Libros Pembroke era una librería muy conocida, el típico sitio que los famosos visitan de vez en cuando. En más de una ocasión le oí contar a Norman que Jack Kennedy —el mismo que luego llegó a presidente de Estados Unidos— se dejaba caer por allí a tomar un café y echar una parrafada cuando aún no era más que congresista, y lo mismo Ted Williams, famoso bateador de los Red Sox. Ninguno de los dos me llamaba mucho la atención. Pero a Norman también le gustaba hablar de la vez en que Arthur Miller, el famoso dramaturgo, entró en la librería a comprar un ejemplar de una obra suya. Ojalá hubiera estado yo allí para verlo. Siempre tuve la esperanza de que volviera, o, si no, de que viniera algún otro: John Steinbeck, Robert Frost, incluso Grace Metalious[6]. Ninguno de ellos vivía muy lejos. Y, luego, también estaba Robert Lowell, que vivía a la vuelta de la esquina. Pero tampoco vino nunca.
En el transcurso de mi ejercicio sólo vino un escritor, y al principio fue una decepción. Aún no era famoso, y Alvin, hablando un día con Norman, cuando el escritor acababa de salir de la librería, dijo de él que era «un bohemio». Yo por aquel entonces aún estaba en mi fase burguesa, y no me habría apetecido que nadie me tuviera en la consideración de «bohemio». Norman también lo calificó una vez de novelista experimental, aunque quizá lo dijera en broma. Otras veces lo llamó majareta y borracho. Este escritor vivía encima de la librería, aunque eso era algo que yo no sabía aún (por no saber, ni siquiera sabía que hubiese una planta superior). La entrada estaba entre Libros Pembroke y el Palacio del Tatuaje; llevaba el rótulo HABITACIONES y la puerta era de cristal esmerilado en su parte superior, con un semicírculo de letras doradas donde ponía DOCTOR LIEBERMAN - DENTISTA SIN DOLOR. Normalmente, cuando el escritor de que hablamos pasaba por la librería iba camino de algún otro sitio, a veces tan alejados como la plaza Harvard, en Cambridge, al otro lado del río, y para sus desplazamientos utilizaba una bicicleta viejísima, con una gran cesta de alambre en el manillar. Tenía los guardabarros verdes y un botoncito blanco para la bocina. No sé si funcionaba. Muchas veces dejaba la bicicleta apoyada en el escaparate de la librería, por más que Norman le dijera que no lo hiciese. Yo entonces aún no sabía cómo admirar ese rasgo de carácter, de manera que me puse del lado de Norman y, en principio, no sentí gran respeto por ese escritor. No era nada joven y pensé que más le valía darse prisa si pretendía hacerse famoso. Así de burgués era yo. Era el único hombre con el pelo hasta los hombros que había visto nunca. Un pelo gris y ralo, sujeto por arriba con una cinta azul, como los indios. No tenía el menor aspecto de indio, por lo demás. Se llamaba Jerry Magoon. Era un individuo de corta estatura, rechoncho, con la cabeza muy grande. Tenía una nariz pequeña, irlandesa, un bigotazo caído sobre la boca de labios finos, y los ojos azules, uno de los cuales siempre miraba a un lado. Los demás nunca sabían si los estaba mirando o no. Y siempre llevaba el mismo traje azul arrugado, con una corbata negra de punto. Ello le confería un aspecto extrañamente contradictorio, como si por una parte intentara ir arreglado y limpio, pero por otra se dedicara a dormir con la ropa puesta.
Quitados el traje y la corbata, parecía un buscador de oro de esos que salen en los westerns del Rialto, y yo, antes de conocer su nombre, lo llamaba el Buscador. Más tarde pasé a llamarlo el «Hombre más listo del mundo». Vino mucho en el transcurso de mi ejercicio en la tienda. Era uno de los habituales y siempre se quedaba bastante tiempo, por lo general en el sótano, donde estaban los libros más baratos, sacando volúmenes de las estanterías, hojeándolos y volviéndolos a poner en su sitio, y a veces, cuando encontraba uno de su gusto, se lo leía de tapa a tapa, ahí de pie. Leía moviendo los labios y meneando la cabezota. Había un buen trecho hasta Cambridge, para hacerlo en bicicleta, y el hombre era bastante mayor, así que yo daba por sentado que no le corría prisa ponerse en marcha. Y a Norman no parecía importarle. Al cabo del tiempo llegué a la conclusión de que le caía muy bien el escritor, de manera que yo también le cogí cierto cariño.
A veces ayudaba a descargar la ranchera llena de libros, y en cierta ocasión Norman le pagó por limpiar los escaparates. Lo hizo bien. Generalmente no compraba nada —saltaba a la vista que era muy pobre— pero uno de los primeros días de primavera salió de la tienda con una bolsa grande llena de libros. No pude ver qué había en la bolsa, pero aquella misma noche lo averigüé, por los huecos en las estanterías. Era todo religión y ciencia ficción: El camino del ser humano, según las enseñanzas del jasidismo, de Martin Buber; Cómo nacen y mueren las estrellas, de Asimov; Las armerías de Isher, de A. E. van Vogt; Historia y escatología, de Bultmann y Ciudadano de la galaxia, de Heinlein. Había entre ellos algunos de mis libros favoritos. En una visita posterior se llevó todo lo que teníamos sobre insectos. Y esa vez Norman le preguntó, mientras empaquetaba los libros, que en qué estaba trabajando. Me faltó poco para caerme del Globo cuando oí la respuesta:
—Tengo una nueva novela en marcha —dijo—. Sobre una rata. De las peludas. Ésta sí que la van a odiar.
Norman se rió al preguntarle:
—¿Es una secuela?
Y Jerry contestó:
—No, es algo completamente distinto. Ya estoy harto de hacer cosas obvias. Hay que mantenerse en movimiento, comprendes. Como los tiburones. Si te paras, te vas al fondo.
Norman, al parecer, sí lo comprendía, porque se limitó a asentir con la cabeza y entregarle los libros.
Desde entonces, cada vez que llegaba una partida nueva de libros desgarraba el envoltorio buscando la novela de Jerry Magoon. Los milagros ocurren: estaba seguro de ello. De hecho, así quedaba demostrado cada vez que regresaba sano y salvo de una de mis incursiones por la plaza y soltaba un suspiro de gratitud vagamente dirigido al cielo; y así quedó demostrado la noche en que pude poner las garras en la novela. Era una edición barata, de bolsillo, 227 páginas amarillentas. En la cubierta, contra un fondo amarillo canario, ardía la ciudad de Nueva York, mientras por encima de los edificios en llamas, entre volutas de humo, se cernía una enorme rata, más grande que el Empire State Building, con los ojos inyectados en sangre y sangre goteándole de los colmillos. El título iba en la parte de arriba, trazado a brochazos de sangre: El nido. Al pie, en letras que se me antojaron insultantemente pequeñas, se leía el nombre del autor, E. J. Magoon. Se me hizo evidente, tras leer el libro, que la gente de Astral Press, que lo había publicado en 1950, poseía un considerable talento para la hipérbole, porque en la novela no aparecían ratas gigantes de ninguna clase, aunque hacia el final sí que hubiera una gran cantidad de ciudades ardiendo en llamas.
Los habitantes de Axi 12, planeta situado en el extremo más alejado de nuestra galaxia, gente apacible y enormemente inteligente, llevaban desde hacía un siglo enviando sondas robóticas al planeta Tierra, para estudiarlo. El planeta Tierra era el único de toda la galaxia, además de Axi 12, en que se había desarrollado la vida. Las sondas tenían recogida una enorme cantidad de datos de la Tierra y sus criaturas, y los axianos estaban convencidos de que ya había llegado el momento de iniciar verdaderos contactos con los terrícolas, aunque les constaba que no iba a ser fácil. Los axianos, aunque mucho más desarrollados que los terrícolas, tanto desde el punto de vista ético como el intelectual, tenían la desgracia, desde el punto de vista terrestre, de parecer babosas de jardín. Eran del tamaño de un pony de Shetland. Siendo como eran de inteligentes, tuvieron el buen sentido de admitir que su aspecto podía dar lugar a que los terrícolas se equivocaran en lo tocante a su superioridad moral e intelectual. Cabía concebir, incluso, que los terrícolas se negaran a trabar amistad con babosas tamaño pony. Afortunadamente, esas babosas superiores también estaban en posesión de técnicas protoplásmicas de transformación avanzada, y decidieron enviar a la Tierra una expedición compuesta de decenas de axianos previamente reconvertidos a la forma de la especie dominante en aquel planeta. Además, para que los expedicionarios aprendieran gradualmente a comprender las costumbres y el idioma, antes de emprender los contactos, los mandaron con aspecto de niños, cambiándolos por otros, para que sus madres terrestres los educaran como propios, sin maliciarse del engaño. De ahí el título del libro. Cuando esos niños cambiados alcanzaran la edad adulta, no sólo dominarían las costumbres e idiomas de la Tierra, sino que tendrían amigos y compañeros —incluso hermanos y padres— entre la especie dominante, y estarían perfectamente situados para servir de mediadores entre los terrícolas y los axianos.
Parecía un buen plan, pero, desgraciadamente, a pesar de todos los decenios de fisgoneo y análisis orbital, las sondas robóticas de Axion habían cometido un error muy tonto, porque habían llegado a la falsa conclusión de que la especie dominante en la Tierra era la rata noruega, también llamada rata de alcantarilla. Como consecuencia de este error, un día de 1955 una docena de ratas inadvertidas recibieron en sus nidos un número igual de axianos protoplásmicamente transformados, indistinguibles de la prole natural ratera. Las crías axianas pronto se dieron cuenta del error. Y, sin embargo, los perplejos intrusos —liderados por el brioso Alyak— le echaron todo el valor que pudieron y trataron de llevar a término su misión de contactar con la especie dominante, que, según ahora comprendían, eran los seres humanos. El resto del libro lo ocupaban las detalladas descripciones de sus espantosas muertes a manos de la especie despiadada, a pesar de los esfuerzos que las auténticas ratas, nobles hasta el sacrificio, hicieron por salvarlos, convencidas de que los axianos eran congéneres suyos. Cada vez que un axiano moría en la Tierra, imágenes exactas de su muerte se transmitían por vía telepática, cruzando la galaxia entera, hasta llegar a Axi 12, y tan terribles eran esas imágenes, que provocaron la furia de los pacíficos axianos, tan superiores en lo tocante a la ética y tan pacíficos. Su nave tardó unos años en arribar a la Tierra, pero nada más llegar la convirtieron en una bola de fuego. De ahí la ciudad en llamas de la cubierta. En el epílogo, situado en 1985, todos los seres humanos han perecido, junto con todos los demás carnívoros de gran tamaño, de manera que quienes gobiernan sin oposición en la chamuscada superficie de la Tierra son las ratas noruegas.
Cerré El nido y me senté encima. Estaba al borde del llanto, y a continuación del nombre de Jerry puse hermano del alma y soledad. Comprendí entonces para qué le servía la gran jaula de alambre que había en el manillar de la bicicleta: para llevar a cuestas su enorme desesperación; y comprendí también que ese ojo suyo que miraba de lado estaba contemplando la vacía nada de la humana vida y la infinitud del tiempo y del espacio, nada e infinitud que él había unificado en su libro bajo el nombre del Gran Vacío. Y ya puede usted imaginarse cómo me subió la autoestima tras leer esa novela. No más humedales en la selva, no más palabras y gestos carentes de significado: tenía a mi disposición un relato enteramente nuevo. A las etiquetas de pervertido, fenómeno de feria y genio contra natura podía añadirles ahora un adjetivo que todo lo justificaba: extraterrestre. Ayuda mucho, en las noches de soledad, poder mirar las estrellas y no ver en ellas meras escamas de hielo ardiente en el Gran Vacío, sino las ventanas iluminadas de nuestra propia casa. Desgraciadamente, ser extraterrestre no nos otorga ninguna de las ventajas prácticas de la riqueza o la fama, ni contribuye en nada a que aumenten nuestras posibilidades de terminar el día sin que alguna fatalidad se nos desplome sobre la cabeza. Y, para colmo, nunca me lo creí.
En horas laborables, si no estaba durmiendo ni colgado del Globo, podía encontrárseme en el Balcón. Nada que ocurriera abajo, en la tienda, escapaba de mi escrutinio. Cuando Norman cerraba una venta especialmente abultada, haciendo sonar la ornamentada caja registradora, una antigualla que había junto a la salida, en su pedestal, yo daba palmas con las garras y gritaba en silencio: «¡Así se hace, Norman!». Gritos de ánimo desde los márgenes de la vida.
Libros Pembroke era una tienda grande —cuatro salas llenas de libros, sin contar el sótano—, y Norman la conocía como la palma de su mano. Pero también él era falible. A veces buscaba y no encontraba, asestaba el golpe y no sacaba nada en limpio. Cuando ello ocurría, era penoso verlo. Recuerdo una vez en particular. El objetivo era La balada del café triste, un libro más bien delgado. La buscadora era una enana, una joven que llevaba un abrigo de pelo de camello tan grande que la envolvía entera, como si estuviera metida en un tipi, y que le arrastraba por el suelo. Tenía el dobladillo manchado de barro. Llevaba bastante tiempo dando vueltas por la librería, hojeando libros, en apariencia, pero —me dio a mí la impresión— más bien reuniendo valor para decir algo. Tan pronto como expresó el motivo de su búsqueda —si expresar es la palabra adecuada, porque fue más bien un susurro ruborizado—, Norman se puso en pie de un brinco y echó resueltamente a andar, en dirección a la sección de libros de bolsillo, con los brazos por delante, con los gruesos dedos cosquilleándole de ganas de tocar su presa. Casi imaginaba uno que el libro se lanzaría a su mano desde la estantería. Pero, esta vez, de nada sirvió la imaginación. Esta vez, el amplio sistema consistente en colocar los libros en su sitio y más tarde, cuando hace falta, encontrarlos enseguida, no funcionó. Casi se oían los golpes que la avería provocaba en la cabeza de Norman. No se le arrojó a los brazos ningún libro, ningún libro apresaron sus dedos. Vi que se ponía cada vez más tenso mientras buscaba de arriba abajo por donde el libro tenía que haber estado, dando golpecitos en los lomos con el dedo índice, muy nervioso, como si estuviera contando los cuerpos, y luego registrando las estanterías por delante y por detrás, mientras sus gestos pasaban de la relajada seguridad a la consternación más convulsa. Al final, cuando quedó claro que el libro, así de sencillo, no estaba allí, que evidentemente no estaba allí, que lamentabilísimamente no estaba allí, sus varoniles hombros se hundieron bajo el peso de la derrota.
—Bueno, pues creí que lo teníamos, pero al parecer estaba equivocado. Lo siento de veras.
Esto se lo dijo al suelo de delante de sus pies, incapaz de mirar cara a cara a la frustrada clienta. Norman parecía terriblemente desquiciado, y se notaba que había logrado contagiar su desolación a la enana, que, sin duda alguna, lamentaba mucho haber preguntado. Ay, qué ganas me entraron de saltar de mi escondite, de gritarle: «Aquí está, señor Shine —pondría especial cuidado en llamarlo así, señor—, lo tengo aquí: se mezcló con los libros de cocina». Él, atónito, tartamudearía: «Pe-pe-pero ¿cómo lo sabías?». Y yo le contestaría: «Libros Pembroke es algo más que una librería para mí, señor: es mi casa». Norman quedaría terriblemente impresionado, y también lleno de emoción. Y eso no sería más que el principio. En mi sueño, me nombraba aprendiz suyo. Y yo ascendía rápidamente, «desde el último peldaño», a la categoría de dependiente principal. Llevaba una visera verde. Me encantaba la pinta que tenía con la visera, sentado a la mesa de la entrada, por la noche, poniendo al día el papeleo… Igualito que Jimmy Stewart en Qué bello es vivir.
Las noticias del mundo exterior eran malas. Según el Globe, el general Logue ya había presentado al ayuntamiento su plan de batalla definitivo. Los abogados de dos familias afectadas de la zona oeste de la plaza estaban tratando de poner resistencia, pero su causa se consideraba perdida de antemano. Y el ayuntamiento dio su aprobación en junio: el derribo se iniciaría en cuestión de meses. Vastas extensiones de maquinaria pesada se iban distribuyendo por los aledaños, bien engrasadas y en espera. Todas las noches, o casi, tras la decisión del ayuntamiento, un edificio ardía: otro vecino más, tratando de reducir las pérdidas. Las noches transcurrían entre el ulular de las sirenas, y a veces el humo era tan denso que se hacía difícil respirar por las calles. Yo seguía trabajando en mi «Oda a la noche». Cuando pensaba en ella, oía a otros llamándola «su famosa "Oda a la noche"». Y, sin embargo, a pesar de que su librería estaba muriéndose, Norman seguía comprando libros. Creo que también él era un tiburón, que le daba miedo hundirse hasta el fondo.
Yo siempre fui del tipo soñador. Y, dada mi situación, ¿qué otra cosa podía ser? Pero también sabía cómo poner las cuatro patas en la tierra, cuando hacía falta. Y luego —calado hasta los huesos, por así decirlo, por la llovizna de la realidad— me sabía mal que en la práctica no pudiera hacer nada por ayudar a Norman a salir del atolladero. La sensación de incapacidad como causa de depresión en los varones. De manera que empecé a traer regalitos a casa. Una noche, rebuscando entre las palomitas que había en el suelo del Rialto, me encontré un anillo de oro. Tenía la forma de dos serpientes entrelazadas. En la parte alta del anillo se enfrentaban los rostros de ambas. Los ojos eran diminutas esmeraldas. Podría haber puesto el anillo en algún sitio donde lo encontraran las señoras de la limpieza, pero no lo hice. De hecho, lo robé sin el menor remordimiento de conciencia. Tiempo atrás me había descubierto en el cráneo un abultamiento alargado, casi una arruga, que, según Hans Fuchs —el primero en aplicar la ciencia de Gall a la práctica policial—, es señal indudable de «proclividades criminales» y «degeneración moral». De hecho, si no fuera por un obvio detalle, yo encajaría perfectamente en la categoría que Fuchs denomina monstrum humanum, el orden más bajo de los tipos criminales. Sabía, pues, que no tenía sentido comprometer a mi conciencia en una batalla que sólo podía perder. Como ya he dicho, puedo ser bastante práctico cuando toca serlo. De manera que me llevé el anillo a casa y lo puse encima de la mesa de Norman, junto al cacillo del café, y allí lo encontró él a la mañana siguiente. Sosteniéndolo entre el pulgar y el índice, lo estuvo estudiando durante largo rato, llegó incluso a probárselo, extendiendo la mano hacia delante y volviéndola a un lado y a otro, como las mujeres. Luego lo metió en un cajón de la mesa. Pensaría, supuse yo, que alguna clienta lo habría perdido; e imaginé que pondría una nota diciendo SE HA ENCONTRADO UN ANILLO - PREGUNTEN EN DIRECCIÓN. No lo hizo, sin embargo, y una semana después me di cuenta de que llevaba el anillo en un dedo.
En otra ocasión, volviendo a casa desde el Rialto, de escondite en escondite, me encontré con un hombre y una mujer que mantenían una especie de pelea en la calle Cambridge, totalmente desierta, salvo por ellos. La mujer le arreaba con todas sus fuerzas, gritándole «¡cabrón, jodido cabrón!», y cada vez que decía «¡cabrón!» daba una patada en el suelo, como contando cuántas veces seguidas podía decirlo. El hombre, que parecía muy borracho, por el modo en que se tambaleaba, trataba de sujetarla por los hombros, pero ella se lo quitaba de encima. El hombre parecía verdaderamente borracho, por el modo en que se tambaleaba. Ella llevaba unos zapatos plateados de tacón muy alto, con lo cual me recordó a mis Beldades y me dio mucha pena. Mentalmente, estaba de su lado, aunque a ella de poco le valiese. De hecho, más bien nada que poco: ¿qué podía importarle a una chica tan guapa que una mísera rata estuviera de su parte? Llevaba un gran ramo de rosas amarillas en la mano, y al emitir el que bien pudo ser su decimoquinto «cabrón» le atinó al hombre en plena cara con las flores, que salieron disparadas en todas direcciones, y luego cruzó la calle corriendo y se metió en la boca del metro. Yo grité en silencio: «¡Para que te enteres, sucia comadreja!». El hombre siguió donde estaba, tambaleándose un poco, como por efecto de una suave brisa, entre las flores esparcidas por la acera como llamitas amarillas. Luego la emprendió a pisotones con ellas, aplastándolas contra el suelo con un movimiento oscilatorio de la punta del zapato. Movimiento que tenía su correspondencia casi idéntica en la boca del hombre. Ella golpea, él aplasta. No dejó ni una sin pisar. Y a continuación se alejó despacio, calle abajo. Esperé hasta convencerme de que no iba a volver y luego recogí una de las rosas, la que menos daño parecía haber sufrido, y me la llevé a casa, donde la recompuse como mejor pude. Era ya casi la hora de abrir la tienda cuando por fin logré dejarla en la mesa de Norman, junto al cacillo del café. Me habría gustado ponerla en agua, pero tal cosa me resultaba imposible.
Cuando vi la reacción de Norman ante la flor, pensé que quizá hubiera ido demasiado lejos. Pareció francamente atemorizado. Se quedó mirando aquella extraña rosa amarilla que había en su cacillo, con los ojos como platos, y luego miró en derredor, hasta debajo de la mesa, como temeroso de que alguien se le fuera a echar encima en cualquier momento. Sacó la rosa de la taza y la dejó en la mesa. Se pasó la mañana echándole ojeadas, como si esperara que la flor de pronto hiciera algo que explicase su presencia, y después de comer la arrojó a la basura. Me había salido el tiro por la culata con el regalo. Le había dado a Norman un nuevo motivo de preocupación, y lo sentía mucho. Fue el último regalo que le traje.
Nunca he estado muy bien de la cabeza, pero a loco no llego. Aquí levantará usted una ceja, quizás, o las dos, mas no por ello dejará de ser cierto que una cosa son los ensueños diurnos y los jugueteos mentales, y otra muy otra estar como una cabra. Y no pertenezco al número de las criaturas que pueden estar locas sin saberlo. Hay mucha gente que está aún peor que yo. Me consta porque lo afirma nada menos que Peter Erdman, el autor de El yo como otro. En este libro, el doctor Erdman refiere casos reales de seres humanos enormemente gordos que se plantan ante el espejo y se ven más delgaditos que un maniquí de París; y otros que están en los huesos y se ven en el espejo como auténticos rollos de gelatina. Lo ven de veras. Eso sí que es estar loco. En mi caso, el problema nunca ha estado en los espejos —en ellos sólo habita el de siempre, el tipo de la barbilla hundida—, sino en la imagen de mí mismo que no está en el espejo, la que veo cuando me hallo tendido boca arriba y me miro los dedos y me cuento todas esas historias maravillosas, cuando me embarco en lo que llamo sueños, dejando fuera lo que carece de sentido y dándole a la vida un principio, un desarrollo y un desenlace. Mis sueños lo contienen todo; es decir: todo, menos al monstruo del espejo. Cuando sueño una frase como «Concluyó la música y en el silencio todas las miradas se posaron en Firmin, que permanecía impávido y distante en la puerta del salón de baile», nunca veo una barbilla más pequeña de lo normal en la puerta del salón de baile. Algo así tendría un efecto muy distinto. No: siempre veo a alguien muy parecido a Fred Astaire: cintura estrecha, piernas largas y una barbilla como la puntera de una bota. A veces llego a vestirme de Fred Astaire. En esta especial secuencia llevo frac y sombrero de copa. Tengo las piernas cruzadas a la altura de los tobillos y me apoyo como quien no quiere la cosa en un bastón de empuñadura de plata. ¿Le resulta a usted difícil mantener las cejas en esa posición? A veces, cuando voy a ver a Norman para tomarme un café con él, llevo una chaqueta de punto color marrón y mocasines de borla. Me repantigo en la silla, pongo los pies encima de la mesa y hablamos de libros y de mujeres y de béisbol. Junto a esta imagen tengo añadida la frase: «¡Qué gran conversador!». Y otras veces, sin dejar de parecerme mucho a Fred Astaire —pero ahora un Fred Astaire un tanto disoluto y blasé, con un cigarrillo colgándome de los labios, como un francés—, me veo golpeando furiosamente una vieja Remington. Me encanta el ruido del carro cuando arranco un folio e introduzco otro, verdaderamente furioso. Podría seguir así indefinidamente, contarle a usted que llaman a la puerta y es Ginger quien entra —qué entrada, la suya—, tímida, con un sándwich de queso que me ha hecho con sus propias manos, con una expresión en sus ojos… Podría contarle a usted hasta lo que hay escrito en los folios que se amontonan junto a la máquina de escribir.
En un pasaje de El fantasma de la ópera, el fantasma, un gran genio que vive oculto, sin dejarse ver, por causa de su gran fealdad, nos describe lo que más desea en este mundo, y ello no es sino pasear por los bulevares, al atardecer, con una bella dama del bracete, como un burgués cualquiera. Para mí, ése es uno de los pasajes más conmovedores de la literatura, aunque Gaston Leroux no fuera uno de los Grandes.