15

En aquel momento aún tenía yo la intención de seguir el ejemplo de Shine, y de cientos de mis colegas. Estaba convencido de que me pondría en marcha en cualquier momento, así, sin más. Pensaba que tal vez pudiera encontrar otra librería, en alguna parte, a lo mejor en la otra orilla del río, en Cambridge, o irme al parque Common y conectar con algún viejo colega de Jerry. Y, no obstante, había algo que ni yo mismo lograba explicarme, una especie de letargo o de torpor, que me impedía marcharme; y todos los días lo dejaba para mañana. Aún encontraba comida suficiente para ir tirando, aunque nunca para quedarme satisfecho. La destrucción, ahora, había llegado a la calle Brattle, y estaba claro que dentro de pocos días iba a ensañarse con Cornhill. Me sentía cansado y viejo. La vida de las ratas es corta y está llena de dolor; llena de dolor, pero se acaba pronto; y, sin embargo, se nos antoja larga mientras dura. Estuve días vagando por la tienda vacía, cuando no andaba por las calles procurándome comida, en cantidades cada vez más exiguas. No quedaba mucho que leer, sólo unos cuantos folletos religiosos bastante aburridos. Así y todo, me los leí.

Una mañana, anteayer, llovía a más no poder y el agua arrastraba el polvo y los desechos, formando ríos de barro por las calles. En el suelo de Libros Pembroke, cruzado por las sombras de las gotas de lluvia, había restos de varias cenas mías que me había traído a rastras de la calle, fragmentos y trocitos de comida mezclados con los desperdicios y restos de la vida ratera: un envoltorio grasiento, una grasienta hebra de beicon, cáscaras de cacahuetes, repulgos de pizza. Los obreros habían interrumpido su trabajo, por la lluvia, y no se oía el estruendo de las máquinas, sustituido ahora por el de la lluvia. Yo estaba nervioso y deprimido y me pasé la mañana arrastrándome de acá para allá por la tienda. No escampaba. A mediodía ya empezaba a oscurecer, de manera que tomé la decisión de subirme al cuarto, a tocar un poco. No era nada fácil trepar por el Ascensor, de manera que mis jadeos alteraban el silencio.

La luz era diferente en el cuarto de Jerry. Lo noté nada más asomar la nariz por el agujero. No llovía, y el sol entraba a raudales por la ventana abierta. Todos los muebles habían regresado, la cama y la mesa esmaltada, el viejo sillón de cuero, la librería y todos los libros. La puerta del armarito estaba abierta de par en par, y vi que en su interior volvía a haber porquería. Ahí seguía el cubo de la basura, tan herrumbroso como siempre. Ahí seguían, también, mi piano, desportillado y lleno de arañazos. «Jerry —pensé—, es Jerry, que vuelve a casa». Formulé Resurrección y dejé resplandecer la palabra. Me senté al piano y tecleé unas cuantas frases, sólo para desentumecer los viejos dedos, pendiente de las pisadas en la escalera. Luego pasé a Cole Porter: «Miss Otis Regrets» y «My Heart Belongs to Daddy». En el fondo, me gustaba más ser Cole Porter que ser Dios. Pasé a Gershwin y «I Got Rhythm», y al poco tiempo estaba verdaderamente lanzado, el piano daba brincos, y yo también, en lo alto de la banqueta, cantando a pleno pulmón. Pero, a pesar de lo metido que estaba en la música, de las imágenes que me circulaban por la cabeza, entre los oídos, tan deprisa que me dejaban aturdido, también era consciente de que alguien había entrado sigilosamente en la estancia y se había sentado en la cama, a mi espalda. Percibía su escucha. «Jerry», pensé. Sin dejar de cantar, fui volviendo la cabeza y miré hacia atrás.

Nunca la había visto en colores, y al principio no la reconocí. Estaba sentada en la cama, con las manos en el regazo, con anillos en los dedos. Llevaba el vestido negro de En alas de la danza. Me encantó en aquella película, me encantó el modo en que la falda se le levantaba hasta la cintura, con los giros del baile. Por el vestido supe quién era. Tanto había cambiado. En todo, menos en la voz. «Vaya, qué bonito —dijo—. No dejes de tocar.» De manera que no, que no dejé de tocar. Repasé la pieza entera, esta vez con mis propias variaciones. Al final, me puse en pie e hice una reverencia. Compuse la seña de «adiós cremallera» y vi que ella sí me comprendía. Se rió, y no fue como su risa, la de usted. Seguía siendo hermosa, pero se notaba que algo le pesaba dentro, quizás el tiempo, quizá la tristeza: algo se había acumulado vagamente en torno a su barbilla, arrugándole las esquinas de los ojos. Azules, los ojos.

Me acerqué a la ventana. Fuera estaba oscuro. Ella se situó detrás de mí. Percibía su mirada. Percibía el vestido negro, como una nube, a mi espalda. Era consciente de mi propia y elevada estatura.

Por la ventana se veía una vasta llanura de escombros, como en las fotos de Hiroshima, extendiéndose hasta el horizonte. Me sorprendió que la destrucción hubiera llegado tan lejos: no estaba planificada así. Desde el callejón de debajo de mi ventana se extendía toda una pradera rocosa, que acababa chocando contra el cielo. La habían hecho rompiendo los edificios, reduciéndolos a ventanas, puertas, pasamanos, planchas, ladrillos, pomos, y luego reduciendo éstos, a su vez, a trozos tan pequeños que ni nombre tenían, y desparramándolo todo, molido y vuelto a moler, hasta dejarlo totalmente desposeído de significado, hasta que sólo quedaron escombros y vacío, y —alzándose en pleno centro de aquella extensión— el teatro Casino. Estaba bañado en luz y se le veían en los laterales las cicatrices de los edificios contiguos, arrancados de él. Era un edificio sin calle, un edificio sin dirección postal. Lo llamé «Lo último que queda en pie». Uno a cada lado de la taquilla, estaban los dos ángeles que vi aquella noche en que mamá nos llevó a Luweena y a mí a que nos orientáramos un poco. Aún llevaban los rectángulos negros sobre el pecho y la entrepierna, y seguían con un pie levantado, en postura de baile. Desde el edificio, sobrevolando los escombros, me llegaban unas notas débiles, como de hojalata, como de caja de música. Era algo increíblemente triste, como la nostalgia desarrapada y dolorosa de un viejo circo al borde de la bancarrota. El teatro entero estaba iluminado y en la marquesina corrían las luces, sin faltar una sola bombilla, escribiendo las palabras LA PRÓXIMA GRAN OPORTUNIDAD y, debajo, TODAS LAS LOCALIDADES A MITAD DE PRECIO.

Había delante de la taquilla una cola de tres o cuatro en fondo, serpenteando por el campo de escombros. Y seguía llegando público, de uno en uno o por parejas, brotando de la oscuridad, de todas partes. Traían bultos y maletas y algunos llevaban niños de la mano. Estaban felices de acercarse a la zona iluminada de alrededor del teatro, pero ninguno de ellos corría, nadie hacía ruido alguno, o sólo ruidos muy pequeños, de llanto o rozaduras, o algo parecido, que la música, a pesar de su escaso volumen, hacia inaudibles. Centenares de personas guardando cola en silencio, avanzando lentamente entre los dos ángeles que levantaban un pie, como bailando. Le puse rótulo a la imagen: REFUGIADOS. Y pensé que a Jerry le habría encantado todo esto.

Ginger permanecía junto a mí, ante la ventana. Me estaba preguntando si ella también lo vería, cuando me dijo:

—Es ahí donde actúo. Todas las noches me quito la ropa haciendo un número titulado «La danza del fin del mundo». Pierden la cabeza viéndome.

Yo pensé: ¿Trabajas de stripteasera?

—Es sólo un trabajo de noche.

Así que me lees el pensamiento.

—El pensamiento y más que el pensamiento: todo lo que crees, todo lo que deseas.

No creo en nada.

—Crees en ser una rata.

La música subió de pronto, hinchándose hasta convertirse en una lenta melodía con mucho metal.

—Toma, te he traído esto —dijo ella.

Me ofreció palomitas. Era una caja roja y blanca, con el dibujo de un payaso de cuyo sombrero brotaba un géiser de palomitas.

Y allí, en mitad del cuarto de Jerry, se puso a bailar. Nunca la había visto bailar así, salvo, quizás, en mi cabeza. Era ese baile sin pasos que las Beldades ejecutaban en el Rialto después de medianoche, saltitos y meneos, con las caderas moviéndose al compás, lenta y marcadamente. Me encaramé al sillón, con mis palomitas, y miré. Ella se desprendió del vestido y, tras engancharlo con la punta del pie, lo lanzó a una esquina del cuarto. No llevaba nada debajo. Bailaba desnuda. Se acariciaba el nido de ratas, peludo, que tenía entre las piernas. Tenía los ojos entornados, los labios a medio abrir. Nunca supe interpretar esa expresión, pero creo que es indicativa de una variante especial de los deseos humanos. Sentí mucho que no hubiera alfombra de piel, para que pudiera hacer también esa parte del número. Y luego se abalanzó sobre mí, me levantó en andas y bailamos. Ella bailaba y yo iba flotando. Me sostenía entre sus pechos. Hundí la cabeza en su olor: era como cuero húmedo. Nos cimbreábamos, remolineábamos: era igual que volar. Y las paredes del cuarto se alejaron, como un decorado, y de pronto estábamos en un enorme espacio blanco. Cerré los ojos e imaginé que sobrevolábamos la ciudad y que las gentes, por las calles, se quedaban mirándonos y nos señalaban con el dedo. Nunca habían visto nada igual: un ángel desnudo con una rata a cuestas. Bailamos durante mucho tiempo, más deprisa, mientras subía la música, fue una locura, un frenesí. Luego, de pronto, cesó. Hubo un derrumbe de silencio y las paredes volvieron a su sitio. Ella se dejó caer de espaldas en la cama. Se reía, sin soltarme. Sentía su pecho subir y bajar debajo de mí. Y noté que disminuía la presión de sus dedos en mi espalda, y al mirarla vi que tenía los ojos cerrados. Me liberé de su mano y fui reptando hacia su rostro, aspirando el olor de su cuello y luego el cálido aroma de su aliento. Pequeños diamantes de sudor brillaban en su labio superior, y me los fui bebiendo uno por uno. Sabían a sal. Según yo había leído, era el mismo sabor de las lágrimas.

Ella se incorporó y me puso encima de la cama, de espaldas.

—Se acabó el tiempo —dijo.

Se dirigió a la esquina del cuarto en que tenía que haber quedado su vestido. Se inclinó hacia delante y vi que estaba enfundándose las piernas en unos pantalones negros.

¿Qué ha pasado con el vestido?

No me contestó. Tras los pantalones negros vinieron una camisa blanca y una chaqueta de ejecutiva, a juego con los pantalones. Se iba. Si yo hubiera sido un hombre, habría podido arrastrarme a sus pies, agarrarla de los tobillos y llorar. No quería que se fuera, no quería que se fuera nunca.

No te vayas.

Endureció la expresión.

—No seas tonto, Firmin. Esto se acabó de veras.

No. Conseguiré que te quedes. Mira lo que hago.

Le ofrecí todos mis números. La voltereta completa ya no me salía, por culpa de la pierna mala y de la edad y por lo mucho que me pesaba la cabeza, y cada vez que lo intenté caí de espaldas, lo cual, a fin de cuentas, vino a obtener el resultado que yo esperaba, es decir, que se riera de mí. Luego me puse delante de un libro e hice como que leía. Ella se rió. Pero igualmente se disponía a marcharse. Por la ventana vi que estaba amaneciendo.

—El trabajo del Casino es de noche. De día trabajo para el ayuntamiento.

¿Trabajas para ellos? No puedes hacerlo, Ginger. ¡Son el enemigo!

—Todo el mundo tiene dos trabajos, Firmin, uno de día y otro de noche, porque todo el mundo tiene dos aspectos, el oscuro y el luminoso. Los tienes tú, los tienen ellos, los tengo yo. Nadie se libra.

Entonces vi que encima de la mesa metálica había una cartera enorme. Ginger la abrió, pasó revista a un montón de papeles con aspecto de documentos oficiales y al final entresacó uno de ellos y me lo tendió.

—Todos somos nuestro propio enemigo, Firmin. Ya deberías saberlo, a estas alturas.

Situó el documento en el suelo, desdoblado, delante de mí. Yo me puse encima y lo leí: ORDEN DE EXPULSIÓN.

Dejé que mi vista recorriera el texto, hasta el último párrafo. «Y, considerando todo lo anterior, Firmin Rata, ocupante ilegal, vagabundo, sin medios de vida, pedante, voyeur, roedor de libros, soñador ridículo, mentiroso, charlatán y pervertido, a tenor del presente documento queda expulsado de este planeta.» Lo firmaba el propio general Logue.

¿Por qué me das esto? Es una orden de expulsión.

—O una invitación. De ti depende.

Salió y una vez fuera cerró la puerta. Oí el agudo clic del picaporte, seguido de los largos clics descendentes de sus tacones al bajar las escaleras. Hubo un sonido curvo y suave —el que hizo la puerta de la calle al abrirse—, y luego creció de pronto el ruido, Cornhill arriba, de un buldócer cuyas bandas de rodadura también hacían clics.

Me encaramé al sillón y me tendí de espaldas, con las cuatro patas en el aire. Cerré los ojos. Hice algo más que cerrarlos: me los estrujé. Tiré de mi pequeño telescopio y busqué a mamá. Comencé a contar el relato de mi vida. Empezaba así: «Éste es el relato más triste que nunca he oído». Me quedé ahí tirado toda la mañana, las frases me llegaban como caravanas procedentes del desierto, trayendo imágenes. Me pregunté cómo iba a llamarlo. Pero el relato se mezclaba constantemente con el agua. Al principio eran vasos de agua que surgían donde no tenían por qué surgir, luego fueron cubos de agua, y al final fueron ríos y torrentes de agua, con los pobres camellos flotando boca arriba, agitando las sarmentosas patas en el aire mientras sus jorobas los arrastraban al fondo. Tenía una sed terrible. Quizá fuera la sal de su sudor lo que me hacía sentirme tan mal, pero estaba claro que necesitaba agua. Me bajé del sillón, donde con mucho gusto habría dejado transcurrir el resto de mi vida, si hubiera tenido agua, y tomé el Ascensor de bajada. Me encontraba más débil de lo que había pensado, y por dos veces estuve a punto de caerme. No sabía si luego sería capaz de volver a subir.

Salí de la tienda. El escaparate estaba hecho añicos, y había un pequeño charco en el borde. Me lo bebí entero, y luego lamí la humedad concentrada en los fragmentos más grandes de cristal. Me arrastré hasta la esquina en que antes estaba la caja registradora y me quedé dormido. Por primera vez en muchas semanas, no soñé. Aquella misma tarde me despertó una tremenda sacudida, tras la cual cayó una nube de polvo y escayola. Volví a abrir los ojos. Por encima de mí, en la pared, acababa de abrirse una estrecha fisura. Metí la cabeza por ella y pude asomarme a lo que quedaba de nuestra calle. Casi todos los edificios de la acera de enfrente habían desaparecido, y en su lugar se alzaban montañas de escombros. Una gigantesca máquina amarilla, salpicada de barro y gruñidora, vagaba como un dinosaurio por entre los cañones. Se llamaba Caterpillar. La estaba mirando cuando abrió la enorme boca y la emprendió a mordiscos con un pilar de cemento armado que otrora estuvo en la parte trasera de Dawson's Beer and Ale: los trozos y fragmentos le caían de las mandíbulas como granos de arroz de la boca de un niño pequeño. Ventana con vistas al fin del mundo. Transcurridos unos minutos, di media vuelta. Me había pasado la vida entera mirando el mundo por las rendijas, y estaba harto.

Pero cuando me aparté de aquella fisura, con su panorámica del mundo en agonía, fue sólo para afrontar otra distinta, esta vez en el tiempo. Una rendija del tiempo por la que entraban los recuerdos, como un océano.

Y volvía a estar sediento. Bajé al sótano, esta vez por las escaleras, a ver si quedaba agua en los servicios. Cuando alcancé el escalón inferior, el edificio entero se tambaleaba. El suelo de cemento parecía ondularse bajo mis pies. La lámpara fluorescente que colgaba del techo, cuyo zumbido y parpadeo percibía yo, hace ya tanto tiempo —ayer mismo—, mientras me abría paso, leyendo y masticando, hacia otro tipo de iluminación, llevaba semanas apagada. Ahora se balanceaba como un péndulo oscuro, de sacudida en sacudida, al ritmo de las grandes olas de destrucción que rompían contra Cornhill. Pasé por debajo de ella y un instante después se estrelló en el suelo, detrás de mí. Curvos trocitos de cristal lechoso volaron por todo el sótano, y algunos me cayeron en la cabeza y en la espalda, como lluvia seca. Pisadas de rata sobre cristales rotos, silenciosas y carentes de sentido. La puerta en cuyo dintel ponía SERVICIO estaba abierta, y el lavabo yacía en el suelo, partido en dos. No había agua, en mi sótano seco. Ginger tenía razón, esto se acababa. Pensé en mi pequeño piano, allá arriba, en el cuarto, aplastado por las vigas del techo. No había nada que yo pudiera hacer por salvarlo, ahora. Lo imaginé cuando le cayera encima la primera viga, emitiendo su última pequeña nota, que nadie oiría. Pensé en subirme a lo más alto de alguna de aquellas gigantescas casas de muñecas y lanzarme al vacío, pero consideré que no pesaba lo suficiente como para morir así. Caería flotando, como una hoja, hasta llegar al suelo. Hago mención de estos pensamientos porque son los que ocupaban mi cabeza cuando me llamó la atención el libro. Estaba encajado debajo del calentador de agua y sólo se le veía una esquina. Lo identifiqué de inmediato, así que me acerqué y lo extraje de su escondite. Vi las marcas de mis dientes infantiles en la cubierta, y algunas páginas aún mostraban las huellas de las garras sucias de Flo, en las zonas donde se había apoyado para hacer palanca y arrancar las hojas.

Y entonces me vino la seguridad.

Me costó mucho tiempo, y todo el esfuerzo, empujar el libro hasta situarlo detrás del calentador e introducirlo en lo que quedaba de nuestro antiguo nido del rincón: unos montoncitos de confeti sucio, ya desprovistos de olor. Una vez allí, apenas si me llegaban los ruidos del mundo. El rugido de los camiones se convirtió en el viento. Los choques y los retumbos de las paredes al caer eran el batir de las olas contra las negras rocas. Las sirenas y las bocinas se trocaron en las tristes lamentaciones de las aves marítimas. Había llegado la hora de irse. Jerry solía afirmar que quien no siente el deseo de volver a vivir la vida es porque la ha desperdiciado. No lo sé. Ni siquiera a mí, que me considero afortunado por haber vivido la vida que he vivido, me apetece repetir la suerte. Arranqué un trozo del final del libro y lo plegué varias veces, hasta convertirlo en una especie de rollo. Me hice una pequeña cama en el confeti y, sujetando el rollo con las patas delanteras, leí lo escrito en la parte de arriba, y las palabras me resonaron en los oídos como clarines: «¡Oh cuelga! ¡Cuelga oh! Y el estruendo de nuestros gritos hasta liberarnos en un salto». Me di la vuelta en el nido. Desenvolví el rollo para convertirlo de nuevo en un trozo de página, de página de un libro, del libro de un hombre. Totalmente desplegado, lo leí: «Pero los estoy perdiendo aquí y todo lo desprecio. Solaloca en mi soledad. Por todas las culpas de ellos. Estoy desvaneciéndome. ¡Oh amargo final! Nunca lo verán. Ni lo sabrán. Ni me echarán de menos. Y es vejez y vejez es triste y es vejez es triste y es cansancio». Miraba estas palabras y no bailaban ni se emborronaban. Las ratas no tienen lágrimas. Seco y frío era el mundo, y bellas las palabras. Palabras de partida y adiós, de adiós y hasta la vista, del pequeño y del Grande. Plegué de nuevo aquel pasaje, y me lo comí.