Poco a poco, con gran cuidado, con una mano siempre sobre la otra y un pie siempre bajo el otro, Chris fue bajando hasta el suelo, donde yo estaba, tendida de bruces, junto al borde del tejado, viéndole bajar. Había salido la luna y brillaba luminosa mientras él alargaba el brazo y hacía una señal convenida entre nosotros para que yo bajase también. Había observado cómo bajaba, de modo que podía imitar su método. Me dije a mí misma que aquello no era muy distinto de columpiarse en las cuerdas que habíamos atado a las vigas del ático. Los nudos eran gruesos y fuertes, y los habíamos hecho, con muy buen sentido, a una distancia de un metro unos de otros. Chris me había dicho que no mirase abajo una vez que saliera del tejado para poder concentrar mi atención en la tarea de llegar con el otro pie hasta tocar el de más abajo. Y en menos de diez minutos estaba en el suelo junto a Chris.
—¡Vaya! —murmuró, abrazándome fuertemente—. ¡Lo has hecho mejor que yo!
Estábamos en los jardines de atrás de Villa Foxworth, donde todas las habitaciones aparecían oscuras, aunque en esta parte reservada al servicio, encima del enorme garaje, todas las ventanas relucían de un amarillo brillante.
—Guíame, MacDuff, al agujero del baño —dije, en voz baja—, si es que sabes el camino.
Y tanto que sabía el camino. Mamá nos había contado cómo solía ella y sus hermanos escapar sin que les vieran para ir a bañarse con sus amigos.
Me cogió de la mano y avanzamos de puntillas, alejándonos de la enorme casa; me sentía muy rara por estar al aire libre, pisando el suelo, en una noche cálida de verano. Dejando a nuestros hermanos pequeños en una habitación cerrada con llave. Al cruzar un pequeño puente para peatones, nos dimos cuenta de que salíamos de la propiedad de los Foxworth, y nos sentimos felices, casi libres. A pesar de todo, teníamos que tener cuidado de que no nos viera nadie. Fuimos corriendo hacia el bosque, y hacia el lago de que nos había hablado mamá.
Eran las diez cuando subimos al tejado, y las diez y media cuando encontramos la pequeña laguna rodeada de árboles. Teníamos miedo de que hubiera allí gente que nos estropease la aventura, forzándonos a volver, insatisfechos, pero el agua del lago era suave, los vientos no la agitaban ni tampoco otros bañistas, o barcos de vela.
A la luz de la luna, bajo el cielo brillante y estrellado, miré aquel lago pensando que nunca había visto agua tan bella, ni una noche que me llenara de tal arrobamiento.
—¿Vamos a tirarnos desnudos? —preguntó Chris, mirándome de una manera rara.
—No, lo haremos en ropa interior.
Lo malo era que no tenía un solo sostén, pero, a pesar de todo, la pudibundez no iba a privarme de disfrutar de aquel agua iluminada por la luna.
—¡El último que se tire es un gallina! —grité.
Y salí corriendo, pero, mientras corría, pensé, no sé por qué, que el agua quizá estaría fría como el hielo, de modo que, con gran cuidado, metí primero uno de los dedos del pie, y, en efecto, ¡estaba fría como el hielo! Eché una ojeada a Chris, que venía detrás de mí, se había quitado el reloj de pulsera, dejándolo a un lado, y ahora se acercaba a la carrera. Venía tan rápidamente que, antes de que consiguiera tirarme al agua, ya estaba él detrás de mí, me dio una lección. Me tiré, sin más, pero de una sola vez mojándome entera, y no pasito a pasito, como habría preferido.
Estaba tiritando al salir a la superficie y ponerme a chapotear, buscando a Chris. Finalmente, vi que nadaba hacia un montón de rocas, y, por un momento, su silueta se destacó claramente. Levantó los brazos y se zambulló graciosamente en el centro mismo del lago desde las rocas, mientras me preguntaba, alarmada, qué ocurriría si el agua no era lo bastante profunda, ¿qué pasaría si chocaba contra el fondo y se rompía el cuello o la espalda?
Y esperé, y esperé… ¡pero no salía a la superficie!, Oh, cielos… estaba muerto… ahogado!
¡De pronto, me sentí cogida por los pies! Grité y me hundí, empujada hacia abajo por Chris, que pateaba con fuerza y nos sacó a los dos a la superficie, donde reímos, y yo le salpiqué la cara, por haberme hecho tal jugarreta.
—¿Verdad que aquí estamos mejor que en ese maldito cuarto tan caluroso? —preguntó, agitándose en el agua, como loco delirante, salvaje. Era como si aquel poquito de libertad se le hubiera subido a la cabeza como un vino muy fuerte, y trató de volverme a coger por las piernas y tirar de mí hacia abajo, pero esta vez le vi venir y no le dejé. Salió a la superficie y se puso a nadar de espaldas, y también sabía nadar al estilo mariposa, al crawl, y de lado, y cada estilo lo llamaba por su nombre, haciéndomelo ver.
—Este es el crol de espaldas —me explicó, haciéndolo, luciendo una técnica que yo nunca le había visto hasta entonces.
Salió a la superficie, después de bucear, y se puso a saltar en el agua, cantando:
—Danza, bailarina, danza… —Me echó agua en la cara, mientras yo le salpicaba a mi vez—: Y haz tu pirueta al ritmo de tu corazón dolorido…
Y esta vez me tenía cogida en un fuerte abrazo, y nos echamos a reír, gritando, y luchamos, como enloquecidos de volver a ser niños.
¡Oh, era maravilloso, en el agua, como una bailarina! Y de pronto me sentí cansada, sumamente cansada, tan cansada que estaba debilísima, y Chris me rodeó con un brazo y me ayudó a salir a la orilla.
Los dos nos dejamos caer sobre la orilla herbosa, y nos tendimos allí a hablar.
—Una zambullida más y volvemos a ver a los gemelos —dijo, tendido boca arriba sobre la suave pendiente, a mi lado.
Los dos estábamos mirando al cielo, lleno de estrellas brillantes y parpadeantes. Ya había salido la luna, en cuarto creciente, de un color entre dorado y plateado, y de pronto se zambulló, escondiéndose, jugando al escondite con las nubes largas, oscuras y extendidas.
—¿Y si no sabemos volver al tejado?
—Sabremos, porque no tenemos más remedio que subir.
Así era Christopher Dolí, el eterno optimista, echado a mi lado cuan largo era, con el pelo rubio pegado a la frente. Tenía la nariz igual que la de papá, apuntada ahora al cielo, con los labios gruesos tan bellamente formados que no necesitaba fruncirlos para darles un aire sensual, la barbilla cuadrada, fuerte, hendida, y el pecho que empezaba a ensanchársele…, y allí tenía yo el montículo de su creciente masculinidad, entre sus fuertes muslos, comenzando a hincharse. Había algo en los muslos fuertes y bien formados de los hombres que a mí me excitaba. Aparté la cabeza, incapaz de disfrutar del espectáculo de su belleza sin sentirme culpable y avergonzada.
Anidaban pájaros arriba, en las ramas de los árboles, y ahora se oían sus gorjeos soñolientos, que, sin saber por qué, me recordaban a los gemelos, lo que hizo que me pusiera triste y se me llenaron los ojos de lágrimas.
Había muchas luciérnagas, que mostraban sus luces posteriores intermitentemente, llamándose los machos a las hembras, y a la inversa.
—Oye, Chris, ¿es la luciérnaga hembra o el macho el que enciende las luces?
—No estoy seguro, la verdad —contestó, indiferente… Me parece que las encienden los dos, pero la hembra se queda en el suelo, haciendo señales, mientras el macho va volando por ahí, en su busca.
—¿Quieres decir que no lo sabes seguro, tú, que lo sabes todo?
—Cathy, déjate de sutilezas. Yo no lo sé todo, ni mucho menos —volvió la cabeza hacia mí y nuestros ojos se encontraron, y estuvimos mirándonos, y ninguno de los dos parecía poder apartar la mirada.
Brisas suaves llegaban del Sur, jugueteando con mi pelo y secándome las guedejas que me caían sobre el rostro. Las sentía, haciéndome cosquillas como pequeños besos, y una y otra vez sentí ganas de llorar, sin razón alguna, como no fuera por lo suave que era la noche, tan agradable, y yo estaba entonces en la edad de los anhelos románticos. Y la brisa me susurraba palabras amorosas al oído…, palabras que me decía a mí misma con temor que nadie me las diría nunca. Pero la noche era tan bella bajo los árboles, junto al agua rielante, iluminada por la luna, y suspiré, sintiendo que ya había estado allí alguna vez, sobre la hierba, junto al lago. Oh, qué extraños pensamientos pasaban por mi mente, mientras los insectos nocturnos susurraban y giraban y los mosquitos zumbaban y en algún lugar lejano ululaba la lechuza, retrotrayéndome de pronto a la noche en que llegamos allí, como fugitivos, escondiéndonos de un mundo que no nos quería.
—Chris, ya tienes casi diecisiete años, la misma edad que tenía papá cuando conoció a mamá.
—Y tú catorce, la misma edad que tenía ella —replicó él, con voz ronca.
—¿Crees en el flechazo a primera vista?
Él vaciló, pensándolo…, era su manera, no la mía.
—No soy autoridad en este tema. Pero recuerdo que, cuando estaba en el colegio, si veía a una chica guapa me enamoraba de ella enseguida, y luego, cuando nos poníamos a hablar y me daba cuenta de que era tonta o algo así, pues entonces dejaba de sentir lo que sentía por ella, pero si su belleza iba apoyada por otras ventajas, pienso que podía enamorarme de ella a primera vista aunque he leído que ese tipo de amor no es más que atracción física.
—¿Crees tú que soy tonta?
Sonrió, y alargó la mano, para tocarme el pelo.
—No, claro que no. Y espero que no pienses tú que lo eres, porque no es verdad; lo que te pasa, Cathy, es que tienes talento para demasiadas cosas, y quieres serlo todo, y eso es imposible.
—¿Cómo sabes que me gustaría ser cantante, además de bailarina?
Rió, con una risa suave y baja.
—So tonta, estás en plan de actriz el noventa por ciento del tiempo, y cantando para ti misma cuando te sientes bien, aunque, por desgracia, eso te ocurre pocas veces.
—Y tú, ¿te sientes contento con frecuencia?
—No —repuso.
Seguimos allí, en silencio, mirando de vez en cuando a algo que nos llamaba la atención, como las luciérnagas que se veían por la hierba, dedicadas a sus amores, y las hojas susurrantes, y las nubes flotantes, y el juego de la luz de la luna sobre el agua. La noche parecía encantada, y me hizo pensar de nuevo en la Naturaleza y sus extraños procedimientos. Aunque no comprendía completamente muchos de tales sistemas, me preguntaba por qué soñaba ahora de noche como soñaba, por qué me despertaba palpitante y anhelando cosas que nunca podría alcanzar.
Me alegraba que Chris me hubiese persuadido para que le acompañara al lago. Era maravilloso estar allí, echada de nuevo sobre la hierba, sintiéndome fresca y, sobre todo, llena de vida de nuevo.
—Chris —empecé, tanteando, temerosa de estropear la suave belleza de la noche de luna, llena de estrellas—, ¿dónde piensas que está mamá?
Él siguió mirando a la Estrella Polar, la luz del Norte.
—No tengo la menor idea de dónde puede estar —respondió al cabo de un rato.
—¿Pero no tienes alguna sospecha?
—Sí, claro que la tengo.
—¿Y cuál es?
—Que está enferma.
—No está enferma, mamá nunca se pone enferma.
—Puede estar en viaje de negocios, por cuenta de su padre.
—Y, entonces, ¿por qué no vino a decirnos que se iba de viaje y cuándo volvería?
—¡Y yo qué sé! —contestó él, con voz irritada, como si estuviera echándole a perder la noche, pues era evidente que no tenía por qué saberlo, ni más ni menos que yo.
—Chris, ¿la quieres y confías en ella ahora tanto como solías hacerlo antes?
—¡No me hagas esas preguntas! Es mi madre, es la única persona que tenemos, y ahora vienes tú y me pides que diga cosas ruines sobre ella ¡pues no pienso hacerlo! Esté donde esté en este momento, estoy seguro de que piensa en nosotros, y que va a volver. Y volverá y nos dará buenos motivos para haberse ausentado tanto tiempo; de eso puedes estar completamente segura.
No podía decirle lo que realmente estaba pensando, que indudablemente podría haber encontrado tiempo suficiente para venir a contarnos sus planes, porque eso era algo que Chris sabía tan bien como yo.
En su voz se notaba un tono ronco que mostraba siempre que sentía algún dolor, y no precisamente físico. Quería quitarle el dolor que le habían producido mis preguntas.
—Chris, en la televisión, los chicos y chicas de tu edad comienzan a salir juntos. ¿Sabrías tú lo que tienes que hacer si sales con una chica?
—Pues claro que sí, he visto mucha televisión.
—Pero ver no es lo mismo que hacer.
—Bueno, pero por lo menos te da una idea general de lo que hay que hacer, y lo que hay que decir, y, además, tú eres todavía demasiado joven para salir con chicos.
—Pues te voy a decir una cosa, don Sabelotodo: las chicas de mi edad tienen, en realidad, un año más que los chicos de tu edad.
—Eso es una tontería.
—¿Tontería? Pues lo he leído en una revista, en un artículo escrito por una autoridad en esos temas, un doctor en psicología
—repliqué, pensando que tendría que sentirse impresionado.
—El autor de ese artículo estaba juzgando a toda la Humanidad por su propia falta de madurez.
—Chris, crees que lo sabes todo, y nadie lo puede saber todo.
Volvió la cabeza hacia mí, me miró a los ojos y frunció el ceño.
—Tienes razón —asintió afablemente—, no sé más que lo que he leído, y lo que siento interiormente me tiene tan perplejo como a cualquier chico de mi edad. Estoy enfadadísimo con mamá por lo que ha hecho, y siento tantas cosas distintas y no tengo un hombre con quien hablar de ellas. —Se incorporó un poco, apoyando la cara en el codo para poder mirarme, desde arriba, a la cara—. Es una pena que tarde tanto en crecerte el pelo, y me arrepiento de habértelo cortado…, aparte de que no sirvió de nada.
Era mejor cuando no me decía nada que me recordase a Villa Foxworth. Lo único que quería en aquel momento era mirar el cielo y sentir el fresco aire nocturno contra mi piel húmeda. Mi pijama era de batista blanca muy fina, moteado de capullos de rosa y bordeado de encaje; se me pegaba como una segunda piel, igual que los pantalones cortos de Chris.
—Anda, vámonos ya, Chris.
Se levantó, de mala gana, y alargó una mano.
—¿Nos zambullimos otra vez? —propuse.
—No, anda, volvamos a casa.
Nos alejamos del lago en silencio, andando despacio por el bosque, absorbiendo la sensación de estar al aire libre, sobre la tierra firme.
Volvíamos a enfrentarnos con nuestras responsabilidades. Estuvimos mucho tiempo ante la cuerda que habíamos hecho, y que estaba atada a una chimenea, muy alta. No pensaba en cómo subiríamos por ella, sino que me preguntaba lo que habíamos sacado de aquella breve fuga de una cárcel en la que ahora teníamos que volver a entrar.
—¿Te sientes distinto, Chris? —pregunté.
—Sí. No hicimos casi nada, sólo andar y correr y bañarnos un poco, pero me siento como más vivo y más lleno de esperanza.
—Podríamos escaparnos si quisiéramos, esta misma noche, en lugar de esperar a que vuelva mamá. Podríamos subir, hacer cabestrillos para los gemelos y, mientras están dormidos, bajarlos, ¡podríamos escaparnos! ¡Ser libres!
No contestó, y comenzó a subir al tejado, una mano más arriba que la otra, con la escala de sábanas bien sujeta entre las piernas, subiendo poco a poco. En cuanto se vio en el tejado comencé yo el ascenso, porque no creía que la cuerda pudiese aguantar el peso de dos personas. Era mucho más difícil subir que bajar. Mis piernas parecían mucho más fuertes que mis brazos. Tanteé, sobre mi cabeza, en busca del nudo siguiente, y levanté la pierna derecha, pero, de pronto, mi pie izquierdo resbaló de donde estaba apoyado, ¡y entonces me quedé colgando, sostenida solamente por mis débiles manos!
¡Lancé un breve grito! ¡Estaba a más de seis metros de altura!
—¡Aguanta! —gritó Chris, desde arriba—. ¡Tienes la cuerda justamente entre las piernas, y lo único que tienes que hacer es apretarla bien, sin más!
No veía lo que estaba realizando, y lo único que podía hacer era seguir sus instrucciones. Sujeté bien la cuerda con los muslos, temblando todo mi cuerpo. El miedo me hacía sentirme más débil. Y cuanto más tiempo estaba quieta, tanto más temor me atenazaba.
Comencé a jadear, a temblar, y entonces se me llenaron los ojos de lágrimas… ¡de estúpidas lágrimas de niña!
—Ya casi te puedo coger con las manos —me animó Chris—.
Unos pocos centímetros más y puedo cogerte. Anda, Cathy, no tengas miedo. ¡Piensa en lo mucho que te necesitan los gemelos! ¡Hala, otro esfuerzo… un esfuerzo más!
Tuve que convencerme a mí misma de la necesidad de coger la cuerda con una mano para poder asir el nudo siguiente. Me lo dije una y otra vez, soy capaz de ello. Tenía los pies resbaladizos a causa de la hierba, pero también estaban resbaladizos los pies de Chris, y se las había arreglado muy bien.
De modo que, si él podía hacerlo, también tenía que conseguirlo yo.
Poco a poco, muy penosamente, conseguí subir cuerda arriba hasta donde Chris pudo asirme por las muñecas, y una vez que sus fuertes manos me tuvieron aferrada, sentí cómo una ola de alivio me cosquilleaba la sangre hasta las puntas de los dedos de las manos y de los pies. En unos pocos segundos me subió, y me vi apretada en un fuerte abrazo, riendo los dos al tiempo y luego casi llorando. Luego nos arrastramos por la empinada pendiente, bien cogidos a la cuerda hasta llegar a la chimenea, y allí nos dejamos caer en nuestro lugar habitual, temblando como azogados.
Y lo más irónico de todo es que nos alegrábamos de estar de nuevo en nuestra «cárcel».
Chris estaba echado en su cama, mirándome fijamente.
—Cathy, durante un segundo o dos, cuando estábamos echados a orillas del lago, se diría que aquello era el paraíso. Y luego, cuando vacilaste en la cuerda, pensé que me moriría si te matabas. No podemos repetir la aventura. Tus brazos no tienen tanta fuerza como los míos. Siento mucho que se me olvidara eso.
La lámpara de la mesita de noche lucía con una luz rosa en un rincón. Nuestros ojos se encontraron en la semioscuridad.
—No siento haber ido, me alegro, hacía mucho tiempo que no me sentía vivir.
—¿Fue eso lo que sentiste? —preguntó—. Igual que yo… Lo mismo que si hubiésemos salido de una pesadilla que estaba durando demasiado tiempo.
Me atreví de nuevo, no pude remediarlo.
—Oye, Chris, ¿dónde crees tú que estará mamá? Se está como alejando poco a poco de nosotros, y nunca mira de verdad a los gemelos, es como si ahora la asustasen Y nunca ha estado ausente tanto tiempo como ahora. Lleva más de un mes sin venir a vernos.
Le oí suspirar, fue un suspiro hondo y triste.
—La verdad, Cathy, no sé, no puedo decirte otra cosa, a mí no me ha dicho ni más ni menos que a ti, pero puedes estar segura de que tendrá un buen motivo.
—Pero ¿qué razón pudo tener para dejarnos así, sin una explicación siquiera? ¿No crees que era lo menos que podía haber hecho?
—No sé qué decirte.
—Si yo tuviera hijos, nunca los dejaría como nos ha dejado ella a nosotros. Nunca dejaría abandonados a mis cuatro hijos en una habitación cerrada, olvidándome de ellos.
—¿Pero no decías que no ibas a tener hijos?
—Chris, algún día bailaré en brazos de un marido que me querrá, y si desea de veras tener un hijo, a lo mejor accedo a tener uno.
—Sí, claro, ya sabía yo que cambiarías de idea en cuanto crecieras un poco.
—¿Crees de verdad que soy tan guapa como para que me quiera un hombre?
—Eres guapa de sobra —decía esto como turbado.
—Chris, ¿te acuerdas cuando mamá nos dijo que es el dinero lo que hace girar el mundo? Pues yo creo que se equivoca.
—¿Sí? Pues piénsalo un poco más, ¿por qué no las dos cosas?
Lo pensé. Lo pensé mucho. Permanecí tendida mirando fijamente al techo, que era mi pista de baile, y pensé en la vida y en el amor, una y otra vez. Y de cada libro que había leído en mi vida saqué una cuenta llena de prudente filosofía, y las enhebré todas ellas en un rosario en el que iba a creer todo lo que me quedase de vida.
El amor, cuando llegase y llamara a mi puerta, sería suficiente para mí.
Y ese escritor desconocido que escribió que si se tiene fama no es suficiente, y que si se tiene dinero encima, tampoco es suficiente, y que si se tiene fama, y dinero, y además amor… sigue sin ser suficiente, bueno, pues la verdad es que sentí pena de él.