15 de junio. Nuestra fuga apareció en los periódicos de ayer, y la prensa sensacionalista aprovechó la noticia. En la segunda página del Daily Press aparecía una antigua fotografía mía y el dibujo de un ratón blanco. El titulo decía: El idiota genial y la rata se enfadan. Nemur y Strauss eran citados y, según ellos, yo estaba en un estado de tensión terrible y volvería sin duda muy pronto. Ofrecían una recompensa de quinientos dólares por Algernon, no dudando que estábamos juntos.
Cuando pasé a la página cinco, donde continuaba la historia, me quedé aturdido al encontrar una foto de mi madre y mi hermana. El periodista había hecho bien su trabajo.
Su hermana no sabe dónde puede estar el idiota genial.
(exclusiva para el Daily Press)
Brooklyn, N. Y., 14 de junio. La señorita Norma Gordon, que vive con su madre, la señora Rose Gordon, en el número 4136 de Marks Street, Brooklyn, N. Y., ha declarado no tener la menor noticia del lugar donde pueda encontrarse su hermano. La señorita Gordon ha añadido: «No lo hemos visto y no hemos tenido noticias suyas desde hace más de diecisiete años».
La señorita Gordon dice que había creído que su hermano estaba muerto hasta el marzo pasado, cuando el director del departamento de psicología de la Universidad Beekman entró en contacto con ella para obtener autorización a fin de utilizar a Charlie para un experimento.
«Mi madre me dijo que lo había enviado al Asilo Warren» (Asilo-Escuela del Estado Warren, en Warren, Long Island), dijo la señorita Gordon, «y que murió pocos años después. No tenía la menor idea de que aún estuviera vivo».
La señorita Gordon pide a cualquier persona que posea alguna información sobre el lugar donde se encuentra su hermano se ponga en contacto con la familia en la dirección indicada.
El padre, Matthew Gordon, que no vive con su mujer y su hija, posee actualmente una peluquería en el Bronx.
Permanecí un momento con los ojos fijos en aquellas noticias. Después miré de nuevo la foto. ¿Cómo podría describirlas?
No puedo decir que recuerdo el rostro de Rose. Aunque esta foto reciente sea muy clara, yo la veo aún a través de la neblina de la infancia. La conocía y no la conocía. Si la hubiera encontrado en la calle no la hubiera reconocido, pero ahora, sabiendo que es mi madre, puedo distinguir los más pequeños detalles, ¡sí!
Delgada, de rasgos angulosos. La nariz y el mentón puntiagudos. Y casi puedo oír su charla y sus grititos de pájaro. Sus cabellos recogidos en un austero moño. Traspasándome con sus ojos negros. Quisiera que me tomara en sus brazos y me dijera que soy un buen chico, y al mismo tiempo querría apartarme para evitar una bofetada. Su retrato hace que me estremezca.
Y Norma… también de rostro delgado. Los rasgos menos angulosos, bonita, pero pareciéndose mucho a su madre. Sus cabellos caídos sobre sus hombros suavizan sus rasgos. Ambas se hallan sentadas en el sofá de la sala de estar.
Es el rostro de Rose el que hace resurgir esos horribles recuerdos. Era para mí dos personas a la vez, y nunca he hallado el medio de saber cuál de las dos iba a ser. Quizá para otros lo revelara con un gesto de la mano, una ceja levantada, una arruga en la frente —mi hermana conocía esos signos de tormenta y estaba siempre fuera de su alcance cuando mi madre estallaba—, pero a mí me tomaba siempre por sorpresa. Iba hacia ella para encontrar consuelo, y su cólera caía sobre mí.
Y otras veces era la ternura y un abrazo cálido como un baño, y sus manos que me acariciaban los cabellos y la frente, y esas palabras grabadas en la cúspide de la catedral de mi infancia:
Es como todos los demás niños.
Es un buen chico.
Vuelvo a vernos, más allá de la foto que se difumina, a mi padre y a mí, inclinados sobre una cuna. Él me coge por la mano y me dice:
—Aquí está. No debes tocarla porque es muy pequeña, pero cuando sea mayor tendrás una hermanita para jugar contigo.
Veo a mi madre en la gran cama cercana, el rostro pálido y terroso, los brazos apoyados blandamente sobre el cubrecama de flores estampadas, que levanta ansiosamente la cabeza:
—Despiértala Matt…
Era antes de que hubiera cambiado con respecto a mí, y ahora me doy cuenta de que era porque no tenía ningún medio de saber si Norma sería o no como yo. Fue más tarde, cuando estuvo segura de que sus plegarias habían sido oídas y de que Norma mostraba todos los indicios de una inteligencia normal, que la voz de mi madre comenzó a adquirir otro tono distinto. No sólo su voz sino también sus gestos, su actitud, todo cambió. Como si sus polos magnéticos se hubieran invertido y rechazaran ahora lo que antes habían atraído. Hoy veo que, a medida que Norma iba creciendo en el jardín familiar, yo me convertía en una mala hierba que sólo se deja subsistir allí donde no es vista, en los rincones y en los lugares oscuros.
Al ver su rostro en el periódico, he empezado de pronto a odiarla. Hubiera sido mejor que no hubiera hecho tanto caso a los médicos y a las maestras y a tantos otros que se habían apresurado a convencerla de que yo era un idiota, desviándola de mí de tal modo que me mostraba menos amor cuando en realidad era esto lo que más necesitaba.
¿Para qué serviría que yo la viera ahora? ¿Qué podría ver en mí? Y sin embargo, siento curiosidad. ¿Cómo reaccionaría?
¿Volver a verla y regresar hacia atrás para saber quién era yo? ¿U olvidarla? ¿Vale la pena conocer el pasado? ¿Por qué es tan importante para mí decirle: «Mamá, mírame. Ya no soy un retrasado. Soy normal. Más que normal. ¡Soy un genio!»?
Pero, incluso mientras intento arrojarla de mi mente, los recuerdos continúan fluyendo del pasado y contaminando el presente. Otro recuerdo… cuando yo era ya mucho mayor.
Una disputa.
Charlie está acostado en su cama, con las mantas apretadas en torno a él. La habitación está oscura, salvo la línea de luz que entra por la puerta entreabierta y que penetra en la oscuridad como para unir dos mundos.
Y oye voces: no las comprende, pero las siente porque su tono indica que se refieren a él. Cada día, cada vez más, asocia ese tono con una irritación que se refiere a él.
Está casi dormido cuando, en el fragmento de luz, las sordas voces se han elevado hasta un tono de disputa… la voz de su madre, con aquel acre acento de alguien que tiene la costumbre de obtener lo que quiere a través de la histeria.
—Tenemos que enviarlo a algún lado. No lo quiero más en esta casa, con ella. Llama al doctor Portman y dile que queremos enviar a Charlie al Asilo Warren.
La voz de su padre es firme, sensata.
—Pero tú sabes bien que Charlie no le hará ningún daño. Esto no puede tener ninguna importancia a esta edad.
—¿Y cómo lo sabemos? Ser educado al lado de… de alguien como él, en la casa, puede tener efectos perniciosos.
—El doctor Portman dice…
—¡Portman dice! ¡Portman dice! ¡No me importa lo que dice! Piensa en lo que representará para ella el tener un hermano así. Me he equivocado creyendo durante tanto tiempo que podría ser como los otros niños cuando creciera. Ahora lo confieso. Y será mejor para él que lo metamos en un asilo.
—Ahora que ya tienes a tu hija, has decidido que ya no lo quieres más.
—¿Crees que esto no me importa? ¿Por qué me haces las cosas aún más difíciles? Durante años todo el mundo me ha dicho que tendríamos que llevarlo a un asilo. Quizá allí, con todos los que son como él, se encontrará mejor. Ya no sé lo que está bien ni mal. Lo único que sé es que, ahora, no tengo intención de sacrificar a mi hija por él.
Aunque Charlie no comprenda lo que está pasando entre ellos, está asustado y se hunde bajo sus mantas, con los ojos muy abiertos, intentando taladrar las tinieblas que lo rodean.
Tal como lo veo ahora no está realmente asustado, sino que se repliega en sí mismo, como un pájaro o una ardilla que retrocede ante un gesto brusco de quien le está dando de comer… involuntariamente, instintivamente. La luz que entra por aquella puerta entreabierta me envía una visión muy nítida. Viendo a Charlie hundido entre sus mantas, quisiera poder reconfortarlo, explicarle que no ha hecho nada malo, que está fuera de su alcance el hacer volver a su madre a la actitud que tenía para con él antes de que naciera su hermana. Allí, en su cama, Charlie no comprendía lo que decían, pero ahora esto hace daño. Si pudiera actuar en el pasado de mis recuerdos, le haría ver a ella cuánto me hacía sufrir.
Aún no es el momento de ir a verla. No antes de que tenga tiempo de reflexionar acerca de hacia dónde me va a conducir todo esto.
Afortunadamente, tomé la precaución de retirar mis ahorros del banco apenas llegué a Nueva York. Ochocientos ochenta y seis dólares no van a durar mucho, pero tendré tiempo para pensar algo.
Me he instalado en el Camden Hotel, en la Calle 41, en un bloque de Times Square. ¡Nueva York! ¡Todo lo que he leído sobre esta ciudad! Gotham… encrucijada de ratas… Bagdad-sobre-el-Hudson. La ciudad de las luces y los colores. Es increíble que haya vivido y trabajado toda mi vida a tan sólo algunas estaciones de metro de allí y que sólo una vez haya venido a Times Square… con Alice.
Me cuesta contenerme y no llamarla por teléfono. Varias veces he comenzado a marcar su número y he colgado después. Debo mantenerme alejado de ella.
Hay tantos embrollados pensamientos que debo poner en claro. Me digo que, mientras continúe grabando mis Informes de Progresos en el magnetófono no se habrá perdido nada: el dossier estará completo. Que los demás se queden en la sombra por el momento; yo he estado en la sombra durante más de treinta años. Pero ahora estoy cansado. No he podido dormir en el avión y no puedo mantener los ojos abiertos. Mañana seguiré.
16 de junio. He llamado a Alice, pero he colgado antes de que respondiera. Hoy he encontrado un apartamento amueblado. Noventa y cinco dólares mensuales es más de lo que pensaba gastar, pero está en la esquina de la Calle 43 con la Décima Avenida, y puedo ir en diez minutos a la biblioteca a proseguir mis lecturas y mis estudios. El apartamento está en el cuarto piso y comprende cuatro habitaciones; una de ellas con un piano de alquiler. La propietaria dice que un día de ésos la casa que lo ha alquilado vendrá a buscarlo. Pero de aquí a entonces quizá pueda aprender a tocarlo.
Algernon es un compañero agradable. En las comidas, ocupa su lugar en la mesita plegable. Le gustan las rosquillas, y hoy ha bebido un poco de cerveza mientras veíamos un partido de béisbol en la televisión. Creo que era partidario de los Yankees.
Voy a quitar la casi totalidad de los muebles de la segunda habitación y utilizarla para Algernon. Tengo el proyecto de construirle un laberinto en tres dimensiones con piezas de plástico que puedo comprar baratas en el centro. Hay algunas variaciones complejas del laberinto que me gustaría enseñarle para asegurarme de que sigue estando en forma. Pero voy a ver si puedo hallarle otra motivación que no sea la comida. Debe haber otras recompensas que lo inciten a resolver los problemas.
La soledad me da ocasión de leer y de reflexionar y, ahora, los recuerdos vuelven de nuevo… para redescubrir mi pasado, para saber quién soy realmente. Si las cosas deben ir mal, al menos me quedará esto.
19 de junio. He conocido a Fay Lillman, mi vecina de rellano. Volvía del colmado cargado de compras cuando descubrí que me había dejado la llave dentro. Recordé que la escalera de incendios enlazaba mi apartamento con el vecino.
La radio aullaba, así que llamé a la puerta de al lado, primero suavemente, después más fuerte.
—¡Entre! ¡La puerta está abierta!
Empujé la puerta y me quedé inmóvil en el umbral: de pie ante un caballete, pintando, había una esbelta rubia sin otra cosa encima que un sujetador y unas braguitas rosa.
—¡Perdón! —jadeé, cortada la respiración. Cerré la puerta, y luego grité desde fuera—: Soy su vecino de al lado. Me he quedado encerrado fuera y desearía utilizar la escalera de incendios para entrar en mi casa por la ventana.
La puerta se abrió y ella se me quedó mirando, vestida tan sucintamente como antes, con un pincel en cada mano y éstas en las caderas.
—¿No ha oído que le he dicho que entrara? —me hizo pasar apartando una caja de cartón llena de basura—: Cuidado con esa pila de trastos.
Imaginé que había olvidado —o no se había dado cuenta— que iba medio desnuda y no sabía dónde mirar. Me esforcé en poner mis ojos en todos lados, en las paredes, en el techo, no importaba dónde, menos hacia ella.
La habitación estaba indescriptiblemente desordenada. Con docenas de mesillas plegables, todas cubiertas de tubos de pintura retorcidos, la mayoría de los cuales se parecían a serpientes disecadas, con su costra de pintura seca, pero algunos todavía vivos, babeando tiras de color. Tubos, pinceles, lápices, gomas, trozos de cuadros y telas estaban esparcidos un poco por todos lados. Un olor denso a pintura, a aceite de linaza y a trementina flotaba en la habitación, mezclado al cabo de un momento con un ligero perfume a cerveza pasada. Tres enormes sillones repletos y un sofá verde, miserable, desaparecían bajo pilas de vestidos revueltos, y por el suelo se arrastraban zapatos, medias y ropa interior, como si ella tuviera la costumbre de desnudarse andando y fuera arrojando sus cosas al paso. Todo estaba recubierto por una delgada capa de polvo.
—Así que usted es el señor Gordon —dijo, mirándome—. Tenía unos deseos locos de echarle una ojeada desde que alquiló el apartamento. Vamos, siéntese. —Tomó un montón de vestidos de uno de los sillones y lo dejó caer sobre el atestado sofá—. Así que al fin se ha decidido a hacer una visita a sus vecinos. ¿Le traigo algo de beber?
—Así que usted pinta —balbuceé, sin saber qué decir. Estaba completamente aturdido por la idea de que, de un momento a otro, ella se daría cuenta de que estaba medio desnuda, lanzaría un grito y se precipitaría a su habitación. Intentaba mirar a cualquier cosa menos a ella.
—¿Cerveza blanca o negra? No tengo otra cosa aquí, excepto un poco de jerez para cocinar. ¿No querrá un poco de jerez?
—No puedo quedarme —dije recuperándome un poco y fijando mi mirada en una peca en el lado derecho de su mentón—. Me he quedado encerrado fuera de mi apartamento. Quería volver a entrar por la escalera de incendios. Une nuestras ventanas.
—Cuando quiera —dijo ella—. Esas malditas cerraduras de seguridad son absolutamente locas. Yo misma me quedé encerrada fuera tres veces en la primera semana… y una vez tuve que quedarme en el vestíbulo como media hora completamente desnuda. Había salido a coger mi leche, y esa maldita puerta se cerró tras de mí. Hice saltar esa maldita cerradura, y no he vuelto a poner otra.
Yo debía tener una expresión divertida, pues se echó a reír.
—Bien, ya ve para qué sirven esas malditas cerraduras. Lo dejan a uno en la puerta y en cambio no lo protegen mucho, ¿no? Quince robos ha habido en este maldito inmueble, y todos en apartamentos cerrados a cal y canto. Y nadie en cambio ha forzado mi puerta por error, y eso que siempre está abierta. Claro que tendrían mucho trabajo para encontrar aquí algún objeto de valor.
Como insistió una vez más en que bebiera una cerveza con ella, acepté. Mientras iba a buscarla a la cocina, miré de nuevo a mi alrededor. En lo que aún no había reparado era en que la pared a mis espaldas había sido despejada y todos los muebles puestos a un lado de la habitación o en medio, a fin de que esta pared (cuyo rebozado había sido arrancado para dejar ver los ladrillos) sirviera como galería de arte. Había pinturas colgadas hasta el techo, y otras apiladas unas contra las otras en el suelo. Varias eran autorretratos, entre las cuales dos desnudos. El cuadro en el que trabajaba cuando entré, el del caballete, era también un busto desnudo de ella misma, con los cabellos largos. No estaban peinados como los llevaba ahora, enrollados alrededor de la cabeza como una corona, sino que caían sobre sus hombros y una parte de ellos ondulaban entre sus senos. Los había pintado insolentemente firmes y erectos, con los pezones de un increíble color rojo caramelo. Cuando la oí llegar con la cerveza me aparté rápidamente del caballete, no sin tropezar con algunos libros, y fingí interesarme en un pequeño paisaje otoñal colgado de la pared.
Me sentí aliviado al ver que se había echado por encima una gastada bata, y aunque ésta tenía algunos agujeros donde no hubiera debido tenerlos pude mirarla cara a cara por primera vez. No era exactamente bonita, pero sus ojos azules y su naricita respingona le daban un aspecto felino que contrastaba con sus movimientos enérgicos, atléticos. Tendría unos treinta y cinco años, delgada y bien proporcionada. Dejó las latas de cerveza en el suelo de madera y se sentó al lado, apoyada contra el sofá, invitándome a hacer lo mismo.
—Encuentro el suelo más confortable que esos sillones —dijo, bebiendo directamente de la lata—. ¿Y usted?
Le dije que nunca había pensado en ello, y se rió y dijo que era sensato. Tenía deseos de hablar de sí misma. Prefería evitar Greenwich Village, dijo, porque allí, en lugar de pintar, pasaría todo su tiempo en los bares y en los cafés.
—Aquí se está mejor, lejos de los emborronatelas y los aficionados. Aquí puedo hacer lo que quiera y nadie viene a burlarse de lo que hago. Usted no se burlará, ¿verdad?
Me encogí de hombros intentando no ver el polvo que ensuciaba mis pantalones y mis manos.
—Creo que todos nos burlamos de algo. Usted bien se burla de los emborronatelas y los aficionados ¿no?
Al cabo de un momento dije que sería mejor que pasara a mi casa. Apartó una pila de libros de delante de la ventana y yo retiré un montón de periódicos y de bolsas de papel llenas de botellas de cerveza vacías.
—Uno de estos días —suspiró— tendré que llevarlas para que me devuelvan el dinero.
Subí al alféizar de la ventana y pasé a la escalera de incendios. Cuando hube abierto mi ventana volví a buscar mis cosas, pero antes de que pudiera decirle gracias y adiós ella pasó a la escalera y me siguió.
—Vamos a ver su apartamento. Nunca he estado en él. Antes que usted había dos viejecitas, las hermanas Wagner, que ni siquiera me hubieran dado los buenos días.
Se deslizó por la ventana después de mí y se sentó en el alféizar.
—Entre —dije, depositando mis provisiones sobre la mesa—. No tengo cerveza, pero puedo ofrecerle una taza de café.
Pero ella miraba más allá de mí, con los ojos incrédulamente abiertos.
—¡Dios mío! Nunca había visto un lugar tan bien ordenado como éste. ¿Quién podría imaginar que un hombre que vive solo pueda tener su casa tan ordenada?
—No siempre he sido así —me disculpé—. Todo estaba ordenado cuando me instalé aquí, y esto me ha empujado a mantenerlo así. Ahora ha llegado un momento en que el desorden me molesta.
Abandonó la ventana para explorar el apartamento.
—¡Hey! —dijo de pronto—, ¿le gusta bailar? Ya sabe —apartó los brazos y ejecutó un complicado paso mientras tarareaba una melodía sudamericana—. Dígame que baila, y saltaré de alegría.
—Solo el fox-trot —dije—, y no muy bien.
Se encogió de hombros.
—Me gusta con locura bailar, pero nadie que conozca —y que me guste— baila bien. Debo emperifollarme de tanto en tanto e ir a bailar al Stardust Ballroom. La mayoría de los tipos que hay allí son horribles, pero saben bailar.
Suspiró, mirando a su alrededor.
—Le confieso que no me gustan los lugares tan ordenados como éste. Como artista… le diré, me molestan las líneas. Todas esas líneas rectas en las paredes, en el suelo, en los rincones, formando como cajas… como sepulcros. El único medio que tengo de liberarme de esas cajas es beber algunos tragos. Entonces todas las líneas empiezan a ondular y a retorcerse, y para mí ya todo va mucho mejor en el mundo. Cuando todo está bien alineado y dispuesto como aquí me pongo enferma. ¡Uf! Si viviera aquí, necesitaría estar curda todo el tiempo.
De pronto se giró hacia mí.
—Dígame, ¿puede prestarme cinco dólares hasta el 20? Es el día en que llega mi pensión alimenticia. No suelo quedarme nunca sin dinero, pero tuve un problema la semana pasada.
Antes de que yo pudiera responder, lanzó un grito y se lanzó hacia el piano instalado en un ángulo de la habitación.
—Yo sabía tocar el piano. Le he oído tocar algunas veces, y me he dicho: ese tipo es condenadamente bueno. Ahora sé que es por eso por lo que quería conocerlo, incluso antes de haberlo visto. Hace tanto tiempo que no he tocado.
Ya estaba dándole a las teclas, mientras yo iba a la cocina a hacer el café.
—Puede venir a tocar cuando quiera —dije. No sé por qué me sentía de pronto tan amigable, pero toda ella llamaba a la generosidad—. Aún no dejo mi puerta abierta, pero la ventana nunca está cerrada y, si yo no estoy, todo lo que tiene que hacer es pasar por la escalera de escape. ¿Azúcar y crema en su café?
Como no respondía, miré en el salón. Ya no estaba, y mientras iba hacia la ventana oí su voz en la habitación de Algernon.
—¡Hey!, ¿qué es esto? —estaba examinando el laberinto en tres dimensiones que había construido. Lo estudió, y después soltó otro gritito—. ¡Escultura moderna! ¡Todo cajas y líneas rectas!
—Es un laberinto especial —expliqué—. Un dispositivo complejo de enseñanza para Algernon.
Pero ella miraba a su alrededor, muy excitada.
—¡En el Museo de Arte Moderno se volverían locos por esto!
—No es escultura —insistí. Abrí la puerta de la jaula-habitación que estaba conectada al laberinto.
—¡Gran Dios! —resopló ella—. Escultura con un elemento vivo. ¡Charlie, es el hallazgo más formidable desde los móviles hechos con chatarra y latas de conserva!
Intenté explicárselo, pero ella mantenía que el elemento vivo haría historia en la escultura. No fue hasta que vi el destello de malicia en sus alegres ojos que me di cuenta de que me estaba tomando el pelo.
—Incluso podría convertirse en arte reproductor —continuó— una experiencia creativa para el auténtico amante del arte. Se mete otro ratón y, cuando tienen ratoncintos, se guarda uno para perpetuar el elemento vivo. Su obra alcanzará la inmortalidad, y todo el mundo comprará reproducciones como objeto de arte. ¿Cómo piensa llamarla?
—De acuerdo —suspiré—. Renuncio…
—¡No! —gritó, golpeando el domo de plástico bajo el cual Algernon había encontrado ya su camino hasta la llegada—. Renuncio es demasiado cliché. ¿Qué le parece este otro nombre: La vida es un laberinto?
—¿Está usted loca? —dije.
—¡Naturalmente! —giró sobre sí misma e hizo una reverencia—. Me preguntaba cuándo se daría cuenta.
En aquel momento, el café empezó a hervir.
Había bebido la mitad de su taza cuando dio un brinco y declaró que tenía que irse porque llevaba ya media hora de retraso para una cita que tenía con alguien que había encontrado en una exposición de cuadros.
—Necesitaba algo de dinero —dijo.
Hundió su mano en mi cartera entreabierta y extrajo un billete de cinco dólares.
—Sólo hasta la semana próxima, cuando reciba mi cheque. Gracias mil veces —arrugó el billete, envió un beso a Algernon y, antes de que yo pudiera decir una palabra, había pasado por la ventana a la escalera de escape y había desaparecido. Me quedé allí, mirando alelado el lugar por donde se había ido.
Es tan condenadamente atractiva. Tan llena de vida y excitante. Su voz, sus ojos, todo en ella es una incitación. Y no vive más que a algunos pasos, por la ventana y la escalera de incendios.
20 de junio. Quizá debiera esperar antes de ir a ver a Matt, o no ir en absoluto. No lo sé. Nada pasa como yo espero que pase. Sabiendo que Matt había abierto una barbería en el Bronx, no me fue difícil hallarla. Recordaba que había sido representante de una casa de artículos para barberías de Nueva York. Esto me llevó a la Metro Barber Shop Supplies, donde había una cuenta a nombre de Gordon’s Barber Shop en Wentworth Street, en el Bronx.
Matt había hablado a menudo de tener una barbería propia. Tenía horror a trabajar de representante. ¡Cuántas peleas habían tenido entre ellos! Rose gritaba que ser representante era al menos una situación digna, pero que no querría tener nunca a un barbero por marido. Oh, lo que se reiría Margaret Phinney de la «mujer de un barbero». ¿Y Lois Meiner, cuyo marido era experto de seguros en la Alarm Casualty Company? ¡Ni siquiera la mirarían a la cara!
Durante todos los años en que trabajó como representante, tomándose su trabajo cada vez con mayor prevención (sobre todo después de haber visto la versión cinematográfica de Muerte de un viajante), Matt había soñado con ser un día su propio patrón. Eso es lo que debía tener siempre en la cabeza cuando hablaba de hacer economías y me cortaba los cabellos en el sótano. Un excelente corte de pelo, se vanagloriaba, mucho mejor del que me hubieran hecho en cualquier barbería barata del barrio. Cuando abandonó a Rose abandonó también la representación, y yo lo admiraba por eso.
Estaba emocionado ante la idea de verle. Mis recuerdos de él eran cálidos. Matt me había aceptado tal como era. Antes de Norma: tras las discusiones sobre el dinero o el efecto que yo podía causar en los vecinos, sabía afirmar que tenían que dejarme tranquilo en lugar de empujarme a que hiciera lo que hacían los otros niños. Y después de Norma: que tenía derecho a tener una vida propia, incluso si no era como los demás. Siempre me había defendido. Estaba ansioso por ver la expresión de su rostro. Era alguien a quien podía asociar con mi vida anterior.
Wentworth Street estaba en un barrio destartalado del Bronx. Muchas tiendas de la calle tenían el cartel de «Se alquila» a la puerta, y otras estaban cerradas por el día. Pero a poca distancia de la parada del autobús el cono luminoso de una insignia de barbero se erguía como un cucurucho de helado, rojo y blanco.
No había nadie en la tienda salvo el barbero, que leía una revista en el sillón más próximo a la puerta. Cuando levantó los ojos hacia mí reconocí a Matt… barrigudo, congestionado, envejecido, casi calvo, con tan sólo una franja de cabellos grises alrededor de la cabeza. Al verme entrar dejó a un lado su revista.
—No tiene que esperar. Le toca a usted.
Vacilé, y él imaginó de otro modo mis dudas.
—Habitualmente no tengo abierto a estas horas, señor. Hoy tenía una cita con un cliente regular, pero no ha venido. Es una suerte para usted que me haya sentado un rato para descansar mis pies. Le voy a hacer el mejor corte de pelo y le voy a afeitar mejor que en cualquier barbería del Bronx.
Cuando me dejé arrastrar dentro de la tienda, se afanó a mi alrededor, sacó tijeras, peines y un paño limpio.
—Como puede ver, todo es higiénico, y no se puede decir lo mismo de la mayoría de las barberías de los alrededores. ¿El pelo y afeitar?
Me instalé en el sillón. Era increíble que no me reconociera, cuando yo lo había reconocido tan bien. Tuve que recordar que hacía más de quince años que no me había visto, y que mi aspecto había cambiado aún más en los últimos meses. Ahora me estaba mirando a través del espejo, mientras me anudaba el gran paño a rayas, y una vaga luz de reconocimiento frunció su frente.
—El servicio completo —dije, leyéndole la tarifa del sindicato—: pelo, afeitado, bronceado, loción…
Sus cejas se elevaron.
—Tengo que encontrarme con alguien a quien no he visto desde hace tiempo —expliqué—, y quiero causarle la mejor impresión posible.
Era una sensación estremecedora sentirle cortar mis cabellos de nuevo. Poco después, cuando suavizó su navaja en el cuero, el chirrido me crispó un poco. Incliné la cabeza bajo la ligera presión de su mano y sentí la hoja raspar minuciosamente mi nuca. Cerré los ojos y esperé. Era como si volviera a la mesa de operaciones. Los músculos de mi garganta se anudaron y se contrajeron bruscamente. La hoja me hizo una ligera incisión justo por debajo de la nuez de Adán.
—¡Hey! —exclamó—. Dios mío… se ha movido. Hey. Lo siento tanto.
Se precipitó a humedecer una toallita en el lavabo.
Fui siguiendo en el espejo la brillante gota roja que se deslizaba lentamente a lo largo de mi cuello. Nervioso y excusándose, la limpió antes de que alcanzara el paño a rayas.
Mirándolo ir y venir, con una agilidad inesperada en un hombre tan pesado, me sentí culpable de mi falta de franqueza. Hubiera querido decirle quién era yo y que pasara su brazo alrededor de mis hombros para que habláramos como antes, pero aguardé mientras cubría el corte con polvos sépticos.
Terminó de afeitarme en silencio, y acercó la lámpara solar a mi sillón, puso sobre mis ojos dos tampones frescos de algodón embebido. Entonces, en aquella oscuridad teñida de rojo, vi lo que había pasado la tarde en que me había llevado de casa por última vez.
Charlie se ha dormido en su habitación, pero se despierta al oír a su madre gritar. Ha aprendido a dormir pese a sus discusiones… las hay cada noche en aquella casa. Pero esta noche hay un acento terriblemente falso en aquella histeria. Se aprieta contra su almohada y escucha.
—¡Ya no puedo más! ¡Tiene que irse! Tenemos que pensar en ella. No quiero que vuelva todos los días a casa llorando porque los demás se han burlado de ella. No podemos quitarle su oportunidad de vivir una vida normal a causa de él.
—¿Qué quieres hacer? ¿Echarlo a la calle?
—Llevarlo a otro sitio. Enviarlo al Asilo Warren.
—Tendremos tiempo de hablar de ello mañana por la mañana.
—No. Todo lo que tú sabes hacer es hablar, hablar, y no actúas. No lo quiero más aquí, ni un día más. Hoy… esta noche…
—Vamos, sé razonable, Rose. Es demasiado tarde para hacer nada… esta noche. Gritas tan fuerte que todos los vecinos van a oírte.
—No me importa. Se irá esta noche. Ya no puedo verlo más.
—Te estás volviendo imposible, Rose. ¿Qué estás haciendo?
—Te prevengo… Llévatelo de aquí.
—Deja ese cuchillo.
—No soportaré que la vida de mi hija sea un infierno.
—Estás loca. Deja ese cuchillo.
—Más valdrá muerto. Nunca será capaz de llevar una vida normal. Más valdrá…
—Has perdido completamente la cabeza. ¡Por el amor de Dios, contrólate!
—Entonces llévatelo. Ahora… esta noche.
—Bien. Me lo llevaré esta noche a casa de Herman, y mañana ya veremos cómo lo hacemos admitir en el Asilo Warren.
Un silencio. En la oscuridad, siento un estremecimiento recorrer la casa, y después la voz de Matt, más calmada que la de ella.
—Sé lo que has pasado con él, y no puedo culparte por tener miedo. Lo único que te pido es que te controles. Voy a llevármelo a casa de Herman. ¿Esto te satisfará?
—Es todo lo que te pido. Mi hija también tiene derecho a vivir.
Matt viene a la habitación de Charlie y viste a su hijo, y aunque el niño no comprende nada de lo que pasa tiene miedo. Cuando pasan por la puerta, ella mira hacia otro lado. Quizá intenta convencerse de que él ya ha salido de su vida… que no existe. Al pasar, Charlie ve, sobre la mesa de la cocina, el gran cuchillo con el que corta el asado, y vagamente siente que quería hacerle daño. Quería quitarle algo para dárselo a Norma.
Cuando se vuelve para mirarla, ella ha tomado un trapo para limpiar el fregadero…
Cuando el corte de pelo, el afeitado, el bronceado y lo demás estuvieron terminados, me entretuve en el sillón, sintiéndome ligero, limpio y aseado. Matt me quitó rápidamente el paño y tomó un espejo para que pudiera ver mi nuca. Mientras me veía, en el espejo ante mí, mirándome al espejo que mantenía él tras mi cabeza, éste se inclinó en un ángulo que daba una ilusión de profundidad: hileras indefinidas de yos mirándose a sí mismos… mirándose a sí mismos… mirándose… ¿Cuál de ellos era yo? ¿Cuál de ellos?
Sentí deseos de no decirle nada. ¿Qué bien le haría saberlo? Haría mejor yéndome simplemente, sin revelar quién era. Después recordé que quería que él lo supiera. Tenía que saber que yo estaba vivo, que era alguien. Quería que mañana se enorgulleciera de mí con sus clientes cuando les cortara los cabellos o les afeitara. Aquello daría a todo esto una realidad. Cuando supiera que soy su hijo, entonces yo sería una persona.
—Ahora que me has quitado todos esos pelos de la cara, quizá me reconozcas —dije, levantándome y esperando un signo de reconocimiento.
Frunció el ceño.
—¿De qué se trata? ¿Alguna broma?
Le aseguré que no se trataba de ninguna broma y que, si me miraba y reflexionaba bien, me reconocería. Se encogió de hombros y se giró para arreglar sus peines y sus tijeras.
—No tengo tiempo de jugar a las adivinanzas. Tengo que cerrar. Son tres dólares y medio.
Pero, ¿y si no se acordaba de mí? ¿Y si todo no era más que un sueño absurdo? Tendió la mano, pero no hice el gesto de sacar mi cartera. Tenía que recordarme. Tenía que reconocerme.
Pero no —por supuesto que no—, y cuando sentí aquel gusto amargo en la boca y aquella humedad en la palma de mis manos supe que, en un instante, me pondría enfermo. Pero no quería que aquello ocurriera delante de él.
—Hey, ¿hay algo que no marcha?
—Sí… un minuto… —Me desplomé en uno de los sillones cromados y me incliné hacia adelante para recuperar la respiración para que la sangre volviera a mi cabeza. Todo me daba vueltas en el estómago. Oh, Dios, no dejes que me desvanezca ahora. Haz que no quede en ridículo ante él.
—Agua… un poco de agua… por favor… —no para beber, sino para que él se fuera. No quería que me viera así después de tantos años. Cuando volvió con un vaso ya me sentía un poco mejor.
—Tome, beba esto. Descanse un minuto. Le pasará.
Me miró muy atentamente mientras bebía el agua fresca, y vi que hurgaba en sus medio olvidados recuerdos.
—¿De veras que nos hemos conocido en alguna parte?
—No… Ya me siento bien. Puedo irme.
¿Cómo podría decírselo? ¿Qué debía decirle? ¿Vamos, mírame, soy Charlie, el hijo que borraste de tu vida? No vengo a reprochártelo, pero mírame, estoy aquí, mejor que nunca. Ponme a prueba. Hazme preguntas. Hablo veinte lenguas vivas y muertas; soy un genio matemático, y estoy componiendo un concierto para piano que la gente recordará mucho después de que yo haya muerto.
¿Cómo podía decírselo?
Era absurdo estar sentado en su tienda y esperar a que él me acariciara la cabeza y dijera: «Eres un buen chico». Quería su aprobación, el viejo destello de satisfacción que pasaba por su rostro cuando yo aprendía a anudarme los cordones de mis zapatos o abotonarme mi suéter. Había venido para esto, pero sabía que no iba a obtenerlo.
—¿Quiere que llame a un médico?
Yo no era su hijo. Era otro Charlie. La inteligencia y el saber me habían cambiado y me odiaría —como me odiaban los de la panadería— porque mi progreso lo humillaría. No quería que ocurriera eso.
—Me siento mejor —dije—. Perdóneme por haberle molestado. —Me levanté, asegurándome de que mis piernas eran firmes—. Debe haber sido lo que he comido. Ya le dejo cerrar.
Me dirigí hacia la puerta, pero su voz me detuvo en seco:
—¡Hey, un momento! —sus ojos me miraron suspicazmente—. ¿Qué es lo que pretende?
—No le comprendo.
—Me debe tres dólares y medio.
Le pedí perdón mientras pagaba, pero me di cuenta de que no me creía. Le di cinco dólares y le dije que se quedara el cambio, y salí a toda prisa de la tienda sin mirar tras de mí.
21 de junio. He añadido secuencias de tiempo de creciente complejidad a mi laberinto tridimensional y Algernon las aprende fácilmente. Es inútil recompensarlo con comida o agua. Parece aprender por el simple placer de resolver el problema… el éxito parece ser suficiente recompensa.
Pero, como hizo notar Burt en el Congreso, su comportamiento es desordenado. A veces, después de un recorrido o en su transcurso, se irrita, se arroja contra las paredes del laberinto, o se encoge sobre sí mismo formando una bola y se niega absolutamente a trabajar. ¿Es frustración? ¿O es algo más profundo?
5:30 P. M. Esta loca de Fay ha llegado por la escalera de escape, esta tarde, trayendo una ratita blanca —casi dos veces más pequeña que Algernon— para que le haga compañía. Ha destruido en seguida mis objeciones y me ha convencido de que le haría bien a Algernon el tener compañía. Después de asegurarme por mí mismo de que la pequeña «Minnie» tenía buena salud y era educada, cedí. Sentía curiosidad por ver lo que haría Algernon en presencia de una compañera. Pero apenas hubimos puesto a Minnie en la jaula de Algernon, Fay me cogió del brazo y me arrastró fuera de la habitación.
—¿Es ésta tu idea de un romance? —exclamó. Conectó la radio y se acercó a mí con aire amenazador—. Voy a enseñarte los últimos bailes de moda.
¿Cómo puede enfadarse uno con una chica como Fay? De todos modos, estoy contento de que Algernon ya no esté solo.
23 de junio. La noche pasada, ya tarde, oí risas en el vestíbulo y llamar a mi puerta. Eran Fay y un hombre.
—Hey, Charlie —hipó al verme—. Leroy, te presento a Charlie, mi vecino de al lado. Un maravilloso artista. Hace escultura con un elemento vivo.
Leroy la tomó del brazo para evitar que diera de bruces contra la pared. Me miró, incómodo, y murmuró algunas cosas inconcretas.
—Encontré a Leroy en el Stardust Ballroom —explicó—. Es un bailarín formidable. —Hizo ademán de entrar en su casa, y después apartó al hombre—. Hey —exclamó—, ¿por qué no invitamos a Charlie a que beba con nosotros? Será una pequeña fiesta.
Leroy no encontró acertada la idea.
Formulé una vaga excusa y les dejé. Tras la puerta cerrada, les oí reír mientras entraban en su casa y, cuando intenté leer, las imágenes no dejaron de asaltar mi mente: una gran cama blanca… sábanas limpias, y los dos uno en brazos del otro.
Hubiera querido telefonear a Alice, pero no lo hice. ¿Por qué torturarme? Ni siquiera podía representarme el rostro de Alice. Podía imaginar a Fay, vestida o desnuda, a voluntad, con sus brillantes ojos azules y sus cabellos rubios trenzados y arrollados alrededor de su cabeza como si fueran una corona. Fay era nítida, mientras que Alice estaba envuelta en bruma.
Una hora después sonaron gritos en el apartamento de Fay y luego el ruido de objetos rotos. Pero en el mismo momento en que me levantaba para acudir por si necesitaba mi ayuda se oyó un portazo y Leroy se marchó lanzando juramentos. Unos minutos más tarde oí golpear suavemente la ventana de mi salón. Estaba abierta, y Fay se deslizó al interior y se sentó en el alféizar, con su kimono de seda negra dejando ver sus esbeltas piernas.
—Hola —musitó—. ¿Tienes un cigarrillo?
Le tendí uno y descendió de la ventana al sofá.
—¡Huau! —resopló—. Generalmente puedo defenderme sola, pero hay tipos tan insistentes que lo único que puedo hacer con ellos es mantenerlos a distancia.
—¡Oh! —dije—, así que lo habías traído aquí para mantenerlo a distancia.
Notó el tono de mi voz, y me echó una penetrante mirada.
—¿No lo apruebas?
—No tengo el menor derecho a desaprobarlo. Pero si pescas a un tipo en un baile, lo menos que puedes esperar es que te haga proposiciones. Tiene derecho a probar también su suerte.
Sacudió la cabeza.
—Voy al Stardust Ballroom porque me gusta bailar, y no veo por qué, si dejo a algún chico acompañarme hasta casa, tengo que acostarme con él. Supongo que no pensarás que me he acostado con él, ¿no?
La imagen que me había formado de ellos dos abrazados subió a la superficie como una pompa de jabón.
—Pero si el chico hubieras sido tú —añadió—, la cosa hubiera sido distinta.
—¿Qué quieres decir?
—Sólo lo que he dicho. Si me lo pidieras, tendría mucho gusto en irme a la cama contigo.
Intenté mantener mi compostura.
—Gracias —dije—. Lo tendré en cuenta. ¿Te apetece un poco de café?
—Charlie, no acabo de comprenderte. La mayoría de los hombres me encuentran deseable o no, y yo lo sé en seguida. Pero me atrevería a decir que tú tienes miedo de mí. No serás homosexual, ¿verdad?
—¡Infiernos, no!
—Quiero decir que si lo eres no tienes por qué ocultármelo, porque entonces simplemente seríamos buenos amigos. Pero tendría que saberlo.
—No soy homosexual. Esta noche, cuando has entrado en tu apartamento con aquel tipo, me hubiera gustado ser yo.
Se inclinó hacia adelante, y el escote de su kimono dejó ver sus senos. Me rodeó el cuello con los brazos, esperando a que yo hiciera algo. Sabía lo que estaba esperando de mí, y me dije que no había ninguna razón para no hacerlo. Tenía la sensación de que esta vez no habría pánico… no con ella. Después de todo, no era yo quien tomaba la iniciativa. Y ella era distinta de todas las mujeres que había encontrado antes. Quizá estuviera en el lugar preciso dentro de mi nivel emocional.
La rodeé con mis brazos.
—Así es mejor —arrulló ella—. Empezaba a creer que no te gustaba.
—Me gustas —murmuré, besándole el cuello. Pero, al hacerlo, nos vi a ambos, como si yo fuera una tercera persona situada en la puerta de la habitación. Estaba mirando a un hombre y a una mujer abrazados. Verme así, a distancia, cortó mi iniciativa. No hubo pánico, es cierto, pero tampoco ninguna excitación, ningún deseo.
—¿Tu apartamento o el mío? —preguntó.
—Espera un momento.
—¿Qué ocurre?
—Quizá fuera mejor dejarlo. No me encuentro bien esta noche.
Me miró interrogadora.
—¿Acaso hay alguna otra cosa?… ¿Algo que querrías que te hiciese?… Ya sabes, yo estoy dispuesta…
—No, no es eso —dije precipitadamente—. Simplemente es que no me encuentro bien esta noche. —Sentía curiosidad por saber los medios que poseía ella para excitar a un hombre, pero aquél no era el momento de intentar la experiencia. La solución de mi problema estaba en otra parte.
Ya no sabía qué más decirle. Hubiera querido que se fuera, y al mismo tiempo no quería que se marchara.
Ella me estudió largamente y al final dijo:
—Mira, ¿no te molesta que pase la noche aquí?
—¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—Me gustas. No sé. Leroy puede volver. Hay montones de razones. Si no quieres…
De nuevo me había tomado por sorpresa. Hubiera podido encontrar miles de excusas para librarme de ella, pero cedí.
—¿Tienes ginebra? —preguntó.
—No, bebo muy poco.
—Tengo un poco en mi apartamento. Voy a buscarla. —Antes de que pudiera hacer nada había saltado por la ventana y pocos minutos después, volvía con una botella llena en sus tres cuartas partes y un limón. Tomó dos vasos de la cocina y echó un poco de ginebra en cada uno.
—Ajá —dijo—. Esto te hará bien. Ablandará todas estas líneas rectas. Esto es lo que te atormenta. Todo está demasiado ordenado, rectilíneo, y te sientes literalmente como en una jaula. Como Algernon en su escultura, allí.
Al principio no quería, pero me sentía tan ridículo que me dije que por qué no. La situación no podía ser peor, y quizá esto pudiera atenuar un poco aquella sensación de verme con unos ojos que no comprendían lo que estaba haciendo.
Me emborrachó.
Recuerdo el primer vaso, y haberme acostado, y que ella se metió en la cama a mi lado, con la botella en la mano. Y eso es todo hasta este mediodía, cuando me levanté con la boca pastosa y un horrible dolor de cabeza.
Ella dormía aún, vuelta contra la pared, con la almohada apelotonada bajo su nuca. En la mesilla de noche, al lado del cenicero repleto de colillas aplastadas, se erguía la botella vacía, pero la última imagen que recordaba antes de que cayera el telón era que había bebido el segundo vaso.
Ella se desperezó y rodó hacia mí… desnuda. Retrocedí y caí de la cama. Cogí una manta para enrollármela a mi cuerpo.
—Hey —dijo, bostezando—. ¿Sabes qué es lo que tengo ganas de hacer un día de éstos?
—¿Qué?
—Pintarte desnudo. Como el David de Miguel Ángel. Te verás hermoso. ¿Te encuentras bien?
Sacudí la cabeza.
—Aparte de la migraña. ¿Bebí… esto… demasiado ayer noche?
Se echó a reír y se apoyó en un codo.
—Agarraste una buena. Y no veas cómo te portaste entonces… no quiero decir como un hombre ni nada parecido, sino extraño.
—¿Cómo? —dije, esforzándome en colocar bien la manta para poder andar—. ¿Qué quieres decir? ¿Qué hice?
—He visto a otros hombres ponerse tristes, o alegres, o dormirse, o excitarse, pero nunca había visto a nadie actuar como tú. Menos mal que no bebes a menudo. Oh, Dios mío, si hubiera tenido una fumadora. Qué tema para un cortometraje hubieras sido.
—¡Pero, por Dios, ¿qué he hecho?!
—No lo que yo esperaba. Ni el amor, ni nada parecido. Pero has sido fenomenal. ¡Qué número! El más fantástico de todos. Serías formidable en un escenario. Los volverías locos en el Palace. Te pusiste tonto e infantil. Ya sabes, como cuando un adulto quiere imitar a un crío. Decías que querías ir a la escuela y aprender a leer y a escribir para volverte tan listo como todo el mundo. Locuras así. Eras otra persona, como los actores cuando se caracterizan para adoptar otra personalidad, y decías a cada momento que no querías jugar conmigo porque tu madre te quitaría los cacahuetes y te metería en una jaula.
—¿Cacahuetes?
—¡Sí, palabra! —se rió, rascándose la cabeza—. Y también decías que no me darías tus cacahuetes. Algo increíble. ¡Si hubieras visto cómo hablabas! Como esos pobres idiotas en las esquinas de las calles, excitándose con sólo ver una chica. Eras completamente distinto. Primero creí que sólo hacías comedia, pero ahora pienso que eres un compulsivo o algo así. Con toda esa necesidad de orden y esa inquietud hacia todo.
Esto no me asustó, aunque hubiera podido esperarlo. De uno u otro modo, el haberme emborrachado había derribado las barreras conscientes que encerraban al antiguo Charlie en lo más profundo de mi mente. Tal como había supuesto siempre, no había desaparecido del todo. Nada desaparece nunca realmente de nuestra mente. La operación lo había recubierto de un barniz de educación y de cultura, pero emocionalmente seguía estando allí… observando y esperando.
¿Esperando qué?
—¿Te encuentras bien ahora?
Le respondí que todo iba bien.
Cogió la manta en la que me había enrollado y me arrastró a la cama. Antes de que pudiera impedirlo, me había abrazado y besado.
—Ayer noche tuve miedo, Charlie. Pensé que ibas a perder la cabeza. He oído hablar de tipos que son impotentes, y esto les llega al cerebro y de pronto se vuelven maniáticos.
—¿Por qué te quedaste?
Se encogió de hombros.
—Bueno, eras como un niño asustado. Estaba segura de que no me harías ningún daño, pero tenía miedo de que te lo hicieras a ti mismo. Así que pensé que era mejor que me quedara. Me daba tanta pena. De todos modos tomé esto, para el caso en que… —extrajo un grueso libro que había tenido entre la cama y la pared.
—Espero que no hayas tenido que utilizarlo.
Sacudió la cabeza.
—Muchacho, lo que debían gustarte los cacahuetes cuando eras niño.
Saltó de la cama y empezó a vestirse. Permanecí un momento acostado, mirándola. Iba y venía ante mí sin ninguna vergüenza ni inhibición. Sus senos eran firmes y redondos como los había pintado en sus autorretratos. Sentía unos deseos locos de atraerla y apretarla contra mí, pero sabía que era inútil. Pese a la operación, Charlie estaba aún conmigo.
Y Charlie tenía miedo de perder sus cacahuetes.
24 de junio. Hoy me he corrido una extraña juerga anti-intelectual. Si me hubiera atrevido me hubiera emborrachado, pero después de la experiencia con Fay sabía que sería peligroso. En lugar de eso me fui a Times Square, de cine en cine, para ahogarme en westerns y films de horror… exactamente igual a como hacía antes. Cada vez, viendo el film, me sentía vencido por la culpabilidad, salía a media película y me arrastraba hasta otro cine. Me decía que buscaba en los mundos imaginarios de la pantalla lo que me faltaba en mi nueva vida.
Y entonces, justamente ante el Keno Amusement Center, tuve una repentina intuición: supe que no eran los films lo que buscaba, sino el público. Quería a gente a mi alrededor en la oscuridad.
Las barreras entre la gente son aquí muy delgadas, y si escucho bien siempre oigo pasar algo. Ocurre lo mismo que en Greenwich Village. Y no es solamente porque me sienta cerca de los demás, ya que no siento lo mismo en un ascensor atiborrado o en el metro a la hora punta. Pero, en una noche calurosa, cuando todo el mundo se pasea por las calles o cuando estoy sentado en un cine, hay como un zumbido, y por un momento rozo a alguien y siento la profunda relación entre los individuos y la masa. En estos momentos, todo mi ser está sensitivo y tenso, y una irresistible necesidad de participar me empuja a hurgar en los rincones oscuros y los callejones de la noche.
Habitualmente, cuando me siento cansado de andar, vuelvo a mi apartamento y me sumerjo en un sueño pesado, pero esta noche, en lugar de volver a mi casa, fui a un pequeño restaurante. Había un nuevo lavaplatos, un chico de unos dieciséis años, y había algo familiar en él, sus gestos, la expresión de sus ojos. Y retirando una mesa a mis espaldas, dejó caer algunos platos.
Se rompieron contra el suelo, enviando trozos de loza blanca hacia las otras mesas. El chico se quedó allá, alelado, horrorizado, con la bandeja vacía en la mano. Las exclamaciones y bromas de los clientes (gritos de «¡Hey, ahí van las ganancias!»… «¡Mazel tov!»… «¡Bueno, no va a trabajar mucho tiempo!»… que invariablemente parecen seguir al ruido de una vajilla al romperse en un restaurante) me confundieron.
Cuando el dueño vino a ver lo que provocaba esta excitación, el chico se encogió y levantó los brazos como para parar un golpe.
—¡Vamos, vamos, estúpido! —gritó el patrón—, ¡no te quedes ahí como un pasmarote! Toma una escoba y barre todo esto. Una escoba… ¡Una escoba, idiota! En la cocina. Y recoge todos los pedazos.
Cuando el chico vio que no iba a ser castigado, su expresión asustada desapareció, y cuando volvió con su escoba canturreaba, sonriente. Algunos de los clientes más bulliciosos siguieron sus bromas para divertirse a su costa.
—Por aquí, hijito, por aquí. Detrás mismo tuyo hay un trocito precioso…
—Vamos, vamos, hazlo otra vez…
—No es tan tonto como parece. Es menos cansado romperlos que lavarlos…
Mientras los vacuos ojos del chico vagaban entre aquella gente que se divertía, a su costa, empezó a sonreír poco a poco, y finalmente apuntó una risita insegura cuando alguien le hizo una broma que no comprendió.
Me sentía interiormente enfermo viendo su sonrisa absurda, vacía, sus enormes ojos de niño, vacuos pero ávidos de complacer, y me di cuenta de lo que me era familiar en él. Se burlaban de él porque era retrasado.
Y, al principio, yo me había reído con los demás.
De pronto me sentí furioso contra mí mismo y contra todos aquellos que se reían. Sentía deseos de tomar los platos y tirárselos a la cabeza, de partirles sus sonrientes caras. Me levanté y grité:
—¡Cállense! ¡Déjenlo tranquilo! No puede comprender. No es culpa suya si es así… ¡pero por el amor de Dios, ténganle un poco de respeto! ¡Es un ser humano!
El silencio se adueñó del restaurante. Me maldije por haber perdido mi sangre fría y armado un escándalo, y me esforcé en no mirar al chico cuando pagué mi cuenta y salí sin haber comido nada. Me sentía avergonzado por los dos.
Es extraño que personas que tienen sentimientos honestos y una sensibilidad, que ni siquiera pensarían en burlarse de un desgraciado nacido sin brazos, sin piernas o ciego, no sientan el menor escrúpulo en poner en ridículo a otro desgraciado nacido con poca inteligencia. Me enfurecía al recordar que, hasta hacía muy poco, yo mismo había hecho —como aquel chico— el payaso.
Y casi lo había olvidado.
Sólo después había sabido que la gente se burlaba de mí. Y ahora me daba cuenta de que, sin quererlo, me había unido a ellos para reírme de mí mismo. Esto me hacía más daño que todo lo demás.
He releído a menudo mis primeros Informes de Progresos y visto la ignorancia, la pueril ingenuidad, la poca inteligencia de una mente que, metida en una habitación oscura, miraba por el agujero de la cerradura la cegadora luz del exterior. En mis sueños y recuerdos he visto a Charlie sonreír con aire feliz y vacilante ante lo que decía la gente a su alrededor. Incluso en mi idiotez, sabía que era inferior. Los demás tenían algo que a mí me faltaba… que me había sido negado. En mi ceguera mental, había creído que de un modo u otro esto estaba relacionado con la aptitud de leer y escribir, y estaba persuadido de que, si podía adquirir estos talentos, adquiriría igualmente la inteligencia.
Incluso un débil mental desea ser como los demás.
Un niño puede no saber cómo comer o qué comer, pero conoce el hambre.
Este día fue útil para mí. Tengo que desembarazarme de esa inquietud infantil centrada en mí mismo… en mi pasado y mi futuro. Debo utilizar mis conocimientos y mis aptitudes en estudiar los medios de aumentar la inteligencia humana. ¿Quién puede hacerlo mejor? ¿Quién aparte yo ha tenido esa experiencia de vivir en los dos mundos?
Mañana voy a ponerme en contacto con el comité directivo de la Fundación Welberg y pedirles su autorización para realizar algunas investigaciones independientes sobre este proyecto. Si lo aceptan, quizá pueda serles útil. Tengo algunas ideas.
Se podrían hacer muchas cosas con esta técnica perfeccionándola. Si ha conseguido hacer de mí un genio, ¿qué sería capaz de hacer para los más de cinco millones de retrasados mentales en los Estados Unidos? ¿Y los incontables millones de todo el mundo, y todos los que aún no han nacido y que nacerán disminuidos mentalmente? ¿Qué fantásticos niveles de inteligencia podrían alcanzarse utilizando esta técnica en gente normal? ¿Y aplicándola a genios?
Hay tantas puertas por abrir que estoy impaciente por aplicar mis propios conocimientos y mis aptitudes al problema. Tengo que hacerles comprender a todos que es una tarea muy importante para mí. Estoy seguro de que la Fundación me concederá su autorización.
Pero ya no puedo seguir solo. Tengo que hablar con Alice.
25 de junio. Hoy he llamado a Alice. Estaba nervioso y he debido parecer incoherente, pero me ha hecho bien oír su voz, y me ha parecido feliz de oírme. Aceptó que nos viéramos, y tomé un taxi, impaciente por la lentitud con que avanzábamos.
Antes incluso de llamar abrió la puerta y me echó los brazos al cuello.
—Charlie, estábamos tan inquietos por ti. He tenido horribles pesadillas en las que te veía muerto en el fondo de un callejón o vagando, amnésico, entre los vagabundos. ¿Por qué no nos has hecho saber que estabas bien? Podrías haberlo hecho.
—No me regañe. Necesitaba estar un tiempo solo para buscar algunas respuestas.
—Ven a la cocina, prepararé un poco de café. ¿Qué es lo que has hecho?
—Durante los días reflexionaba, leía y escribía; por las noches vagabundeaba en busca de mí mismo. Y he descubierto que Charlie me observa.
—No hables así —dijo, estremeciéndose—. Esta idea de ser observado no tiene ningún fundamento real. Ha sido tu mente quien la ha edificado.
—No puedo impedir el sentir que no soy yo. He usurpado su lugar y lo he echado a la calle, como ellos me echaron de la panadería. Quiero decir que Charlie Gordon existe en el pasado, y este pasado es real. Uno no puede construir un nuevo edificio sin destruir antes el que se alzaba allí, y Charlie Gordon no puede ser destruido. Existe. Primero fui en su busca: fui a ver a su… a mi… padre. Todo lo que quería era probar que Charlie existía como persona en el pasado, de modo que pudiera justificar mi propia existencia. Me había sentido insultado cuando Nemur pretendía que él me había creado. Pero he descubierto que Charlie no sólo existe en el pasado, sino que existe ahora. En mí y a mi alrededor. Se ha interpuesto sin cesar entre nosotros. He pensado que era mi inteligencia la que creaba esta barrera… mi pretencioso, estúpido orgullo, la sensación de que ya no teníamos nada en común porque yo estaba ahora por encima de usted. Fue usted quien me metió esta idea en la cabeza. Pero no se trata de eso. Es Charlie, el chiquillo que tiene miedo de las mujeres debido a todo lo que le ha hecho su madre. ¿Comprende? Durante estos últimos meses, mientras me desarrollaba intelectualmente, he seguido conservando siempre la estructura emocional del Charlie niño. Y cada vez que me acercaba a usted, o que soñaba con hacer el amor con usted, se producía un cortocircuito.
Estaba excitado, y mis palabras la golpeaban hasta hacerla temblar. Enrojeció.
—Charlie —murmuró—, ¿puedo hacer algo? ¿Puedo ayudarte?
—Creo que he cambiado durante esas semanas lejos del laboratorio —dije—. Primero no llegaba a ver cómo hacerlo, pero esta noche, vagando por la ciudad, me ha venido a la mente. La estupidez era intentar resolver el problema yo solo. Cuanto más me sumerjo en la masa de mis sueños y mis recuerdos, más me doy cuenta de que los problemas emocionales no pueden ser resueltos como los problemas intelectuales. Esto es lo que descubrí la otra noche acerca de mí mismo. Me dije que erraba como un alma en pena, y después vi que era un alma en pena.
»Sin saber por qué, me había despegado emocionalmente de todo, de los seres y de las cosas. Y lo que realmente buscaba por la noche, en las callejas oscuras —el último lugar donde podría nunca encontrarlo— era un medio de acercarme de nuevo emocionalmente a las personas, formar parte de la multitud, sin perder mi independencia intelectual. Tengo que madurar. Para mí esto es de la máxima importancia…
Hablaba y hablaba, proyectando fuera de mí todas las dudas y temores que ascendían como burbujas a la superficie del hervidero de mi mente. Ella era mi caja de resonancia y permanecía sentada allá, hipnotizada. Noté cómo mi temperatura subía, me enfebrecía, hasta que tuve la impresión de estar ardiendo. Estaba quemando la infección ante alguien a quien amaba, y eso era lo importante.
Pero era demasiado para ella. Lo que había comenzado con un estremecimiento se convirtió en llanto. El cuadro encima del sofá atrajo mi atención —la asustada joven de rojas mejillas— y me pregunté qué pensaba Alice en aquel momento. Sabía que estaba dispuesta a entregárseme, y yo la deseaba, pero ¿qué haría Charlie?
Charlie quizá no interfiriera si hacia el amor con Fay. Probablemente se contentaría con mirar desde la puerta. Pero desde el mismo momento en que me acercaba a Alice era presa del pánico. ¿Por qué tenía miedo de dejarme hacer el amor con Alice?
Estaba sentada en el sofá, mirándome, esperando ver lo que yo hacía. ¿Y qué podía hacer? Quería tomarla entre mis brazos y…
En el mismo momento en que pensé en ello, sonó la alarma.
—¿No te sientes bien, Charlie? Estás pálido.
Me senté en el sofá, cerca de ella.
—Solo es un pequeño mareo. Pasará —pero sabía que no haría más que empeorar en tanto que Charlie presintiera el peligro de que yo podía hacer el amor con ella.
Entonces tuve una idea. Al principio me disgustó, pero pronto me di cuenta de que el único medio de superar aquella parálisis era engañarla. Si, por la razón que fuera, Charlie le temía a Alice pero no a Fay, no tenía más que apagar la luz e imaginar hacer el amor con Fay. Él no se daría cuenta de la diferencia.
Era odioso… repugnante… pero, si funcionaba, rompería el asfixiante lazo que Charlie mantenía apretado sobre mis emociones. Sabría en seguida que había hecho el amor con Alice, y ésta sería la única solución.
—Ya me siento mejor. Quedémonos un rato sentados en la oscuridad —dije, apagando las luces mientras recuperaba mi sangre fría. No iba a ser fácil. Tenía que hipnotizarme representándome a Fay, y persuadirme de que la mujer sentada a mi lado era Fay. E incluso si Charlie se separaba de mí para observar desde lejos, no le serviría de nada ya que la habitación estaba a oscuras.
Esperaba algún indicio de sospecha por su parte… los síntomas de advertencia del pánico. Pero no hubo nada. Me sentía alerta y tranquilo. Pasé mi brazo a su alrededor.
—Charlie, yo…
—¡No hable! —grité bruscamente, y ella inició un movimiento de retroceso—. Déjeme tenerla entre mis brazos, en silencio, en la oscuridad.
La apreté contra mí y allá, al abrigo de mis cerrados párpados, evoqué la imagen de Fay, con sus largos cabellos rubios y su piel tan blanca. Fay, tal como la había visto desnuda, a mi lado. Besé los cabellos de Fay, la garganta de Fay, y finalmente mi boca se posó en los labios de Fay. Sentí las manos de Fay que acariciaban los músculos de mi espalda, de mis hombros, y la tensión creció en mí como nunca antes lo había hecho por una mujer. La acaricié, primero lentamente, luego con impaciencia, sintiendo cómo la excitación iba aumentando en mi interior.
Un hormigueo comenzó a correr por mi piel. Alguien estaba al acecho en la habitación, esforzándose en ver en la oscuridad. Me concentré febrilmente, con todas mis fuerzas, en un nombre. ¡Fay! ¡Fay! ¡FAY! Me representé claramente, nítidamente, su rostro, a fin de que nadie pudiera interponerse entre nosotros. Pero cuando me atrajo más fuerte hacia ella dejé escapar un grito inarticulado y la rechacé.
—¡Charlie! —no podía ver el rostro de Alice, pero su grito evidenciaba el sobresalto.
—¡No, Alice! No puedo. Es difícil de explicar.
Salté del sofá y encendí las luces. Casi esperaba verlo allá. Pero, por supuesto, no estaba. Alice seguía echada en el sofá, con la blusa desabrochada, la falda arrugada, las mejillas enrojecidas, los ojos incrédulamente abiertos.
—La quiero —las palabras surgieron estranguladamente de mi boca—, pero no puedo… No puedo explicarlo, pero si no me hubiera detenido me hubiera odiado a mí mismo toda la vida. No me pida que se lo explique o también usted me odiará. Es a causa de Charlie. No sé por qué razón, pero no quiere dejarme hacer el amor con usted.
Desvió la vista y puso en orden sus ropas.
—Sin embargo —dijo—, esta noche fue diferente. No has sentido náuseas, ni pánico, ni nada de esto. Me deseabas.
—Sí, la deseaba, pero en realidad no hacía el amor con usted. En cierto sentido me servía de usted, pero no puedo explicárselo. Ni siquiera lo comprendo yo mismo. Digamos simplemente que aún no estoy a punto. Y no puedo engañar ni pretender que todo va bien cuando sé que no va. No es más que otro callejón sin salida.
Me levanté para irme.
—Charlie, no te vayas de nuevo.
—He terminado de huir. Tengo un trabajo que hacer. Dígales que volveré al laboratorio dentro de algunos días. En cuanto haya recuperado el control de mí mismo.
Abandoné el apartamento, loco de rabia. Abajo, frente al edificio, me quedé indeciso, sin saber qué dirección tomar. Fuera cual fuese el camino que eligiera, recibiría un shock que significaría un nuevo error. Todos los caminos estaban bloqueados. Pero, buen Dios… hiciera lo que hiciera, fuera donde fuera, las puertas se cerraban ante mí.
No había ningún sitio donde pudiera entrar. Ninguna calle, ninguna habitación… ninguna mujer.
Finalmente, desemboqué en el metro y lo tomé hasta la Calle 49. Había poca gente, pero había una rubia con los cabellos largos que me recordó a Fay. Dirigiéndome hacia la parada de una línea transversal de autobuses, pasé ante una licorería. Sin reflexionar sobre ello, entré y compré una botella de ginebra. Mientras esperaba el autobús la descorché en su bolsa, como había visto hacer a los vagabundos, y bebí un buen trago. Ardió a través de mi garganta mientras bajaba hasta el estómago, pero esto me hizo bien. Bebí otro —apenas una gota— y, cuando el autobús llegó a su destino, flotaba en una intensa euforia. No bebí más. No quería emborracharme ahora.
Cuando llegué al apartamento, llamé a la puerta de Fay. No respondió. Abrí la puerta y eché una ojeada al interior. Todavía no había vuelto, pero todas las luces estaban encendidas. Todas las cosas le importaban un mismísimo pimiento. ¿Por qué yo no podía ser como ella?
Fui a mi apartamento para esperar. Me desvestí, tomé una ducha y me puse ropa de casa. Hice votos para que aquella noche no fuera una de las que llevaba a alguien a casa.
Hacia las dos y media de la madrugada la oí subir las escaleras. Tomé mi botella, pasé por la escalera de incendios y llegué a su ventana justo en el momento en que abría la puerta. No tenía intención de espiarla, iba a golpear en los cristales, pero cuando levantaba la mano para hacer saber mi presencia la vi tirar sus zapatos al aire y dar vueltas alegremente. Fue hasta el espejo y lentamente, pieza a pieza, empezó a quitarse su ropa, como en un strip-tease para sí misma. Bebí otro trago. Pero ya no podía llamar sin que ella supiese que la había estado espiando.
Volví a mi apartamento sin encender las luces. Mi primera idea era invitarla a mi casa, pero todo estaba demasiado limpio y ordenado —había demasiadas líneas rectas que ablandar— y sabía que aquí la cosa no marcharía. Salí pues al vestíbulo. Llamé a su puerta, primero suavemente, después más fuerte.
—¡La puerta está abierta! —gritó ella.
Llevaba una sucinta ropa interior, y estaba tendida en el suelo, los brazos en cruz y las piernas en el aire, apoyadas en el sofá. Inclinó la cabeza hacia atrás y me miró al revés.
—¡Charlie, querido! ¿Por qué andas sobre tu cabeza?
—No tiene importancia —dije, sacando la botella de su bolsa de papel—. Las líneas y los ángulos son demasiado rectos, y he pensado que te gustaría unirte a mí para ablandar algunos.
—Esto es lo mejor del mundo para ello —dijo—. Si te concentras en el calor que te sube desde lo más profundo del estómago, todas las líneas empezarán a ablandarse.
—Eso es lo que está ocurriendo.
—¡Magnífico! —saltó sobre sus pies—. A mí también me ocurre. He bailado con demasiados tipos esta noche. Hagamos que se ablande todo —tomó un vaso, y lo llené.
Mientras bebía, pasé un brazo a su alrededor y acaricié la piel de su desnuda espalda.
—¡Hey, muchacho! ¡Tranquilo! ¿Qué te bulle?
—Yo. Estaba esperando a que volvieras.
Se apartó.
—Oh, espera un minuto, Charlie, muchacho. Ya hemos intentado todo esto. Sabes que no ha dado resultado. Quiero decir que ya sabes que me gustas mucho y que te arrastraría hasta la cama ahora mismo si creyera que hay alguna oportunidad. Pero no quiero tomarme todo este trabajo por nada. Esto no es un juego, Charlie.
—Esta noche será muy distinto. Te lo prometo —antes de que pudiera protestar la había abrazado, la besaba, la acariciaba, excitándola bajo la presión de mi deseo a punto de estallar. Intenté soltar su sujetador, pero tiré demasiado fuerte e hice saltar el cierre.
—Cuidado, Charlie, mi suj…
—No te preocupes por tu suj… —jadeé, ayudándola a quitárselo—. Te compraré otro. Voy a recuperar todo el tiempo perdido las otras veces. Voy a hacerte el amor toda la noche.
Me apartó de ella.
—Charlie, nunca te había oído hablar así. Y deja de mirarme como si quisieras tragarme entera —tomó una blusa de sobre una silla y se cubrió con ella—. Me das la sensación de estar desnuda.
—Quiero hacer el amor contigo. Esta noche puedo. Lo sé… lo siento. No me rechaces, Fay.
—Vamos —murmuró—, bebe otro trago.
Tomé uno, le llené otro a ella, y mientras lo bebía cubrí sus hombros y su cuello de besos. Su respiración se hizo jadeante a medida que mi excitación la ganaba.
—Por Dios, Charlie, si me pones en este estado y luego me decepcionas otra vez no sé lo que voy a hacer. Yo también soy un ser humano, ¿sabes?
La atraje hacia el sofá, sobre el montón de vestidos y ropa interior.
—Aquí en el sofá, no Charlie —dijo, debatiéndose para ponerse en pie—. Vamos a la cama.
—Aquí —insistí, arrancando la blusa de sus manos.
Me miró, puso su vaso en el suelo, se despojó del resto de su ropa, y estuvo completamente desnuda ante mí.
—Voy a apagar la luz —murmuró.
—No —dije, atrayéndola de nuevo sobre el diván—. Quiero mirarte.
Me besó largamente y me apretó muy fuerte entre sus brazos.
—No me decepciones esta vez, Charlie. No debes hacerlo.
Su cuerpo se relajó lentamente, acercándose al mío, y supe que esta vez nada vendría a paralizarme. Sabía qué hacer y cómo hacerlo. Gimió y jadeó y pronunció mi nombre.
Por un momento tuve la glacial sensación de que él estaba observándome. Por encima del brazo del sofá percibí un rostro que me miraba desde la oscuridad, más allá de la ventana… allá donde, pocos minutos antes, me había acurrucado yo. Un cambio de percepción, y me encontré en la escalera de incendios, mirando a un hombre y a una mujer juntos, haciendo el amor en un sofá.
Con un violento esfuerzo de voluntad volví al sofá, con ella, consciente de su cuerpo desnudo y cálido contra el mío, de mi propia fiebre y de mi urgencia. Vi de nuevo el rostro contra los cristales, observando ávidamente. Y me dije a mí mismo: anda, pobre bastardo… mira. Me da lo mismo.
Y sus ojos se abrieron enormemente cuando lo vio.
29 de junio. Antes de volver al laboratorio voy a terminar las investigaciones que inicié después de mi huida del Congreso. He llamado a Landsdorff al New Institute for Advanced Study sobre la posibilidad de utilizar pares de iones producidos por efecto fotonuclear, para investigaciones exploratorias en biofísica. Al principio creyó que yo era un desequilibrado, pero después que le señalé los fallos de su articulo en el New Institute Journal me habló durante casi una hora por teléfono. Quiere que vaya a su Instituto para discutir mis ideas con su grupo de investigación. Quizá lo haga cuando haya terminado mi trabajo en el laboratorio… si me queda tiempo. Ésta es la cuestión, naturalmente. No sé de cuánto tiempo dispongo. ¿Un mes? ¿Un año? ¿El resto de mi vida? Depende de lo que descubra sobre los efectos psicofísicos secundarios del experimento.
30 de junio. He dejado de vagar por las calles ahora que tengo a Fay. Le he dado la llave de mi apartamento. Ella se ríe de esa necesidad que tengo de cerrar la puerta con llave, y yo me río del desorden que reina en su apartamento. Me ha advertido que no intente cambiarla. Su marido se divorció de ella, hace cinco años, porque no aceptaba que la molestara pidiéndole que guardara las cosas y mantuviera la casa en orden.
Así es como se enfrenta a todos los detalles de la vida que le parecen sin importancia. No quiere preocuparse por ellos. El otro día descubrí un montón de multas de estacionamiento en un rincón, tras un sillón… habría unas cuarenta o cincuenta. Cuando entró con la cerveza le pregunté por qué las coleccionaba.
—¡Oh, esto! —exclamó ella—. Cuando mi marido me envíe su maldito cheque tendré que pagar algunas. No sabes lo que me preocupan esas multas. Tengo que esconderlas tras este sillón, si no tendría una crisis de culpabilidad cada vez que las viera. ¿Pero qué quieres que haga una chica como yo? Vaya donde vaya, siempre encuentro algún disco. ¡Prohibido estacionar! ¡Prohibido estacionar!… No puedo entretenerme leyendo todos los discos cada vez que siento deseos de bajar del coche.
Así que le prometí que no intentaría cambiarla. Uno no se aburre con ella. Tiene un sentido del humor maravilloso. Pero, sobre todo, un carácter abierto e independiente. Lo único que puede llegar a cansar en ella a la larga es su loca pasión por el baile. Esta semana hemos salido todas las noches, hasta las dos o las tres de la madrugada. No tengo tanta energía como para mantener este ritmo.
No estoy enamorado… pero ella es importante para mí. Ha llegado un momento en que espío el ruido de sus pasos en el vestíbulo, cada vez que sale.
Charlie ha dejado de observarnos.
5 de julio. He dedicado mi primer concierto para piano a Fay. Primero se mostró entusiasmada con la idea de tener una obra dedicada a ella, pero no creo que le haya gustado realmente. Lo cual demuestra simplemente que no se puede tener todo lo que uno busca en una sola mujer. Un argumento más para la poligamia.
Lo importante es que Fay es brillante y atrevida. Hoy he sabido por qué le faltó tan pronto dinero este mes. Algunos días antes de que nos conociéramos había simpatizado con una chica que encontró en el Stardust Ballroom. Cuando le dijo que no tenía familia en la ciudad, que estaba en las últimas y que no tenía ni un lugar donde ir a dormir, Fay la invitó a instalarse en su apartamento. Dos días después la chica descubrió los doscientos treinta y dos dólares que Fay había puesto en el cajón de su tocador y desapareció con ellos. Fay no había presentado ninguna denuncia a la policía… y, por otro lado, ni siquiera sabía el nombre de la chica.
—¿Qué hubiera conseguido con ir a contarle todo esto a la policía? —me dijo al contármelo—. Supongo que la pobre chica debía tener malditamente necesidad de dinero para hacer algo así. No voy a amargar su vida por un puñado de dólares. No soy rica ni nada de eso, pero no puedo hacerle una cosa así… comprende lo que quiero decir.
Comprendía muy bien lo que quería decir.
Nunca había encontrado a alguien tan abierto y tan fiado como Fay. Ella es lo que más necesito actualmente. Estoy hambriento de un contacto humano.
8 de julio. No tengo mucho tiempo para trabajar, tras todas esas noches de club en club y con la boca hecha madera todas las mañanas. Sólo gracias a las aspirinas y a un mejunje que me ha preparado Fay he podido terminar mi análisis lingüístico de las formas verbales del urdu y enviar mi artículo al International Linguistics Bulletin. Lo siento por los lingüistas de la India con sus magnetófonos, pues hundo toda la estructura de su metodología.
No puedo dejar de admirar a los lingüistas estructuralistas, que se han construido un método lingüístico fundado en el deterioro del lenguaje escrito. Son otro ejemplo de esos tipos que consagran su vida a estudiar más y más sobre cosas más y más pequeñas… llenando volúmenes y bibliotecas con el sutil análisis lingüístico del gruñido. No tengo nada en contra de esto, pero no es necesario buscar una excusa para destruir la estabilidad del lenguaje.
Alice llamó hoy para saber cuándo volvería al laboratorio. Le he dicho que quería terminar los trabajos que había comenzado y que esperaba a obtener la autorización de la Fundación Welberg para mis investigaciones personales. Sin embargo, ella no deja de tener razón… debo tomar en cuenta el tiempo.
Fay continúa queriendo ir a bailar a toda hora. La última noche comenzamos a beber y a bailar en el White Horse Club, y de allí al Benny’s Hideaway, y de allí al Pink Slipper… y después de éste ya no recuerdo los lugares, pero bailamos hasta que ya casi no me tenía en pie. Mi capacidad de beber debe haber aumentado, ya que estaba casi borracho cuando Charlie hizo su aparición. No puedo recordarlo haciendo un absurdo número de zapateado en el escenario del Allakazam Club. Fue muy aplaudido antes de que el director nos echara, y Fay dice que todo el mundo pensó que yo era un maravilloso actor y que gustó mucho mi imitación del idiota.
¿Qué diablos pasó entonces? Sé que me dolieron mucho los riñones. Creía que era por haber bailado tanto, pero Fay dice que me caí de ese maldito sofá.
El comportamiento de Algernon se ha vuelto errático. Minnie parece tener miedo de su compañero.
9 de julio. Hoy ha ocurrido algo terrible. Algernon ha mordido a Fay. La había prevenido de que no jugara con él, pero ella quería pese a todo darle de comer. Habitualmente, cuando ella entra en la habitación, Algernon levantaba la cabeza y corría hacia Fay. Hoy ha sido distinto. Estaba al otro lado de la jaula, hecho una pelota de pelos blancos. Cuando Fay pasó su mano por la puerta de la parte superior de la caja, Algernon tuvo un movimiento temeroso y se apretujó en su rincón. Intentó atraerlo abriendo la barrera del laberinto y, antes de que pudiera decirle que lo dejara tranquilo, cometió la equivocación de intentar cogerlo. Le mordió el pulgar. Después nos miró, furioso, y huyó por el laberinto.
Encontramos a Minnie al otro lado, en el departamento de llegada. Tenía una sangrante herida en el cuello, pero estaba viva. En el momento en que iba a sacarla de allá llegó Algernon y quiso morderme. Sus dientes se cerraron al extremo de mi manga y se agarró a ella hasta que le hice soltar su presa sacudiéndola.
Se calmó poco después. Lo estuve observando durante casi una hora. Parece apático y confundido, y, aunque sigue resolviendo nuevos problemas sin recompensa, su modo de actuar es extraño. En lugar de movimientos prudentes, determinados, a lo largo de los corredores del laberinto, sus actos son precipitados y desordenados. Muchas veces toma un recodo demasiado aprisa y se da de hocicos contra una barrera. Da la extraña sensación de que está dominado por la urgencia.
Dudo en formular un juicio precipitado. Todo esto puede deberse a muchas razones. Pero ahora debo llevarlo de nuevo al laboratorio. Reciba o no la autorización de la Fundación Welberg para mis investigaciones particulares, mañana por la mañana iré a ver a Nemur.