Hay dos clases de animales en este mundo: los que poseen el don del lenguaje y los que no lo poseen. Los animales que poseen el don del lenguaje se dividen, a su vez, en dos tipos: los que hablan y los que escuchan. La mayor parte de estos últimos la constituyen los perros. Son tan extremadamente tontos, sin embargo, que llevan su afasia con una especie de gozo servil, que exteriorizan meneando el rabo. No era mi caso: no soportaba la idea de pasar el resto de mis días en silencio.
Hace ya mucho tiempo, en los albores de mi historia de amor con los humanos, descubrí en el curso de mis lecturas varios métodos ingeniosos ideados para mitigar la inclinación natural de esta especie a funcionar mal y estropearse: piernas protésicas, dentaduras postizas, bragueros, audífonos y ojos de cristal. De manera que no tardó en ocurrírseme la idea de suplir mi deficiencia natural con alguna clase de aparejo mecánico. Cuando tropecé por primera vez con las palabras máquina de escribir, venían sin explicación, como algo obvio y familiar, y lo único que llegué a colegir era que se trataba de una cosa con teclas sobre las cuales volaban a veces los ágiles dedos femeninos. Al principio pensé que sería algún instrumento musical y me desconcertó que lo relacionaran con tecleo. Cuando por fin comprendí que se trataba de una máquina para poner palabras sobre un papel, me sobrevino una emoción tremenda. No había por ninguna parte una máquina de escribir a la que ponerle las zarpas encima, pero, así y todo, la mera noción desencadenaba en mí una verdadera corriente de imágenes. Me vi distribuyendo notas mecanografiadas por toda la librería para que Norman las encontrase y se quedara perplejo al leerlas. En mis sueños, las encontraba y se rascaba la cabeza y dejaba pequeñas misivas de respuesta.
Bueno, ya hemos visto de qué manera me falló Norman. Lo mismo la máquina de escribir. Desenterré detalladas descripciones y dibujos rotulados, e incluso vi alguna en funcionamiento, en el cine. El veredicto era inequívoco: demasiado bulto, demasiado peso. Cuando se es pequeñito, no basta con ser un genio. Aun suponiendo que lograra accionar las teclas, dejándome caer desde una altura, jamás lograría encajar el papel en el carro —a las ratas no se nos da nada bien sujetar cosas—, ni mover la larga palanca plateada que servía para situar el carro. En el cine había comprobado que las máquinas de escribir, en efecto, generan su tipo de música, y supe que nunca oiría como resultado de mi esfuerzo el estupendo ping de misión cumplida que suena al final de las líneas, ni el largo rasponazo, parecido a una salva de aplausos, que emite el carro al hacerlo desplazarse para empezar otra línea. Y así ha resultado: cuando termino una línea, no oigo nada, sólo el silencio de los pensamientos cayendo interminablemente por el agujero de la memoria.
Pero, como ya dije antes, puedo ser muy persistente cuando de veras quiero algo, y no renuncié a la idea de conversar con los humanos. No habían transcurrido dos semanas de mi renuncia al proyecto «máquina de escribir» cuando descubrí bajo el rótulo de LENGUAS un delgado folleto cuyo título era Dígalo sin sonido: Diccionario de imágenes; y dentro venían dibujados decenas de signos de los que los sordos utilizan para hablar. La primera vez que tropecé con este libro quedé convencido de que por fin había descubierto lo que buscaba. Las palabras de uso más frecuente venían por orden alfabético, como en los diccionarios, y frente a cada entrada, a guisa de «definición», había una chica muy guapa, con un jersey rojo, haciendo el signo correspondiente. Fue por ella, supongo, por lo que la noción del lenguaje de signos se me asoció con las Beldades. Al lado de la palabra amigos, por ejemplo, iba la foto de una Beldad de torneado jersey con ambos dedos índices, el de la mano izquierda y el de la mano derecha, juntos. Dedos amigos y muy juntos. Así recompuse mis esperanzas. Tontamente, al fin y al cabo, porque no tardé en descubrir que quienquiera que hubiese inventado ese callado lenguaje lo había inventado para criaturas dotadas de dedos. Con lo que yo poseía, en lo tocante a los pies y las zarpas, me resultaba imposible balbucear la más rudimentaria de las frases. A lo más que llegaba era a una especie de tartamudeo digital. Me plantaba delante del espejo, a pesar de lo doloroso que ello me resultaba, y, balanceándome en el borde del lavabo, hacía todo lo posible por decir en signos: «¿Qué te gusta leer?». Lo intenté por el procedimiento de que mi cuerpo fuera la palma de la mano y mis extremidades los dedos; luego, sin haber llegado a la mitad de la frase, cambié de método: que las patas delanteras fuesen los brazos y las traseras los pulgares. Ora acachetándome el pecho, ora cruzando las piernas, ora ovillándome entero, me movía frenéticamente de un lado a otro, como un hombre con la ropa ardiendo. Fue inútil.
Las situaciones desesperadas, sin embargo, engendran esperanzas desesperadas; y, así, tras haber estado a punto de morir por envenenamiento a manos de Shine, volví a la idea de los signos. En ese momento supuse que una frase rudimentaria podría ser todo lo que me hiciera falta, sencillamente dicho: algo que pusiera en conocimiento de la gente que soy una criatura lista y amistosa. Había transcurrido bastante tiempo desde que lo intentara por primera vez, y, aun teniendo en cuenta que muy pocas cosas salían de la tienda sin que yo me enterase, me sobrevino el temor de que alguien se hubiera escabullido con el manual mientras yo estaba ausente, en el Rialto o echando una siesta de carnero en el techo. Alguien sordo, claro, y, por consiguiente, muy silencioso. De manera que tan pronto como Shine echó el cerrojo aquella noche, y luego tosió (una costumbre que tenía, como diciéndole hola a la noche) y se llevó sus pasos calle adelante, yo me dejé caer al suelo y me lancé por la tienda hacia la esquina en que tenía que encontrarse el libro. Y ahí seguía: una loncha amarilla puesta entre el oscuro pan integral del diccionario serbocroata y el pálido pan de centeno del Fundamentos de alemán comercial de Langston. Cuando, tras grandes esfuerzos, logré extraer el folleto de la estantería, observé que el precio marcado a lápiz en la segunda de cubierta se había desmoronado de veinticinco centavos a sólo cinco.
Pasando despacio las páginas, le iba haciendo preguntas a la Beldad. Buscaba la frase más sencilla y más inteligible que fuera compatible con mis limitaciones fisiológicas, y en un santiamén había aprendido a decir «adiós cremallera». No era Shakespeare, pero hasta ahí llegaba. Logré decirlo levantándome sobre las patas traseras y agitando una zarpa en el aire —diciendo adiós con ella—, para a continuación trazar el zigzag de una cremallera con la misma zarpa. Estuve practicando delante del espejo —adiós-cremallera, cremallera-adiós— hasta conseguir que me saliera de corrido; lo cual me obligó a encarar otro problema: ¿a quién iba a decirle eso? Respuesta evidente: a un sordo. Con lo que ya tenía un nuevo objetivo en esta vida: encontrar a un sordo. Los sordos, sin embargo, no crecen en los árboles. Me mantuve muy al tanto, en la esperanza de que alguno entrase en la tienda y me brindara la oportunidad de ponerme rápidamente delante de él y presentarme. No creo que entrara ningún sordo, nunca, aunque un día sí que entró un anciano, que se pasó un buen rato hojeando libros y al final escogió uno, lo pagó y se marchó sin decir una palabra. Así que igual era sordo. Pero con Shine dando vueltas por ahí, di por sentado que lo mejor era no correr riesgos. El posible sordo era un hombre viejo y enclenque, y quizá no hubiera podido protegerme si hubiera echado a correr y me hubiese postrado a sus pies.
Con el cuerpo nunca había viajado más allá de la plaza Scollay, pero sabía mucho de Boston por los libros y los planos, y con la mente podía verlo extenderse ante mí, de Arlington a Columbus Point, como desde un aeroplano. Ahora, como correspondía a un auténtico axiano, lo que me tocaba era establecer contacto con la especie dominante. Por supuesto que ya lo había intentado con Shine y que había estado a punto de terminar como los axianos. Pero mis muchas lecturas habían disipado cualquier duda al respecto: además de todas esas multitudes de sádicos, malvados, psicópatas y envenenadores, la especie dominante también podía enorgullecerse de verdaderos ejemplos de amabilidad y comprensión, y la mayor parte de estos ejemplos eran mujeres. Podría haber buscado algún contacto en las calles de la plaza, pero algo en los rostros me advirtió que no lo hiciera. Ya he confesado que en aquel momento aún era bastante burgués y, por consiguiente, deseaba que mi primer interlocutor fuera, por así decirlo, un colaborador virginal en mi conversación humana, lo que yo entonces consideraba una persona de orden superior. Dado que las zonas donde más probable resultaba encontrar a una mujer de tal clase —los recintos universitarios de Wellesley y Radcliffe y el convento de monjas de Santa Clara en Jamaica Plain— estaban fuera de mi alcance, me conformé con el Jardín Público, a unas pocas bocacalles hacia el oeste de la plaza. Y en esto ve usted de nuevo que, a pesar de mi tendencia a pasarme de exigente, tengo las cuatro patas en el suelo y puedo ser muy práctico cuando no me queda más remedio.
Para tal desplazamiento me hacía falta una de esas noches de lluvia en que la gente anda por ahí cubriéndose la cabeza con periódicos y paraguas y escaqueándose entre los coches y los portales, demasiado ocupada como para fijarse en un animalito que se arrastra en dirección oeste por debajo de los vehículos aparcados. No tuve que esperar mucho. El sábado siguiente, a las cinco en punto de la tarde, Shine salió de la tienda bajo el palio de un negro paraguas. Y a eso de la medianoche, cuando partí con destino al Jardín Público, caían chuzos de punta, aunque debajo de los coches el asfalto seguía seco y cálido. Sólo los cruces presentaban problemas, porque eran espacios abiertos que había que recorrer al sprint. Me demoré todo lo que hizo falta —no me había olvidado del pobre Peewee—, y casi estaba amaneciendo ya cuando por fin atravesé el parque Common y me metí corriendo en el Jardín Público.
Allí la hierba era suave y desprendía olores buenos y dulces. Era la primera vez que veía hierba, y la probé. Había cesado la lluvia, y el cielo empalidecía por oriente. Había venido arrastrándome por debajo de los coches aparcados, de uno a otro, subiendo por la calle Tremont, de manera que traía las patas y las partes bajas del cuerpo todas negras y manchadas de porquería y grasa. Me limpié lo mejor que pude; luego me deslicé bajo un arbusto y me quedé dormido. Cuando me desperté brillaba el sol y vi los árboles. Nunca antes había visto árboles de verdad. El arbusto bajo el que había dormido estaba junto a un sendero de cemento que atravesaba el Jardín Público de punta a punta. Eché un vistazo y vi gente muy bien vestida. Sonaban las campanas de la iglesia. Me sentía raro, como desligado de mí mismo, como si me estuviera viendo desde una altura. Rata que debería estar muerta y no está muerta. Débil y sucia, pero no muerta, nada muerta, ahí estaba yo, vivo, debajo de un arbusto; y tenía un plan.
Observé a los que pasaban caminando, me fijé en lo que hacían con las manos. ¿Hablaban sus manos? Me pasé la mañana viendo manos balancearse a los lados, permanecer ocultas en los bolsillos, colocar en su sitio algún mechón de pelo que el aire hubiese despeinado, hacer gestos de saludo, señalar ardillas, cerrarse en puño, arrojar cacahuetes, meterse el dedo en la nariz, rascar entrepiernas y asir otras manos. Las manos estaban todas ocupadísimas en tales tareas, sin decir una sola palabra. Comí hierba. Hice un par de incursiones rápidas para apropiarme de algún que otro cacahuete destinado a las ardillas. No fue suficiente, porque llevaba más de veinticuatro horas sin comer. Me sentía muy débil, y esta debilidad me asustaba.
Era casi de noche cuando las vi venir, dos mujeres y una niña entre ambas, procedentes de la calle Arlington. Iban muy bien vestidas y llevaban unos zapatos resplandecientes. Por encima de la cabeza de la niña, hablaban las manos de las mujeres. Lamenté no haber invertido más tiempo en estudiar el diccionario de imágenes, para así comprender lo que aquellas manos decían. Se me salía el corazón del pecho. Me inquietó la idea de desmayarme de la emoción y el miedo, teniendo en cuenta lo débil que estaba. Me quedé mirándolas mientras se acercaban, y cuando ya estaban cerca me planté de una carrera en mitad del camino y mis garras dijeron «adiós cremallera». Traté de gritarlo, violentando los gestos todo lo posible. «Adiós cremallera.» «Adiós cremallera.» Absurdamente, intenté realzar el efecto chillando con todas mis fuerzas. Me di cuenta de que estaba consiguiéndolo. Las dos mujeres y la niña se habían detenido y me miraban con la boca abierta. «Adiós cremallera.» Tenía que levantarme sobre los cuartos traseros para decirlo, y con el entusiasmo perdí el equilibrio y caí de espaldas. Una de las mujeres empezó a emitir unos ruidos extraños al respirar, como de gruñido —quizás estuviera riéndose—, uh, uh, uh, y a continuación la niña se puso a gritar. No recuerdo muy bien en qué orden se produjeron los acontecimientos posteriores. La gente gritaba «¡Una rata, una rata!». Una voz de hombre dijo: «Una ardilla no es, desde luego». Y otra voz: «Le ha dado un pasmo». Y una tercera: «¡Tiene la rabia!». Y todos hablaban al mismo tiempo. Se acercó un hombre que llevaba un bastón y trató de hincármelo en el estómago. Me puse sobre las cuatro patas y salí corriendo, y el tipo trató de atinarme con su bastón. Oí cómo se rompía contra el pavimento y luego vi que salía despedido, rasgando el aire, y fue a caerme en la espalda en el preciso momento en que alcanzaba el césped; y alguien gritó: «¡No le hagáis daño!». Me metí en una hilera de arbustos y corrí. No sentía dolor alguno, pero sabía que iba arrastrando algo muy pesado. Volví la cabeza y vi que tenía la pierna izquierda doblada hacia fuera. No se movía al correr, la llevaba a rastras, como un saco.
El dolor se presentó durante la noche y era tan grande que a la mañana siguiente apenas lograba desplazarme hacia delante utilizando sólo las patas delanteras. Comí hierba. Desde mi escondite vi a un hombre dándoles de comer a las ardillas. Estaba cerca de mí, sentado en un banco, con una bolsa de papel en el regazo, y las ardillas se le encaramaban y le cogían los cacahuetes de los dedos. Avidez y degradación en la fauna silvestre norteamericana. Transcurrido un rato, el hombre pareció aburrirse. Puso la bolsa boca abajo y los cacahuetes se derramaron por el banco y por el suelo. Nada más marcharse aquel individuo, las ardillas se abalanzaron sobre los cacahuetes y se pusieron a recogerlos, hasta que pensaron que ya no quedaban más, y se marcharon. Pero se habían dejado uno, lo veía en la hierba, junto a una pata del banco, a muy poca distancia de mi escondite. Vino otra persona y se sentó en el banco; una persona azul. Me dio igual. Quería ese cacahuete por encima de todo, me daba igual lo que ocurriese, de modo que fui arrastrándome y lo cogí. Recuerdo lo bien que sabía.