Lo siguiente que recuerdo es un movimiento de bamboleo y un fuerte olor a humano. Cuando recuperé el sentido me encontré envuelto como un bebé indio en olor humano y varias capas sofocantes del tejido de lana. Aquello estaba muy oscuro y se movía mucho, y a mí me dolía todo el cuerpo. Dando zarpazos con las patas delanteras en la basta tela, logré sacar la cabeza al aire libre. Mientras me llenaba los pulmones, vi un cielo azul tramado de cables y enmarcado por la parte superior de los edificios. Tiré de otro pliegue, lo bajé, y pude ver los coches que nos pasaban por uno y otro lado. Volví la cabeza hacia atrás y pude ver el cielo de arriba del todo; seguí volviéndola y vi un ojo del mismo color del cielo claro. Me miraba directamente, mientras permanecía atento al tráfico.
Jerry Magoon respiraba con esfuerzo, por el pedaleo, y cada vez que exhalaba el aire se le levantaba el bigote. La bicicleta iba inclinándose a un lado y otro, y la cesta de alambre se mecía igual que una cuna. Yo apoyé la cabeza en la olorosa lana, que, luego lo supe, era el jersey de Jerry y, por tanto, a Jerry olía; y cerré los ojos. La espesura de la lana amortiguaba los baches del camino, pero no el dolor de mi pierna. Debajo de la cesta, la rueda delantera rechinaba. Me habría gustado decirle «adiós cremallera» a Jerry, pero me faltaban las fuerzas, y dudaba mucho de que me entendiera, además.
Y así fue cómo llegué a Cornhill por segunda vez. La primera lo hice en las onduladas aguas del seno materno, y ahora en los pliegues del jersey de Jerry. Iba en un cesto, igual que Moisés.
Cuando llegamos a Libros Pembroke, Jerry subió la bicicleta a la acera, con toda la suavidad que pudo, y la apoyó en el escaparate de la tienda. El enfurruñamiento de Shine nos alcanzó a través del cristal: con esa cara tan ancha que tenía, parecía un búho a punto de abatirse sobre nosotros. Ahí, mirándolo a hurtadillas desde mi lanoso escondrijo de la cesta, me hallaba más próximo a él de lo que nunca había estado, más cerca incluso que aquel infausto día en que nuestras miradas se encontraron por primera vez: llena de amor, la mía, llena… ¿de qué, la suya? Ahora, echando la vista atrás, más bien supongo que era de desprecio.
Jerry se limitó a no hacerle caso, como de costumbre.
Me levantó en una cunita de lana y entramos por el portal que había bajo el cartel de HABITACIONES. Empujando con el codo, abrió la puerta en cuyo cristal ponía DOCTOR LIEBERMAN - DENTISTA SIN DOLOR, y que se cerró con un suspiro cuando hubimos pasado. Dentro estaba oscuro y había un olor a fría humedad. Lenta y pesadamente, poniendo primero el pie derecho en el peldaño siguiente y luego alzando el izquierdo hasta quedar con ambos juntos, como hacen los niños pequeños, me subió en brazos los tres pisos de tenebrosas escaleras. El bigote se le levantaba y se le bajaba con la respiración, y paramos a descansar en los rellanos. Había varias puertas en cada piso. Todas eran marrones, excepto la del doctor Lieberman, que era verde, y todas tenían el dintel de cristal esmerilado.
El cuarto de Jerry estaba en el piso de arriba, al fondo. Sujetando el jersey a fuerza de torcer el codo, se metió la mano en el bolsillo. De él extrajo un puñado de cosas —una cartera de fósforos, monedas, un trozo de cordel blanco, unos cuantos cacahuetes, un tornillo metálico— y, cayéndosele la mitad al suelo, logró quedarse con una llave en la mano. Tenía los dedos gruesos y cortos. Descorrió la cerradura, empujó la puerta con el pie y entramos. Me colocó con mucho cuidado en la cama, retirando luego el brazo de debajo del gurruño de lana, para no someterme a ninguna sacudida, y dispuso el jersey de manera que me arropase por completo. Luego bajó el borde por uno de los lados, para que pudiese ver algo sin tener que levantar la cabeza.
El cuarto no era demasiado grande y, a primera vista, su principal función parecía ser el almacenamiento. Aparte de los muebles —una cama de hierro, un sillón de cuero tan rajado que se le salía el relleno blanco, una cajonera con un espejo orientable en lo alto (donde alguien había dibujado, quizá con lápiz de labios, un rostro bigotudo de ojos exotrópicos, con la lengua fuera), estanterías hechas con baldas sin pintar sujetas entre bloques de hormigón, una mesa con el tablero de madera barnizado de blanco y los bordes astillados—, había cajas, de cartón y de madera, apiladas unas encima de otras, casi hasta el techo. En situación precaria, en lo alto del montón más alto, se columpiaba una carriola roja, como de niño, de los que se llevan a rastras tirando de una vara larga con agarradera metálica. Las costanas de la carriola tenían extensiones hechas con planchas de madera, en las que alguien había pintado a mano E. J. MAGOON, en grandes letras rojas y amarillas, como en un carromato circense. Unos minutos después Jerry subió su bicicleta y la añadió al montón de cosas. Nunca he visto a un humano vivir así, como una rata.
Abrió una puerta que había junto a la librería y se puso a hurgar en un armario, escarbando con las manos y refunfuñando y arrojando cosas al suelo, a su espalda: ropa, zapatos, un tocadiscos demolido en parte, una tostadora, buena cantidad de revistas Life, y más cajas. Me hizo pensar en un perro escarbando la tierra. Al otro lado de la librería había una especie de alcoba con un lavabo y una repisa. De ésta caía hasta el suelo un paño azul, que ocultaba, como luego supe, un cubo de la basura. Encima de la repisa, entre un revoltijo de utensilios de cocina y platos, había un hornillo de gas. La luz del día luchaba por introducirse en la habitación a través de los cristales grasientos de la única ventana, bastante grande, que tenía una persiana veneciana, pero no cortinas, y bajo la cual estaba un radiador que alguien —sin mucho éxito— había intentado pintar de color rojo.
Jerry acabó encontrando lo que buscaba en el armario: una caja de zapatos de la marca Florsheim, que abrió sobre la cama, vaciando el contenido a poca distancia de donde me tenía instalado a mí: cartas, sobres, unos cuantos naipes azules y rojos, con la palabra BICICLETA al dorso, y muchas fotos. En una vi del revés a un Jerry más joven, con el pelo negro y corto y un labio superior tan largo como el de Henry Miller. Se le veía sentado a una mesa cubierta de papeles. Lo habían interrumpido mientras escribía, estaba con la pluma en el aire, apuntando al papel, y miraba a la cámara con una sonrisa rígida en los labios. Tenía los dientes blancos. El de ahora, el viejo gris, también me sonreía, hablándome con suavidad y diciéndome que no me preocupara ni me asustara, y el bigote se le movía según iban asomándole por debajo las palabras. Tenía los dientes amarillos y largos, y le olía el aliento a tabaco y carne.
Colocó una toalla plegada —en la que decía HOTEL ROOSEVELT— en el fondo de la caja y con toda suavidad me puso encima, para a continuación depositar la caja en el suelo. La toalla era de rayas azules. No olía a Jerry. Siguió hablándome en el mismo tono suave y alegre —profundo y como lleno de arenilla— mientras buscaba algo en el frigorífico sin volver la cabeza.
—¿Qué es lo que te gusta a ti, jefe? —descargó—. ¿La leche?… La leche es buena.
Sacó una jarra con la tapa roja.
—¿Has probado alguna vez la mantequilla de cacahuete?
Se arrodilló junto a mi caja, con la enorme cabeza inclinada hacia mí.
Nunca había probado la mantequilla de cacahuetes. Ni la leche, si no contamos el extraño líquido que alguna vez logré sacarle a mamá. Jerry me puso la leche en la tapa de la jarra y un pegote de mantequilla de cacahuetes en un trozo de papel de estraza. La mantequilla de cacahuetes era lo mejor que había comido en mi vida. Se llamaba Skippy. Y la leche también estaba muy buena, tan fresquita y tan dulce. Jerry se quedó mirando, sonriente, mientras lamía la leche. Decía:
—Ñam, ñam, qué buena, bébetela toda.
Luego se puso a trajinar en el rincón. Hirvió arroz en una cazuela y después lo escurrió inclinando el recipiente encima del fregadero y levantando la tapa —protegiéndose la mano con una toalla— para dejar una rendija, por la que se vertió el agua. Del fregadero se alzó una nube de vapor, que empañó la ventana. Se me quedó mirando y me dijo: «Kavum»[7]. Se echó a reír, haciendo que se le moviera la arenilla de los pulmones. Añadió unos chisguetes de aceite de soja al arroz y lo revolvió. Apartó pilas de libros y papeles y platos sucios, despejando así un sitio en la mesa donde comer él. Se comió el arroz con cuchara, sujetando ésta con el puño cerrado, como los niños, y masticando muy despacito. Tuve la esperanza de que me hablara un poco más, pero aquella noche no lo hizo.
Tras soltar todos los platos sucios en el fregadero —kavum—, se puso la chaqueta y se marchó y estuvo fuera tanto tiempo que cuando regresó la ciudad ya estaba casi muda, salvo una sirena de vez en cuando, o una bocina, o el fuerte ruido que hacía la palpitación de mi pata trasera; y se metió en la cama sin haber encendido la luz. Olía igual que mamá. Lo oía dormir, lenta y pesadamente, y lo oía reírse en sueños, y por la mañana pude comprobar que no se había quitado la ropa.
Y así empezó mi vida con Jerry Magoon, el segundo ser humano a quien amé. No pude moverme mucho durante los días siguientes, y el dolor no me dejaba dormir. Yacía en mi caja, sin moverme, y les ponía nombres a las cosas. A la mesa, siempre sobrecargada de objetos, le puse el Camello. Mi caja era el Hotel. La ventana se trocó en la Fontaine lumineuse, y el sillón de cuero pasó a llamarse Stanley. Ponía nombres a las cosas y observaba a Jerry. Seguía con los ojos todos sus movimientos diurnos, y por la noche acechaba su respiración.
Por el modo en que había plegado mi toalla, en la parte de arriba quedaba VELT, y lo que yo veía estando allí tendido, con un ojo cerrado y el otro entornado, contra la felpa, tras las onduladas colinas de su vellosa superficie, era una vasta sabana que se extendía ante mí, desde la enorme T de delante, parecida a un gigantesco baobab sin hojas, hasta la pequeña V que se desvanecía en la distancia. Durante aquellos días iniciales, cada vez que Jerry salía yo me quedaba muy quieto, mirando cómo brincaban las gacelas sobre la E y cómo las jirafas se rascaban la nudosa cabeza contra la L. Podía estar así horas y horas. Y cuando, por fin, oía la llave de Jerry en la cerradura y levantaba la cabeza de la toalla, los pobres animales, asustados, echaban a volar en todas direcciones, como pájaros, y sus apagados gritos iban alejándose por la herbosa pradera. Era triste y hermoso. Me pareció entonces que, a fin de cuentas, prefería ser una gacela saltando y brincando por encima de la E a ser un humano; y que me habría gustado más tener las patas largas que tener barbilla.
Mi pierna curó con bastante rapidez, y al cabo de una semana ya podía apoyarme en ella otra vez. Pasados unos cuantos días más dejó prácticamente de dolerme, pero siguió torcida, y desde entonces ando cojo. Cojo es una palabra muy rotunda: dice lo que tiene que decir, sin más. Nunca fui muy deportista, y la verdad es que no me importó quedarme así de tullido. Me parece, incluso, que la cojera me prestaba un toque de distinción. Me habría gustado añadir un bastoncito y unas gafas oscuras. Siempre he sentido muy próximas las palabras donaire y gallardía. Me habría encantado dejarme una pequeña perilla negra.
Jerry me estuvo llamando «jefe» una temporada, lo cual estaba muy lejos de gustarme; luego probó con Gustav y Ben, y al final optó por Ernie. La importancia de llamarse Ernesto. Ernest Hemingway. Ernie. Me suministraba toda la mantequilla de cacahuetes y toda la leche que quería, y me ofrecía trocitos de tostada a la hora del desayuno, o cualquier otra cosa que estuviera comiendo él y que le pareciera que podía apetecerme, como arroz —que él mismo preparaba—, o maíz dulce que iba sacando de una lata. Descubrimos que a las ratas no nos encantan los encurtidos.
Pasaba mucho tiempo fuera, una veces durante el día, otras durante la noche, otras en la biblioteca pública de la plaza Copley y otras en el bar de Flood, que estaba a la vuelta de la esquina; pero su paradero, las más de las veces, me era desconocido. Siempre se ponía un traje azul oscuro para salir. Tenía dos exactamente iguales. Los lavaba él mismo en el fregadero y luego los ponía a secar en la salida de incendios o encima del radiador, pero jamás les pasaba la plancha. Y siempre llevaba corbata, también, que no le quedaba en su sitio. Nunca deshacía el nudo: se metía la corbata por la cabeza y la dejaba ahí, colgando del cuello, como una soga de ahorcado. Siempre parecía recién salido de una buena parranda, y yo, si tuviera que resumir en una sola palabra el aspecto que ofrecía al mundo, escogería estropeado.
Cuando pude salir del Hotel y andar a la pata coja por ahí, Jerry no puso objeción alguna. Era un espanto lo mal que llevaba la casa, y todo lo que yo hiciera le parecía bien, incluso tironearle de las tripas al sillón llamado Stanley, lo cual me encantaba, y meterme en los muelles, pero nunca puse a prueba a Jerry fisgando en sus efectos personales cuando él estaba delante. Eso sí: una vez recuperadas las cuatro patas, aprovechaba sus largas ausencias para olisquear hasta el último rincón de aquel sitio, empezando por la biblioteca. Nunca he estado en casa de nadie, de manera que no sé cuántos libros es normal tener. Habiendo pasado por Libros Pembroke, claro está que cualquier cantidad se me antojaba pequeña. Calculo que Jerry tendría unos doscientos. Me complació ver Retrato del artista adolescente y el Ulises, aunque, lamentablemente, el Gran Libro brillaba por su ausencia —lamentablemente, digo, porque nunca pude recuperar las páginas que Flo había arrancado y yo, sin saber lo que hacía, me comí—. Además de los libros, en el estante inferior había una larga hilera de cuadernos como los que Jerry utilizaba para escribir. A pesar de que normalmente soy bastante cotilla, no me pareció correcto meter la nariz en ellos, pero la tentación era terrible. Sí que leí los libros, sin embargo: muchos de ellos no los conocía. Empecé por abajo, a la izquierda, y fui subiendo, y no pasó mucho tiempo sin que me pillara in fraganti.
Acababa de descubrir a Terry Southern y tenía su novela Candy abierta en el suelo. Era uno de esos libros de bolsillo encolados que siempre están intentando cerrarse, como si fueran almejas, y lo estaba sujetando con ambas patas delanteras. El argumento era muy estimulante. Estaba en el momento en que Candy hace el amor con el enano, y la lectura me absorbía de tal manera —no podía escapárseme la similitud entre esa situación y la que yo pretendía mantener con los humanos— que ya era demasiado tarde cuando me di cuenta de que sonaban los pasos de Jerry en la escalera. La puerta no debía de tener echada la llave, porque, de pronto, ahí estaba, en el umbral, respirando pesadamente, con una bolsa de compra en una mano y la llave en la otra. Me dio un auténtico susto. Él, por su parte, quedó tan sorprendido, que permaneció inmóvil por un momento, apuntándome con la llave como con una pistola. Como, por así decirlo, me había pillado con las manos en la masa, lo único que me quedaba era tirar por la calle de en medio. De modo que me limité a volver la página y seguir leyendo. Me daba miedo que se enfadara conmigo por haber arrastrado el libro hasta el suelo, pero el caso es que el asunto le pareció tremendamente divertido. De hecho, nada más superar la sorpresa inicial se echó a reír a carcajadas, algo que no le ocurría muy a menudo, lanzando una gran cantidad de arenilla contra el techo. A partir de aquel momento ya no me abstuve, cuando me aburría, de sacar un libro y abrirlo en el suelo, ahí, delante de Jerry. Hasta el final estuvo convencido, me parece a mí, de que no leía de verdad, de que estaba haciendo el paripé.