Todas las semanas, sin falta, el periódico me traía noticias, nuevas y deprimentes, sobre la llamada renovación de la plaza Scollay. Muchos locales comerciales habían cerrado ya sus puertas, tras enormes liquidaciones por derribo, y ahora permanecían oscuros y vacíos tras las placas de contrachapado; otros, más sencillamente, habían ardido hasta los cimientos. Aun así, Norman seguía en lo suyo. Y aún teníamos días buenos, aunque nunca tan buenos como los de antaño. Había pocos parroquianos, incluso en los mejores momentos, y en los días lluviosos Norman ni se molestaba ya en desenfundar el plumero. De vez en cuando veía yo que los clientes soplaban en los libros para quitarles el polvo, antes de abrirlos, pero él no pareció fijarse nunca. Seguía tirando, pero se veía a la legua que no ponía el corazón en el asunto.
Yo también seguía tirando. Estando tan flojo el negocio, ahora disponía de más tiempo para elaborar mis estructuras oníricas. Eran sueños enormes, como novelas. A veces me tiraba días con una sola escena. Pongamos que fuera una excursión campestre a la playa de Revere. Pongamos que era el verano de 1929 y que la bolsa estaba a punto de hundirse y nadie lo sabía. ¿Qué llevan puesto? ¿Qué clase de zapatos? ¿Qué ropa interior? ¿Cómo se cortan el pelo? ¿Qué pinta tienen sus automóviles? ¿Qué sensación producen los asientos? ¿Cuánto cuesta la gasolina? ¿Se han traído algún libro? ¿De qué son los sándwiches? ¿En qué vienen envueltos? ¿Qué marca de cigarrillos fuman? ¿Qué marca de refrescos? ¿Qué pájaro canta? ¿Cómo se llama el árbol en que se esconde? Son temas que hoy resolvería con bastante facilidad. He llevado mis sueños tan lejos como la China de la dinastía Tang, el Machu Picchu, y el piso septuagésimo tercero del Empire State Building.
Una noche, ya tarde, estaba yo entretenido con mi sueño del poeta francés loco. Había perdido una pierna —él, o yo, o Fred Astaire, qué más daba— combatiendo en las filas de la Comuna de París. Años de dolor físico y absenta habían hecho que se volviera loco —él, yo, nosotros—. En la presente escena, ambientada en una noche de lluvia, lo vemos en una calle estrecha de París, golpeando con el puño la puerta de una casa que pertenece a la gran actriz Sarah Bernhardt. En la otra mano sujeta con fuerza, envuelta en hule para protegerla de la lluvia, una versión fragmentaria de su gran poema enloquecido, «Ode à la nuit». Estaba en el sótano, leyendo cosas sobre Sarah Bernhardt en la Enciclopedia Británica, cuando me sobresaltó el ruido de la puerta de la calle al abrirse. Me zambullí de cabeza en el agujero ancestral y, trepando por conductos negros como la pez, llegué al Balcón en el preciso momento en que Norman colgaba su impermeable en la percha. También en Boston llovía, por consiguiente. Nunca se había dado el caso de que volviera a pasar por la tienda después del cierre, y lo seguí con la mirada, preocupado, mientras iba recorriendo los pasillos, comportándose como si hubiera sido la primera vez que visitaba la librería. Luego se sentó en su silla de siempre. Se sentó encima de su acostumbrado cojín rojo, colocó las palmas de ambas manos sobre la mesa y se echó a llorar. No hacía ningún ruido, no se cubría el rostro, las lágrimas fluían silenciosamente, confundiéndose con las gotas de lluvia que persistían en sus mejillas y su mentón, y cayéndole en la camisa. Silenciosamente, le grité: «Ánimo, señor Shine. Mañana será otro día. ¡No haga usted nada de que pueda arrepentirse!». Me sentía tan mal, que sólo se me venían a la cabeza unas cuantas frases estereotipadas. Llegó a ocurrírseme la idea de tirarme del Globo con la cabeza por delante, sólo para distraerlo.
Pero lo que verdaderamente deseaba hacer, lo que de hecho estuve a punto de hacer, fue salir corriendo por el Cubil de la Rata, arrojarme a los pies de Norman y ponerme como un loco a besarle los zapatos. Así lo conmovería profundamente. Me llevaría consigo cuando se mudara. Es digno de interés el hecho de que las ensoñaciones no tengan límite. ¿Qué habría pensado verdaderamente Norman si hubiera salido una rata de detrás de la caja fuerte y se hubiera abalanzado sobre sus zapatos? En el mundo real hay diferencias que no pueden superarse.
La vida es breve, pero, aun así, siempre podemos aprender un par de cosas antes de la traca final. Una de las cosas que tengo observadas es que los extremos se tocan. Los grandes amores se transforman en grandes odios, la callada paz deriva en estrepitosa guerra, el tedio infinito genera enorme excitación. Lo mismo nos pasaba a Norman y a mí. Me atrevo a afirmar que aquella noche en la tienda, con Norman llorando y yo flotando, casi en lágrimas, por encima de su cabeza, fue el verdadero cenit de nuestra relación, nuestro momento de máxima cercanía. Las grandes intimidades traen gigantescos alejamientos. Lo anterior ocurrió un sábado por la noche. Al día siguiente no pude ver a Norman, porque la librería cerraba los domingos. El domingo por la noche volví del Rialto sintiéndome indispuesto. Una salchicha en mal estado, seguramente. No era la primera vez que me ocurría algo así, de manera que no me preocupé. Y el lunes por la mañana ya me sentía mejor, pero, de todas formas, decidí no arriesgarme a ir al Rialto aquella noche, aunque ello significara quedarme sin comer hasta la expedición del martes. Norman se hallaba de nuevo instalado ante su mesa, con el periódico y el café, y yo estaba en el Globo, atento al menor signo de congoja por su parte. Me quedé mirándolo atentamente mientras bajaba su cacillo tan despacio que el movimiento apenas generó arrugas en la imagen de su ojo derecho y su mejilla, que flotaban como flores de loto en el líquido marrón. Me pregunté si la lentitud de sus movimientos podría ser otro síntoma de dolor. Por culpa de mi aversión a los espejos, nunca había acabado de comprender del todo las leyes de la refracción. Así que tardé algo en darme cuenta de que si yo podía ver su ojo, era porque él también podía ver el mío. Ajeno a las graves consecuencias de tan fatal simetría, continué asomado al Globo mientras Norman iba apartando lentamente la silla, con las manos en la nuca, como bostezando. Ahora miraba directamente al techo y durante un buen rato su mirada, negra y sombría, se topó de frente con la mía, negra y resplandeciente. Terror e identificación. Luego eché rápidamente la cabeza hacia atrás y me retiré a la oscuridad de entre las vigas, donde permanecí acurrucado, en un tumulto de miedo y delicia. ¡Me ha visto! ¿Qué haría a continuación? Ya no estaba solo. Traté de recordar sus ojos. ¿Qué decían? Retrospectivamente, imaginé que había visto amor en ellos. Norman, con lo inteligente, con lo bueno que era: seguro que había logrado superar la barbilla hundida, las mejillas peludas, seguro que había profundizado en mis ojos resplandecientes, hasta captar en ellos el alma de un camarada de arte y de oficio.
Pasé el resto del día muy escondido. Sólo cuando oí la puerta de la tienda cerrarse y los pasos de Norman alejándose por la acera, volví a encaramarme al Balcón a echar un vistazo. Allá por el mes de abril me había subido del viejo nido familiar grandes cantidades de papel desmenuzado, y con ese material me había fabricado una pequeña poltrona. Había sido agradable estar ahí sentado, observando lo que ocurría abajo, en la tienda. En alguna que otra ocasión había permanecido ahí en lo alto con la tienda ya cerrada, perdido en mis ensoñaciones, mientras la puesta del sol amarilleaba lentamente, llenando el local de una especie de etérea congoja. Me encantaba estar ahí mientras las sombras se iban adensando, como me encantaba la tristeza que nunca dejaba de poseerme en tales momentos. Pero aquella noche percibí de inmediato que mientras yo tiritaba de miedo, escondido en los conductos, Norman me había hecho una visita. La poltrona estaba desplazada y casi totalmente deshecha, y a su lado había un montoncito de extraña comida. Una pila de gránulos cilíndricos, color verde fluorescente. Olían bien, de modo que probé un poquito. Eran una rara delicia, sabían a una mezcla de queso Velveeta, asfalto caliente y Proust. Recordé la mirada que había en los ojos de Norman cuando me vio, y pensé: «Pues sí que era amor, a fin de cuentas». Y así empezó uno de los momentos más felices y más breves de mi vida. Ahora sabía que no estaba solo. Tenía un sitio junto a alguien. Volví a probar. En todos mis meses de gorroneo, nunca me había suministrado el Rialto una comida como ésta. Era más suave que las pastillas de goma, más crujiente que las palomitas, y tenía, como ya he dicho, un sabor tan delicioso como extraño. Traté de ponerle un nombre y opté por llamarlo Normans: «Póngame una caja de Normans, por favor». Me apenaba el hecho de que, por culpa de las salchichas en mal estado, tuviera que conformarme ahora con sólo unas poquitas de esas chucherías tan placenteras.
A continuación me quedé dormido allí mismo, en el Balcón. Soñé que bailaba con Norman. Llevaba un vestido de seda como los de Ginger Rogers y él lucía en el ojal la rosa amarilla que yo le había regalado. Me iba dando Normans con los dedos mientras bailábamos, metiéndomelos en la boca uno tras otro, al ritmo de la música. Al principio era agradable, pero luego, como no paraba ni siquiera al ver que me estaba atragantando, y seguía obligándome a comerlos, la situación se convirtió en pesadilla. Me desperté tosiendo y lleno de angustia. Traté de vomitar, pero no pude.
A la mañana siguiente me sentía peor. Estaba mareado y me dolía al toser, y tenía en los oídos un ruido como de torrente. Volví al Balcón y comí otro poquito de la comida nueva, tras lo cual me sentí algo mejor. Pero al caer la tarde estaba otra vez peor, y tan débil que el mero intento de dar unos pasos me suponía un esfuerzo equivalente al de escalar una montaña. Llevaba dos días sin beber, y ahora sólo podía pensar en agua. Vi, desde el Globo, que Norman no había enjuagado su taza. Había un dedo de líquido marrón languideciendo en el fondo. Decidí aprovecharlo y, a trancas y barrancas, bajé por el conducto central hasta el Cubil de la Rata. Al llegar al suelo, descubrí que el agujero estaba tapado en parte con una pequeña caja de cartón. Tuve que reunir toda la fuerza que me quedaba para apartarla. Pesaba tanto porque estaba llena de Normans, hasta el borde. Estaba trepando por encima de ella para salir del agujero cuando vi la etiqueta. Decía: «Fuera-Ratas». También decía, en subtexto, «Joder con los Normans». No decía: «Un piscolabis sano y delicioso». Decía: «Las elimina en una sola ingestión». Me pregunté si la media docena de gránulos que me había comido contarían como una ingestión. Seguí leyendo: «Para el control de ratones, ratas de Noruega y ratas de tejado en casas, granjas y locales comerciales». No sabía muy bien si yo era de Noruega o de tejado, pero para el caso daba igual. «Manténgase fuera del alcance de los niños y de los animales domésticos». Crueles palabras para quien por unos momentos había creído ser ambas cosas. Me estaba muriendo, como Peewee, pero más despacio, y no por accidente, sino asesinado. Logré llegar hasta el café y me lo bebí, y luego estuve casi una hora arrastrándome para llegar al nido. Ni acostado pude controlar la respiración. Seguía tosiendo y, cuando no, los pulmones me sonaban como los gritos que da una persona sumida en un pozo profundo. Al succionarme las encías se me llenaba la boca de un sabor a sangre. Me imaginé muriendo. Fred Astaire, el gran bailarín, muriéndose. John Keats, el gran poeta, muriéndose. Apollinaire, delirante, muriéndose. Proust, con sus bellos ojos en un rostro contraído, muriéndose. Joyce muriéndose en Zúrich. Stevenson muriéndose en Samoa. Marlowe muriendo apuñalado. Lamentaba que no hubiera nadie delante para verme. Las bellas mariposas plegarían las alas y yo iba a morir como una rata cualquiera.
Dormí largo rato. Y cuando me desperté no estaba en el paraíso, si el paraíso no es un sitio lleno de polvo y situado entre dos junturas de madera. Aún me sentía muy débil, pero ya no me sangraban las encías. Tenía una sed terrible y un hambre de lobo estepario. La luz que me llegaba desde abajo, bordeando el Globo, estaba llena de partículas danzarinas. Mirándolas, estuvo a punto de hacerme llorar tanta belleza. Me arrastré unos pasos y la aspereza de los listones bajo las patas me produjo una sensación indeciblemente dulce. Me acerqué al borde del Globo y miré hacia abajo. Estaba sentado a su mesa, leyendo el periódico, como si nada. Observando ahora su cráneo mondo, no me costaba ningún trabajo imaginar qué siniestras protuberancias se escondían astutamente bajo esa corona monacal de pelo rizado. Me habría sido fácil aflojar la sujeción de la lámpara y hacer que ésta fuera a estrellarse contra aquel cráneo indefenso. Por extraño que parezca, la idea me pasó por la cabeza, pero no llegó a aposentarse en ella. Un enorme fatalismo llevaba toda la vida protegiéndome del rencor y la amargura. Y, por otra parte, habría sido como vengarse de un fantasma, puesto que el Norman que yo había conocido y amado había resultado no existir, no ser más que una imaginación mía, producto de un enorme malentendido del que no podía echarle la culpa a nadie más que a mí. Había resultado ser un personaje más de mis sueños, no más real que el poeta loco de la semana pasada, el que aporreaba la puerta de Sarah Bernhardt. Estaba hundido. Matarratas, o El amor traicionado. Todo lo que yo había creído firme y atado se desmoronaba ahora; y, sin embargo, al mismo tiempo me sentí renacer. Estaba dispuesto, como suele decirse, a volver página. Con Libros Pembroke ya en el despeñadero del olvido, y con su dueño convertido en asesino, con la marca de Caín en los aladares, ya iba siendo hora de cambiar de proyecto.