INFORME DE PROGRESOS 12

5 de junio. El profesor Nemur está disgustado porque en quince días no le he entregado ningún Informe de Progresos (y tiene razón puesto que la Fundación Welberg ha empezado a pagarme un sueldo a fin de que no tenga que buscar un empleo). La Convención Internacional de Psicología de Chicago tendrá lugar dentro de apenas una semana. El profesor quiere que su informe preliminar sea tan completo como sea posible, ya que Algernon y yo somos las piezas fundamentales de su exposición.

Nuestras relaciones se están haciendo cada vez más tensas. La forma constante que tiene de hablar de mí como si fuera un animal de laboratorio me desagrada. Me da la sensación de que, antes de la experiencia, no era realmente un ser humano.

Le dije a Strauss que estaba demasiado ocupado en pensar, leer y hurgar en mí mismo para comprender lo que soy realmente, y que escribir era un proceso tan lento que me impacientaba ante la necesidad de expresar mis ideas de este modo. Seguí su consejo de aprender a escribir a máquina y ahora que puedo escribir a cuatrocientas pulsaciones por minuto me es más fácil trasladar mis ideas al papel.

Strauss ha llamado de nuevo mi atención sobre la necesidad de hablar y escribir sencilla y claramente a fin de que todo el mundo pueda comprenderme. Me ha recordado que a veces el lenguaje es un obstáculo en lugar de un medio de comunicación. Es irónico que me encuentre así al otro lado de la barrera intelectual.

Veo ocasionalmente a Alice, pero no hablamos de lo que pasó. Nuestras relaciones siguen siendo platónicas. Pero durante tres noches desde que dejé la panadería tuve pesadillas. Es difícil creer que hace ya dos semanas de eso.

Me veo perseguido durante la noche por formas fantasmales a través de las calles desiertas. Y aunque corro en dirección a la panadería la puerta está cerrada, y los que están dentro ni siquiera me miran. En el escaparate, los novios del pastel de bodas me señalan con el dedo y se ríen, y el aire se llena de risas hasta tal punto que no puedo soportarlo, y los dos cupiditos agitan sus flechas encendidas. Grito. Golpeo la puerta, pero no se produce ningún ruido. Veo a Charlie mirándome, con los ojos desorbitados, desde dentro de la panadería. ¿O será mi propio reflejo? Cosas inconcretas se agarran a mis piernas y me arrastran hacia las sombras de un callejón y, cuando empiezan a extenderse como lodo sobre mí, me despierto.

En otras ocasiones el escaparate de la panadería se abre sobre el pasado y, mirando a su través, veo otras cosas y otras gentes.

Es extraordinario cómo se desarrolla mi facultad memorística. Aún no puedo controlarla enteramente pero a veces, cuando leo o trabajo en un problema, siento una intensa sensación de claridad.

Sé que es una especie de señal de alerta subconsciente y ahora, en vez de esperar a que el recuerdo acuda a mí, cierro los ojos y voy en su busca. Eventualmente, terminaré por conseguir controlar por completo mi memoria, y podré explorar no solamente el conjunto de mis experiencias pasadas sino también todos los poderes no utilizados de la mente.

Incluso ahora, cuando pienso en ello, logro oír el más intenso silencio. Veo el escaparate de la panadería… tiendo la mano para tocarlo… está frío, vibra y el cristal se vuelve caliente… arde… me quema los dedos. El escaparate que refleja mi imagen cambia de tonalidad y, cuando se convierte en un espejo, veo al pequeño Charlie Gordon —tiene catorce o quince años— que me mira a través de la ventana de su casa, y es doblemente extraño darme cuenta de lo distinto que era…

Ha esperado a su hermana al salir de la escuela y, cuando la ve llegar por la esquina de Marks Street le hace un gesto, la llama y se precipita a su encuentro.

Norma agita un papel.

—He tenido una A en mi examen de historia. Me sabía todas las respuestas. La señora Baffin ha dicho que era el mejor examen de toda la clase.

Era una chica guapa, con sus cabellos castaños cuidadosamente trenzados y enrollados alrededor de su cabeza como una corona, y cuando mira a su hermano mayor, su sonrisa se borra y se aleja dando saltitos, dejándolo atrás mientras sube de un salto los peldaños y entra a la casa.

Él la sigue sonriendo.

Su madre y su padre están en la cocina y Charlie, aún excitado por la buena noticia, la proclama antes de que ella tenga posibilidad de hacerlo.

—¡Ha sacado una A! ¡Ha sacado una A!

—¡No! —grita Norma—. Tú no. Tú no tienes que decirlo. Soy yo quien ha tenido la buena nota, y debo decirlo yo misma.

—Espera un momento, querida —Matt deja su periódico y le habla seriamente—. Ésta no es manera de hablar a tu hermano.

—¡No tiene ningún derecho a decirlo!

—Es algo que no tiene importancia —Matt agita un dedo ante ella—. No ha querido hacer ningún mal, y no tienes por qué gritarle así.

Ella se vuelve hacia su madre para que la apoye.

—He tenido una A, la mejor nota de la clase. ¿Podré tener un perrito? Me lo prometiste. Me dijiste que, si sacaba buenas notas en los exámenes, lo tendría. He sacado una A. Me gustaría un perrito castaño con manchas blancas. Y lo llamaré Napoleón, pues ésta es la pregunta que he respondido mejor en mi examen. Napoleón perdió la batalla de Waterloo.

Rose se levanta.

—Ve a jugar al porche con Charlie. Te ha esperado más de una hora para volver contigo del colegio.

—No tengo ganas de jugar con él.

—Ve al porche —dice Matt.

Norma mira a su padre, después a Charlie.

—No tengo ninguna obligación. Mamá dice que no estoy obligada a jugar con él y no quiero.

—Cuidado con lo que dices, jovencita —Matt se levanta de su silla y se acerca a ella—. Pídele perdón a tu hermano.

—No tengo por qué hacerlo —gruñe, corriendo detrás de la silla de su madre—. Es como un crío. No sabe jugar al Monopoly, ni a las damas, ni a nada… todo lo entiende al revés. No quiero jugar más con él.

—¡Entonces vete a tu habitación!

—¿Me compraréis un perrito, mamá?

Matt da un puñetazo sobre la mesa.

—No habrá ningún perro en esta casa mientras mantengas esta actitud, jovencita.

—Yo le prometí un perro si sacaba buenas notas en la escuela…

—¡Uno castaño y con manchas blancas! —añade Norma.

Matt señala a Charlie, junto a la pared.

—Tal vez hayas olvidado que le dijiste a tu hijo que no podía tener ningún perro porque no teníamos sitio ni a nadie que se ocupara de él. ¿Recuerdas? Cuando pidió un perro, ¿recuerdas lo que dijiste?

—Pero yo misma me ocuparé de mi perro —insiste Norma—. Le daré de comer, y lo lavaré, y lo sacaré a pasear…

Charlie, que se había mantenido junto a la mesa, jugando con su gran botón rojo atado al extremo de un hilo exclama de pronto:

—¡Yo la ayudaré a cuidar del perro! ¡Yo la ayudaré a darle de comer, y a cepillarlo, y lo defenderé para que los demás perros no lo muerdan!

Pero antes de que Matt o Rose puedan responder, Norma estalla:

—¡No! ¡Será mi perro! ¡Exclusivamente mío!

Matt inclina la cabeza.

—¿Lo ves?

Rose se sienta cerca de su hija y le acaricia las trenzas para calmarla.

—Vamos, hay que compartir las cosas, querida. Charlie puede ayudarte a cuidar…

—¡No! ¡Será mío, sólo mío!… ¡Soy yo quien ha sacado una A en historia, no él! Él no ha conseguido nunca buenas notas como yo. ¿Por qué tiene que ayudarme a cuidar de mi perro? Luego el perro lo querrá a él más que a mí y ya no será mi perro sino su perro. ¡No! Si no puedo tener un perro para mí sola no lo quiero.

—Bueno, ya está todo solucionado —dice Matt, volviendo a tomar su periódico y sentándose—. No habrá perro.

Bruscamente, Norma salta del sofá, toma la prueba de historia que ha traído tan orgullosamente a casa hace apenas unos instantes, la rompe en mil pedazos y arroja éstos a la cara de Charlie.

—¡Te odio! ¡Te odio!

—¡Norma, quieta ahora mismo! —Rose la sujeta, pero ella se libra de sus manos.

—¡Y odio la escuela! ¡La odio! No estudiaré más, me volveré tan estúpida como él. Olvidaré todo lo que he aprendido y seré exactamente como él. —Se precipita fuera de la habitación gritando—: ¡Comienzo desde ahora mismo: lo olvido todo… todo… ya no recuerdo nada de lo que he aprendido!

Rose, asustada, corre tras ella. Matt se queda sentado, mirando fijamente el periódico sobre sus rodillas. Charlie, aterrado por aquella crisis de cólera y de gritos, se hunde en una silla y gime suavemente. ¿Qué es lo que ha hecho mal esta vez? Y, sintiendo la humedad en su pantalón y notándola resbalar a lo largo de su pierna, se queda allá, esperando la bofetada que sabe va a recibir cuando vuelva su madre.

La escena se borra pero, a partir de este momento, Norma pasó todos sus ratos libres con sus amigas o jugando sola en su habitación. Tenía siempre la puerta cerrada, y yo tenía prohibido entrar sin su permiso.

Recuerdo haber oído una vez a Norma, que jugaba en su habitación con una de sus amigas, gritar:

—¡No es mi verdadero hermano! Es un chico al que recogimos porque sentimos lástima de él. Mamá me lo ha dicho y me ha dicho que podía decirle a todo el mundo que no es en absoluto mi hermano.

Quisiera que este recuerdo fuera una fotografía para poder romperla en mil pedazos y arrojárselos a la cara. Querría poder llamarla a través de los años y decirle que nunca tuve intención de privarla de su perro. Hubiera podido tenerlo sólo para ella y yo no le hubiera dado de comer, no lo hubiera cepillado, no hubiera jugado con él… no hubiera hecho nada que pudiera conseguir que me quisiera más que a ella. Sólo quería que ella continuara jugando conmigo como antes. Nunca se me hubiera ocurrido pensar nada que pudiera causarle la más pequeña pena.

6 de junio. Hoy he tenido mi primera disputa seria con Alice. Ha sido culpa mía. Quería verla. A menudo, después de un recuerdo o un sueño que me ha alterado, me siento mejor si hablo con ella… o simplemente estoy cerca de ella. Pero me he equivocado, yéndola a buscar a su Centro.

No había vuelto al Centro de Adultos Retrasados desde mi operación, y sentía grandes deseos de volver a verlo. Está situado en la calle 23, al este de la Quinta Avenida, en una vieja escuela que es utilizada desde hace cinco años por la Clínica de la Universidad Beekman como centro experimental de educación, y donde se dan cursos especiales para retrasados. A la entrada, una brillante placa de bronce, enmarcada en la vieja verja de puntas, dice: C. A. R anexo a la Universidad Beekman.

Su clase terminaba a las ocho, pero quería ver el aula donde —no hace tanto tiempo— me esforzaba dificultosamente ante lecturas sencillas, o escribiendo, o devolviendo el cambio de un dólar.

Entré, fui hasta la puerta y, desde fuera, miré por los cristales. Alice estaba en su mesa; en una silla, cerca de ella, había una mujer de rostro delgado a quien no reconocí. Tenía el ceño fruncido por una evidente incomprensión, y me pregunté qué era lo que Alice intentaba explicarle.

Mike Dorni estaba en su silla giratoria junto a la pizarra y Lester Braun estaba sentado en primera fila, como siempre. Alice decía que era el más inteligente de la clase. Lester había aprendido fácilmente lo que a mí me había costado tanto esfuerzo, pero no venía más que cuando tenía ganas y muchas veces prefería no venir para poder ganar algo de dinero encerando suelos. Pienso que si hubiera demostrado más interés —si hubiera sido tan importante para él como lo había sido para mí— lo hubieran elegido a él para la experiencia. Había también rostros nuevos, gente a la que no conocía.

Finalmente, tuve el valor de entrar.

—¡Es Charlie! —exclamó Mike, haciendo girar su silla.

Le hice un gesto con la mano. Bernice, la guapa rubia de mirada vacía, levantó sus ojos y sonrió vagamente.

—¿Dónde estabas, Charlie? Llevas un bonito traje.

Los que me recordaban me saludaron muy efusivamente, y yo les respondía. De pronto, por la expresión de Alice, supe que estaba disgustada.

—Son casi las ocho —anunció—. Es hora de recoger.

Cada uno de ellos tenía su tarea asignada, recoger la tiza, los borradores, los papeles, los libros, los lápices, los cuadernos, los tubos de pintura, el material escolar. Cada cual conocía su trabajo y estaba orgulloso de hacerlo bien. Todos se pusieron manos a la obra menos Bernice. Me miraba con los ojos muy abiertos.

—¿Por qué Charlie ya no viene a la escuela? —preguntó—. ¿Qué es lo que ocurre, Charlie? ¿Vas a volver a venir?

Los otros me miraron. Miré a Alice, esperando que ella respondiera por mí, y hubo un largo silencio. ¿Qué podía decirles que no les lastimara?

—Sólo he venido a haceros una visita —dije.

Una de las chicas soltó una risita sorda… Francine, que siempre le daba preocupaciones a Alice. Había tenido tres niños antes de cumplir los dieciocho años y que sus padres se decidieran por una histeroctomía. No era bonita —mucho menos atractiva que Bernice—, pero había sido un juguete fácil para montones de hombres que le pagaban cualquier chuchería o una sesión de cine.

Vivía en una pensión reconocida por el asilo Warren para los que trabajaban fuera, y tenía permiso para salir por la noche a fin de venir a la clase. Por dos veces no había acudido, se había dejado convencer por algún hombre en el camino, y ahora no podía salir más que acompañada.

—Ahora habla como un señor importante —cloqueó.

—Ya basta —interrumpió Alice—. La clase ha terminado. Hasta mañana a las seis.

Cuando todos se hubieron ido vi, por la manera como metía bruscamente sus cosas en el cajón, que estaba enfadada.

—Lo siento —dije—. Había pensado esperarla abajo pero he sentido deseos de ver mi vieja aula. Mi alma mater. Quería simplemente mirar a través de los cristales. Pero, sin darme cuenta, he entrado. ¿Qué es lo que la molesta?

—Nada… no hay nada que me moleste.

—Vamos. Su disgusto es desproporcionado con lo que ha pasado.

Dejó violentamente sobre la mesa el libro que tenía en las manos.

—De acuerdo: ¿Quieres saberlo? Ya no eres el mismo. Has cambiado. Y no hablo de tu C. I. Hablo de tu actitud hacia la gente… ya no eres el mismo tipo de ser humano.

—¡Oh, vamos! No…

—¡No me interrumpas! —la cólera de su voz me hizo retroceder—. Te estoy diciendo lo que pienso. Antes había en ti algo… no sé… un calor, una franqueza, una bondad, que hacía que todo el mundo te quisiera y le gustara que estuvieras con ellos. Ahora, con toda tu inteligencia y toda tu ciencia, hay diferencias que…

Ya no pude oír más.

—¿Pero qué esperaba usted? ¿Había creído que seguiría siendo un muñeco dócil, haciendo el tonto y lamiendo el pie que lo golpea? Claro que todo esto ha cambiado en mí, y también la manera en que me veo a mí mismo. Ya no estoy obligado a aceptar las tonterías que me han hecho tragar toda mi vida.

—La gente no ha sido mala contigo.

—¿Qué sabe usted? Escuche, los mejores de entre ellos no eran más que condescendientes, desdeñosos… se servían de mí para creerse superiores y seguros de sí mismos dentro de sus propios límites. Cualquiera puede sentirse inteligente junto a un débil mental.

Desde el momento en que dije esto supe que no le iba a gustar.

—A mí también me incluyes en esta categoría, supongo.

—No sea absurda. Sabe muy bien que…

—De acuerdo que, en un cierto sentido, creo que tienes razón. A tu lado me siento más bien obtusa. Ahora cada vez que nos vemos, cuando me separo de ti vuelvo a mi casa con la miserable sensación de ser de lenta comprensión con respecto a todo. Pienso en todo lo que he dicho y descubro todas las cosas brillantes y espirituales que hubiera debido decir, y siento deseos de abofetearme por no haberlas expresado cuando estaba contigo.

—Eso le ocurre a todo el mundo.

—Me doy cuenta de que deseo causarte buena impresión, mientras que nunca antes había sentido esta necesidad. Estar ahora contigo me quita toda confianza en mí misma. Busco constantemente motivos a cada uno de mis actos.

Intenté apartarla de este tema, pero volvía sin cesar a él.

—Escuche —dije finalmente—, no he venido aquí para pelearnos. ¿Me permite que la acompañe hasta casa? Necesito a alguien a quien hablar.

—Yo también. Pero ahora ya no puedo hablarte. Todo lo que puedo hacer es escuchar y mover la cabeza y pretender que lo comprendo todo sobre las variaciones culturales, las matemáticas neobooleanas y la lógica post-simbólica, y cada vez me siento más estúpida. Cuando te vas de mi casa, me miro al espejo y me grito: «¡No es que te vuelvas más estúpida cada día! ¡No pierdes inteligencia! ¡No te vuelves senil o idiota! Es Charlie, la rapidez con que evoluciona, lo que hace creer en tu regresión». Eso es lo que me digo, Charlie, pero cada vez que nos vemos y me hablas mirándome con este aire impaciente, sé que te estás burlando.

»Y cuando me explicas cosas y no puedo retenerlas, crees que es porque no me interesan y no quiero molestarme en ello. Pero no sabes cómo me torturo cuando te has ido. No sabes los libros sobre los que me he esforzado, las conferencias a las que he asistido en la universidad, y sin embargo, cada vez que hablo, veo tu impaciencia, como si todo lo que digo no fueran más que futilidades. Quise que fueras inteligente. Quería ayudarte y compartirlo contigo… y ahora me has relegado de tu vida.

Mientras escuchaba lo que me decía comencé a descubrir la enormidad de la situación. Había de tal modo estado absorbido en mí mismo y en todo lo que me pasaba que nunca se me había ocurrido pensar en lo que le pasaba a ella.

Alice lloraba en silencio cuando abandonamos la escuela, y yo no sabía qué decirle. A lo largo de todo el trayecto en el autobús reflexioné acerca del cambio que se había producido en la situación. Ella tenía pánico de mí. El puente se había hundido bajo nuestros pies y el abismo se abría bajo nosotros, y la corriente de mi inteligencia me arrastraba rápidamente hacia el fondo.

Ella tenía razón en rehusar estar conmigo y torturarse. Ya no teníamos nada en común. La más sencilla conversación se había vuelto dificultosa. Y todo lo que quedaba ahora entre nosotros era un silencio forzado y un ardiente deseo insatisfecho, en una habitación con las cortinas echadas.

—Tienes un aspecto muy serio —dijo, saliendo de su mutismo y mirándome.

—Estoy pensando en nosotros.

—Esto no tiene que ponerte tan serio. No quiero atormentarte. Estás atravesando una gran prueba —se esforzaba en sonreír.

—Pero me atormento. Y no sé qué hacer.

En el camino entre la parada del autobús y su casa, me dijo:

—No iré a la Convención contigo. He telefoneado al profesor Nemur esta mañana y se lo he dicho. Tendrás mucho que hacer allí. Encontrar a gente interesante, el placer de ser por un momento el centro de la atención… no quiero ser un estorbo.

—Alice…

—… y pese a lo que puedas decirme ahora, sé lo que sentiría si fuera; así que, si me lo permites, me agarraré a lo que me queda de personalidad… Gracias.

—Está dando a las cosas una importancia que no tienen. Estoy seguro de que, si quisiera…

—¿Sabes? ¿Estás seguro? —se giró junto a la escalinata de su casa y me echó una mirada furiosa—. ¡Oh, te has vuelto insoportable! ¿Cómo puedes saber lo que yo siento? Te tomas demasiadas libertades con las mentes de los demás. No puedes decir qué siento, cómo ni por qué.

Tuvo un sobresalto, y después me miró de nuevo y dijo con voz temblorosa:

—Estaré aquí cuando vuelvas. Estoy muy nerviosa, eso es todo, y querría que ambos tuviéramos ocasión de reflexionar durante el tiempo que estemos lejos el uno del otro.

Por primera vez desde hacía semanas, no me invitó a entrar. Miré la puerta cerrada y sentí cómo la cólera subía en mi interior. Hubiera querido hacer una escena, golpear la puerta, hundirla. Hubiera querido que mi cólera prendiera fuego a la casa.

Pero, mientras me alejaba, sentí una especie de apaciguamiento, luego la vuelta a la calma y finalmente un alivio. Andaba tan aprisa que parecía que lo arrastraba todo a mi paso a lo largo de las calles, y la sensación que golpeaba mis mejillas era la de la fresca brisa de un día de verano. De pronto era libre.

Me di cuenta de que mis sentimientos por Alice habían retrocedido ante el torrente de mi adquisición de conocimientos, había pasado de la adoración al amor, al afecto, a un sentimiento de gratitud y responsabilidad. Lo que sentía confusamente por ella me había retenido hacia atrás, y me había agarrado a ella por miedo a encontrarme libre y solo, a la deriva.

Pero con la libertad nacía una tristeza. Deseaba amarla.

Quería dominar mis pánicos emocionales y sexuales. Casarme, tener hijos, fundar un hogar.

Ahora es imposible. Estoy tan lejos de Alice, con mi C. I. de 185, como lo estaba cuando tenía un C. I. de 70. Y, esta vez, ambos lo sabemos.

8 de junio. ¿Qué es lo que me hace salir de mi apartamento para errar a través de la ciudad? Voy a la ventura por las calles… no como si me paseara para despejarme en la noche de verano sino con una prisa ansiosa de ir… ¿dónde? Me meto por callejuelas, miro las entradas de las casas, las ventanas de persianas medio bajadas, quisiera encontrar a alguien con quién hablar, y sin embargo tengo miedo de tropezarme con alguien. Subo por una calle, bajo por otra, a través de un laberinto sin fin, golpeando una y otra vez contra los barrotes de neón de esa jaula que es la ciudad. Estoy buscando… ¿qué? Encontré a una mujer en el Central Park. Estaba sentada en un banco, cerca del lago, con un abrigo apretado a su alrededor pese al calor. Me sonrió y me hizo señas para que me sentara a su lado. Contemplamos en la noche la brillante silueta del Central Park Sur, las hileras e hileras de luces, y yo hubiera querido que me impregnaran totalmente.

Sí, le dije, vivía en Nueva York. No, nunca había ido a Newport News, Virginia. Ella era de allá, allá se había casado con un marino que en estos momentos estaba en alta mar y al que no había visto desde hacía dos años.

Retorcía y anudaba su pañuelo, del que se servía de tanto en tanto para enjugar las gotas de sudor de su frente. Incluso en la difusa luz reflejada por el lago podía ver que iba muy maquillada, pero era atractiva, con su cabello lacio y oscuro suelto sobre sus hombros… excepto por su rostro un poco abotagado, como si apenas acabara de levantarse. Tenía ganas de hablar, y yo tenía ganas de escuchar.

Su padre le había dado un nombre honorable, un hogar acogedor, una buena educación, todo lo que un patrón de astillero le puede dar a una hija única, pero no la había perdonado nunca. Nunca le perdonaría el que se hubiera fugado con aquel marino.

Tomó mi mano mientras hablaba, y posó su cabeza en mi hombro.

—La noche de mi boda con Gary —murmuró—, yo no era más que una pobre chica virgen aterrorizada. Esto lo volvió literalmente loco. Primero me abofeteó y me pegó y luego me tomó sin siquiera hacer el amor. Fue la única vez. Nunca más le he dejado tocarme.

Probablemente se dio cuenta por el temblor de mi mano que yo estaba asustado. Era demasiado brutal, demasiado íntimo para mí. Al sentir el estremecimiento de mi mano, ella la apretó más fuerte, como si necesitara terminar su historia antes de poder dejarme marchar. Era importante para ella, y yo me quedé allí sin moverme, como se queda uno sentado ante un pajarito que viene a comer a tu mano.

—No es que no me gusten los hombres —dijo, mirándome con ojos muy abiertos—. Me he acostado con otros hombres después. No con él, pero con muchos otros. La mayoría de ellos son atentos y delicados con una mujer. Hacen el amor suavemente, con besos y caricias primero. —Me echó una elocuente mirada, y su mano erró sobre la mía.

Era aquello lo que había oído decir, lo que había leído, en lo que había soñado. No sabía su nombre y ella no me preguntaba el mío. Quería simplemente que la llevara a alguna parte donde estuviéramos solos. Me pregunté qué pensaría Alice de aquello.

La acaricié torpemente y la besé aún más torpemente. Me miró.

—¿Qué ocurre? —murmuró—. ¿En qué estás pensando?

—En ti.

—¿Tienes algún lugar donde podamos ir?

Cada paso adelante debía ser prudente. ¿En qué momento se hundiría el suelo bajo mis pies y me sumergiría en la ansiedad? Sin embargo, el instinto me empujaba a avanzar para tantear el terreno.

—Si no tienes ningún lugar, el Mansion Hotel, en la calle 53, no es muy caro. No hay problemas con no llevar equipaje si pagas por anticipado.

—Tengo habitación propia…

Me miró con un nuevo respeto.

—Oh, entonces todo va bien.

Aún nada. Y era algo curioso. ¿Hasta dónde podría ir sin sentirme invadido por los síntomas del pánico? ¿Cuando estuviéramos solos en la habitación? ¿Cuando la viera desnuda? ¿Cuando estuviéramos acostados juntos?

De pronto fue importante para mí el saber si podía ser como los demás hombres, si alguna vez le podría pedir a una mujer que compartiera mi vida. Tener la inteligencia y el saber ya no era suficiente. También quería aquello. Mi sentimiento de liberación y de relajamiento se veían ahora reforzados por la sensación de que era posible. La excitación que me invadió cuando la besé de nuevo produjo su efecto, estuve seguro de poder actuar normalmente con ella. Era distinta de Alice. Era una mujer que había vivido.

Entonces el tono de su voz cambió, inseguro.

—Antes de que vayamos allí… hay algo…

Se levantó, avanzó un paso en la difusa luz, abrió su abrigo y pude ver que la forma de su cuerpo no era la que había imaginado mientras estuvimos sentados uno al lado del otro en la oscuridad.

—Solo es el quinto mes —dijo—. No impide nada. No le ves ningún inconveniente, ¿verdad?

Allí de pie, con su abrigo abierto, parecía como una doble exposición sobre la imagen de una mujer de mediana edad que salía del baño y abría su bata para mostrarse a Charlie. Me quedé paralizado, como un blasfemo esperando el rayo que va a golpearle. Desvié la vista. Era lo último que hubiera podido esperar, pero el abrigo apretado en torno a su cuerpo en una noche tan cálida hubiera debido hacerme suponer algo.

—No es de mi marido —dijo—. No te he mentido. Hace años que no lo he visto. Es de un viajante de comercio que conocí hace ocho meses. Vivía con él. No volveré a verlo, pero quiero el niño. Lo único que debemos hacer es ir con cuidado, nada de violencias ni nada parecido, pero excepto esto no tienes por qué preocuparte.

Su voz se apagó cuando vio mi cólera.

—¡Es asqueroso! —murmuré—. Debería sentir vergüenza de sí misma.

Se apartó, apretando rápidamente su abrigo en torno suyo para proteger lo que recubría.

Cuando hizo este gesto de protección, una segunda doble imagen apareció: mi madre, encinta de mi hermana, cuando ya no me tomaba en sus brazos, me mimaba menos con su voz, con sus manos, me defendía menos contra cualquiera que se atreviera a decir que yo no era normal.

Creo que la cogí por los hombros, no lo sé, no estoy seguro, y entonces ella gritó y volví bruscamente a la realidad con un sentimiento de peligro. Quise decirle que no había tenido intención de hacerle daño, ni a ella ni a nadie.

—¡Por el amor de Dios, no grite!

Pero ella seguía gritando, y oí pasos precipitados sonando en la oscuridad del sendero. Nadie entendería. Huí en la noche, en busca de una salida del parque, zigzagueando a través de un sendero, cambiando después a otro. No conocía el parque y de pronto golpeé contra una verja que me echó hacia atrás… un callejón sin salida. Después vi los columpios y los toboganes y me di cuenta de que era un parque infantil que estaba cerrado por la noche. Seguí la verja continuando mi huida, a medias corriendo, tropezando contra las raíces que surgían del suelo. Al llegar al lago, que penetraba en el parque infantil, tuve que volver hacia atrás, encontré otro sendero, pasé un puentecillo y descendí hasta llegar debajo de él. No había salida.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido, señora?

—¿Un maníaco?

—¿Se encuentra usted bien?

—¿Por qué lado ha huido?

Había vuelto al sitio de donde había partido. Me deslicé tras un promontorio de roca, hasta un seto, y me eché boca abajo en el suelo.

—Llamen a un policía. Nunca hay ningún policía cuando se le necesita.

—¿Qué ha ocurrido?

—Un degenerado. Ha intentado violarla.

—¡Hey, ahí hay unos que lo persiguen! ¡Ahí, miren como corre!

—¡Vamos! ¡Atrapemos a ese bastardo antes de que salga del parque!

—Cuidado. Lleva un cuchillo y un revólver… —Era evidente que los gritos habían hecho huir a los merodeadores nocturnos, pues el grito de «¡Ahí está!» se repitió como un eco a mis espaldas y, al mirar a través del seto, vi a un solitario fugitivo, perseguido por el camino iluminado, perderse en la oscuridad. Un instante después otro pasó ante las rocas y desapareció en la noche. Me vi cogido por aquella multitud hostil, molido a palos. Me lo merecía. Casi lo deseaba.

Me levanté, me sacudí las hojas y el polvo de mis ropas y me fui lentamente, siguiendo el camino por el que había venido. A cada segundo esperaba ser cogido por la espalda y arrojado al suelo en el polvo y la oscuridad, de pronto pude ver las brillantes luces de la calle 59 y la Quinta Avenida.

Al pensar ahora en ello, en la seguridad de mi habitación me siento estremecido por la estupidez que llegué a imaginar. El hecho de haber recordado a mi madre antes del nacimiento de mi hermana es ya horrible, pero el sentimiento de haber deseado que aquella gente me atraparan y me molieran a golpes lo es aún más. ¿Por qué quería ser castigado? De mi pasado surgen sombras y se agarran a mis piernas y siento que resbalo y me hundo. Abro la boca para gritar pero no tengo voz. Mis manos tiemblan, estoy helado y hay un zumbido lejano en mis oídos.