué decirle que, siendo niña, seguramente había sido despertada aquella noche por los gritos y había visto toda la escena desde su habitación… arrinconándola en su memoria y deformándola hasta adquirir la consistencia de una ilusión extravagante. No había razón para abrumarla con la verdad. Tendría bastante pena en el futuro con mi madre. Me hubiera gustado poder librarla de ese peso y ese dolor, pero no tenía sentido empezar algo que no podría acabar. Tendría que vivir soportando mi propio peso. No había ningún medio de detener la arena de lo que sabía de mi futuro en el arenal de mi mente.

—Ahora tengo que irme. Cuida bien de ti y de ella —dije, apretándole las manos. Napoleón lloriqueó tras de mí cuando me fui.

Me contuve tanto como pude, pero cuando llegué a la calle ya no me fue posible. Es difícil escribirlo, pero la gente se giraba hacia mí mientras volvía al coche, llorando como un niño. Ya no podía contenerme, y no me importaba.

Mientras andaba, los ridículos versos resonaban en múltiples ecos en mi cabeza, al ritmo de un zumbido:

Tres ratones ciegos… tres ratones ciegos.

¡Mirad cómo corren! ¡Mirad cómo corren!

Corren tras la mujer del granjero,

que les corta la cola con su gran cuchillo.

¿Habéis visto nunca algo así en vuestra vida?

¿algo como tres… ratones… ciegos?

Intenté no oírlos pero fue en vano, y cuando me giré hacia la casa vi el rostro de un chico que me miraba, con la mejilla apretada contra el recuadro de la ventana.